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El abuelo de Luculo había obtenido la dignidad consular, y era tío suyo, por parte de madre, Metelo, el llamado Numídico; pero su padre había sido, condenado en causa de soborno, y su madre, Cecilia,'estaba notada de vivir con poco recato. La primera obra por donde Luculo se dio a conocer, antes de pedir magistratura ninguna y antes de tomar parte en el gobierno, fue la de hacer juzgar al acusador de su padre, Servilio el augur, que había malversado los caudales públicos, acción que a todos los Romanos les mereció elogios, teniendo siempre en la boca aquel juicio como una muestra de virtud. En general, el hecho de acusar, aun sin particular motivo, no era entre ellos mal mirado, sino que se complacían en ver a los jóvenes perseguir a los malos como a las fieras los cachorros de buena casta. Excitó tanto la curiosidad aquella causa, que en fuerza del concurso hubo caídas y algunos heridos; pero Servilio fue absuelto. Habíase ejercitado Luculo en hablar corrientemente ambas lenguas, griega y latina; así es que Sila, al escribir sus propios hechos, le dirigió la palabra, como a persona que sabía disponer y ordenar la Historia con mayor perfección; porque su pronto y buen decir no se limitaba al uso preciso, a la manera de quien el foro agita Cual atún las ondas y después, fuera de la plaza, En seco muere con trabada lengua; sino que siendo todavía joven había adquirido ya, atraído de su belleza, aquella educación esmerada que se llama liberal. De anciano, enteramente dedicó su ánimo, fatigado de tantas contiendas, al ejercicio y recreo de la filosofía, entregado a la investigación de la verdad, por haber dado de mano en oportuno tiempo a la ambición, a causa de su desavenencia con Pompeyo. Acerca de su afición a las letras se refiere, además de lo dicho, que siendo todavía mozo, con ocasión de cierta disputa que tuvo con el jurisconsulto Hortensio y el historiador Sisena, la que vino a hacerse un poco seria, se comprometió a escribir la Guerra Mársica, en verso o en prosa, en griego o en latín, según lo declarase la suerte, y parece que ésta determinó que fuera en prosa griega, pues que dura aún hoy su historia de la Guerra Mársica escrita en esta lengua. Son muchas las pruebas que hay del amor que tenía a su hermano Marco; pero los Romanos conservan, sobre todo, la memoria de la primera; y es que, con ser él de más edad entre los dos, no quiso tomar parte solo en el gobierno, sino que esperó a que éste se hallara ya en sazón, y entonces ganó de tal manera la afición del pueblo, que juntos fueron nombrados ediles, sin embargo de que él se hallaba ausente.

Era todavía joven al tiempo de la Guerra Mársica, y dio ya en ella muchos ejemplos de valor y de prudencia; pero las calidades que Sila apreciaba más en él eran su entereza y afabilidad; así, le empleó desde el principio en los negocios que pedían grande diligencia, de los cuales fue uno el cuidado de la moneda. Por tanto, él fue quien en la Guerra Mitridática acuñó la mayor parte, la cual de su nombre se llamó Luculeya, y por mucho tiempo se empleó en los continuos cambios de los soldados para proveerse de lo necesario. Después de esto, vencedor Sila por tierra en Atenas, como los enemigos le tuviesen cortado por el mar, en el que dominaban, y le interceptasen los víveres, llamó a Luculo del Egipto y la Libia, mandándole venir de allí con sus naves. Era esto en el rigor del invierno, y con tres barcas griegas y otras tantas galeras rodias de dos bancos se arrojó al gran mar por entre las naves enemigas que, por lo mismo que dominaban, discurrían libremente por todas partes; abordó, sin embargo, a Creta, la agregó a la república, y hallando a los de Cirene en estado de insurrección, con motivo de sus continuas tiranías y guerras, los sosegó y arregló su gobierno, trayéndoles a la memoria aquella sentencia de Platón, que fue una especie de profecía. Porque, rogándole, según es fama, que les dictase leyes y diese a su pueblo una forma de prudente y justo gobierno, les respondió que era muy difícil dar leyes a los Cireneos mientras estuviesen en tanta prosperidad, pues nada hay más indomable que un hombre engreído con su dicha, ni, a la inversa, nada más dócil que el abatido por la fortuna, que fue lo que entonces hizo a los Cireneos sumisos a su legislador Luculo. De allí, volviendo a hacerse a la vela para Egipto, perdió la mayor parte de sus barcos, tomándoselos los piratas; mas él se salvó, y fue magníficamente recibido en Alejandría, porque le salió al encuentro toda la armada, adornada primorosamente, como se ejecuta cuando navega el rey; y Tolomeo, que era aún muy mozo, sobre manifestarle en todo el mayor aprecio, le dio habitación y cumplido hospedaje en su palacio, lo que nunca antes se había hecho con otro general extranjero que allí hubiese arribado. En cuanto a la comida y demás gastos, no se le dio lo que a los demás, sino el cuádruplo; de lo que él, sin embargo, no consumió más que lo preciso, ni recibió los presentes que se le enviaron, apreciados en ochenta talentos. Dícese que ni subió a Menfis ni vio ninguno de los prodigios tan admirables y celebrados del Egipto, diciendo que éstos eran espectáculos para gente desocupada y divertida? y no para él, que había dejado a su emperador al raso, acampado en las mismas fortificaciones de los enemigos.

Retiróse Tolomeo de la alianza, temeroso de tener que hacer la guerra; no obstante esto, le dio naves que le acompañasen hasta Chipre, y, saludándole y obsequiándole en él mismo puerto, le regaló una esmeralda engastada en oro, de las más raras y preciosas; y aunque al principio se negó a admitirla, haciéndole ver el Rey que estaba grabado en ella su retrato, temió rehusarla, no se creyera que se retiraba enteramente enemistado y se le persiguiese en el mar. En la misma navegación fue reuniendo gran número de naves de las ciudades litorales, a excepción de las de aquellos que estaban dados a la piratería; dirigióse a Chipre, y como allí se le asegurase que, hechos al mar los enemigos, le estaban esperando en los promontorios, retiró todas las lanchas y escribió a las ciudades, hablándoles de invernaderos y de víveres, como si allí hubiera de pasar la estación; mas, luego que tuvo viento, levantando áncoras, se hizo de repente a la vela, y navegando de día con los lienzos recogidos, y tendidos de noche, aportó salvo a Rodas. Proporcionándoles naves los Rodíos, persuadíó a los de Co y Gnido que, abandonando el partido del Rey, se le reuniesen para militar contra los de Samos. De Quío arrojó por sí mismo a las tropas del Rey y dio libertad a los Colofonios, apoderándose de Epígono, su tirano. Ocurrió por aquel mismo tiempo el que Mitridates abandonase a Pérgamo, reducido a arrinconarse en Pítane; y como allí le tuviese encerrado y sitiado Fimbria, puso toda su atención y consideración en el mar, juntando y enviando a llamar las diferentes escuadras que por todas partes tenía, desconfiado enteramente de poder combatir y venir a las manos con Fimbria, hombre de suyo arrojado y que se hallaba vencedor. Previólo éste, y hallándose sin armada envió mensajeros a Luculo, rogándole que viniera con su escuadra y le ayudara a acabar con el más enemigo de los reyes, no fuera que de entre las manos se le escapase a Roma Mitridates, último premio de tantos combates y trabajos, ya que él mismo se había venido a ellas y metido en el garlito; pues si se le cogiese, nadie tendría más parte en esta gloria que el que hubiera impedido su fuga y le hubiera echado mano al quererse escapar, y el vencimiento se atribuiría a entrambos, al uno por haberle lanzado de la tierra y al otro por haberle vedado el paso del mar, sin lo cual los tan celebrados triunfos conseguidos por Sila en Orcómeno y en Queronea no les merecerían a los Romanos consideración ninguna. Y en verdad que estas reflexiones eran muy puestas en razón, no habiendo nadie a quien se oculte que si entonces Luculo, que no se hallaba lejos, se hubiera prestado a los ruegos de Fimbria, y acudiendo con sus naves hubiera cerrado el puerto con su escuadra, habría tenido término aquella guerra y todos se habrían puesto fuera del alcance de infinitos males; pero, bien sea que antepusiese a todo bien privado y común el mantenerse fiel a Sila, o bien que no quisiese dar oídos a un hombre abominable como Fimbria, manchado por disputa de mando con la sangre de un general y amigo suyo, o bien, finalmente, que por disposición superior se hubiera reservado para sí a Mitridates, manteniendo en vida a este antagonista, lo cierto es que no condescendió. Así le proporcionó a Mitridates el poder evadirse por mar y burlarse de todo el poder de Fimbria, y él entonces lo primero que hizo fue batir y destrozar las naves del rey, que se habían aparecido en Lecto, promontorio de la Tróade; y después, viendo que Neoptólemo navegaba con mayor aparato por la parte de Ténedo, se adelantó allá él solo, montando una galera rodia de cinco órdenes, de la que era capitán Damágoras, hombre muy adicto a los Romanos y muy ejercitado en los combates navales. Movió Neoptólemo con grande ímpetu, y como diese orden al timonero de que dirigiera para un fuerte choque, temiendo Damágoras el peso de la nave real y la punta de su bronceado espolón, no se atrevió a oponérsele de proa, sino que, dando prontamente la vuelta, maniobró para que el choque fuese por la popa, con lo que el golpe que por aquella parte recibió fue sin daño alguno, por haber recaído en la parte de la nave metida en el agua. Llegaron en ésto los suyos, y, dando orden Luculo para que su nave se volviese de frente, después de haber ejecutado hazañas dignas de memoria, obligó a huir a los enemigos y se puso en persecución de Neoptólemo.

Uniéndose desde allí con Sila en el Quersoneso, cuando ya éste se proponía regresar, le proporcionó un viaje seguro y transportes para el ejército. Como después de hechos los tratados y de retirado Mitridates al Ponto Euxino hubiese Sila impuesto al Asia veinte mil talentos. parece que fue para las ciudades un alivio de la severidad y aspereza de Sila el que en un encargo tan duro y desagradable se les mostrase Luculo no solamente íntegro y justo sino también afable y benigno. A los de Mitilena, que se habían pasado al otro partido, tenía determinado guardarles cierta consideración y que fuera suave el castigo por lo que habían hecho en favor de Mario; pero hallándolos irreducibles, marchó contra ellos, y venciéndolos en batalla los encerró dentro de sus murallas. Habíales puesto sitio; pero de día, y muy a su vista, navegó para Elea, y volviendo después sin ser visto ni advertido, se puso cerca de la ciudad en asechanza, y como los Mitileneos valiesen sin orden y sumamente confiados a apoderarsé de un campamento que suponían abandonado, cayendo sobre ellos hizo prisioneros a la mayor parte, y de los que se defendieron mató unos quinientos, habiendo sido seis mil los cautivos e inmenso el botín que les tomó. Así, detenido en el Asia por una disposición al parecer divina para desempeñar estos encargos, ninguna parte tuvo en los muchos y diversos males con que Sila y Mario afligieron entonces a los habitantes de toda la Italia; sin embargo, no mereció a Sila menor aprecio que los demás de sus amigos, antes le dedicó por afecto, como hemos dicho, la obra de sus Comentarios, y al morir le nombró tutor de su hijo, no haciendo cuenta de Pompeyo, lo cual parece haber sido el primer motivo de desavenencia y de celos entre estos dos jóvenes, inflamados igualmente del deseo de gloria.

Poco después de la muerte de Sila fue nombrado cónsul con Marco Cota en la Olimpíada ciento setenta y seis, y habiendo muchos que trataban de remover la Guerra Mitridática, dijo Marco que no estaba dormida, sino sondormida solamente; por lo cual, como en el sorteo de las provincias le hubiese cabido a Luculo la Galia Cisalpina, lo sintió vivamente, porque no podía ofrecer ocasión para grandes empresas. Mortificábale, sobre todo, que Pompeyo iba ganando en España una aventajada opinión, y podía tenerse por cierto que, si daba glorioso término a la guerra española, al punto se le nombraría general contra Mitridates. De aquí es que, pidiendo éste caudales, y escribiendo que si no se le facilitaban abandonaría a la España y a Sertorio, pasando a la Italia con todas sus fuerzas, Luculo contribuyó con el mayor empeño a que se le enviasen, para quitar aquel motivo de que volviese durante su consulado, no dudando de que en la ciudad todo estaría a su devoción si en ella se presentase con un ejército tan poderoso. Además de que Cetego, árbitro entonces del gobierno, no por otra causa, sino porque en cuanto hacía y decía no llevaba otra mira que la de complacer, estaba particularmente enemistado con Luculo, por cuanto éste había desacreditado su conducta, cubierta de amores inhonestos, de liviandad y de toda especie de desórdenes. A éste, pues, le hacía guerra abierta; a Lucio Quincio, otro de los demagogos declarado contra las providencias de Sila, que estaba dispuesto a turbar todo el orden establecido, ora mitigándole en particular y ora advirtiéndole en público, logró apartarle de aquel propósito, y sosegó su ambición manejando política y saludablemente el principio de un gravísimo mal.

Vino en esto la noticia de haber muerto Octavio, que gobernaba en la Cilicia, y siendo muchos los que aspiraban a aquella provincia, y que, por tanto, hacían la corte a Cetego, como que era el que había de tener el mayor influjo para conferirla, Luculo, por la Cilicia misma, no hubiera hecho gran diligencia; pero echando cuenta con que si la alcanzaba, hallándose cerca la Capadocia, ninguno otro sería enviado a la guerra contra Mitridates, no dejó piedra por mover para que no le fuese arrebatada por otro la provincia, y aun compelido de esta necesidad pasó contra todo su genio por una cosa nada decente ni laudable, aunque sí muy útil para su objeto. Había entonces una tal Precia de nombre, de las más celebradas en la ciudad por su belleza y cierta gracia, sin que en lo demás se diferenciase de las otras que ejercían su infame profesión. Solía valerse de los que la frecuentaban y tenían trato con ella para los negocios y solicitudes de sus amigos, con lo que, añadiendo a las demás dotes la de parecer buena y diligente amiga, alcanzó bastante influjo. Sobre todo, cuando logró atraer y tener por su amante a Cetego, que era el de más nombre y el que todo lo podía en la ciudad, entonces puede decirse que se pasó a ella todo el poder; porque nada se hacía en la república sin que Cetego lo dispusiese y sin que Precia lo obtuviera de Cetego. Ganándola, pues, Luculo con dádivas y agasajos- además de que para una mujer vana y orgullosa era ya grande premio el que la vieran interesada por Luculo-, tuvo ya éste a Cetego por su panegirista y por su agente para alcanzar la Cilicia. Una vez conseguida, ya no hubo menester para nada ni a Precia ni a Cetego, sino que todos a una pusieron en su mano la Guerra Mitridática, pensando que no había otro que pudiera administrarla mejor, por hallarse todavía Pompeyo enredado en la guerra con Sertorio, y no estar ya Metelo para tamaña empresa, a causa de su edad, que eran los dos únicos que podía tener Luculo por dignos rivales para aquel mando. Con todo, su colega Cota obtuvo, a fuerza de instancias, del Senado que se le enviara con una escuadra a defender la Propóntide y proteger la Bitinia.

Luculo, teniendo consigo una legión ya formada, partió con ella al Asia, donde se hizo cargo de las demás tropas que allí existían, las cuales todas estaban corrompidas con el regalo y la codicia; y además, las llamadas Fimbrianas, por la costumbre de la anarquía y el desorden, habían perdido enteramente la disciplina: porque estos mismos soldados eran los que con Fimbria habían dado muerte a Flaco, cónsul y general, y los que después habían puesto a Fimbria en manos de Sila: hombres insubordinados y violentos, aunque, por otra parte, buenos militares, sufridos y ejercitados en la guerra. Con todo, Luculo, en muy breve tiempo, supo contener la insolencia de éstos y traer a los otros al orden, pues, según parece, hasta entonces no habían servido bajo el mando de un verdadero general, sino que se les había lisonjeado y dejado hacer su gusto para mantenerlos en la milicia. Por lo que hace a los enemigos, su estado era el siguiente. Mitridates, a la manera de los sofistas, al principio ostentoso y hueco, se había presentado contra los Romanos con unas tropas endebles en sí, aunque brillantes y de gran pompa a la vista; pero, después de vencido y escarnecido con este escarmiento, cuando hubo de volver a la lid, ya ordenó y dispuso su ejército de manera que pudiera obrar y le fuese útil; porque, removiendo de él la muchedumbre indisciplinada de gentes, aquellas amenazas de los bárbaros hechas en diferentes lenguas, y el aparato de armas doradas y guarnecidas con piedras, más propias para ser despojo del enemigo que para fortalecer al que las lleva, adoptó la espada romana, entretejió escudos espesos y fuertes, cuidó más de que los caballos estuvieran ejercitados que de presentarlos galanos, y de este modo formó en falange romana ciento veinte mil infantes y diez y seis mil caballos, sin contar los cuatro de cada carro falcado, siendo éstos en número de ciento; con lo cual, y con hacer que las naves no estuvieran adornadas de pabellones de oro y de baños y cámaras deliciosas para mujeres, sino pertrechadas más bien de armas, de dardos y de toda especie de municiones, vino sobre la Bitinia, recibiéndole otra vez con gozo las ciudades; y no sólo éstas, sino el Asia toda, que había vuelto a experimentar los males pasados, por haberla tratado de un modo intolerable los exactores y alcabaleros romanos, a los cuales Luculo echó de allí más adelante como arpías que devoraban los mantenimientos, contentándose por entonces con procurar hacerlos más moderados a fuerza de amonestaciones, al mismo tiempo que sosegaba las inquietudes de los pueblos, pues, para decirlo así, no había uno que no anduviese agitado y revuelto.

El tiempo que Luculo dedicaba a estos objetos túvole Cota por ocasión favorable para pelear con Mitridates, a lo que se preparó; y como por muchos se le anunciase que Luculo estaba ya de marcha con su ejército en la Frigia, pareciéndole que nada le faltaba para tener el triunfo entre las manos, a fin de que Luculo no participase de él, se apresuró a dar la batalla. Mas, derrotado a un mismo tiempo por tierra y por mar, habiendo perdido sesenta naves con todas sus tripulaciones y cuatro mil infantes, encerrado y sitiado en Calcedonia, tuvo que poner ya en Luculo su esperanza. Había quien incitaba a Luculo a que, sin hacer cuenta de Cota, fuera mucho más adelante, para tomar el reino de Mitridates mientras estaba indefenso; éste era, sobre todo, el lenguaje de los soldados, los cuales se indignaban, de que Cota no sólo se hubiera perdido a sí mismo por su mal consejo, sino que, además, les fuese a ellos un estorbo para vencer sin riesgo; pero arengándolos Luculo les dijo que más quería salvar del poder de los enemigos a un Romano que tomar todo cuanto pudieran tener aquellos. Asegurábale Arquelao, general, en la Beocia, de Mitridates, pero que después se había pasado a los Romanos y militaba con ellos, que con dejarse ver Luculo en el Ponto sería inmediatamente dueño de todo; mas respondióle que no había de ser él más tímido que los cazadores, para que, teniendo las fieras a la vista, se hubiera de ir a perseguir sus madrigueras; y en seguida se dirigió contra Mitridates con treinta mil infantes y dos mil quinientos caballos. Puesto ya a vista de los enemigos, admirado de su número, determinó evitar la batalla y ganar tiempo; pero, presentándosele Mario, general que había sido por Sertorio enviado desde España con tropas en auxilio de Mitridates, y provocándole, se mantuvo en orden como para dar batalla; y cuando apenas faltaba nada para trabarse el combate, de repente, sin mutación ninguna visible, se rasgó el aire y se vio un cuerpo grande, inflamado, caer entre ambos ejércitos, siendo en su figura semejante a una tinaja y en su color a la plata candente; lo que puso miedo a unos y a otros, y los separó. Dícese que este suceso ocurrió en la Frigia, en el sitio llamado Otrias. Luculo, reflexionando que no podía haber prevenciones ni riquezas que bastasen a mantener por largo tiempo tantos millares de hombres como Mitridates tenía reunidos, mandó que le trajesen a uno de los cautivos, y lo primero que supo de él fue cuántos camaradas eran en su tienda, y después cuántos víveres había dejado en ella; luego que les respondió, hizo que se retirara, y del mismo modo mandó comparecer al segundo y tercero, etc. Multiplicando luego la cantidad de provisiones por el número de los que las consumían, halló que a los enemigos no les quedaban víveres más que para tres o cuatro días, por lo cual resolvió con más justa razón ir dando tiempo, y acopló en su campamento cuantos víveres pudo recoger, para acechar, estando él sobrado, el momento de escasez en los enemigos.

En esto, Mitridates armó lazos a los de Cícico, maltratados ya de la batalla de Calcedonia, en la que habían perdido trece mil hombres y diez naves; mas queriendo que no lo entendiese Luculo, movió después de la cena, una noche oscura y lluviosa, y se apresuró a poner su campamento, al rayar el día, enfrente de la ciudad, junto al monte de Adrastea. Habiéndolo llegado a saber Luculo, fue en su seguimiento, y teniéndose por contento con no dar desapercibido en manos de los enemigos, fijó sus reales en un territorio llamado Tracia, y en sitio perfectamente puesto respecto de los caminos y pueblos por donde y de donde necesariamente había de surtirse de víveres Mitridates. Por tanto, comprendiendo ya en su ánimo lo que había de suceder, no usó de reserva con sus soldados, sino que, acabado de establecer el campamento, y fenecidas las obras, los reunió sin dilación, y, arengándoles, les anunció con grande regocijo que en breves días, sin necesidad de derramar sangre, les daría la victoria. Mitridates, poniendo por tierra en derredor de Cícico diez campamentos y cerrando por la mar con naves el estrecho que separa la ciudad del continente, sitiaba por una y otra parte a los habitantes, alentados y resueltos, por todo lo demás, a sufrir los mayores trabajos por amor de los Romanos, y solamente inquietos por no saber dónde paraba Luculo, y eso que le tenían al frente y bien a la vista; pero los de Mitridates los engañaron, porque, mostrándoles a los Romanos, que tenían ocupadas las alturas, “¿Veis aquellos?- les dijeron-. Pues es el ejército de los Armenios y los Medos, enviado por Tigranes a Mitridates para darle auxilio”. Sobrecogiéronse entonces al ver sobre sí tan formidable aparato de guerra, perdiendo hasta la esperanza de que, aun cuando sobreviniese Luculo, le quedara lugar por donde socorrerlos. Con todo, Arquelao les envió a Demonacte, y éste fue el primero que les anunció hallarse a la vista de Luculo. No queriendo darle crédito, por parecerles que aquella noticia la había inventado para no dejarlos sin algún consuelo, llegó oportunamente un joven que, estando cautivo, había podido fugarse. Preguntáronle donde estaba Luculo, y él se echó a reír, creyendo que se burlaban; mas cuando vio que iba de veras, les mostró con el dedo el campamento de los Romanos, con lo que nuevamente cobraron ánimo. Al mismo tiempo, estando la laguna Dascilítide llena de lanchas bastante capaces, hizo Luculo traer una a la orilla, y tirándola después con un carro hasta el mar, colocó en ella cuantos soldados cupieron, y haciendo éstos la travesía de noche, entraron en la ciudad sin que se enterasen los enemigos.

Hasta con prodigios fueron los de Cícico alentados por los dioses, como complaciéndose de su valor, habiendo ocurrido, entre otros, el de que, venida la fiesta de Prosérpina, les faltaba para el sacrificio la vaca negra, y formando una de harina, la pusieron sobre el ara; pero la vaca sagrada, que se había criado destinada para la Diosa, y que con los demás ganados de los de Cícico estaba pastando a la parte de afuera, en aquel mismo día, separándose de la manada, se fue corriendo sola a la ciudad y se presentó por sí misma al sacrificio. Aparecióse asimismo la Diosa entre sueños a Aristágoras, escriba público, y “yo también vengo- le dijo-, trayendo al flautista Áfrico contra el trompetero Póntico; dí, pues, a los ciudadanos que tengan ánimo”. Maravilláronse los Cicicenos del aviso, y al amanecer se mostró ya el mar alterado, levantándose un viento incierto. A su primer soplo, las máquinas del Rey, obras admirables del tesalio Nicónidas, arrimadas a los muros, con la agitación y el ruido anunciaron lo que iba a suceder; y luego, dominando un austro de una fuerza increíble, en un momento destrozó todas las demás máquinas, y con el sacudimiento hizo también pedazos una torre que había de madera. En Ilio se refiere haber sido Atena vista por muchos entre sueños, cubierta de sudor y rasgado el peplo, diciendo que entonces mismo venía de ayudar a los Cicicenos, y los Ilienses mostraban una columna que contenía los decretos e inscripciones relativas a este asunto.

A Mitridates, mientras que, fascinado por sus generales, no echó de ver el hambre que afligía a su ejército, le mortificaba el que los Cicicenos fuesen esquivando los efectos del sitio; pero después, repentinamente, decayó de su ambición y de su orgullo cuando se enteró de las privaciones de sus soldados, que llevaban hasta el extremo de comer carne humana; porque Luculo no hacía la guerra galanamente y por ostentación, sino como dice el proverbio, encaminándola al vientre, y poniendo el mayor esmero en que por ninguna vía pudiera llegarles víveres. Hallábase éste ocupado en sitiar una fortaleza, y como se apresurase Mitridates a aprovechar la ocasión, y enviase a la Bitinia casi todos los de caballería con los trenes, y de la infantería los inutilizados, llegándolo a entender Luculo, regresó en aquella misma noche al campamento; y a la mañana, sin embargo de hacer muy mal día, llevando consigo diez cohortes y la caballería, se puso en su persecución, mojándose y con gran incomodidad, tanto, que muchos de los soldados, cediendo al frío, se le quedaron por el camino; pero con los otros alcanzó a los enemigos en las inmediaciones del río Ríndaco, y causó en ellos tal destrozo, que las mujeres que habían acudido de Apolonia saquearon el bagaje y despojaron a los muertos. Siendo éstos muchos, como se deja conocer, tomó seis mil caballos e innumerable muchedumbre de acémilas, cautivando todavía quince mil hombres, y a todos éstos los presentó delante del campamento de los enemigos. No puedo menos de maravillarme de que diga Salustio que entonces vieron los Romanos camellos por la primera vez, no considerando que ya antes los habían de haber visto los que con Escipión vencieron a Antíoco y los que recientemente habían combatido con Arquelao junto a Orcómeno y Queronea. Teniendo además Mitridates determinado huir con precipitación, procuraba poner a Luculo estorbos y dilaciones a la espalda, para lo que despachó a Aristonico, prefecto de la escuadra, al mar de Grecia; pero en el mismo momento de hacerse a la vela se apoderó de él Luculo y de diez mil áureos que llevaba consigo, con el objeto de sobornar alguna parte del ejército romano. En tanto, Mitridates huyó hacia el mar y los generales conducían el ejército; mas sorprendiólos también Luculo junto al río Granico, y cautivó la mayor parte, habiendo dado muerte a unos veinte mil. Dícese, pues, que de tantos millares de hombres como habían venido, así de los de guerra como de las demás clases, fueron muy cerca de trescientos mil los que perecieron.

Luculo lo primero que hizo fue dirigirse a Cícico, donde gozó el placer y buen recibimiento que era consiguiente; y después, para reforzar su armada, recorrió el Helesponto. Llegado a la Tróade, se albergó en el templó de Afrodita, y aquella noche, después de recogido, le pareció tener presente a la diosa y que le decía: Iracundo león, ¿tú estás dormido cuando tan cerca tienes a los ciervos? Levantándose, pues, y convocando a sus amigos todavía de noche, les refirió su sueño. Al propio tiempo llegaron unos de Ilión, dándole aviso de haberse dejado ver trece galeras de cinco órdenes de las del Rey hacía el puerto de los Griegos, que se encaminaban a Lemno. Hízose sin dilación al mar y las tomó, dando muerte a Isidoro, su comandante, y en seguida fue en persecución de los demás jefes. Hallábanse sus naves ancladas, y, remolcándolas hacía tierra, peleaban desde cubierta, causando gran daño a las de Luculo, porque el lugar no permitía envolver a las de los enemigos ni tampoco combatirlas de cerca con naves a flote, mientras que éstas estaban pegadas a tierra y bien aseguradas. Con todo, por la única parte de la isla por donde había paso, aunque difícil, destacó algunas tropas escogidas, las cuales, cayendo por la espalda sobre los enemigos, a unos les dieron muerte y a otros les precisaron a cortar los cables para huir de la tierra; pero, chocando unas naves con otras, vinieron a meterse entre las de Luculo; así, fueron muchos los que perecieron y con los cautivos fue traído uno de los generales llamado Mario. Era tuerto, y se había dado desde luego la orden a los que navegaban al mando de Luculo de que no quitaran la vida a ningún tuerto, a fin de que recibieran una muerte llena de ignominia y afrenta.

Desembarazado de este incidente, se apresuró a ir en persecución del Mismo Mitridates, porque esperaba encontrarlo en la Bitinia, detenido por Voconio, a quien él había enviado hacia Nicomedia con algunas naves para molestarle en su fuga; pero Voconio se había retrasado en Samotracia, con motivo de iniciarse y celebrar los misterios, y a Mitridates, que navegaba con su armada y se daba priesa por llegar al Ponto antes que volviese Luculo, le sobrecogió una terrible tormenta, con la que unas naves se le desaparecieron y otras se le fueron a pique. Toda la costa se vio por muchos días cubierta de despojos navales, arrojados a la orilla por las olas; y como el transporte en que él mismo navegaba no pudiese ser traído a tierra por los pilotos, a causa de la gran borrasca y de estar las olas tan enfurecidas, ni tampoco aguantar en el mar, por ser muy pesado y hacer agua, trasladóse a un buque de los de corso, y poniendo su persona a merced de los piratas, por un modo increíble y extraño llegó salvo a Heraclea de Ponto. No le salió, pues, mal a Luculo la jactancia de que usó ante el Senado, porque habiendo decretado éste que con tres mil talentos se dispusiese la armada para aquella guerra, se opuso a ello, mandando cartas en que se gloriaba de que sin tantos gastos y preparativos arrojaría del mar a Mitridates con solas las naves de los aliados; lo que así cumplió con el auxilio de los Dioses, porque se dice haber sido para los del Ponto aquella tormenta castigo de Ártemis Priapina, por haber saqueado su templo y robado su imagen.

Aconsejaban muchos a Luculo que dilatase la guerra; pero, no dándoles oídos, marchó por la Bitinia y la Galacia hacia la tierra del rey, tan desprovisto al principio de víveres, que le seguían treinta mil Gálatas, llevando cada uno una fanega de trigo al hombro; mas yendo adelante y apoderándose de todo terreno, llegó a ser tal la abundancia, que en el campamento se compraba un buey por un dracma y un esclavo por cuatro; y no teniendo todo el demás botín en ningún precio, unos lo abandonaban y otros lo destruían, pues no podía haber permutas cuando todos estaban sobrados. Mas como ninguna otra cosa hiciesen que correr y devastar el país hasta Temiscira y las regiones del Termodonte, culpaban a Luculo de que se le iban entregando las ciudades y de que, como no tomaba ninguna a viva fuerza, los privaba de poder utilizarse con el saqueo, “porque ahora- decían-, haciéndonos pasar de largo junto a Amiso, ciudad opulenta y rica, que no era grande obra el tomarla si alguno le pusiera sitio, nos conduce a los desiertos de los Tibarenos y los Caldeos, a hacer la guerra a Mitridates”. Pero en estas cosas no hacía alto Luculo ni le merecían atención, porque no creía que los soldados se propasasen al extremo de locura que después se vio, y sólo daba razón de su conducta a los que le acusaban de morosidad por detenerse tanto tiempo en ciudades y lugares de ninguna consideración, dejando que entretanto se acrecentara el poder de Mitridates. “Justamente les decía- es esto lo que yo quiero, y de intento me detengo en este país, dando lugar a que aquel se engrandezca de nuevo y reúna una fuerza respetable, para que así aguarde y no huya a nuestra llegada. ¿Acaso no veis cómo ha dejado en pos de sí, sin vestigio ninguno, unos vastísimos desiertos? Pues ya cerca de aquí está el Cáucaso y otros muchos montes espesísimos, capaces de contener y ocultar millares de reyes que hagan la guerra de montaña. De los Cabirios son bien pocas las jornadas que hay hasta la Armenia, y en ésta tiene su residencia Tigranes, rey de reyes, con tan poderosas fuerzas, que con ellas repele a los Partos del Asia, traslada ciudades griegas a la Media y se deshace de los reyes que vienen de Seleuco, llevándose robadas sus hijas y sus mujeres. Pues con éste tiene deudo Mitridates, como que es su yerno; por tanto, no es de creer que si le suplica lo abandone, sino que nos moverá la guerra; y si nos empeñamos en perseguir a Mitridates, corre peligro que traigamos sobre nosotros a Tigranes, que ya hace tiempo anda buscando motivos, y aprovechará este que se le presenta de verse en la precisión de auxiliar a uno que es rey y su pariente. ¿Pues por qué hemos de ser nosotros los que lo preparemos y los que enseñemos a Mitridates, que no lo advierte, quiénes son aquellos con quienes ha de venir a combatirnos? ¿Por qué cuando él no piensa en ello le hemos de precisar a echarse en brazos de Tigranes? ¿No es mejor que le demos tiempo para que se robustezca y refuerce con los suyos, viniéndonos a hacer la guerra con los Colcos, Tibarenos y Capadocios, a quienes hemos vencido muchas veces, que no con los Medos y los Armenios?”

Discurriendo de esta manera Luculo, se detuvo a la vista de Amiso, poniéndole remisamente sitio; y después de pasado el invierno, dejando a Murena para continuar aquel, marchó contra Mitridates, que se había situado en los Cabirios, y pensaba ser ya superior a los Romanos, por haber reunido bastantes fuerzas, consistentes en cuarenta mil infantes y cuatro mil caballos, que era en los que principalmente tenía su confianza; pasando, pues, el río Lico, provocaba a los Romanos a descender a la llanura. Trabóse un combate de caballería, en el que éstos dieron a huir, habiendo quedado prisionero, a causa de hallarse herido, Pomponio, varón muy principal, que fue llevado ante Mitridates muy mal parado de sus heridas; y como le preguntase el rey si dejándole ir salvo sería su amigo, “Sí- le respondiócomo hagas la paz con los Romanos; pero si no, enemigo”, de lo que, admirado Mitridates, ningún daño le hizo. Llegó Luculo a temer del terreno llano, por ser los enemigos superiores en caballería, y repugnando marchar por las alturas, a causa de que el camino era largo, montuoso y sumamente áspero, hizo la casualidad que fuesen cogidos prisioneros unos Griegos al tiempo de ir a refugiarse en una cueva; y el más anciano de ellos, llamado Artemidoro, prometió a Luculo conducirle donde pusiera su campo en lugar seguro, guarnecido con una fortaleza situada precisamente encima de los Cabirios. Dióle crédito Luculo, y a la noche se puso en marcha, después de encendidos los fuegos: pasó los desfiladeros sin riesgo y ocupó el puesto, apareciéndose a la mañana siguiente sobre la cabeza de los enemigos, y colocado su ejército en un sitio que si quería pelear le daba facilidad para ello y si no quería le ponía a cubierto de ser violentado. Ninguno de los dos estaba por entonces en ánimo de venir a las manos; pero se dice que, yendo los del rey en persecución de un ciervo, les salieron al encuentro para cortarlos algunos Romanos, y que con esto trabaron pelea, acudiendo continuamente muchos de una y otra parte. Vencieron por fin los del rey, y viendo los Romanos desde las trincheras la fuga de los suyos, llenos de pesar, corrieron a dar parte a Luculo, rogándole que los condujese y que los formase para batalla. Mas él, queriendo hacerles ver de cuánta importancia es en medio de los combates y de los peligros la vista y la presencia de un general prudente, dándoles orden de que esperaran sin moverse, bajó a la llanura, y puesto ante los primeros que huían, les mandó detenerse y volver con él. Obedeciéronle, y deteniéndose asimismo e incorporándoseles los demás, con muy poco trabajo rechazaron a los enemigos, persiguiéndolos hasta su campamento. A la vuelta impuso Luculo a los fugitivos el afrentoso castigo establecido por ley, haciéndoles cavar con las túnicas desceñidas un foso de doce pies, a vista y presencia de todos sus camaradas.

Había en el ejército de Mitridates un hombre de grande autoridad, llamado Oltaco, perteneciente a la nación bárbara de los Dándaros, una de las que habitan junto a la laguna Meotis. Era este Oltaco excelente para todo lo que en la guerra pide valor y determinación, prudente y avisado en los negocios arduos y además afable y complaciente en su trato. Como tuviese, pues, competencia y emulación de privanza con otro de su misma gente, ofreció a Mitridates un servicio señalado, cual era el de dar muerte a Luculo. Aplaudióle el Rey, y como de intento le diese algunos motivos de fingido enojo y desabrimiento, partió para el campo de los Romanos, donde fue de Luculo benignamente recibido, porque había de él grande noticia en el ejército, y haciéndose lugar casi desde su llegada en el ánimo de aquel con su diligencia y esmero, continuamente lo tenía a su mesa y se valía de su consejo. Cuando le pareció al Dándaro que ya era llegada la ocasión, mandó a sus asistentes que le sacaran el caballo fuera del campamento, y él, siendo la hora del mediodía, en que los soldados descansaban y hacían siesta, se dirigió a la tienda del general, bien persuadido de que nadie estorbaría el paso a un hombre de confianza que aparentaba tener que comunicarle un asunto de grande entidad y urgencia. La entrada fue sin tropiezo, y el lance hubiera sido cual podía desearle si el sueño, que a tantos generales ha perdido, no hubiera salvado a Luculo; porque casualmente estaba durmiendo, y Menedemo, uno de los que hacían la guardia, que se hallaba en la misma puerta, anunció a Oltaco que llegaba a mal tiempo, pues hacía muy poco que Luculo, después de tantas vigilias y trabajos, se había entregado al descanso; y como no se retirase a su orden, sino que dijese serle forzoso entrar, porque quería hablar de un negocio grave y urgente, enfadado Menedemo, y replicando que nada había más urgente que salvar a Luculo, le echó de allí a empujones. Entró con esto en miedo, y saliendo del campamento montó en su caballo y se volvió al ejército de Mitridates, sin poner por obra su designio. ¡Tan grande es el poder de la oportunidad para sanar y para dañar, no menos en los negocios que en los medicamentos!

Fue después de esto enviado Sornacio, con diez cohortes, a hacer acopio de víveres, y viéndose perseguido por Menandro, uno de los legados del rey, le hizo frente, y trabando combate, ahuyentó a los enemigos, causándoles grandísimo daño. Mandóse de allí a poco con el mismo objeto a Adriano, llevando a su disposición bastantes fuerzas, para que pudiera hacer abundante provisión; y Mitridates, que no dejó de enterarse, envió a Menémaco y a Mirón, comandantes de considerable número de infantes y caballos; y a excepción de dos, todos, según se dice, fueron muertos por los Romanos, pérdida que procuró ocultar Mitridates, dando a entender que no había sido de tanta entidad, sino ligera y debida a la impericia de sus generales; pero Adriano pasó vanaglorioso por delante del campamento con muchos carros cargados de bastimentos y de despojos, lo que en aquel produjo desaliento y en los soldados temor y confusión. Determinóse, por tanto, no aguardar allí más tiempo, y los de la familia del rey se adelantaron a querer enviar cómodamente sus efectos y equipajes, impidiéndoselo a los demás; pero, inquietos éstos, los atropellaron en la misma salida y saquearon los equipajes, dándoles a ellos muerte. Allí el general Dorilao, que no tenía sobre sí otra cosa de algún precio que la púrpura, pereció por quitársela, y el sacrificador Hermeo fue pisoteado en el recinto de la puerta. El mismo Mitridates, no habiéndole quedado ni sirviente ni palafrenero alguno, tuvo que salir del campamento mezclado con la muchedumbre, sin tener ni uno siquiera de sus caballos; y sólo habiéndole visto al cabo de tiempo, cuando así era arrebatado por el torrente de aquel tropel, uno de sus eunucos, llamado Tolomeo, que tenía caballo, echó pie a tierra y se lo cedió. Porque ya los Romanos le alcanzaban, siguiéndole de cerca, y por la priesa no habrían dejado de cautivarle, yendo ya casi a echarle mano; pero la codicia y el ansía propia de los soldados quitó a los Romanos una presa, tras la que andaban largo tiempo había, sufriendo por ella mucho combates y peligros, y a Luculo le privó del verdadero premio de su victoria, pues cuando ya tenían a la vista y estaban para llegar al caballo que le conducía, presentándoseles una de las acémilas que iban cargadas de oro, o porque el Rey de intento la pusiese delante a los que le perseguían, o porque la casualidad lo hiciese, detenidos a saquear y robar el oro, altercando unos con otros, con este incidente se atrasaron. Ni fue éste sólo el daño que en aquella ocasión se originó a Luculo de la avaricia de los soldados, sino que, habiendo sido apresado el secretario íntimo del rey, Calístrato, les dio orden de que se lo llevasen; y los que le llevaban, habiendo entendido que tenía en el ceñidor quinientos áureos, le quitaron la vida; y aun tuvo, sin embargo, que condescender con que saquearan el campamento.

Tomó los Cabirios y otras muchas fortalezas, habiendo descubierto grandes tesoros y los calabozos donde estaban presos muchos Griegos y muchas personas de la familia real, a los que, teniéndose por muertos, la magnanimidad de Luculo no les dio sólo salud, sino resurrección en cierta manera y un segundo nacimiento. Fue al mismo tiempo cautivada Nisa, hermana de Mitridates, habiendo estado su salvación en su cautiverio; pues las otras hermanas y las mujeres, que parecían estar más distantes del peligro y con seguridad en Farnacia, perecieron lastimosamente, por haber enviado Mitridates contra ellas desde su fuga al eunuco Báquides. Entre otras muchas se hallaban dos hermanas del rey, Roxana y Estatira, solteras en la edad de cuarenta años, y dos de sus mujeres, jonias de origen, Berecine de Quío y Mónima de Mileto. Era grande la fama de ésta entre los Griegos, porque, solicitándola el rey y enviándole de regalo quince mil áureos, no se dejó vencer hasta que se hicieron los contratos matrimoniales y remitiéndole éste la diadema la declaró reina. Había, sin embargo, pasado su vida en grande amargura, y se lamentaba de su belleza, porque en lugar de marido le había ganado un déspota, y en lugar de matrimonio y casa, la fortaleza de un bárbaro; y llevada lejos de la Grecia, los bienes esperados no eran más que un sueño y de aquellos verdaderos estaba careciendo. Llegado, pues, Báquides, como les intimase la orden de morir del modo que a cada una le pareciese más fácil y menos doloroso, quitándose la diadema de la cabeza, se la ató al cuello y se colgó de ella; pero habiéndosele roto inmediatamente, “¡Maldito arrapiezo- dijo-, que ni siquiera para esto me has valido!”; y después de haberla escupido y arrojádola al suelo alargó el cuello a Báquides. Berenice tomó en la mano una taza de veneno, y pidiéndole su madre, que se hallaba presente, la partiese con ella, se la alargó y bebieron ambas. La fuerza del veneno fue bastante para el cuerpo más flaco, pero no acabó con Berenice, que para su constitución no había bebido bastante, y como luchase largo rato con las ansias de la muerte, tomó Báquides por su cuenta el ahogarla. De las hermanas solteras se dice que la una bebió el veneno después de haber proferido mil imprecaciones y dicterios, y que la otra no pronunció ni una palabra injuriosa ni nada que desdijese de su origen, sino que más bien elogió a su hermano, porque en medio de sus peligros propios no las había olvidado, y antes había cuidado de que muriesen libres y sin sufrir afrentas. Todas estas cosas fueron de sumo disgusto a Luculo, que era de humana y benigna condición.

Continuando en la persecución, llegó hasta Talauros; pero llevándole cuatro días de ventaja Mitridates, que se retiraba a la Armenia, acogiéndose a Tigranes, hubo de retroceder, y habiendo vencido a los Caldeos y Tibarenos, tomó la Armenia menor, sometió otras fortalezas y ciudades, y enviando a Apio, en legación, a Tigranes, para reclamar a Mitridates, se encaminó a Amiso, que todavía permanecía cercada. Era la causa de esta dilación el general Calímaco, que, con sus conocimientos en la maquinaria y con todas las habilidades y estratagemas que admite un sitio, daba mucho en que entender a los Romanos, de lo que más adelante tuvo su merecido. Por entonces, burlado a su vez por Luculo, que en la hora en que los soldados solicitan retirarse y descansar dio repentinamente el asalto y tomó alguna parte, aunque no grande, de la muralla, salió de la ciudad, poniéndole fuego, bien fuese con la mira de que no sacasen de ella utilidad alguna los Romanos, o bien con la de facilitar más su fuga, pues lo cierto es que nadie hizo alto en los que por el mar se retiraban. Cuando ya la llama se veía discurrir en globos por el muro, y los soldados se aparejaban al saqueo, Luculo, lamentándose de la ruina de la ciudad, clamaba desde afuera por auxilio contra el incendio y exhortaba a que lo apagasen; pero de nadie era escuchado, porque todos estaban entregados a buscar en qué cebar la codicia y agitaban las armas con grande vocerío; tanto, que, violentado de este modo, hubo de condescender con su deseo, por si así libertaría a la ciudad del incendio; mas ellos hicieron todo lo contrario: pues mientras todo lo registran con hachas, llevando fuego por todas partes, quemaron las más de las casas; de manera que, entrando Luculo a la mañana siguiente, se echó a llorar, hablando así a sus amigos: “Muchas veces consideré la felicidad de Sila; pero hoy es cuando principalmente admiro su buena dicha; pues queriendo salvar a Atenas, fue bastante poderoso para conseguirlo; y yo, cuando deseaba aquí imitarle, algún mal Genio me ha hecho incurrir en la mala opinión de Mumio”. Esforzóse, sin embargo, en reparar la ciudad de aquella calamidad; por un feliz acaso, una lluvia que sobrevino al tiempo mismo de ser tomada apagó el incendio: y él, sin salir de allí, reedificó el mayor número de casas arruinadas, dio acogida a los Amisenos que habían huído y establecimiento a los demás Griegos que quisieron acudir, señalándoles un término de ciento veinte estadios. Era esta ciudad colonia de los Atenienses, fundada en aquellos felices tiempos en que floreció su poder, teniendo el dominio del mar; y aun por esto, muchos, huyendo de la tiranía de Aristón, trasladándose allá por mar, fijaron en ella su residencia, sucediéndoles que, por evitar los males propios, tuvieron que sufrir los ajenos. De éstos, pues, a los que quedaron salvos los visitó Luculo decentemente, y dando a cada uno doscientos denarios los restituyó a su casa. Fue también cautivado en aquella ocasión Tiranión el gramático; pidióle Murena, y habiéndole sido entregado, le dio libertad, usando iliberalmente de aquel don: pues no entraba en la idea ni en la voluntad de Luculo que un hombre codiciado por su saber fuese hecho esclavo, primero, y después, libre porque, realmente, aquel no fue acto de darle la libertad, sino de quitársela. Bien que no es ésta la única vez en que Murena se mostró muy distante, de la delicadeza y pundonor de su general.

Dirigióse entonces Luculo a las ciudades de Asia, para hacer, mientras se hallaba desocupado de los negocios militares, que participasen de la justicia y de las leyes; beneficios de los que los increíbles e inexplicables infortunios pasados habían privado por largo tiempo a la provincia, saqueada y esclavizada por los alcabaleros y logreros, que reducían a los naturales al extremo de vender en particular a los hijos de buena figura y a las hijas doncellas, y en común, las ofrendas, las pinturas y las estatuas sagradas, y ellos, al fin, venían a sufrir la suerte de ser entregados por esclavos a los acreedores. Y lo que a esto precedía, los pies de amigo, los encierros, los potros, las estancias a la inclemencia, en el verano al sol y en el invierno al frío, entre el barro y el hielo, era todavía más duro e insoportable; de manera que la esclavitud, en su comparación, era paz y alivio de miserias. Observando, pues, Luculo estos males en las ciudades, en breve tiempo libertó de ellos a los que los experimentaban; en primer lugar, mando que ninguna usura pasase del uno por ciento, en segundo, dio por acabadas las que habían llegado a exceder el capital, y en tercero, que fue lo más importante, dispuso que el prestamista disfrutase la cuarta parte de las rentas del deudor, y a aquel que incorporaba las usuras con el capital lo privó de todo; de manera que en el breve tiempo de cuatro años se extinguieron todos los créditos y las posesiones quedaron libres a sus dueños. Eran éstas deudas públicas, y provenían de los veinte mil talentos en que Sila multó al Asia; el duplo, pues de esta cantidad fue el que se pagó a los acreedores, que con las usuras la habían ya hecho subir a la suma de ciento veinte mil talentos. Estos, pues, como si les hubiese hecho el mayor agravio, clamaban en Roma contra Luculo, y con dinero concitaron contra él a muchos de los demagogos, siendo gente de gran poder, y que tenían a su devoción a muchos de los que mandaban; pero, con todo, Luculo no solamente se ganó el amor de los pueblos a quienes hizo beneficios, sino que era deseado de las demás provincias, que tenían por felices a aquellas a quienes había cabido la suerte de tal gobernador.

Apio Clodio, el enviado en legación a Tigranes, que era hermano de la mujer con quien entonces estaba casado Luculo, al principio fue conducido por los guías del rey por la tierra alta, siguiendo un camino de muchos días, que hacía grandes y no necesarios rodeos, hasta que, mostrándole uno de sus libertos, siró de nación, otro camino derecho, se apartó de aquel primero, largo y torcido, despidiendo a los conductores regios; con lo que en breves días se puso al otro lado del Eufrates, y llegó a Antioquía la de Dafne. Mandósele que esperara a Tigranes, porque se hallaba ausente, ocupado en subyugar algunas ciudades de la Fenicia, y él en tanto ganó a algunos de los grandes, que de mala gana obedecían a un armenio, siendo uno de ellos Zarbieno, rey de Gordiena; y a muchas ciudades de las sojuzgadas, que reservadamente le enviaron mensajeros, les ofreció el auxilio de Luculo, encargándoles que por entonces disimulasen y se estuviesen quedas. Porque a los Griegos no era tolerable, sino más bien duro y molesto, el imperio de los Armenios, y, sobre todo, el del rey, cuyo orgullo y altanería no tenía límites, pareciéndole que todo cuanto bueno apetecen y admiran los hombres, o dimanaba de él, o por consideración suya lo disfrutaban; pues habiendo empezado por esperanzas muy pequeñas y de ninguna importancia, había sujetado muchas gentes había humillado más que otro alguno el poder de los Persas y había llenado de griegos la Mesopotamia, sacando desterrados a muchos, ora de la Cilicia y ora de la Capadocia. Movió también de sus asientos a los Árabes Escenitas, trasplantándolos y estableciéndolos cerca de su residencia, para hacer por medio de ellos el comercio. Los reyes que le servían eran muchos, y a cuatro los tenía siempre cerca de sí como pajes o escuderos, los cuales, cuando iba a caballo, corrían a su lado a pie con solas las túnicas, y cuando se sentaba a dar audiencia se colocaban junto a su trono, teniendo plegadas una con otra las manos, postura que, entre todas, parece ser la más característica de la servidumbre, como de hombres que abdican la libertad y se muestran más dispuestos a obedecer que a obrar. Mas a Apio nada le impuso ni le causó admiración aquella ostentación teatral, sino que, apenas fue admitido a la audiencia le dijo sin rodeos que el objeto de su misión era reclamar a Mitridates, debido a los triunfos de Luculo, o intimar a Tigranes la guerra; de manera que, por más que éste afectó serenidad y sonrisa en el semblante para oír el mensaje, todos echaron de ver que le había inmutado el desenfado de aquel joven, quizá porque no había escuchado otra palabra libre en veinticinco años, pues otros tantos llevaba de reinar o más bien de tiranizar y oprimir. Respondióle, pues, que no entregaba a Mitridates, y se defendería de los Romanos, autores de aquella guerra. Ofendido de Luculo porque en la carta le llamó rey solamente, y no rey de reyes, en la respuesta no le dio tampoco el título de Emperador. Envió, sin embargo, a Apio presentes de gran valor, y como no los recibiese, le envió todavía otros mayores, de los cuales Apio, por que no pareciese que por enemistad los desdeñaba, tomó solamente una taza, volviéndole los demás, y a toda prisa partió en busca del general.

Tigranes, al principio, ni siquiera se dignó de ver a Mitridates, ni de admitirle a su audiencia, con ser un deudo suyo, despojado de tan poderoso reino, si no que le trató con ignominia y desprecio, teniéndole como en custodia en un país pantanoso y malsano; entonces, por el contrario, le envió a llamar con aprecio y benevolencia; y teniendo ambos conferencias secretas en el palacio, de los celos y sospechas que mutuamente se habían dado el uno al otro se descargaron sobre sus amigos, atribuyéndoles a éstos la culpa. Era uno de ellos Metrodoro Escepsio, varón elocuente, de grande instrucción, y que había llegado a tal grado de amistad que comúnmente se le daba el nombre de padre del rey, y habiendo sido, a lo que parece, enviado de embajador por Mitridates para rogar a Tigranes le auxiliase contra los Romanos, preguntóle éste: “Y tú, Metrodoro, ¿qué es lo que en este punto me aconsejas?” Y entonces él, bien fuera porque solo se atuviese al bien de Tigranes, o bien porque no desease que Mitridates saliese a salvo le respondió que como embajador se lo rogaba y como su consejero se lo disuadía. Refirióselo Tigranes a Mitridates en el concepto de que no le vendría mal a Metrodoro; pero él al punto le dio muerte, tomando de ello gran pesar Tigranes, sin embargo de que no tuvo toda la culpa de esta desgracia de Metrodoro, pues realmente no hizo más que dar nuevo calor a la displicencia y encono con que ya le miraba Mitridates; lo que más claramente se descubrió cuando, ocupados sus papeles reservados, se halló en ellos la orden de hacer perecer a Metrodoro. Dio Tigranes honorífica sepultura a su cadáver, no escusando gasto alguno para con un muerto a quien vivo había traicionado. Murió también en la corte de Tigranes el orador Anfícrates, de quien si hacemos memoria es sólo por consideración a Atenas. Dícese, pues, de él, que huyó a Seleucia, cerca del Tigris, donde, habiéndosele rogado que hiciese uso de su arte, los desdeñó con altanería, respondiendo que un delfín no cabe en un plato: que habiendo pasado de allí al palacio de Cleopatra, hija de Mitridates y mujer de Tigranes, se le levantó inmediatamente una calumnia; y como por ella se le prohibiese el trato con los Griegos, de hambre se quitó la vida, y, finalmente, que Cleopatra le sepultó con magnificencia, estando enterrado en Safa, que es como se llama una de aquellas aldeas.

Luculo, si procuró dar a las ciudades del Asia las mayores pruebas de benevolencia y hacerlas gozar de las delicias de la paz, no por eso se olvidó de las cosas de placer y regocijo, sino que, deteniéndose en Éfeso, cuidó de ganarse su afecto con pompas y festejos de victoria, y con luchas y combates de gladiadores, y ellas, en justa compensación, celebraron juegos que llamaron luculeyos, y le correspondieron con un amor verdadero, más satisfactorio que aquella honra. Mas luego que, llegado Apio, se enteró de que había que entrar en guerra con Tigranes, marchó otra vez al Ponto con su ejército, y puso sitio a Sinope, o, por mejor decir, a los Cilicios, súbditos del rey, que entonces la ocupaban, los cuales, dando muerte a muchos Sinopenses y poniendo fuego a la ciudad, huyeron en aquella noche. Entró Luculo luego que lo supo, y a unos ocho mil que habían quedado los pasó a filo de la espada, adjudicando las casas a los demás que no eran de ellos, y tomando la ciudad bajo su especial amparo, a causa principalmente de una visión que tuvo, y fue en esta forma: Parecióle entre sueños que se le ponía uno al lado y le gritaba: “Adelanta, Luculo, un poco, porque viene Autólico, que tiene que tratar contigo”. Levantándose, pues, no supo a qué referir aquella aparición, ni qué significaba; pero, tomando la ciudad en aquel mismo día, cuando perseguía a los Cilicios que se embarcaban vio en la ribera una estatua tendida en el suelo, que los Cilicios, con las priesas, no pudieron llevarse. Era una de las obras más primorosas de Esténidas, y no faltó quien declarase que aquella estatua era de Autólico, fundador de Sinope. Dícese de este Autólico que fue hijo de Delmaco, y con Héracles partió de la Tesalia a hacer la guerra a las Amazonas, que navegando de allí después con Demoleonte y Flogio perdió su nave, por haberse estrellado en el promontorio del Quersoneso, llamado Pedalio, y que, habiendo llegado salvo a Sinope con sus armas y sus amigos, arrebató a los Siros la ciudad, pues la poseyeron, según se dice, los Siros descendientes de Siro, hijo de Apolo y de Sinope Asópide; oída la cual relación, no pudo menos Luculo de traer a la memoria la advertencia de Sila, quien previene en sus Comentarios que nada tenía por tan digno de fe y tan seguro como lo que se le significaba en los sueños. Al oír allí que Mitridates y Tigranes tocaban ya casi con su ejército en la Licaonia y la Cilicia, para ser los primeros en invadir el Asia, tuvo por muy extraña la conducta de aquel armenio, que si pensaba en hacer frente a los Romanos no se valió para la guerra de Mitridates, todavía floreciente, ni juntó sus fuerzas con las de éste en los días de su prosperidad; y ahora, cuando había dejado que fuese arruinado y deshecho, sobre tibias y flacas esperanzas comenzaba la guerra, uniéndose con los que no podían volver en sí.

En esto, Macares, hijo de Mitridates, rey del Bósforo, le envió una corona de valor de mil áureos pidiéndole le tuviese por amigo y aliado de los Romanos, y entonces, dando ya por fenecida la primera guerra, dejó a Sornacio para custodia de la región del Ponto con seis mil soldados, y él, conduciendo doce mil infantes y unos tres mil caballos, corrió a la segunda guerra, pareciendo que con un arrojo extraño, y en el que no entraba para nada la cuenta de su salud, se precipitaba entre naciones belicosas entre muchos millares de caballos, y a un país de interminable extensión, circundado de ríos profundos y de montañas cubiertas siempre de nieve; tanto, que los soldados, que ya no observaban la mejor disciplina, le seguían con disgusto y violencia; y en Roma los tribunos de la plebe clamaban y se quejaban altamente de que Luculo pasaba de una guerra a otra, sin conveniencia de la república, no deponiendo nunca las armas por no quedar sin mande, y haciéndose rico y opulento con los peligros públicos; mas éstos, con el tiempo, al cabo se salieron con su propósito. Luculo, en tanto, caminó a marchas forzadas al Eufrates, y encontrándole salido de madre y turbio con la lluvia tuvo sumo disgusto por la detención que había de causarle en reunir barcos y construir lanchas, pero habiendo empezado por la tarde a ceder la inundación y bajado mucho por la noche, al amanecer ya el río se mostró muy recogido. Los del país, advirtiendo en medio del álveo unas isletas y que la corriente se detenía plácidamente en ellas, veneraban a Luculo, porque aquello no había sucedido antes sino muy pocas veces, y porque el río se le mostraba benigno y apacible, ofreciéndole un paso descansado y fácil. Aprovechando, pues, la ocasión, pasó el ejército y tuvo, en el acto de pasar, una señal muy fausta. Críanse vacas sagradas de Ártemis Pérsica, que es la Diosa de mayor veneración para los bárbaros del otro lado del Eufrates. No hacen uso de estas vacas sino para los sacrificios; por lo demás, yerran libres por los pastos llevando impresa la señal de la Diosa, que es una antorcha; y cuando las han menester no es cosa fácil ni de pequeño trabajo el echarles mano. Una de éstas, encaminándose, mientras el ejército pasaba, a una peña consagrada, según se cree, a la Diosa, se paró en ella, y bajando la cabeza, como si la obligasen por medio de una cuerda, se ofreció así a Luculo para que la sacrificase, y hecho, sacrificó también un toro al Eufrates, en reconocimiento del feliz tránsito. Descansó aquel día; pero al otro y demás siguientes continuó su marcha por Sofene, sin causar perjuicio a los habitantes, que, saliéndole al encuentro, hacían muy buena acogida al ejército, y aun queriendo los soldados ocupar un fuerte en que, a su entender, había grandes riquezas: “Aquel- les dijo- es el fuerte que nos hemos de apoderar (mostrándoles el monte Tauro a lo lejos), que este otro reservado queda a los vencedores”. Y apresurando aun más la marcha, pasó el Tigris y entró en la Armenia.

Tigranes, al primero que le anunció la venida de Luculo, en lugar de mostrársele contento, le cortó la cabeza, con lo que ninguno otro volvió a hablarle palabra, sino que permaneció en la mayor ignorancia, quemándose ya en el fuego enemigo, y no escuchando sino el lenguaje de la lisonja, que le decía que aún se mostraría Luculo insigne general si aguardaba en Éfeso a Tigranes y no daba a huir inmediatamente del Asia, al ver tantos millares de hombres. Así, al modo que no es para cualquier cuerpo el aguantar la inmoderada bebida, en la propia forma no es de cualquier juicio el no perder la prudencia y el tino en la excesiva prosperidad. Con todo, el primero de sus amigos que se atrevió a decirle la verdad fue Mitrobarzanes, el cual no alcanzó tampoco el más envidiable premio de su sinceridad; en efecto: se le mandó al punto contra Luculo con tres mil caballos y mucha infantería, y llevando la orden de traer vivo al general y de deshacerse a puntillazos de todos los demás. El ejército de Luculo, parte se hallaba ya acampado y parte estaba todavía en marcha; al anunciarle, pues, sus avanzadas la venida del bárbaro, temió no los sorprendiese cuando se hallaban separados y fuera de orden. Quedóse, por tanto, disponiendo el campamento, y envió al legado Sextilio con mil y seiscientos caballos y con pocos más entre infantería y tropas ligeras, dándole orden de llegar hasta cerca de los enemigos y hacer allí alto, hasta saber que ya estaba acampada toda la tropa que con él quedaba. Sextilio bien quería atenerse a la orden; pero no pudo menos de venir a las manos, obligado por Mitrobarzanes, que le cargó con el mayor arrojo. Trabado el combate, Mitrobarzanes murió peleando, y dando a huir los demás, perecieron asimismo todos, a excepción de muy pocos. Tigranes, a consecuencia de este suceso, abandonó a Tigranocerta, ciudad populosa fundada por él mismo, y se retiró al monte Tauro, para reunir allí grandes fuerzas de todas partes. Mas Luculo, no queriendo dar tiempo a estas disposiciones, envió a Murena para dispersar y cortar a los que trataban de unirse con los Tigranes, y a Sextilio para contener una gran muchedumbre de Árabes que se encaminaba también al campo del rey; y a un mismo tiempo Sextilio, dando sobre los Árabes cuando iban a acamparse, acabó con la mayor parte de ellos, y Murena, yendo en el alcance de Tigranes, al pasar un barranco estrecho con un ejército tan numeroso, le sorprendió en la mejor coyuntura. Tigranes, pues, huyó, abandonando todo aquel aparato; muchos de los Armenios murieron, y otros, en mayor número quedaron cautivos.

Sucediéndole tan felizmente las cosas, movió Luculo para Tigranocerta, y acampándose en derredor le puso sitio. Hallábanse en aquella ciudad muchos Griegos de los trasplantados de la Cilicia, muchos bárbaros que habían tenido la misma suerte, Adiabenos, Asirios, Gordianos y Capadocios, a los que, arruinando sus patrias y arrancándolos de ellas, los habían obligado a fijar allí su residencia. Estaba la ciudad llena de caudales y de ofrendas, no habiendo particular ni poderoso que no se afanara por agasajar al rey para el incremento y adorno de ella. Por esta misma causa, Luculo estrechaba con vigor el sitio, teniendo por cierto que Tigranes no podría desentenderse, sino que con el enojo acudiría a dar la batalla, contra lo que tenía meditado, y ciertamente no se engañó. Retraíale, sin embargo, con empeño Mitridates, enviándole mensajeros y cartas para que no trabara batalla, bastándole el interceptar los víveres con su numerosa caballería, y rogábale también encarecidamente Taxiles, enviado con tropas de parte del mismo Mitridates, que se guardase y evitase como cosa invencible las armas romanas. Al principio los escuché benignamente; pero después que con todo su poder se le reunieron los Armenios y Gordianos, que con todas sus fuerzas se presentaron asimismo sus respectivos reyes, trayendo a los Medos y Adiabenos, que vinieron muchos Árabes de la parte del mar de Babilonia, muchos Albaneses del Caspio e Íberos incorporados con los Albaneses, y que concurrieron no pocos de los que, sin ser de nadie regidos, apacientan sus ganados en las orillas del Araxes, atraídos con halagos y con presentes, entonces ya en los banquetes del rey y en sus consejos todo era esperanzas, osadía y aquellas amenazas propias de los bárbaros; Taxiles estuvo muy a pique de perecer por haber hecho alguna oposición a la resolución de pelear, y aun se llegó a sospechar que Mitridates, por envidia, se oponía a aquella brillante victoria. Así es que Tigranes no le aguardó, para que no participase de la gloria; y poniéndose en marcha con todo su ejército, se lamentaba, según se dice, con sus amigos de que aquel combate hubiera de ser con sólo Luculo y no con todos los generales romanos que se hallaban allí juntos. Y en verdad que aquella confianza no era loca ni vana, al ver tantas naciones y reyes como le seguían, tan numerosa infantería y tantos miles de caballos: porque arqueros y honderos llevaba veinte mil; soldados de a caballo, cincuenta y cinco mil, y de éstos, diez y siete mil con cotas y otras piezas de armadura de hierro, según lo escribió Luculo al Senado; infantes, ya de los formados en cohortes y ya de los que componían la batalla, ciento cincuenta mil; camineros, pontoneros, acequieros, leñadores y sirvientes para todos los demás ministerios, treinta y cinco mil; los cuales, formando a espalda de los que peleaban, no dejaban de contribuir a la visualidad y a la fuerza.

Cuando, pasado el Tauro, llegaron a descubrirse sus inmensas fuerzas, y él divisó el ejército de los Romanos acampado ante Tigranocerta, el tropel de bárbaros que había dentro de la ciudad recibió su aparecimiento con grande alboroto y gritería, y mostraba con amenazas a los Romanos, desde la muralla, las tropas armenias. Púsose Luculo a deliberar sobre el partido que debía tomarse: unos le aconsejaban que marchara contra Tigranes, abandonando el sitio; otros, que no dejara a la espalda tantos enemigos ni levantara el cerco; más él, diciéndoles que, separados, ni uno ni otro consejo daban en lo conveniente, y juntos sí, dividió sus fuerzas, dejando a Murena con seis mil hombres para continuar el asedio y él, tomando el resto, que eran veinticuatro cohortes, con menos de diez mil infantes, toda la caballería y unos mil entre honderos y arqueros, marchó en busca de los enemigos; y poniendo sus reales junto al río en una gran llanura se mostró a Tigranes objeto muy pequeño, siendo para sus aduladores materia de entretenimiento; porque unos lo ridiculizaban, otras echaban suertes sobre los despojos, y cada uno de aquellos reyes y generales, presentándose a Tigranes, le rogaba que aquel negocio lo dejara a él solo, contentándose con ser espectador. Quiso también éste hacer de gracioso y burlón, pronunciando aquel dicho, ya tan vulgar: “Para embajadores, son muchos; para soldados, muy pocos”; así estuvieron burlándose y divirtiéndose por entonces. Al amanecer sacó Luculo su ejército armado; el de los enemigos se hallaba al oriente del río. Daba allí éste un rodeo hacía poniente, y era por aquella parte por donde podía pasarse mejor; así, conduciendo apresuradamente sus tropas en dirección opuesta, se le figuró a Tigranes que huía, y llamando a Taxiles, le dijo riendo a carcajadas: “¿No ves cómo huye esa invicta infantería romana?” Y entonces Taxiles: “¡Ojalá hiciera vuestro buen Genio, oh Rey, ese milagro! Pero no se visten los hombres de limpio para las marchas, ni usan de escudos acicalados, ni de morriones desnudos coma ahora, quitando sus fundas a las armas, sino que aquella brillantez es de soldados que buscan pelea, dirigiéndose de hecho contra los enemigos”. Decía esto Taxiles, cuando ya la primera águila, que era la de Luculo, había dado la vuelta, y las cohortes ocupaban sus puestos para pasar el río; entonces Tigranes, como quien se recobra con pena de una profunda embriaguez, exclamó por dos o tres veces: “¿Es posible que vengan contra nosotros?” De manera que aquella muchedumbre se formó con grande atropellamiento en batalla, tomando el Rey para sí el centro y dando de las alas la izquierda al Adiabeno y la derecha al Medo, en la que a vanguardia se hallaba la mayor parte de los coraceros. Cuando Luculo se disponía a pasar el río, algunos de los otros caudillos le advirtieron que debía guardarse de aquel día, por ser uno de los nefastos, a los que llaman negros; por cuanto en él había perecido el ejército de Cipión en lid con los Cimbros; pero él les dio aquella tan celebrada respuesta: “Pues yo haré este día afortunado para los Romanos.” Era el que precedía a las nonas de octubre.

Dicho esto, y mandando tener buen ánimo, pasó el río, marchando el primero contra los enemigos, vestido con una brillante cota de hierro con escamas, y una sobrevesta con rapacejos. Ostentaba ya desde allí la espada desenvainada, como que tenía que apresurarse a venir a las manos con hombres hechos a pelear de lejos, y le era preciso acortar el espacio propio para armas arrojadizas con la celeridad de la acometida; y viendo a la caballería de coraceros, con que se hacía tanto ruido, defendida por un collado cuya cima era suave y llana, y cuya subida, que sería de cuatro estadios, no era difícil ni tenía cortaduras, dio orden a los soldados de caballería tracios y gálatas que tenía en sus filas de que, acometiéndoles en oblicuo, desviaran con las espadas los cuentos de las lanzas; porque en ellos estaba el todo de la fortaleza de aquellas gentes, no pudiendo nada fuera de esto, ni contra los enemigos ni para sí, a causa de la pesadez e inflexibilidad de su armadura, con la que parecían aprisionados. Tomó en seguida dos cohortes, y se dirigió al collado, siguiéndole alentadamente la tropa, al ver que él marchaba el primero a pie, armado y decidido a batirse. Luego que estuvo arriba, puesto en el sitio más eminente, “Vencimos- exclamó en voz alta-; vencimos, camaradas”; y al punto cayó sobre los coraceros, mandando que no hiciesen uso de las picas, sino que hirieran con las espadas a los enemigos en las piernas y en los muslos, que es lo único que los armados no tienen defendido. Mas estuvo de sobra esta prevención, porque no aguardaron la llegada de los Romanos, sino que al punto, levantando espantosos alaridos, dieron a huir con la más vergonzosa cobardía, y ellos y sus caballos, con sus pesadas armaduras, cayeron sobre su misma infantería, antes de que ésta hubiese entrado en acción; de modo que, sin una herida, y sin haberse derramado una gota de sangre, quedaron vencidos tantos millares de miles de hombres, y si fue grande la matanza en los que huían, aún fue mayor en los que querían y no podían huir, impedidos entre sí por lo espeso y profundo de la formación. Tigranes, dando a correr desde el principio, escapó con algunos pocos, y viendo que a su hijo le cabía la misma suerte, quitándose la diadema de la cabeza, se la entregó con lágrimas, mandándole que por otra vía se salvara como pudiese. No se atrevió aquel joven a ceñirse con ella las sienes, sino que la dio a guardar a uno de los mancebos de quien más se fiaba, y como después éste, por desgracia, cayese cautivo, entre los demás que lo fueron lo fue también la diadema de Tigranes. Dícese que de los infantes murieron más de cien mil hombres, y de los de a caballo se salvaron muy pocos; los Romanos tuvieron cien heridos y cinco muertos. Antíoco el filósofo, haciendo mención de esta batalla en su obra acerca de los Dioses, dice que el Sol no vio otra semejante; Estrabón, otro filósofo, dice en sus memorias históricas que los mismos Romanos estaban avergonzados y se reían de sí mismos por haber tomado las armas contra semejantes esclavos; y Livio refiere que nunca los Romanos habían sido tan inferiores en número a los enemigos, porque apenas los vencedores eran la vigésima parte, sino menos todavía, de los vencidos. De los generales romanos los más inteligentes, y que en más acciones se habían hallado, lo que principalmente celebraban en Luculo era haber vencido a los reyes más poderosos y afamados con dos medios encontrados enteramente, cuales son la prontitud y la dilación: porque a Mitridates, que se hallaba pujante, lo destruyó con el tiempo y la tardanza y a Tigranes lo quebrantó con el aceleramiento, siendo muy pocos los generales que como él hayan tenido una precaución activa y un arrojo seguro.

Por esto mismo Mitridates no se halló en la batalla: pues pensando que Luculo hacía la guerra con su acostumbrado sosiego y detención, caminaba muy despacio a unirse con Tigranes; al encontrarse en el camino con algunos Armenios que marchaban precipitadamente, dando indicios de miedo, conjeturó, desde luego, lo sucedido; pero después, tropezando ya con muchos desnudos y heridos, enterado de la derrota, se dirigió a buscar a Tigranes. Hallóle abandonado de todos y abatido; y lejos de añadirle aflicción, echó pie a tierra, y llorando las comunes desgracias le cedió la escolta que le acompañaba, dándole ánimo para lo futuro; así, más adelante volvieron a juntar nuevas fuerzas. En Tigranocerta, los Griegos se sublevaron contra los bárbaros y trataban de abrir las puertas a Luculo, que, aprovechando tan oportuna ocasión, tomó la ciudad. Apoderóse de los tesoros del rey que en ella había; pero entregó al saqueo de los soldados la ciudad misma, en la que sin la demás riqueza se encontraron ocho mil talentos en moneda acuñada; y, sobre todo esto, aún distribuyó del botín ochocientas dracmas a cada soldado. Habiéndosele dado cuenta de haberse cogido muchos histriones y profesores de las artes de Baco, que Tigranes recogía por todas partes, con el objeto de abrir un teatro que había construido, se valió de ellos para los combates y juegos con que celebró su victoria. A los Griegos los remitió a su respectiva patria, socorriéndolos con algún viático, y otro tanto ejecutó con los bárbaros, a quienes se había obligado a emigrar; de lo que resultó que, deshecha una ciudad, se repoblaron muchas, volviendo a recibir sus antiguos habitantes: beneficio por el que veneraron a Luculo como a su favorecedor y bienhechor. Sucedían también prósperamente todas las demás cosas a este insigne varón, que apetecía más las alabanzas dadas a la justicia y la humanidad que no las que se tributaban a sus triunfos militares: porque en éstos tiene no pequeña parte el ejército, y la mayor es de la fortuna, mientras que los otros hechos son pruebas de un ánimo benigno y bien educado; por este medio iba Luculo conquistando a los bárbaros sin armas. Porque los reyes de los Árabes vinieron a buscarle, haciéndole entrega de sus cosas; la nación de los Sofenos se hizo de su partido, y la de los Gordianos llegó hasta el punto de querer abandonar sus ciudades y seguirle con sus mujeres, con este, motivo: Zarbieno, rey de los Gordianos, trató secretamente con Luculo por medio de Apio, según que ya dijimos, de hacer alianza con los Romanos, no pudiendo sufrir la tiranía de Tigranes; pero habiendo sido denunciado, perdió la vida, y juntamente sus hijos y su mujer, antes que aquellos penetrasen en la Armenia. No los echó, pues, Luculo en olvido, sino que, pasando al país de los Gordianos, celebró las exequias de Zarbieno, y adornando la pira con aparato regio en ropas y en oro, con otras preseas de los despojos de Tigranes, él mismo le prendió fuego e infundió en ella las libaciones con los deudos y familiares del difunto, llamándole amigo suyo y aliado de los Romanos. Dispuso también que a toda costa se le levantara un suntuoso y magnífico monumento, habiéndose encontrado muchas preciosidades y oro y plata en los palacios de Zarbieno, en los que había, además, trescientas mil fanegas de trigo, de lo que se aprovecharon los soldados; Luculo tuvo la gloria de que, sin tomar ni un dracma del erario público, con la misma guerra sostenía los gastos de ella.

Allí también recibió embajada del rey de los Partos, pidiéndole amistad y alianza, cosa muy grata a Luculo, quien a su vez envió otra embajada al Parto; pero los mensajeros le descubrieron que éste quería estar a dos haces, y que secretamente pedía a Tigranes la Mesopotamia por precio de sus socorros. Luego que lo entendió Luculo, resolvió dejar por entonces a un lado a Tigranes y Mitridates como rivales ya humillados, y probar sus fuerzas con la de los Partos, marchando contra ellos: teniendo a gran gloria con el ímpetu de una sola guerra postrar uno tras otro, como un atleta, a tres reyes, y salir invicto y triunfante de los tres más poderosos caudillos que había debajo del Sol. Envió, pues, cartas al Ponto, a Sornacio y a los demás jefes, mandándole traer aquellas tropas para mover de la Gordiena; pero aquellos jefes, que ya antes había hecho alguna experiencia de la indocilidad e inobediencia de los soldados, entonces recibieron pruebas de su absoluta insubordinación, pues no pudieron encontrar medio alguno, ni de blandura ni de violencia, para hacerles marchar, y antes les gritaron y protestaron que ni allí querían permanecer, sino irse a casa, dejando aquel punto abandonado. Traídas a Luculo estas noticias, hasta los soldados que allí tenía se le corrompieron; los cuales se habían vuelto con la riqueza perezosos y delicados para la guerra, clamando por el descanso; pues luego que el desenfado de los otros llegó a sus oídos, decían que aquellos eran hombres, y que era preciso imitarlos, habiendo ya ellos ejecutado bastantes hazañas, por las que merecieron que los dejase salvos y descansados.

Sabedor Luculo de estas proposiciones y de otras todavía más insolentes, tuvo que abandonar la expedición contra los Partos, y marchó otra vez contra Tigranes en lo más fuerte del estío; cuando llegó a pasar el monte Tauro, se desanimó al ver los campos todavía verdes. ¡Tanto es lo que allí se atrasan las estaciones por la frialdad de la atmósfera! Con todo, pasó adelante. y habiendo desbaratado a dos o tres jefes armenios que osaron oponérsele, impunemente corría y asolaba el país, logró apoderarse de las subsistencias que estaban recogidas para Tigranes, e hizo experimentar a los enemigos la carestía y escasez que él había temido. Provocábalos a batalla, abriéndoles fosos delante de sus mismas trincheras y talándoles a su vista el país; y como ni aun así pudiese moverlos, por lo intimidados que habían quedado, levantó su campo y marchó contra Artáxata, corte de Tigranes, donde se hallaban sus hijos pequeños y sus mujeres legítimas, juzgando que Tigranes, sin una batalla, no abandonaría tan interesantes objetos. Dícese que el cartaginés Aníbal, vencido que fue Antíoco por los Romanos, se acogió a Artaxa, rey de Armenia, para quien fue un adiestrador y maestro muy útil en otros diferentes ramos, y que habiendo observado un sitio ameno y delicioso, aunque hasta entonces desdeñado e inculto, concibió la idea de una ciudad, y llevando a él a Artaxa se lo manifestó, exhortándole a su fundación; accedió el rey a ello gustoso, y, rogándole que dirigiese la obra, había resultado una magnífica y hermosa ciudad, la que tomó del rey su dominación, y fue declarada metrópoli de Armenia. Como Luculo, pues, se dirigiese contra ella, no pudo sufrirlo Tigranes, sino que, haciendo marchar su ejército, al cuarto día fijó su campo frente al de los Romanos, dejando en medio el río Arsania, que precisamente tenían que pasar los Romanos para ir contra Artáxata. Hizo Luculo sacrificio a los Dioses; y como si ya tuviera la victoria en la mano, pasó sus tropas en doce cohortes, que formó a vanguardia, y las otras doce a retaguardia, para evitar el ser cortado por los enemigos; porque era mucha la caballería y la gente escogida que tenía al frente, y aun delante de éstos se hallaban colocados los arqueros de a caballo de los Mardos y los lanceros y saeteros de Iberia, en quienes tenía Tigranes la mayor confianza como en los más belicosos; más ellos, sin embargo, nada hicieron digno de atención; pues habiendo tenido una ligera escaramuza con la caballería romana, no aguardaron a la infantería que los cargaba, y huyendo por uno y otro lado, atrajeron a la caballería en su persecución. Al mismo tiempo que éstos desaparecieron, se presentó la caballería de Tigranes, y Luculo, al ver su brillantez y su muchedumbre, concibió algún temor por lo que hizo volver a la suya del seguimiento y se opuso el primero a la gente de los Sátrapas, que, como la mejor, formaba contra él, y con sólo el miedo que le impuso la rechazó antes de venir a las manos. Siendo tres los reyes que se hallaron en aquella acción, el que hizo una fuga más vergonzosa fue Mitridates, rey del Ponto, que ni siquiera pudo sufrir la vocería de los Romanos. La persecución fue muy dilatada y de toda la noche, de manera que los Romanos se cansaron de matar, de cautivar y de recoger botín. Livio dice que en la primera batalla pereció más gente, pero que en ésta murieron o quedaron cautivos los más ilustres y principales de los enemigos.

Engreído y alentado Luculo con estos sucesos, pensó pasar adelante y acabar con Tigranes; pero en el equinoccio de otoño, cuando menos lo esperaba le sobrecogieron copiosas lluvias y nieves, a las que siguieron rigurosas escarchas y hielos, poniéndose los ríos en estado de no poder beber en ellos los caballos, por el exceso del frío, y de no poder pasarlos, porque, rompiéndose el hielo, con lo agudo de la rotura les cortaba los nervios. La región, por lo más, era sombría, de pasos estrechos y selvosa, lo que hacía que se mojasen sin cesar, llenándose de nieve en las marchas y pasando muy mal la noche en lugares húmedos. No eran muchos los días que llevaban de seguir a Luculo después de la batalla, cuando ya se le resistieron, primero, con ruegos y enviando el mensaje con los tribunos, y después, ya con mayor tumulto y alborotando por las noches en las tiendas, que parece es la señal de un ejército sublevado. Hizo cuanto pudo Luculo para mitigarlos, tratando de inspirar en sus ánimos aliento y confianza, siquiera hasta que, tomando la Cartago de Armenia, destruyesen la obra del mayor enemigo de los Romanos, queriendo significar a Anibal. Cuando vio que no pudo convencerlos, se resignó a retroceder, y repasando el Tauro por otras cumbres bajó a la región llamada Migdonia, muy fértil y cálida, y se dirigió a una de sus ciudades, grande y populosa, que los bárbaros dicen Nísibis, y los Griegos, Antioquía Migdónica. Tenía el gobierno de ésta en el titulo un hermano de Tigranes, llamado Guras; pero en la habilidad y dirección de la maquinaria Calímaco, el mismo que tanto dio que hacer a Luculo en el cerco de Amiso. Circunvalándola, pues, con su ejército, y empleando todos los medios de sitio; en poco tiempo se apoderó de ella a viva fuerza; a Guras, que él mismo se rindió, le trató con humanidad; pero a Calímaco, aunque le ofreció revelarle depósitos secretos de grandes sumas de dinero, no le dio oídos, sino que mandó se le echasen prisiones para que pagara la pena del incendio con que abrasó la ciudad de los Amisenos, frustrando su beneficencia y el deseo que tenía de dar a los Griegos pruebas de su aprecio.

Hasta aquí, parece que la fortuna había militado con Luculo en sus banderas; pero ya desde este punto, como aquel a quien le falta el viento, encontrando oposición en todo cuanto intentaba, aunque mostró siempre el valor y magnanimidad de un gran general, sus hechos no encontraron ni aprecio ni gloria, y aun estuvo en muy poco el que no perdiese la antes adquirida, por más que trabajaba y se afanaba en vano; de lo que no fue él mismo pequeña causa, por no ser condescendiente con la soldadesca, y por creer que todo lo que se hace en obsequio de los súbditos es ya un principio de desprecio y una relajación de la disciplina, aunque lo principal era no tener un carácter blando, ni aun para los poderosos e iguales, sino que a todos los miraba con ceño, no creyendo que nadie valía tanto como él. Pues todos convienen en que, entre otras muchas calidades buenas, tenía ésta mala; porque él era de gallarda estatura, de buena presencia y elegante en el decir, así en la plaza pública como en el ejército. Dice, pues, Salustio que los soldados estuvieron descontentos con él desde muy luego, en el principio mismo de la guerra contra Cícico, y después en la de Amiso, por haber tenido que pasar acampados dos inviernos seguidos. Mortificáronlos asimismo los otros inviernos, porque o los pasaron en tierra enemiga o en campamento también y al raso, aunque entre aliados; pues ni una sola vez entró Luculo con su ejército en una ciudad griega o amiga. Estando ellos de suyo tan indispuestos, les dieron también calor desde Roma los tribunos y otros demagogos, que, llevados de envidia, acusaban a Luculo de que, por ambición y avaricia, prolongaba la guerra, y de que, sobre reunir él sólo en su persona la Cilicia, el Asia, la Bitinta, la Paflagonia, la Galacia, el Ponto y la Armenia hasta el Fasis, ahora había talado y asolado el reino de Tigranes, como si, en lugar de someter a los reyes, hubiera sido enviado a despojarlos; que fue lo que dicen le imputó el tribuno Lucio Quinto, a cuya persuasión se decretó que se dieran a Luculo sucesores de su provincia, determinándose, además, licenciar, a muchos de los que militaban en su ejército.

A este mal estado de los negocios de Luculo se agregó otra cosa que los acabó de echar a perder: y fueron las instigaciones de Publio Clodio, hombre violento y resumen de toda alevosía y temeridad. Era hermano de la mujer de Luculo, y corrían rumores de mal trato entre ambos, siendo ella muy disoluta. Militaba entonces con Luculo, sin ocupar el puesto a que se presumía acreedor, porque codiciaba tener el primer lugar; y por su conducta era precedido de muchos. Sedujo, pues, al ejército de Fimbria, y lo excitó contra Luculo, moviendo pláticas muy acomodadas al gusto de unos hombres a quienes no faltaba ni la voluntad ni la costumbre de sublevarse, porque éstos mismos eran los que antes había concitado Fimbria para que, asesinando al cónsul Flaco, se eligiera general. Así, oyeron con gran placer a Clodio, a quien llamaron amante del soldado, porque supo fingir que se compadecía de su suerte: “A causa- les decía- de no verse ningún término de tantas guerras y tantos trabajos sino que, peleando con todas las naciones y rodando por toda la tierra, en esto era en lo que habían de gastar su vida; sin servirles de otra cosa estas expediciones que de escoltar los carros y camellos de Luculo, cargados de preciosas alhajas de oro y pedrería. No así los soldados de Pompeyo, que, restituidos ya a la clase de pacíficos ciudadanos, gozaban de descanso con sus mujeres y sus hijos en una tierra y en unas ciudades felices; no después de haber arrojado a Mitridates y a Tigranes a unos desiertos inhabitables, o de haber destruido las opulentas cortes del Asia, sino después de haber hecho la guerra en la España a unos desterrados, y en la Italia a unos fugitivos. ¿Por qué no habían de descansar ya de las fatigas de la milicia? O, a lo menos, ¿por qué no reservar lo que les restaba de fuerza y de aliento para otro general para quien el mejor adorno era la riqueza de sus soldados?” Seducido con tales especies el ejército de Luculo, no quiso seguirle contra Tigranes ni contra Mitridates, que inmediatamente regresó al Ponto y recobró su Imperio. Tomando por pretexto el invierno, se detuvieron en la Gordiena, dando tiempo de que llegara Pompeyo o alguno otro de los generales sucesores de Luculo, que ya se esperaban.

Cuando llegó la noticia de que Mitridates, habiendo vencido a Fabio, marchaba contra Sornacio y Triario, entonces siguieron a Luculo. Triario, ansioso de arrebatar la victoria, que le parecía segura, antes de que llegara Luculo, que ya estaba cerca, fue completamente derrotado en batalla campal; pues se dice que murieron más de siete mil Romanos, y entre ellos ciento cincuenta centuriones y veinticuatro tribunos, habiéndoles Mitridates tomado el campamento. Llegó Luculo pocos días después, y sustrajo a Triario de la ira de los soldados, que le andaban buscando; y como Mitridates rehusase venir a batalla por esperar a Tigranes, que estaba ya en marcha con grandes fuerzas, resolvió, antes que se verificara su reunión, salir al encuentro a Tigranes y pelear con él; pero, sublevados los Fimbrianos cuando ya estaban en camino, abandonaron éstos sus puestos bajo el pretexto de que ya estaban libres del juramento de la milicia, por no corresponder el mando a Luculo después de conferidas a otros sus provincias. Entonces nada hubo que éste no tuviese que sufrir muy fuera de lo que a su dignidad correspondía, bajándose a ir hablándoles de uno en uno y de tienda en tienda, presentándoseles abatido y lloroso, y aun alargándoles a algunos la mano; mas ellos desdeñaban estas demostraciones, y tirándole los bolsillos vacíos, le decían que peleara él solo con los enemigos, pues que él solo había de hacerse rico; con todo, a súplicas de los otros soldados, condescendieron los Fimbrianos en permanecer por aquel estío, mas en el concepto de que, si en este tiempo no se presentaba alguno a pelear con ellos, se marcharían. Por tales condiciones le fue preciso pasar a Luculo, para no abandonar a los bárbaros el país si le dejaban desamparado. Retúvolos, pues, aunque sin emplearlos en acciones ni conducirlos a batalla; dándose por contento con que se quedasen y teniendo que sufrir ver asolada por Tigranes la Capadocia, y que impunemente insultara otra vez aquel mismo Mitridates, de quien él había escrito al Senado que quedaba del todo destruido; por lo que habían ya llegado los enviados del mismo Senado para arreglar las cosas del Ponto como enteramente aseguradas; y lo que encontraron fue que ni de sí mismo era dueño, mofado y escarnecido por los soldados. Llegaron éstos a tal extremo de insolencia, que al expirar el estío tomaron las armas, y, desenvainando las espadas, provocaban a unos enemigos que por ninguna parte se presentaban, hallándose muy escarmentados. Moviendo, pues, grande algazara y batiéndose con sus sombras, se salieron del campamento, protestando que habían cumplido el tiempo por el que a Luculo habían ofrecido quedarse. A los otros los enviaba a llamar Pompeyo, porque ya había sido nombrado general para la guerra de Mitridates y Tigranes, por afición del pueblo hacía él y por adulación y lisonja de los demagogos; mientras que el Senado y los buenos ciudadanos veían la injusticia que se hacía a Luculo dándole sucesor, no de la guerra, sino del triunfo, y obligándosele a dejar y ceder a otro, no el mando, sino el prez de la victoria.

Pues aún parecía esta situación más injusta a los que allí presenciaban los sucesos; porque no era Luculo dueño del premio y del castigo, como es preciso en la guerra, ni permitía Pompeyo que ninguno pasase a verle, o que se obedeciese a lo que disponía y determinaba con los diez enviados, sino que lo daba por nulo, publicando edictos y haciéndose temible por sus mayores fuerzas. Creyeron, sin embargo, conveniente sus amigos el que tuviesen una conferencia; y habiéndose juntado en una aldea de la Galacia, se hablaron con agrado el uno al otro, y se dieron el parabién de sus respectivas victorias, Era Luculo de más edad; pero era mayor la dignidad de Pompeyo, por haber tenido más mandos y por sus dos triunfos. Las fasces que a uno y a otro precedían estaban enramadas con laurel por sus victorias; pero habiendo sido muy larga la marcha de Pompeyo por lugares faltos de agua y de humedad, al ver los lictores de Luculo que el laurel de aquellas fasces estaba seco, alargaron con muy buena voluntad a los otros del suyo, que estaba fresco y con verdor. Tomaron esto a buen agüero los amigos de Pompeyo, porque, en realidad, los prósperos sucesos de aquel contribuyeron a dar realce a la expedición de éste; pero de resulta de la conferencia, en lugar de quedar más amigos, se retiraron más indispuestos entre sí, y Pompeyo, sobre anular todas las disposiciones tomadas por Luculo se llevó consigo los demás soldados, no dejándole para que le acompañaran en el triunfo sino solos mil seis cientos, y aun éstos se quedaban con él de mala gana. ¡Tan mal amañado o tan desgraciado era Luculo en lo que es lo primero y más importante en un general! De manera que si le hubiera acompañado esta dote con las demás que tanto en él resplandecían, con su valor, su actividad, su previsión y su justicia, el mando de los Romanos en el Asia no habría tenido por límite el Eufrates, sino los últimos términos de la tierra y el mar de Hircania; habiendo sido ya todas las demás naciones sojuzgadas con Tigranes, y no siendo las fuerzas de los Partos tan poderosas contra Luculo como se mostraron después contra Craso, por cuanto no tenían igual unión; y antes, por las guerras intestinas y de los pueblos inmediatos, ni siquiera podían sostenerse con vigor contra los insultos de los Armenios. Mas ahora creo que el bien que por sí hizo a la patria, por otros se convirtió contra ésta en mayor daño, a causa de que los trofeos erigidos en la Armenia a la vista de los Partos, Tigranocerta, Nísibis, la inmensa riqueza conducida de ellas a Roma y la misma diadema de Tigranes, traída en cautiverio, impelieron a Craso contra el Asia, en el concepto de que aquellos bárbaros sólo eran presa y despojos seguros y ninguna otra cosa; pero bien pronto, puesto al tiro de las saetas de los Partos, dio a todos el desengaño de que Luculo, no por impericia o flojedad de los enemigos, sino por inteligencia y valor propios, alcanzó de ellos ventajas. Mas de esto se hablará después.

Restituido Luculo a Roma, lo primero que se le anunció fue que su hermano Marco se hallaba acusado por Cayo Memio sobre el manejo que tuvo en la cuestura, prestándose a las órdenes de Sila. Como hubiese sido absuelto, se convirtió Memio contra el mismo Luculo, haciendo creer al pueblo que se había reservado cantidades y había de intento prolongado la guerra; le excitó a que le negara el triunfo. Tuvo, por tanto, que sufrir una grande contradicción, y sólo mezclándose los principales y de mayor autoridad entre las tribus pudieron conseguir del pueblo, a fuerza de ruegos y de mucha diligencia, que le permitiese triunfar. No fue su triunfo tan brillante y ostentoso como el de otros, por lo dilatado de la pompa y por el gran número de los objetos que se conduelan, sino que con las armas de los enemigos, que eran de muy diversas especies, y con las máquinas ocupadas a los reyes, adornó el Circo Flaminio, espectáculo que no dejaba de llamar la atención. En la pompa iban unos cuantos de los soldados de caballería armados; de los carros falcados, diez; de los amigos y generales de los reyes, sesenta; naves de gran porte, con espolones de bronce, se habían traído ciento y diez; una estatua colosa de Mitridates, de seis pies, hecha de oro, y un escudo guarnecido de piedras; veinte bandejas con vajilla de plata, y treinta y dos con vasos, armas y monedas de oro. Todas estas cosas eran llevadas por hombres; ocho acémilas conducían otros tantos lechos de oro; cincuenta y seis llevaban la plata en barras y otras ciento y siete poco menos de dos cuentos y setecientas mil dracmas en dinero. En unas tablas estaban anotadas las sumas entregadas por él a Pompeyo, o puestas en el tesoro para la guerra de los piratas; y separadamente constaba que cada soldado había recibido novecientas y cincuenta dracmas. Últimamente hubo banquete público y abundante para la ciudad y para los pueblos del contorno.

Habiendo repudiado a Clodia, que era disoluta y de malas costumbres, se casó con Servilia, hermana de Catón: matrimonio también harto desgraciado; faltábale solamente una de las tachas del de Clodia, que era la infamia de que estaban notados los dos hermanos: en lo demás, por respeto a Catón, tuvo que sufrir a una mujer desenvuelta y perdida, hasta que por fin no pudo más. Había fundado en él el Senado grandes esperanzas, pareciéndole que le serviría de escudo contra la tiranía de Pompeyo, y de salvaguardia de la aristocracia, en virtud de haber empezado con tanta gloria y poder; pero él se retiró y dio de mano al gobierno de la república, o porque ya ésta adolecía de vicios y no era fácil de manejar, o, como dicen algunos, porque teniendo grande reputación se acogió a una vida descansada y cómoda después de tantos combates y trabajos, que no tuvieron el fin más dichoso. Así, algunos aplauden esta conducta, no sujeta a los reveses de Mario, que después de sus victorias de los Cimbros y de tantos y tan gloriosos triunfos no se dio por contento con tan envidiables honores, sino que por desmedida ambición de gloria y de mando, siendo ya anciano, entró a rivalizar con hombres jóvenes y se precipitó en hechos horribles y en trabajos más horribles todavía; y a Cicerón le habría estado mucho mejor haber envejecido en el retiro de los negocios, después de sofocada la conjuración de Catilina, y a Escipión entregarse al reposo después que al triunfo de Cartago añadió el de Numancia, porque también la carrera política tiene su retiro, no necesitando menos de vigor y de cierta robustez los combates políticos que los atléticos. Con todo, Craso y Pompeyo desacreditaban a Luculo por haberse entregado al lujo y a los placeres, como si estas cosas desdijesen más de aquella edad que el meterse en negocios y hacer la guerra.

Sucede con la vida de Luculo lo que con la comedia antigua, donde lo primero que se lee es de gobierno y de milicia, y a la postre, de beber, de comer, y casi de francachelas, de banquetes prolongados por la noche y de todo género de frivolidad, porque yo cuento entre las frivolidades los edificios suntuosos, los grandes preparativos de paseos y baños, y todavía más las pinturas y estatuas y el demasiado lujo en las obras de las artes, de las que hizo colecciones a precio de cuantiosas sumas, consumiendo profusamente en estos objetos la inmensa riqueza que adquirió en la guerra; que aun hoy, cuando el lujo ha llegado a tanto exceso, los huertos luculianos se cuentan entre los más magníficos de los emperadores. Así es que, habiendo visto Tuberón el Estoico sus grandes obras en la costa cerca de Nápoles, los collados suspendidos en el aire por medio de dilatadas minas, las cascadas en el mar, las canales con pescados de que rodeó su casa de campo y las otras diferentes habitaciones que allí dispuso, no pudo menos de llamarle Jerjes con toga. Tenía en Túsculo diferentes habitaciones y miradores de hermosas vistas, y, además, ciertos claustros abiertos y dispuestos para paseos; viólos Pompeyo, y censuró el que, habiendo dispuesto aquella quinta con tanta comodidad para el verano, la hubiera hecho inhabitable para el invierno, a lo que, sonriéndose, le contestó: “Pues qué, ¿me haces de menos talento que las grullas y las cigüeñas, para no haber proporcionado las viviendas a las estaciones?” Quería un edil dar brillantes juegos, y habiéndole pedido para uno de los coros ciertos mantos de púrpura, dijo que miraría si los había en casa, y se los daría; al día siguiente le preguntó cuántos había menester, y respondiéndole el edil que habría bastantes con ciento, le dijo que tomara otros tantos más; que fue lo que dio ocasión a Horacio para exclamar: “No puede decirse que hay riquezas donde las cosas abandonadas y de que no tiene noticias el dueño no son más que las que están a la vista”.

En las cenas cotidianas de Luculo se hacía grande aparato de su adquirida riqueza, no sólo en paños de púrpura, en vajilla, pedrería, en coros y representaciones, sino en la muchedumbre de manjares y en la diferencia de guisos, con lo que excitaba la admiración de las gentes de menos valer. Por tanto, fue celebrado aquel dicho de Pompeyo hallándose enfermo. Prescribióle el médico que comiera un tordo, y diciéndole los de su familia que, siendo entonces el tiempo del estío, no podría encontrarse sino engordado en casa de Luculo, no permitió que fuera allá a buscarlo, sino que dijo al médico: “¿Conque si Luculo no fuera un glotón no podría vivir Pompeyo?” Y le pidió le mandase cosa más fácil de encontrar. Catón era su amigo y su deudo; con todo, estaba tan mal con esta conducta suya y con su lujo, que, habiendo hablado en el Senado un joven larga e inoportunamente sobre la moderación y la templanza, se levantó Catón, e interrumpiéndole le dijo: “¿No te cansarás de enriquecerte como Craso, de vivir como Luculo y de hablar como Catón?” Algunos convienen en que esto se dijo, mas no refieren que Catón lo hubiese dicho.

Que Luculo no sólo se complacía en este tenor de vida que había adoptado, sino que hacía gala de él, se deduce de ciertos rasgos que todavía se recuerdan. Dícese que vinieron a Roma unos Griegos, y les dio de comer bastantes días. Sucedióles lo que era natural en gente de educación, a saber: que tuvieron cierto empacho, y se excusaron del convite, para que por ellos no se hicieran cada día semejantes gastos; lo que, entendido por Luculo, les dijo con sonrisa: “Algún gasto bien se hace por vosotros; pero el principal se hace por Luculo.” Cenaba un día solo, y no se le puso sino una mesa, y, una cena moderada; incomodóse de ello, e hizo llamar al criado por quien corrían estas cosas; y como éste le respondiese que no habiendo ningún convidado creyó no querría una cena más abundante: “¡Pues cómo!- le dijo-. ¿No sabías que hoy Luculo tenía a cenar a Luculo?” Hablábase mucho de esto en Roma, como era regular, y viéndole un día desocupado en la plaza se le llegaron Cicerón y Pompeyo; aquel era uno de sus mayores y más íntimos amigos, y aunque con Pompeyo había tenido alguna desazón con motivo del mando del ejército, solían, sin embargo, hablarse y tratarse con afabilidad. Saludándole, pues, Cicerón, le preguntó si podrían tener un rato de conversación; y contestándole que si, con instancia para ello, “Pues nosotros- le dijo- queremos cenar hoy en tu compañía, nada más que con lo que tengas dispuesto”. Procuró Luculo excusarse, rogándoles que fuese en otro día; pero le dijeron que no venían en ello, ni le permitirían hablar a ninguno de sus criados, para que no diera la orden de que se hiciera mayor prevención, y sólo, a su ruego, condescendieron con que dijese en su presencia a uno de aquellos: “Hoy se ha de cenar en Apolo”, que era el nombre de uno de los más ricos salones de la casa, en lo que no echaron de ver que los chasqueaba, porque, según parece, cada cenador tenía arreglado su particular gasto en manjares, en música y en todas las demás prevenciones, y así, con sólo oír los criados dónde quería cenar, sabían ya qué era lo que habían de prevenir y con qué orden y aparato se había de disponer la cena, y en Apolo la tasa del gasto eran cincuenta mil dracmas. Concluida la cena, se quedó pasmado Pompeyo de que en tan breve tiempo se hubiera podido disponer un banquete tan costoso. Ciertamente que, gastando así en estas cosas, Luculo trataba su riqueza con el desprecio debido a una riqueza cautiva y bárbara.

Otro objeto había digno verdaderamente de diligencia y de ser celebrado, en el que hacía también Luculo considerables gastos, que era el acopio de libros; porque había reunido muchos y muy preciosos, y el uso era todavía más digno de alabanza que la adquisición, por cuanto la biblioteca estaba abierta a todos, y a los paseos y liceos inmediatos eran, por consiguiente, admitidos los Griegos como a un recurso de las musas, donde se juntaban y conferenciaban, recreándose de las demás ocupaciones. Muchas veces se entretenía allí él mismo, paseando y conversando con los literatos; y a los que tenían negocios públicos los auxiliaba en lo que le habían menester; en una palabra: su casa era un domicilio y un pritaneo griego para todos los que venían a Roma. Estaba familiarizado con toda filosofía, y a toda se mostraba tan benigno como era inteligente; pero fue particularmente adicto desde el principio a la Academia, no a la que se llamaba nueva, sin embargo de que florecía entonces con los discursos de Carnéades, por medio de Filón, sino a la antigua, que tenía por maestro y caudillo en aquella era a Antíoco Ascalonita, varón elocuente y de gran elegancia en el decir; y habiendo procurado Luculo hacerle su amigo y comensal, sostenía la oposición contra los alumnos de Filón, siendo Cicerón uno de ellos, el cual escribió un tratado bellísimo en defensa de su secta, y en él, para la mejor comprensión, hizo que Luculo tomara una parte en la disputa, y él al contrario; y aun el mismo libro se intitula Luculo. Eran entre sí, como ya se ha dicho, íntimos amigos, y seguían el mismo partido en las cosas de la República, pues Luculo no se había separado enteramente del gobierno, y sólo había abandonado desde luego a Craso y a Catón la contienda y disputa sobre quién sería el mayor y tendría más poder como llena de riesgos y contradicciones; por cuanto los que recelaban de la grande autoridad de Pompeyo habían tomado a éstos por defensores del Senado, a causa de no haber querido Luculo tomar el primer lugar. Bajaba, sin embargo, a la plaza pública por servir a los amigos, y al Senado, si era necesario contrarrestar en algo la ambición y poder de Pompeyo; así invalidó las disposiciones tomadas por éste después de haber vencido a los dos reyes; y como hubiese propuesto un repartimiento a los soldados, impidió que se diese, ayudado de Catón; de manera que Pompeyo tuvo que acudir a la amistad, o por mejor decir, a la conjuración de Craso y César; y llenando la ciudad de armas y de soldados, hizo que pasaran por fuerza sus decretos, expeliendo de la plaza a Catón y Luculo. Como los buenos ciudadanos se hubiesen indignado de este proceder, sacaron los pompeyanos a plaza a un tal Veccio, suponiendo que le habían sorprendido estando en acecho contra Pompeyo. Cuando aquel fue interrogado sobre este hecho, en el Senado, acusó a otros; pero ante el pueblo nombró a Luculo, diciendo ser quien le había pagado para asesinar a Pompeyo; nadie, sin embargo, le dio crédito, siendo a todos bien manifiesto que aquellos le habían sobornado para levantar semejante calumnia, lo que todavía se descubrió más a las claras cuando, al cabo de muy pocos días, fue Veccio arrojado a la calle, muerto, desde la cárcel, diciéndose que él se había dado muerte; pues viéndose en el cadáver señales del lazo y de heridas, se entendió haberle muerto los mismos que le sedujeron.

Con esto todavía se apartó más Luculo de los negocios; y cuando después Cicerón salió desterrado y Catón fue enviado a Chipre, entonces les dio enteramente de mano. Dícese, además, que antes de morir se le perturbó la razón, desfalleciendo poco a poco; pero Cornelio Nepote refiere que no la perdió Luculo por la vejez o por enfermedad, sino que fue alterada por una bebida que le propinó Calístenes, uno de sus libertos; y que el habérsela propinado fue para que Luculo le amase más, creyendo que la bebida tenía esta virtud; y por fin, que con ella se le ofendió y alteró la razón en términos de haber sido preciso que, viviendo él, se encargase el hermano de la administración de su hacienda. Con todo, apenas murió, como si hubiera fallecido en lo más floreciente de su mando y de su gobierno, sintió el pueblo su muerte, concurriendo a sus exequias; y llevado el cadáver a la plaza por los jóvenes más principales, quería por fuerza sepultarle en campo Marcio, donde había sepultado a Sila; pero como nadie estaba prevenido para esto, ni era fácil que se tomaran las convenientes disposiciones, alcanzó el hermano, a fuerza de razones y de ruegos, que permitiese se hiciera el entierro en el lugar preparado al intento, cerca de Túsculo. No vivió él mismo después largo tiempo, sino que, así como había seguido de cerca al hermano en edad y en gloria, le siguió también en el tiempo del fallecimiento, habiendo sido muy amante de su hermano.