Vidas paralelas/Julio César


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No habiendo podido Sila, luego se apoderó de la autoridad, ni por esperanza ni por miedo, alcanzar de Cornelia, hija de Cina, aquel que tuvo el poder absoluto, que se divorciase de César, le confiscó el dote. La causa que César tenía para estar en discordia con Sila era su deudo con Mario. Porque con Julia, hermana del padre de César, estaba casada con Mario, que tuvo de ella a Mario el joven, primo del César. Habiendo sido al principio pasado en olvido por Sila, a causa del gran número de muertos comprendido en la proscripción, y de sus ocupaciones, él no pudo estarse quieto, sino que se presentó al pueblo pidiendo el sacerdocio cuando todavía era joven, y Sila, obrando contra su pretensión pudo proporcionar que se le desairase. Consultaba luego sobre quitarle de en medio, y como algunos le dijeron que no tenía razón en querer acabar con un joven como aquel, le replicó que ellos eran los que estaban fuera de juicio si no veían a aquel joven muchos Marios. Habiendo llegado esta expresión a los oídos de César, se ocultó por largo tiempo, andando errante en el país de los Sabinos, y después, en ocasión en que por hallarse enfermo lo conducían de una casa en otra, dio de noche en mano de los soldados de Sila que recorrían el país para recoger a los refugiados. Del caudillo que los mandaba, que era Cornelio, recabó por dos talentos que lo dejase, y bajando en seguida al mar se dirigió a la Bitinia, cerca del rey Nicodemes, a cuyo lado se mantuvo largo tiempo, y cuando regresaba fue apresado junto a la isla Farmacusa por los piratas, que ya entonces infestaban el mar con grandes escuadras e inmenso número de buques.

Lo primero que en este incidente hubo de notable fue que, pidiéndole los piratas veinte talentos por su rescate, se echó a reír, como que no sabían quién era el cautivo, y voluntariamente se obligó a darles cincuenta. Después, habiendo enviado a todos los demás de su comitiva, unos a una parte y otros a otra, para recoger el dinero, llegó a quedarse entre unos pérfidos piratas de Cilicia con un solo amigo y dos criados, y, sin embargo, les trataba con tal desdén, que cuando se iba a recoger les mandaba a decir que no hicieran ruido. Treinta y ocho días fueron los que estuvo más bien guardado que preso por ellos, en los cuales se entretuvo y ejercitó con la mayor serenidad, y, dedicado a componer algunos discursos, teníalos por oyentes, tratándolos de ignorantes y bárbaros cuando no aplaudían, y muchas veces les amenazó, entre burlas y veras, con que los había de colgar, de lo que se reían, teniendo a sencillez y muchachada aquella franqueza. Luego que de Mileto le trajeron el rescate y por su entrega fue puesto en libertad, equipó al punto algunas embarcaciones en el puerto de los Milesios, se dirigió contra los piratas, los sorprendió anclados todavía en la isla y se apode- ró de la mayor parte de ellos. El dinero que les aprehendió lo declaró legítima presa, y, poniendo las personas en prisión en Pérgamo, se fue en busca de Junio, que era quien mandaba en el Asia, porque a éste le competía castigar a los apresados; pero como Junio pusiese la vista en el caudal, que no era poco, y respecto de los cautivos le dijese que ya vería cuando estuviese de vagar, no haciendo cuenta de él se restituyó a Pérgamo, y reuniendo en un punto todos aquellos bandidos los puso en un palo, como muchas veces en chanza se lo había prometido en la isla.

Habiendo empezado en este tiempo a decaer el poder de Sila, y llamándole sus deudos, se dirigió antes a Rodas, a la escuela de Apolonio Molón, de quien también Cicerón era discípulo: hombre que tenía opinión de probidad y enseñaba públicamente. Dícese que César tenía la mejor disposición para la elocuencia civil y que no le faltaba la aplicación correspondiente; de manera que en este estudio tenía sin disputa el segundo lugar, dejando a otros en él la primacía, por el deseo de tenerla en la autoridad y en las armas; así que, dándose con más ardor a la milicia y a las artes del gobierno, por las que al fin alcanzó el imperio, sólo por esta causa no llegó en la facultad de bien decir a la perfección a que podía aspirar por su ingenio, y él mismo, más adelante, pedía en su respuesta contradictoria al Catón de Cicerón que no se hiciese cotejo en cuanto a la elegancia entre el discurso de un militar y el de un orador excelente, que escribía con la mayor diligencia y esmero.

Vuelto a Roma, puso en juicio a Dolabela por vejaciones ejecutadas en la provincia, acerca de las que dieron testimonio muchas ciudades de la Grecia; con todo, Dolabela fue absuelto, y César, para mostrar su agradecimiento a aquella nación, tomó su defensa en la causa que sobre soborno seguía contra Publio Antonio ante Marco Luculo, pretor de la Macedonia, en la que estrechó tanto a Antonio, que tuvo que apelar para ante los tribunos de la plebe, pretextando que en la Grecia no contendía con Griegos con igual derecho. En Roma fue grande el favor y aplauso que se granjeó por su elocuencia en las defensas, y grande el amor del pueblo por su afabilidad y dulzura en el trato, mostrándose Condescendiente fuera de lo que exigía su edad. Tenía además cierto ascendiente, que los banquetes, la mesa y el esplendor en todo lo relativo a su tenor de vida iban aumentando de día en día y disponiéndole para el gobierno. Miráronle algunos desde luego con displicencia y envidia; pero en cierta manera lo despreciaron, persuadidos de que faltando el cebo para los gastos no llegaría a tomar cuerpo, y dejaron que se fortaleciese; pero cuando ya era tarde advirtieron cuánto había crecido y cuán difícil les era contrarrestarle, sin embargo de que veían que se encaminaba al trastorno de la república: teniendo esta nueva prueba de que nunca es tan pequeño el principio de cualquiera empresa que la continuación no lo haga grande, tomando el no poder después ser detenido del habérsele despreciado. Cicerón, pues, que parece fue el primero que advirtió y temió aquella aparente serenidad para el gobierno, a manera de la del mar, y que en la apacibilidad y alegría del semblante reconoció la crueldad que bajo ellas se ocultaba, decía que en todos los demás intentos y acciones suyas, notaba un ánimo tiránico. “Pero cuando veo- añadíaaquella cabellera tan cuidadosamente arreglada, y aquel rascarse la cabeza con sólo un dedo, ya no me parece que semejante hombre pueda concebir en su ánimo tan gran maldad, esto es, la usurpación del gobierno”. Pero esto no lo dijo sino más adelante.

La primera demostración de benevolencia que recibió del pueblo fue cuando, contendiendo con Gayo Popilio sobre el tribunado militar, fue designado el primero, y la segunda y más expresiva todavía cuando, habiendo muerto Julia, mujer de Mario, de la que era sobrino, pronunció en la plaza un magnífico discurso en su elogio, y en la pompa fúnebre se atrevió a hacer llevar las imágenes de Mario, vistas entonces por la primera vez después del mando de Sila, por haber sido los Marios declarados enemigos públicos. Porque como sobre este hecho clamasen algunos contra César, el pueblo les salió al encuentro decididamente, recibiendo con aplausos aquella demostración, maravillado de que, al cabo de tanto tiempo, restituyera como del otro mundo aquellos honores de Mario a la ciudad. El pronunciar elogios fúnebres de las mujeres ancianas era costumbre patria entre los Romanos; pero no estando en uso el elogiar a las jóvenes, el primero que lo ejecutó fue César en la muerte de su mujer, lo que le concilió cierto favor y el amor de la muchedumbre, reputándole, a causa de aquel acto de piedad, por hombre de benigno y compasivo carácter. Después de haber dado sepultura a su mujer partió de cuestor a España con Véter, uno de los generales, al que tuvo siempre en honor y respeto, y a cuyo hijo, siendo él general, nombró cuestor a su vez. Después que volvió de desempeñar aquel cargo se casó por tercera vez con Pompeya, teniendo de Cornelia una hija, que fue la que más adelante casó con Pompeyo el Magno. Como fuese pródigo en sus gastos, parecía que trataba de adquirir a grande costa una gloria efímera y de corta duración, cuando, en realidad, compraba mucho a costa de poco: así, se dice que antes de obtener magistratura ninguna se había adeudado en mil y trescientos talentos. Encargado, después, del cuidado de la Vía Apia, derrochó mucho de su caudal, y como, creado edil, presentase trescientas veinte parejas de gladiadores, y en todos lo demás festejos y obsequios de teatros, procesiones y banquetes hubiese oscurecido el esmero de los que le habían precedido, tuvo tan aficionado al pueblo, que cada uno excogitaba nuevos mandos y nuevos honores con que remunerarle.

Eran dos las facciones que había en la ciudad: la de Sila, que tenía el poder, y la de Mario, que estaba entonces decaída y disuelta, habiendo sido enteramente maltratada. Queriendo, pues, suscitarla y promoverla durante el mayor aplauso de su magistratura edilicia hizo formar secretamente las imágenes de Mario y algunas victorias en actitud de conducir trofeos, y llevándolas de noche al Capitolio las colocó en él. Los que a la mañana las vieron tan sobresalientes con el oro, y con tanto arte y primor ejecutadas, estando expresados en letra los triunfos alcanzados de los Cimbros, se llena ron de temor por el que las había allí puesto, pasmados de su arrojo; y ciertamente que no era difícil de acertar. Difundiéndose pronto la voz, y trayendo a todo el mundo a aquel espectáculo, los unos gritaban que César aspiraba a la tiranía, resucitando unos honores enterrados por las leyes y los senadoconsultos, y que aquello era una prueba para tantear las disposiciones del pueblo, a fin de ver si ablandado con sus obsequios le dejaba seguir con tales ensayos y novedades; pero los de la facción de Mario, que de repente se manifestaron en gran número, se alentaban unos a otros, y con su gritería y aplausos confundían el Capitolio. Muchos hubo a quienes al ver la imagen de Mario se les saltaron las lágrimas de gozo, elogiando a César hasta las nubes y diciendo que él sólo se mostraba digno pariente de Mario. Congregóse sobre estas ocurrencias el Senado, y levantándose Lutacio Cátulo, varón de la mayor autoridad entre los Romanos, acusó a César, pronunciando aquel dicho tan sabido que César no atacaba ya a la república con minas, sino con máquinas y a fuerza abierta; pero César hizo su defensa, y habiendo logrado convencer al Senado, todavía le acaloraban más sus admiradores y le excitaban a que pusiera por obra todos sus designios, pues con todo se saldría y a todo se antepondría teniendo tan de su parte la voluntad del pueblo.

Murió en esto el pontífice Máximo Metelo; y aunque se presentaron a pedir esta apetecible dignidad Isáurico y Cátulo, varones muy distinguidos y de gran poder en el Senado, no por eso desistió César, sino que, bajando a la plaza, se mostró competidor. Pareció dudosa la contienda, y Cátulo, que por su mayor dignidad temía más la incertidumbre del éxito, se valió de personas que persuadieran a César se apartase del intento mediante una grande suma; pero éste respondió que si fuese necesario contender de este modo tomaría prestada otra mayor. Venido el día, como la madre le acompañase hasta la puerta de casa, no sin derramar algunas lágrimas: “Hoy verás- le dice- ¡oh madre! a tu hijo o pontífice o desterrado”; y dados los sufragios no sin grande empeño, quedó vencedor, inspirando al Senado y a los primeros ciudadanos un justo recelo de que tendría a su disposición al pueblo para cualquier arrojo. Con este motivo, Pisón y Cátulo culpaban a Cicerón de haber andado indulgente con César cuando en la conjuración de Catilina dio suficiente causa para ser envuelto en ella. Porque Catilina, cuyo proyecto no se limitaba a mudar el gobierno, sino que se extendía a destruir toda autoridad y trastornar completamente la república, redargüido con ligeros indicios se había salido de la ciudad antes que se hubiese descubierto todo su plan, dejando por sucesores en él dentro de ella a Léntulo y Cetego. Si César les dio o no secretamente algún calor y poder, es cosa que no se pudo averiguar; pero convencidos aquellos con pruebas irresistibles en el Senado, y preguntando el cónsul Cicerón a cada uno su dictamen acerca de la pena, hasta César todos los condenaron a muerte; pero éste, levantándose, pronunció un discurso muy meditado para persuadir que dar la muerte sin juicio precedente a ciudadanos distinguidos por su dignidad y su linaje no era justo ni conforme a los usos patrios, como no fuese en el último apuro, y que, poniéndolos en custodia en las ciudades de Italia que el mismo Cicerón eligiese, hasta tanto que Catilina fuese exterminado, después podría el Se- nado, en paz y en reposo, determinar acerca de cada uno lo que correspondiese.

Pareció tan arreglado y humano este dictamen, y fue pronunciado con tal vehemencia, que no sólo los que votaron después, sino aun muchos de los que habían hablado antes, reformando sus opiniones, se pasaron a él, hasta que a Catón, y a Cátulo les llegó su vez, porque éstos lo contradijeron con esfuerzo, y dando Catón en su discurso valor y cuerpo a la sospecha contra César, y altercando resueltamente con él, los reos fueron mandados al suplicio, y a César, al salir del Senado, muchos de los jóvenes que hacían la guardia a Cicerón, sacando contra él las espadas, le detuvieron; pero se dice que, a aquel tiempo, Curión, cubriéndole con la toga, le libertó de sus golpes, y que el mismo Cicerón, habiéndose vuelto los jóvenes a mirarle, los retrajo por señas, o por temor del pueblo, o porque realmente no tuviese por justa aquella muerte. Y si esto fue cierto, no sé cómo Cicerón no hizo de ello mención en el escrito sobre su consulado; lo cierto, sin embargo, es que después se le culpó de no haber sabido aprovechar la ocasión que contra César se le presentó por demasiado temor al pueblo, que protegía entonces a César con el mayor empeño. Así es que, habiéndose éste presentado en el Senado de allí a pocos días, y hecho su apología por las sospechas contra él formadas, lo que no se verificó sin peligrosas agitaciones, como la sesión del Senado durase más tiempo que el que era de costumbre, acudió el pueblo con grande gritería y cercó la curia, reclamando a César y mandando que lo dejaran salir. De aquí nació que, te- meroso el mismo Catón de las innovaciones a que podrían prestar apoyo los ciudadanos más miserables, que eran los que excitaban a la muchedumbre, por tener en César toda su esperanza, persuadió al Senado que les distribuyese trigo por meses, con lo que los demás gastos anuales de la república se aumentaron en cinco cuentos y quinientas mil dracmas; pero también esta disposición disipó notoriamente por lo pronto aquel gran temor y debilitó oportunamente el desmedido poder de César, que iba a ser pretor, y hubiera inspirado mayor miedo a causa de esta magistratura.

No produjo ésta, sin embargo, ninguna turbación, y antes sobrevino un incidente doméstico muy desagradable para César. Publio Clodio era un joven, patricio de linaje, señalado en riqueza y en elocuencia, pero que en insolencia y desvergüenza no cedía el primer lugar a ninguno dejos más notados de disolutos. Amaba éste a Pompeya, mujer de César, sin que ella lo llevase a mal; pero la habitación de Pompeya estaba cuidadosamente guardada, y la madre de César, Aurelia, mujer respetable y que andaba continuamente en seguimiento de la nuera, hacía difícil y peligrosa la entrevista de los amantes. Veneran los Romanos una diosa, a la que llaman Dona, como los Griegos Muliebre o Femenil, y de la cual dicen los de Frigia- que la tienen por propia suya- que es la madre del rey Midas; los Romanos, la ninfa Dríade, casada con Fauno, y los Griegos, la madre de Baco, que no es dado nombrar, de donde viene que las que celebran su fiesta adornan las tiendas con ramas de viña, y el dragón sagrado está postrado a los pies de la diosa, según la fábula. No es lícito que a esta fiesta se acerque ningún varón, ni que siquiera exista en casa mientras se celebra, sino que las mujeres solas, unas con otras, se dice que ejecutan en esta solemnidad arcana muchas ceremonias parecidas a los Misterios órficos. Llegado, pues, el tiempo de haberse de celebrar en la casa del cónsul o el pretor, éste y cuantos varones hay salen de casa, de la que se hace cargo la mujer, la adorna, y la mayor parte de los ritos se ejecutan por la noche, pasándola toda en vela con algazara y músicas.

Celebraba Pompeya esta fiesta, y Clodio, que era todavía imberbe, y por lo mismo esperaba poder quedar oculto, tomó el vestido y arreos de una cantora, y con este disfraz se introdujo, pudiendo confundirse con una mocita. Estaban las puertas abiertas, y fue introducido sin tropiezo por una criada que estaba en el secreto, la cual corrió a anunciarlo a Pompeya. Fue precisa alguna detención, y como, no pudiendo aguantar Clodio en el sitio donde aquella le dejó, se echase a andar por la casa, que era grande, resguardándose de la luz, dio con él una criada de Aurelia, que le provocaba a juguetear, como que le tenía por otra mujer, y al ver que se negaba, echándole mano le preguntó quién y de dónde era; respondió Clodio que estaba esperando a Abra, criada de Pompeya, que así se llamaba aquella; pero como fuese descubierto por la voz, esta otra criada corrió, dando voces a traer luz, y adonde estaba la reunión, gritando que había visto un hombre. Sobresaltáronse todas las mujeres, y Aurelia, suspendiendo y reservando las orgías de la diosa, hizo cerrar las puertas de la casa y se puso a recorrerla toda por sí, con lu- ces, en busca de Clodio. Encontrósele en el cuarto de la criada, en el que se había entrado huyendo, y descubierto así por las mujeres, se le puso la puerta afuera. Este suceso, yéndose en aquella misma noche las otras mujeres a sus casas, lo participaron a sus maridos, y al otro día corrió por toda la ciudad la voz de que Clodio había cometido un gran sacrilegio, y era deudor de la pena, no sólo a los ofendidos, sino a la república y a los dioses. Acusóle, pues, de impiedad uno de los tribunos de la plebe, y se mostraron indignados contra él los más autorizados del Senado, dando testimonio de otros hechos feos, y de incesto con su hermana, casada con Luculo; pero haciendo frente el pueblo a estos esfuerzos, se puso a defender a Clodio, a quien fue de grande utilidad cerca de unos jueces aterrados e intimidados por la muchedumbre. En cuanto a César, al punto, repudió a Pompeya; pero llamado a ser testigo en la causa, dijo que nada sabía de lo que se imputaba a Clodio. Como, sorprendido el acusador con una declaración tan extraña, le preguntase por qué había repudiado a su mujer: “Porque quiero —dijo— que de mi mujer ni siquiera se tenga sospecha”. Unos dicen que César dio esta respuesta porque realmente pensaba de aquel modo, y otros, que quiso en ella congraciarse con el pueblo, al que veía empeñado en salvar a Clodio. Fue, pues, absuelto de aquel crimen, habiendo dado con confusión sus votos los más de los jueces, para no exponerse al furor de la muchedumbre si condenaban, ni incurrir en el odio de los buenos si absolvían.

César, después de la pretura, habiéndole cabido la España en el sorteo de las provincias, como al salir para ella se viese estrechado y hostigado de los acreedores, acudió a Craso, que era el más rico de los Romanos; pero necesitaba del grande influjo y ardimiento de César para su contienda en punto a gobierno con Pompeyo. Tomó, pues, Craso sobre sí el acallar a los acreedores más molestos e implacables, afianzando hasta en cantidad de ochocientos y treinta talentos; de este modo pudo aquél partir a su provincia. Dícese que pasando los Alpes, al atravesar sus amigos una aldea de aquellos bárbaros, poblada de pocos y miserables habitantes, dijeron con risa y burla: “¿Si habrá aquí también contiendas por el mando, intrigas sobre preferencias y envidias de los poderosos unos contra otros?” Y que César les respondió con viveza: “Pues yo más querría ser entre éstos el primero que entre los Romanos el segundo”. Del mismo modo se cuenta que en otra ocasión, hallándose desocupado en España, leía un escrito sobre las cosas de Alejandro, y se quedó pensativo largo rato, llegando hasta derramar lágrimas; y como se admirasen los amigos de lo que podría ser, les dijo: “¿Pues no os parece digno de pesar el que Alejandro de esta edad reinase ya sobre tantos pueblos, y que yo no haya hecho todavía nada digno de memoria?”

Llegado a España, desplegó al punto una grande actividad; agregó en pocos días diez cohortes a las veinte que ya tenía, y, moviendo contra los Gallegos y Lusitanos los venció, llegando por aquella parte hasta el mar exterior, después de haber sujetado a naciones que todavía no estaban bajo la dominación romana. Terminadas tan felizmente las cosas de la guerra, no administró con menor inteligencia las de la paz, reduciendo a concordia las ciudades, y sobre todo allanando las diferencias entre deudores y acreedores: porque ordenó que de las rentas de los deudores percibiese el acreedor dos terceras partes, y de la otra dispusiese el dueño hasta estar satisfecho el préstamo. Habiendo adquirido con su gobierno un gran concepto, dejó la provincia, hecho ya rico él mismo y habiendo contribuido a mejorar la suerte de sus soldados, por quienes fue saludado Emperador.

Los que aspiraban a que se les concediese el triunfo debían permanecer fuera de la ciudad, y los que pedían el consulado era preciso que lo ejecutasen hallándose presentes en ella: viéndose, pues, en este conflicto, y estando próximos los comicios consulares, envió a solicitar del Senado que se le permitiese estando ausente mostrarse competidor del consulado por medio de sus amigos. Sostuvo Catón al principio la ley contra semejante pretensión, y después, viendo a muchos ganados por César, tomó el medio de destruir sus intentos con sólo el tiempo, consumiendo en hablar todo el día; pero éste resolvió entonces desistir del triunfo y atenerse al consulado. Entró, pues, en la ciudad al punto, y tomó por su cuenta una empresa que engañó a todos los demás ciudadanos, a excepción de Catón. Era ésta la reconciliación de Pompeyo y Craso, que tenían el mayor poder en la república; y uniéndolos César en amistad de la discordia en que estaban, juntó en provecho suyo el poder de ambos, y, haciendo una obra que tenía todos los visos de humana, no se echó de ver que iba a parar en el trastorno de la república. Pues no fue, como creen los más, la discordia de César y Pompeyo la que produjo la guerra civil, sino más bien su amistad, habiéndose reunido primero para acabar con la aristocracia, aunque después volviesen a discordar entre sí. Catón, prediciendo muchas veces todo lo que iba a suceder, entonces fue tachado de hombre díscolo y descontentadizo; pero a la postre adquirió fama de consejero prudente, aunque desgraciado.

César, pues, fortalecido con la amistad de Craso y de Pompeyo, fue promovido al consulado, que se le declaró con gran superioridad de votos, dándole por colega a Calpurnio Bíbulo. Entrado en ejercicio, propuso inmediatamente leyes, no propias de un cónsul, sino de un insolente tribuno de la plebe; a saber: sobre repartimientos y sorteos de terrenos. Opusiéronsele los hombres de más probidad y de mayor concepto del Senado, y él, que no deseaba más que un pretexto, haciendo exclamaciones y protestas ante los dioses y los hombres de que contra su voluntad se le ponía en la precisión de acudir al pueblo y mostrarse obsequioso con él por agravios y mal trato del Senado, salió, efectivamente, para dar cuenta al pueblo, y poniendo junto a sí a un lado a Craso y a otro a Pompeyo les preguntó si estarían por las leyes; y como respondiesen afirmativamente, les rogó que le auxiliasen contra los que habían hecho la amenaza de que se opondrían con la espada. Prometiéronselo, y aun Pompeyo añadiendo que vendría contra las espadas trayendo espada y escudo. Fue esto de sumo disgusto para los principales que escucharon de su boca una expresión indigna del respeto que le tenían poco decorosa a la majestad del Senado y propia de un furioso o de un mozuelo; pero el pueblo se mostró muy contento. César, para participar más de lleno del poder de Pompeyo, teniendo una hija llamada Julia, desposada con Servilio Cepión, la desposó con Pompeyo, y a Servillo le dijo que le daría la de Pompeyo, que no estaba tampoco sin desposar, sino prometida a Fausto, el hijo de Sila. De allí a poco César casó con Calpurnia, hija de Pisón, al que designó cónsul para el año siguiente. Entonces Catón clamó y protestó públicamente con la mayor vehemencia que era insufrible el que el gobierno de la república se adquiriese con matrimonios y que por medio de mujeres se fuesen promoviendo unos a otros al mando de las provincias y de los ejércitos: y a todas las magistraturas. El colega de César, Bíbulo, cuando vio que con oponerse a las leyes nada adelantaba y que antes estuvo muchas veces en peligro de perecer con Catón en la plaza, pasó encerrado en su casa todo el tiempo que le quedaba de consulado. Pompeyo, hecho que fue el casamiento, llenó la plaza de armas e hizo que el pueblo sancionara las leyes; y a César, sobre las dos Galias, Cisalpina v Transalpina, le añadió el Ilirio, con cuatro legiones, por el tiempo de cinco años. Quiso Catón contradecir estas tropelías, y César lo hizo llevar a la cárcel, pensando que apelaría a los tribunos de la plebe; pero aquél marchó tranquilo sin hablar palabra, y César, viendo que no sólo los primeros ciudadanos lo llevaban a mal, sino que la plebe, movida del respeto a la virtud de Catón, seguía con silencio y abatimiento, rogó en secreto a uno de los tribunos que le pusiera en libertad. De los demás del Senado eran pocos los que concurrían a él, pues los más. Incomodados y disgustados, procuraban retirarse; y diciendo un día Considio, que era de los más ancianos, que el no con- currir consistía en que las armas y los soldados los intimidaban, le preguntó César: “¿Pues por qué tú no te estás también por miedo en tu casa?, a lo que contestó Considio: “Porque en mí la vejez hace que no tema, pues la vida que me queda, habiendo de ser corta, no pide ya gran cuidado”. De todo cuanto se hizo en su consulado, lo más abominable y feo fue el que hubiese sido nombrado tribuno de la plebe aquel mismo Clodio, por quien fueron violadas las leyes de los matrimonios y los nocturnos misterios. Nombrósele para perder a Cicerón, y César no marchó al ejército sin haber antes oprimido a Cicerón por medio de Clodio y héchole salir de Italia.

Estos se dice haber sido los hechos memorables de su vida antes de los de las Galias. El tiempo de las guerras que después sostuvo y de las campañas con que domó la Galia, como si hubiera tenido un nuevo principio y se le hubiera abierto otro camino para una vida nueva y nuevas hazañas, le acreditó de guerrero y caudillo no inferior a ninguno de los más admirados y más célebres en la carrera de las armas; y, antes, comparado con los Fabios, los Escipiones y los Metelos, con los que poco antes le habían precedido, Sila, Mario y los dos Luculos, y aun con el mismo Pompeyo, cuya fama sobrehumana florecía entonces con la gloria de toda virtud militar, las hazañas de César le hacen superior a uno por la aspereza de los lugares en que combatió; a otro, por la extensión del territorio que conquistó; a éste, por el número y valor de los enemigos que venció; a aquel, por lo extraño y feroz de las costumbres que suavizó; a otro, por la blandura y mansedumbre con los cautivos; a otro, finalmente, por los donativos y favores hechos a los soldados; y a todos, por haber peleado más batallas y haber destruido mayor número de enemigos; pues habiendo hecho la guerra diez años, no cumplidos, en la Galia, tomó a viva fuerza más de ochocientas ciudades y sujetó trescientas naciones; y habiéndosele opuesto por partes y para los diferentes encuentros hasta trescientas miríadas de enemigos, acabó con un millón en las acciones y cautivó otros tantos.

El amor y afición con que le miraban sus soldados llegó a tal extremo, que los que en otros ejércitos en nada se distinguían se hacían invictos e insuperables en todo peligro por la gloria de César. Tal fue Acilio, que en el combate naval de Marsella, acometiendo a un barco enemigo, perdió de un sablazo la mano derecha, pero no soltó de la izquierda el escudo, y, antes, hiriendo con él en la cara a los enemigos, los ahuyentó a todos y se apoderó del barco. Tal Casio Esceva, a quien en el combate de Dirraquio le sacaron un ojo con una saeta, le pasaron un hombro con un golpe de lanza, y un muslo con otro, y habiendo además recibido en el escudo otros ciento treinta saetazos, llamó a los enemigos como para rendirse; y acercándosele dos, al uno le partió un hombro con la espada, e hiriendo en la cara al otro lo rechazó, y él se salvó protegiéndole los suyos. En Bretaña cargaron los enemigos sobre los primeros de la fila, que se habían metido en un sitio cenagoso y lleno de agua, y un soldado de César, estando éste mirando el combate, penetró por medio y, ejecutando muchas y prodigiosas hazañas de valor, salvó a aquellos caudillos, haciendo huir a los bárbaros, y pasando con dificultad por medio de todos se arrojó a un arroyo pantanoso, del que trabajosamente, ya nadando y ya andando, pudo salir a la orilla, aunque sin escudo. Admiróse César, y con gran placer y regocijo salió a recibirle; pero él, muy apesadumbrado y lloroso, se echó a sus pies pidiéndole perdón por haber perdido el escudo. En África se apoderó Escipión de una nave de César en la que navegaba Granio Petronio, nombrado cuestor, y habiendo tenido por presa a todos los demás, dijo que al cuestor lo dejaba ir salvo; pero éste, contestando que los soldados de César estaban acostumbrados a dar la salvación, no a recibirla, se dio la muerte pasándose con la espada.

Este denuedo y esta emulación los había fomentado y encendido el mismo César; en primer lugar, con no poner límites a las recompensas y los honores haciendo ver que no allegaba riqueza con las guerras para su propio lujo o sus placeres, sino que ponía y guardaba en depósito los que eran comunes premios del valor, y que no estimaba el ser rico sino en cuanto podía remunerar a los soldados que lo merecían; y en segundo lugar, con exponerse voluntariamente a todo peligro y no rehusar ninguna fatiga. El que fuese arriscado y despreciador de los peligros no era extraño a su ambición; pero su sufrimiento y tolerancia en las fatigas, pareciendo que era superior a sus fuerzas físicas, no dejó de causar admiración, porque, con ser de complexión flaca, de carnes blancas y delicadas y estar sujeto a dolores de cabeza y un mal epiléptico, habiendo sido en Córdoba donde le aco- metió la primera vez, según se dice, no buscó en su delicadeza pretexto para la cobardía, sino, haciendo de la milicia una medicina para su debilidad, con los continuos viajes, con las comidas poco exquisitas y con tomar el sueño en cualquiera parte lidiaba con sus males y conservaba su cuerpo puede decirse que inaccesible a ellos. Por lo común tomaba el sueño en carruaje o en litera, haciendo de este modo que el mismo reposo se convirtiera en acción; sus viajes de día eran a las fortalezas, a las ciudades y a los campamentos, llevando a su lado uno de aquellos amanuenses que estaban acostumbrados a escribir en la marcha y yendo a la espalda un solo soldado con espada. De este modo corría sin intermisión; de manera que cuando hizo su primera salida de Roma, a los ocho días estaba ya en el Ródano. El correr a caballo le era desde niño muy fácil, porque se había acostumbrado a hacer correr a escape un caballo con las manos cruzadas a la espalda, y en aquellas campañas se ejercitó en dictar cartas caminando a caballo, dando quehacer a dos escribientes a un tiempo, y, según Opio, a muchos. Dícese haber sido César el primero que introdujo tratar con los amigos por escrito, no dando lugar muchas veces la oportunidad para tratar cara a cara los negocios urgentes por las muchas ocupaciones y por la grande extensión de la ciudad. De su poco reparo en cuanto a comida se da también esta prueba: teníale dispuesta cena en Milán su huésped Valerio León, y habiéndole puesto espárragos, en lugar de aceite echaron ungüento; comió, no obstante, sin manifestar el menor disgusto, y a sus amigos que no lo pudieron aguantar les reprendió, diciéndoles: “Basta no comer lo que no agrada, y el que reprende esta rusticidad es el que se acredita de rústico”. Obligado por la tempestad en una ocasión, yendo de camino, a recogerse en la casilla de un pobre, como viese que no había más que un cuartito, en el que con dificultad cabía uno solo, dijo a sus amigos que en las cosas de honor se debía ceder a los mejores, y en las que son de necesidad, a los más enfermos, y mandó que Opio durmiera en el cuartito, acostándose él mismo con los demás en el cubierto que había delante de la puerta.

La guerra primera que tuvo que sostener fue contra los Helvecios y Tigurinos, que, poniendo fuego a sus doce ciudades y cuatrocientas aldeas, caminaban acercándose a Roma por la Galia, ya sojuzgada, como antes los Cimbros y Teutones, no siendo inferiores a éstos en arrojo y ascendiendo la muchedumbre de todos ellos a trescientos mil hombres, y el número de los combatientes, a ciento noventa mil. De éstos, a los Tigurinos los destrozó junto al río Áraris, no por sí, sino por medio de Labieno, a quien envió con este encargo. En cuanto a los Helvecios, conduciendo él mismo su ejército a una ciudad aliada, le acometieron repentinamente en la marcha, por lo que se apresuró a acogerse a una posición fuerte y ventajosa. Reunió y ordenó allí sus fuerzas, y trayéndole el caballo: “Éste- dijo- lo emplearé después de haber vencido en la persecución; ahora, vamos a los enemigos”; y los acometió a pie. Costóle tiempo y dificultad el rechazar la gente de guerra; pero el trabajo mayor fue en el sitio donde se hallaban los carros y en el campamento, porque no sólo aquélla hizo otra vez cara y volvió al combate, sino que sus hijos y sus mujeres se resistieron con obstinación hasta la muerte; de manera que no se terminó la batalla casi hasta media noche. Coronó esta victoria, que fue gloriosa, con el hecho, más ilustre todavía, de establecer a los fugitivos que sobrevivieron de aquellos bárbaros, precisándolos a repoblar el país que habían dejado y a levantar las ciudades que habían destruido, siendo todavía en número de más de cien mil; lo que ejecutó por temor de que, adelantándose los Germanos, pudieran ocupar aquella región ahora desierta.

Por el contrario, la segunda guerra la sostuvo por los Galos contra los Germanos, sin embargo de haber antes declarado aliado en Roma a su rey, Ariovisto; y es que eran vecinos muy molestos a los pueblos sujetos a la república, y se temía que si la ocasión se presentaba no permanecerían quietos en sus asientos, sino que invadirían y ocuparían la Galia. Viendo, pues, a los caudillos de los Galos poseídos de miedo, mayormente a los más distinguidos y jóvenes de los que se le habían reunido, como gente que tenía la idea de pasarlo bien y enriquecerse con la guerra, convocólos a una junta y les dijo que se retiraran y no se expusieran contra su voluntad, siendo hombres de poco ánimo y dados al regalo, y que con tomar él solamente la legión décima marcharía a los bárbaros, pues que no tendría que pelear con enemigos que valieran más que los Cimbros, ni él se reputaba por general inferior a Mario. En consecuencia de esto, la legión décima le envió una embajada para darle gracias; pero las demás se quejaron de sus jefes, y llenos todos los soldados de ardor y entusiasmo le siguieron el camino de muchos días, hasta acampar a doscientos estadios de los enemigos. Hubo ya en esta marcha una cosa que debilitó y quebrantó la osadía de Ariovisto: porque ir los Romanos en busca de los Germanos, que estaban en la inteligencia de que si ellos se presentasen ni siquiera aguardarían aquellos por lo inesperado, le hizo admirar la resolución de César, y vio a su ejército sobresaltado. Todavía los descontentaron más los vaticinios de sus mujeres, las cuales, mirando a los remolinos de los ríos, y formando conjeturas por las vueltas y ruido de los arroyos, predecían lo futuro; y éstas no los dejaban que dieran la batalla hasta que apareciera la Luna nueva. Habiéndolo entendido César, y viendo a los Germanos en reposo, le pareció más conveniente ir contra ellos cuando estaban desprevenidos que esperar a que llegara su tiempo, y acometiendo contra sus fortificaciones y las alturas sobre que tenían su campo, los provocó e irritó a que, impelidos de la ira, bajasen a trabar combate; y habiéndolos desordenado y puesto en huída, los persiguió por cuarenta estadios hasta llegar al Rin, llenando todo aquel terreno de cadáveres y de despojos. Ariovisto, adelantándose con unos cuantos, pasó el Rin, y se dice haber sido ochenta mil el número de los muertos.

Ejecutadas estas hazañas, dejó en los Sécuanos las tropas para pasar el invierno, y queriendo tomar conocimiento de las cosas de Roma, bajó a la Galia del Po, que era de la provincia en que mandaba, porque el río llamado Rubicón separa la Galia, situada de la parte de acá de los Alpes, del resto de la Italia. Desde allí ganaba partido con el pueblo, pues eran muchos los que iban a verle, dando a cada uno lo que le pedía, y despachándolos a todos contentos: a unos, por haber ya recibido lo que apetecían, y a otros, por haberlos lisonjeado con esperanzas: de manera que por todo el tiempo que de allí en adelante se mantuvo en la provincia, sin que lo advirtiese Pompeyo, ora estuvo quebrantando con las armas de los ciudadanos a los enemigos, y ora con las riquezas y despojos de éstos conquistando a los ciudadanos. Mas habiendo entendido que los Belgas, que eran los más poderosos de los Celtas y poseían la tercia parte de la Galia, se habían rebelado, teniendo reunidos muchos millares de hombres sobre las armas, precipitó su vuelta y marchó allá con la mayor celeridad. Sobrecogió a los enemigos, talando el país de los Galos, aliados de la república, y habiendo derrotado a la muchedumbre, que peleó cobardemente, a todos los pasó al filo de la espada, de manera que los lagos y ríos profundos se pudieron transitar por encima de los montones de cadáveres. De los pueblos sublevados, los de la parte del Océano todos se sometieron voluntariamente, y sólo tuvo que hacer la guerra a los Nervios, pueblos feroces y belicosos que habitaban en espesos encinares y tenían sus familias y sus haberes en lo profundo de una selva, a la mayor distancia de los enemigos. Éstos, pues, en número de sesenta mil hombres, cargaron repentinamente a César al tiempo de estar poniendo su campo, lejos de esperar tan imprevista batalla, y a la caballería lograron ponerla en fuga, y envolviendo las legiones duodécima y séptima dieron muerte a todos los jefes de cohortes, y si César, tomando el escudo y penetrando por entre los que le precedían, no hubiera acometido a los enemigos, y la legión décima, viendo su peligro, no hubiera acu- dido prontamente desde las alturas y hubiera desordenado la formación de los enemigos, es probable que ninguno se habría salvado; aun así, con haber sostenido por el arrojo de César un combate muy superior a sus fuerzas, no pudieron rechazar a los Nervios, sino que allí los acabaron defendiéndose, pues se dice que de sesenta mil sólo se salvaron quinientos, y de cuatrocientos senadores, tres.

Recibidas estas noticias por el Senado, decretó que por quince días se sacrificase a los dioses, y que aquellos, absteniéndose de todo trabajo, se pasasen en fiestas, no habiéndose nunca señalado otros tantos por ninguna victoria; y es que el peligro se reputó grande por amenazar a un tiempo tantas naciones, haciendo también más insigne este vencimiento la pasión con que la muchedumbre miraba a César, por ser éste el que lo había alcanzado; el cual, habiendo dejado en buen estado las cosas de la Galia, volvió entonces a invernar en el país regado por el Po para continuar sus manejos en la ciudad, pues no solamente los que aspiraban a las magistraturas por su mediación y los que las obtenían sobornando al pueblo con el caudal que él les remitía hacían cuanto estaba a su alcance para adelantarlo en influjo y poder, sino que de los ciudadanos más principales y de mayor opinión, los más habían acudido a visitarle a Luca; y entre éstos, Pompeyo y Craso, y Apio, comandante de la Cerdeña, y Nepote, procónsul de la España: de manera que se juntaron hasta ciento veinte lictores, y del orden senatorio arriba de doscientos. Convínose en un consejo que tuvieron en que Pompeyo y Craso serían nombrados cónsules, y que a César se le asignarían fondos y otros cinco años de mando militar, que fue lo que pareció más extraño a los que examinaban las cosas sin pasión, por cuanto los mismos que recibían grandes sumas de César eran los que persuadían al Senado a que le hiciera asignaciones, como si estuviera falto, o, por mejor decir, lo precisaban a ejecutarlo y a llorar sobre lo propio que decretaba, pues se hallaba ausente Catón, porque de intento lo habían enviado a Chipre, y aunque Favonio, que seguía las huellas de Catón, se salió fuera de la curia a gritar al pueblo cuando vio que no sacaba ningún partido, nadie hizo caso: algunos, por respeto a Pompeyo y a Craso, y los más, por complacer a César, sobre cuyas esperanzas vivían descansados.

Restituido César al ejército que había dejado en las Galias, tuvo que volver a una reñida guerra en la propia región, a causa de que dos grandes naciones de Germania habían acabado de pasar el Rin con el intento de adquirir nuevas tierras, de las cuales era la una la de los Usípetes, y la otra de la de los Tencteros. Acerca de la batalla lidiada contra estos enemigos escribió César en sus Comentarios que, habiéndole enviado los bárbaros una embajada para tratar de paz, le pusieron celadas en el camino, con lo que le derrotaron la caballería, que constaba de cinco mil hombres, bien desprevenidos para semejante traición, con ochocientos de los suyos; y que como le enviasen después otros para engañarle segunda vez, los detuvo y movió contra ellos con todo su ejército, creyendo que sería gran simpleza guardar fe a hombres tan infieles y prevaricadores. Tanisio dice que Ca- tón, al decretar el Senado fiestas y sacrificios por esta victoria, abrió dictamen sobre que César fuese entregado a los bárbaros, para que así expiase la ciudad la abominación de haber quebrantado la tregua, y la execración se volviese contra su autor. De los que habían pasado fueron destrozados en aquella acción cuatrocientos mil, y a los pocos que volvieron los recibieron los Sicambros que eran otra de las naciones de Germania. Sirvióle esto de motivo a César para ir contra ellos, y más que, por otra parte, le estimulaba la gloria de ser el primero que con ejército hubiese pasado el Rin. Echó, pues, en él un puente, sin embargo de ser sumamente ancho y llevar por aquella parte gran caudal de agua con una corriente impetuosa y rápida, que con los troncos y árboles que arrastraba conmovía los apoyos y postes del puente; pero oponiendo a este choque grandes maderos hincados en medio del río, y refrenando la fuerza del agua que hería en la obra, dio un espectáculo que excede toda fe, habiendo acabado el puente en sólo diez días.

Pasó sus tropas sin que nadie se atreviese a hacerle resistencia; y como aun los Suevos, gente la más belicosa de Germania, se metiesen en barrancos profundos y cubiertos de arbolado, dando fuego a lo que pertenecía a los enemigos, y alentando y tranquilizando a los que siempre se habían mostrado adictos a los Romanos, se retiró otra vez a la Galia, habiendo sido de dieciocho días su detención en Germania. La expedición a Bretaña dio celebridad a su osadía y determinación, pues fue el primero que surcó con armada el Océano occidental y que navegó por el Atlántico, llevando consigo un ejército para hacer la guerra; y cuando no se creía que fuese una isla a causa de su extensión, y era, por lo tanto, materia de disputa para muchos escritores, que la tenían por un puro nombre y por una voz de cosa inventada que en ninguna parte existía, se propuso sujetarla, llevando fuera del orbe conocido la dominación de los Romanos. Dos veces hizo la travesía a la isla desde la parte de la Galia que le cae enfrente, y habiendo en continuadas batallas maltratado a los enemigos, más bien que aprovechando en nada a los suyos, pues que no habla cosa del menor valor entre gentes infelices y pobres, no dio a aquella guerra el fin que deseaba, sino que, contentándose con recibir rehenes del rey y arreglar los tributos, se volvió de la isla. A su llegada encontró cartas que iban a mandársele de sus amigos de Roma, en las que le anunciaban el fallecimiento de su hija, que había muerto de parto en la compañía de Pompeyo. Grande fue el pesar de éste y grande el de César; mas también los amigos se apesadumbraron, viendo disuelto el deudo que había conservado en paz y en concordia la república, bien doliente y quebrantada de otra parte, porque el niño murió también luego, habiendo sobrevivido a la madre pocos días. La muchedumbre cargó, contra la voluntad de los tribunos de la plebe, con el cadáver de Julia y lo llevó al Campo de Marte, donde se le hicieron las exequias y yace sepultado.

Repartió César por precisión sus fuerzas, que ya eran de consideración, en diversos cuarteles de invierno, y marchando él a Italia, como lo tenía de costumbre, volvieron ahora a inquietarse por todas partes los Galos, y, dirigiéndose con ejércitos numerosos contra los cuarteles de los Romanos, intentaban tomarlos; la mayor y más poderosa fuerza de los sublevados, conducida por Ambíorix, había dado muerte a Cota y Titurio en su mismo campamento. A la legión mandada por Cicerón la cercaron con sesenta mil hombres, y estuvo en muy poco que la tomasen a viva fuerza, estando ya todos heridos, sino que por su valor se defendieron más allá de lo que podían. Dióse parte de estos sucesos a César, que se hallaba ya muy lejos, pero retrocedió con la mayor presteza, y juntando en todo hasta unos siete mil hombres marchó con ellos a ver si podía sacar del sitio a Cicerón. No se les ocultó a los sitiadores que le salieron al encuentro, ciertos de oprimirle, por el desprecio con que miraban sus pocas fuerzas; mas él, usando de ardides, les huía el cuerpo continuamente, y tomando una posición propia de quien peleaba con pocos contra muchos, fortificó su campamento, donde contuvo a los suyos de todo combate y los precisó a establecer trincheras y a hacer obras en las puertas, como si estuvieran temerosos, preparando así de intento el que lo despreciaran, hasta que, saliendo cuando los enemigos estaban sueltos y desordenados con la excesiva confianza, los deshizo y desbarató, haciendo en ellos gran matanza.

Esto comprimió muchas de las rebeliones de los Galos por aquella parte y también el que el mismo César corrió el país y acudió a todas partes en medio del invierno, estando muy atento a cualquiera novedad. Viniéronle además de Italia, en lugar de las tropas perdidas, tres legiones: dos que le prestó Pompeyo de las que estaban a sus órdenes y una que él había levantado en la Galia del Po. En tanto, lejos de allí brotaron y salieron a luz las semillas esparcidas de antemano y fomentadas en secreto por hombres poderosos entre las gentes más belicosas, de la guerra más porfiada y de mayor riesgo de cuantas allí se ofrecieron; semillas corroboradas con numerosa juventud, con armas buscadas por todas partes, con grandes caudales recogidos al intento, con ciudades fortificadas y con puestos casi inexpugnables. Era esto en la estación del invierno, y los ríos helados, las selvas cubiertas de nieve, las llanuras inundadas con los torrentes, los caminos confundidos con la profunda nieve, y la inseguridad de la marcha por los lagos y arroyos salidos de madre, todo parecía concurrir a poner a los rebeldes fuera del alcance de César. Eran muchas las gentes sublevadas; pero las que llevaban la voz eran los Arvernos y Carnutes; la autoridad suprema para la guerra se había conferido por elección a Vercingétorix, a cuyo padre habían dado muerte los Galos por parecerles que se erigía en tirano.

Éste, pues, repartiendo sus fuerzas en muchas divisiones y poniéndolas bajo el mando de diversos caudillos, procuraba hacer entrar en su plan a todo el país del contorno hasta el río Araris, llevando la idea, si lograba que en Roma se formase partido contra César, de concitar para aquella guerra a toda la Galia; y si esto lo hubiera hecho, poco después, cuando ya César estaba implicado en la guerra civil, no hubieran sido los temores que en tal caso se hubieran apoderado de la Italia menos violentos que aquellos que los Cimbros le causaron. Mas ahora César, cuyo ingenio era sacar partido de todos los accidentes para la guerra, y sobre todo aprovechar la ocasión en el momento mismo de serle la rebelión anunciada, levantó el campo, volvió por el mismo camino que había traído, y con la fuerza y la celeridad de su marcha, a pesar de los indicados obstáculos, demostró a los bárbaros ser infatigable e invencible el ejército que los perseguía; pues cuando creían que en mucho tiempo no pudiera llegarle ni mensajero ni correo, le vieron ya sobre sí con todo el ejército, talando sus tierras, apoderándose de sus puestos, asolando sus ciudades y volviendo a su amistad a los que habían hecho mudanza; hasta que también entró en la guerra contra él la nación de los Eduos, que, habiéndose apellidado en todo el tiempo anterior hermanos de los Romanos, entonces se habían unido con los rebeldes, siendo motivo de no pequeño desaliento para el ejército de César. Retiróse, pues, de allí por esta causa y pasó los términos de los Lingones para ponerse en contacto con los Sécuanos, que eran amigos y estaban interpuestos entre la Italia y el resto de la Galia. Fuéronle allí a buscar los enemigos, y aunque le opusieron por todas partes muchos millares de hombres les dio batalla; y a todos los demás venció y sojuzgó a fuerza de tiempo y del terror que llegó a causarles; pero al principio parece tuvo algún descalabro, y los Arvernos muestran una espada suspendida en el templo como despojo de César, la que él mismo vio algún tiempo después y se echó a reír; y proponiéndole los amigos que la quitase, no vino en ello, teniéndola por sagrada.

Con todo, los más de los que pudieron salvarse se refugiaron con el rey en la ciudad de Alesia. Púsole sitio César, y cuando parecía inexpugnable, por la altura de sus murallas y la muchedumbre de los que la defendían, sobrevino de la parte de afuera un peligro superior a todo encarecimiento: porque de las gentes más poderosas en armas de la Galia que se hallaban congregadas vinieron sobre Alesia trescientos mil hombres, y los combatientes que había dentro de ella no bajaban de ciento setenta mil: de manera que, sorprendida, y sitiado César en medio de tan peligrosa guerra, se vio en la precisión de correr dos trincheras: una contra la ciudad y otra al frente de la muchedumbre que había llegado, pues si ambas fuerzas se juntaban todo debía tenerse por perdido. Así, por muchas razones fue justamente celebrada esta guerra de Alesia, habiéndose verificado en ella hechos de valor y pericia como en ninguna otra; pero principalmente debe ser mirado con admiración el que pudiese conseguir César que en la ciudad no se tuviese noticia de que afuera combatía y estaba en acción con tantos millares de enemigos, y mucho más todavía que no lo supiesen tampoco los Romanos que defendían la otra trinchera. Porque nada entendieron de la victoria hasta que oyeron los lamentos de los hombres y el llanto de las mujeres de Alesia, que veían de la otra parte muchos escudos adornados con plata y oro, muchas corazas salpicadas de sangre y, además, tazas y tiendas de los Galos trasladadas por los Romanos a su campamento: ¡con tanta presteza se borró y pasó toda aquella fuerza como una ilusión o un sueño, habiendo perecido la mayor parte en la batalla! Los que custodiaban a Alesia, después de haber padecido mucho y de haber dado bien en qué entender a César, al fin se rindieron. El general en jefe, Vercingétorix, tomó las armas más hermosas que tenía, enjaezó ricamente su caballo, y saliendo en él por las puertas dio una vuelta alrededor de César, que se hallaba sentado, apeóse después, y arrojando al suelo la armadura se sentó a los pies de César y se mantuvo inmóvil hasta que se le mandó llevar y poner en custodia para el triunfo.

Tenía ya César meditado, tiempo había, acabar con Pompeyo, como éste, sin duda, acabar con aquel: porque muerto a manos de los Partos Craso, que era el antagonista de entrambos, sólo le restaba al que aspiraba a ser el mayor el quitar de delante al que lo era, y a éste, para no verse en semejante caso, el adelantarse a acabar con aquel de quien podía temer. Este temor era reciente en Pompeyo, que antes apenas hacía caso de César, no teniendo por obra difícil el abatir a aquel a quien él mismo había elevado. Mas César, que desde el principio había echado estas cuentas acerca de sus rivales, a manera de un atleta se puso, hasta que fuese tiempo, lejos de la arena, ejercitándose en las guerras de la Galia; examinó su poder, aumentó con obras su gloria hasta ponerse a la altura de los brillantes triunfos de Pompeyo y estuvo en acecho de motivos y pretextos, que no le faltaron, facilitándolos ora Pompeyo, ora las ocasiones y ora el mal gobierno de Roma, que llegó a punto de que los que pedían las magistraturas pusiesen mesas en medio de la plaza para comprar descaradamente a la muchedumbre, y el pueblo asalariado se presentaba a contender por el que lo pagaba, no sólo con las tablas de votar, sino con arcos, con espadas y con hondas. Decidiéronse las votaciones no pocas veces con sangre y con cadáveres, profanando la tribuna y dejando en anarquía a la ciudad, como nave a quien falta quien la gobierne; de manera que los hombres de juicio tenían a dicha el que en tanto desconcierto y en tanta deshecha borrasca no padeciesen los negocios públicos mayor mal que el de venir a ponerse en manos de uno, y aun muchos hubo que se atrevieron a decir en público que sin el mando de uno solo era intolerable aquel gobierno, y que el modo de que se hiciera más llevadero este remedio sería recibirlo del más benigno entre los diferentes médicos, significando a Pompeyo. Como éste de palabra afectase rehusarlo, pero de obra nada le quedase por hacer para que se le nombrase dictador, meditando sobre ello Catón persuadió al Senado que podría tomarse el medio de designarle cónsul único, para que no arrancara por fuerza la dictadura, contentándose con una monarquía más legítima, y el Senado, además, le prorrogó el tiempo de sus provincias. Eran dos las que tenla la España y toda el África, las que gobernaba por medio de legados y manteniendo ejércitos, para los que recibía del Erario público mil talentos cada año.

En esto, César pidió el consulado por medio de comisionados y que igualmente se le prorrogara el tiempo de su mando en las provincias; al principio Pompeyo no hizo oposición, pero si Marcelo y Léntulo, enemigos, por otra parte, de César, y a lo que podía contemplarse preciso añadieron cosas que no lo eran, en su afrenta y vilipendio. Por- que habiendo César hecho poco antes colonia a Novocomo, en la Galia, despojaron a los habitantes del derecho de ciudad; y hallándose Marcelo de cónsul, a uno de sus decuriones que había venido a Roma le afrentó con las varas, añadiendo que le castigaba de aquella manera en señal de que no era ciudadano romano, y le dijo que fuera y lo manifestara a César. Después de este hecho de Marcelo, como ya César hubiese procurado que todos participasen largamente de las riquezas de la Galia, a Curión, tribuno de la plebe, le hubiese redimido de sus muchas deudas, y a Paulo, entonces cónsul, le hubiese hecho el obsequio de mil quinientos talentos, con los que compró y adornó la célebre basílica edificada en la plaza en lugar de la de Fulvio, temiendo ya entonces Pompeyo la sublevación trabajó abiertamente por sí y por sus amigos para que se le diera a César sucesor en el gobierno, y le envió a pedir los soldados que le había prestado para la guerra de la Galia. Envióselos éste, habiendo agasajado a cada soldado con doscientas y cincuenta dracmas; pero los que se los trajeron a Pompeyo esparcieron en el pueblo especies injuriosas y nada lisonjeras contra César y al mismo Pompeyo le engrieron con vanas esperanzas, haciéndole entender que era deseado en el ejército de César, y que si en Roma encontraba obstáculos y dificultades, por la envidia y por los recelos que siempre trae el gobernar, aquellas fuerzas las tenía prontas y sólo con que pusiese el pie en Italia al punto se pasarían a su partido, pues tan molesto había llegado a hacerse César generalmente al soldado y tan sospechoso de que aspiraba a la tiranía. Pompeyo, con estas relaciones, se llenó de orgullo, y desatendiendo el arreglo y orden del ejército, como hombre que no tenía por qué temer, en sus expresiones y sus dictámenes se declaraba contra César, manifestando su ánimo de hacer que se le derribase; pero a éste se le daba bien poco, y se dice que estando uno de los jefes de cohorte de su ejército a la puerta del Senado, y oyendo que no se prorrogaría a César el tiempo de su mando, dijo: “Pues ésta se lo prorrogará”, echando mano a la empuñadura de su espada.

Con todo, la pretensión de César tenía la más recomendable apariencia de justicia: porque proponía dejar por su parte las armas, y que, haciendo otro tanto Pompeyo, ambos pusieran su suerte en manos de los ciudadanos; pues de otra manera, quitando las provincias al uno y confirmando al otro el poder que tenía, a aquel lo abatían y a éste le preparaban los caminos de la tiranía. Habiendo hecho esta misma proposición ante el pueblo Curión, tribuno de la plebe, a nombre de César, fue muy aplaudido, y aun algunos arrojaron coronas sobre él, como se derraman flores sobre un atleta. Otro tribuno de la plebe, Antonio, mostró a la muchedumbre una carta que había recibido de César sobre este mismo objeto, y la leyó, a pesar de la oposición de los cónsules. Mas en el Senado, Escipión, suegro de Pompeyo, abrió este dictamen: que si para el día que se prefijara no deponía César las armas, se le declarara enemigo público. Preguntando, pues, los cónsules si les parecía que Pompeyo depusiera las armas y las depusiera César, aquella parte tuvo pocos votos y ésta todos, a excepción de muy pocos; insistiendo de nuevo Antonio en que ambos hicieran dimisión de todo mando, a esta sentencia se arrimaron todos con unanimidad; pero instando Escipión, y gritando el cónsul Léntulo que contra un ladrón lo que se necesitaba eran armas y no votos, se disolvió el Senado, y a causa de esta disensión mudaron vestidos como en un duelo público.

Vinieron en esto cartas de César que le acreditaban de moderado, pues pedía que, dejando todo lo demás de sus antiguas provincias, se le diera la Galia Cisalpina y el Ilírico con dos legiones, hasta pedir el segundo consulado; Cicerón el orador, que ya había vuelto de la Cilicia y andaba en transacciones, ablandé a Pompeyo, hasta el punto de convenir en todo lo demás, excepto en el artículo de los soldados; y el mismo Cicerón alcanzó de los amigos de César que cediesen hasta responder que aquel se contentaría con las provincias expresadas y con sólo seis mil soldados. Aun a esto se dobló y accedió Pompeyo; pero Léntulo, usando de su autoridad de cónsul, no lo permitió sino que llenando de improperios a Antonio y a Casio los expulsó ignominiosamente del Senado, proporcionando a César el más plausible pretexto que pudiera desear, y del que se valió principalmente para inflamar a los soldados, poniéndoles a la vista que varones tan principales y adornados de mando habían tenido que huir en carros alquilados, bajo el disfraz de esclavos; porque, realmente, así era como por miedo habían salido de Roma.

Las tropas que tenía consigo no eran más que unos trescientos caballos y cinco mil infantes, porque el resto del ejército lo había dejado al otro lado de los Alpes, y habían de conducirlo los que al efecto había enviado. Mas poniendo la vista en el principio de las grandes cosas que meditaba, considerando que el éxito de su primer acontecimiento no tanto necesitaba de grandes fuerzas como dependía del terror que produce el arrojo, y de la celeridad en aprovechar la ocasión, siéndole más fácil pasmar con la sorpresa que violentar con el aparato de tropas, dio orden a los jefes y cabos para que llevando sólo las espadas, sin otras armas, ocuparan a Arímino, ciudad populosa de la Galia, a fin de tomarla con la menor confusión y muertes que fuese posible, para lo que dio las correspondientes fuerzas a Hortensio. Por lo que hace a él mismo, pasó el día a la vista del público, asistiendo al espectáculo de unos gladiadores que se ejercitaban; pero a la caída de la tarde se bañó y ungió, se restituyó a su cámara, pasó un breve rato con los que tenía convidados a cenar, y levantándose de la mesa, cuando apenas era de noche, habló con grande afabilidad a todos los demás, y les dijo que le aguardaran, aparentando que había de volver; mas a unos cuantos de sus amigos les tenía prevenido que le siguiesen, no todos juntos, sino unos por una parte y otros por otra. Montó, pues, en un carruaje de los de alquiler, tomando al principio otro camino; pero volviendo luego al de Arímino, cuando llegó al río que separa la Galia Cisalpina del resto de la Italia, llamado el Rubicón, como el estar más cerca del riesgo se ofreciese con más viveza a su imaginación lo grande la empresa, cesó de correr, y aun detuvo enteramente la marcha, revolviendo en su ánimo muchas cosas, mudando en silencio de dictamen, ya hacia uno, ya hacia otro extremo, y haciendo en su propósitos continuas variaciones. Mostróse asimismo muy perplejo a los amigos que se hallaban presentes, de cuyo número era Asinio Polión, calculando con ellos los grandes males de que iba a ser, principio el paso de aquel río y cuánta había de ser la memoria él quedara a los que después vendrían. Por fin, con algo de cólera, como si dejándose de discursos se abandonara a lo futuro, y pronunciando aquella expresión común, propia de los que corren suertes dudosas y aventuradas, Tirado está ya el dado, se arrojó a pasar y, continuando con celeridad lo que restaba de camino, llegó a Arímino antes del día y lo ocupó. Dícese que la noche anterior a este paso tuvo un sueño abominable, pues le pareció que se acercaba a su madre con una mezcla que sin horror no puede pronunciarse.

Después de tomado Arímino, como si a la guerra se le hubieran abierto anchurosas puertas contra toda la tierra y el mar, y corno si las leyes de la república se hubieran conmovido con traspasarse los términos de una provincia, no se veía a hombres y mujeres corno en otras ocasiones discurrir por la Italia, sino alborotadas las ciudades enteras, y que huyendo corrían de unas a otras. La, misma Roma, como inundada de diferentes olas con la fuga y concurso de los pueblos del contorno, ni obedecía fácilmente a los magistrados, ni escuchaba razón alguna en semejante tumulto y borrasca; y estuvo en muy poco que por sí misma no fuese destruida. Porque no había parte alguna que no estuviese agitada de pasiones contrarias y de conmociones violentas, y ni aun la que parecía deber hallarse contenta estaba en repo- so, sino que encontrándose, en una ciudad tan grande, con la que estaba temerosa y triste, y vanagloriándose ya de lo venidero, tenían continuos altercados. A Pompeyo, de suyo bastante cuidadoso, cada uno le molestaba por su parte, acusándole unos de que por haber fomentado a César contra sí mismo y contra la república llevaba ahora su merecido, y otros, de que cuando éste condescendía y se prestaba a condiciones equitativas, había permitido a Léntulo que lo maltratase. Favonio le decía que diera una patada en el suelo, aludiendo a que en cierta ocasión, hablando con aire de jactancia en el Senado, se opuso a que se entrara en solicitud y en cuidado sobre preparativos para la guerra, porque cuando el otro se moviese, con dar él una patada en el suelo llenaría de tropas la Italia. Entonces mismo las fuerzas de Pompeyo eran superiores a las de César, sino que nadie le dejaba obrar según su propio dictamen; y sucediéndose las noticias, las mentiras y los terrores, por decirse que ya el enemigo estaba a las puertas y todo lo había sometido, fue arrebatado del impulso común. Decretó, pues, que, se estaba en estado de sedición y abandonó la ciudad, mandando que le siguiera el Senado y que no se quedara nadie de los que a la tiranía prefirieran la patria y la libertad.

Los cónsules huyeron sin haber hecho siquiera antes de su salida los sacrificios prescritos por la ley, y lo mismo hicieron los más de los senadores, tomando a manera de robo lo que era propio como si fuese ajeno. Hubo algunos que, habiendo sido antes partidarios acérrimos de César, desistieron entonces, en medio de la confusión, de su anterior propósito, y sin motivo fueron arrebatados de la violencia de aquella corriente. Era a la verdad espectáculo triste el de Roma, y en medio de aquella tormenta parecía nave de cuya salud desesperan los pilotos y que es de ellos abandonada para que sea la suerte quien la conduzca. Pues con todo de ser tan lastimosa y miserable esta mudanza, los ciudadanos veían la patria a causa de Pompeyo en aquella turba fugitiva, y en Roma no veían sino el campamento de César; de manera que hasta Labieno, uno de los mayores amigos de César, y que había sido su legado y había combatido denodadamente a su lado en todas las guerras de la Galia, se separó entonces de él y marchó a unirse con Pompeyo, no sin que César le remitiera su equipaje y cuanto le pertenecía. El primer paso de éste fue marchar en busca de Domicio, que con treinta cohortes ocupaba a Corfinio, y puso frente de esta ciudad su campo. Dióse Domicio por perdido, y pidió al médico, que era uno de sus esclavos, le diese un veneno; y tomando el que le propinó, se retiró para morir; pero habiendo oído al cabo de poco que César usaba de gran humanidad con los prisioneros, se lamentaba de sí mismo y condenaba su precipitada determinación. En esto, como el médico le alentase diciéndole que era narcótica y no mortífera la bebida que había tomado, se puso muy contento y levantándose se dirigió a César, y, no obstante que éste le alargó la diestra, volvió a pasarse al partido de Pompeyo. Llegadas a Roma estas noticias dilataban los ánimos, y algunos de los que habían huido se volvieron.

Tomó César el ejército de Domicio, y se anticipó a ir recogiendo por las ciudades todas las demás tropas levantadas para su contrario, con las que, hecho ya fuerte y poderoso, marchó contra el mismo Pompeyo. Mas éste no aguardó su llegada, sino que, huyendo a Brindis, a los cónsules los envió primero con el ejército a Dirraquio, y él de allí a poco se hizo también a la vela al aproximarse César, según que en la Vida de aquel lo manifestamos con mayor individualidad. Quería César ir al punto en su seguimiento, pero faltábanle las naves, por lo que retrocedió a Roma, hecho dueño de toda la Italia en sesenta días, sin haberse derramado una gota de sangre. Como hubiese encontrado la ciudad más sosegada de lo que esperaba, y que muchos del Senado permanecían en ella, a éstos les dirigió palabras humanas y populares, y los exhortó a que enviasen a Pompeyo personas que tratasen con él de una transacción decorosa; pero no hubo quien se prestara a ello, bien fuese por temor a Pompeyo, a quien habían abandonado, o bien por creer que, no siendo tal la intención de César, sólo usaba del lenguaje que el caso pedía. Opúsosele el tribuno de la plebe Metelo a que tomara caudales del repuesto de la república, y como alegase a este propósito ciertas leyes, le respondió: “Que uno era el tiempo de las armas, y otro el de las leyes; y si llevas a malañadió- lo que yo ejecuto, por ahora quítate de delante, porque la guerra no sufre demasías. Cuando yo haya depuesto las armas en virtud de un convenio, entonces podrás venir a hacer declamaciones; y aun esto lo digo cediendo de mi derecho: porque mío eres tú y todos aquellos sublevados contra mí de quienes me he apoderado”. Al mismo tiempo que diri- gía estas expresiones a Metelo se encaminaba a las puertas del erario, y no pareciendo las llaves envió a llamar a cerrajeros, a quienes dio orden de que las franquearan; y como Metelo volviese a hacer resistencia, habiendo algunos que lo apoyaban, le amenazó en voz alta que le quitaría la vida si no desistía de incomodarle; “y esto ya sabes ¡oh joven!- añadióque me cuesta más el decirlo que el hacerlo”. Hicieron estas palabras que Metelo se retirara temeroso, y que ya le fuese fácil el allegar y disponer todo lo demás necesario para la guerra.

Marchó con tropas a España, resuelto a arrojar de allí ante todo a Afranio y Varrón, lugartenientes de Pompeyo, y, a mover, después de haber puesto bajo su obediencia las fuerzas y provincias de aquella parte, contra Pompeyo mismo, no dejando ningunos enemigos a la espalda. Corrió allí grandes peligros en su persona por asechanzas, y en su ejército principalmente, por el hambre; con todo, no se dio reposo, persiguiendo, provocando y circunvalando a los enemigos, hasta hacerse dueño a viva fuerza de sus campamentos y de sus tropas; mas los jefes pudieron huir y marcharon a unirse con Pompeyo.

Vuelto César a Roma, le exhortaba su suegro Pisón a que enviara mensajeros a Pompeyo para tratar de concierto; pero Isáurico, por saber que complacía en ello a César, contradijo este parecer. Elegido dictador por el Senado, restituyó a los desterrados y rehabilitó en sus honores a los hijos de los que habían padecido por las proscripciones de Sila, y para alivio de carga hizo alguna reducción en las usuras a favor de los deudores. Por este término tomó algunas otras providencias, aunque no muchas; y habiendo abdicado esta especie de monarquía a los once días, se designó cónsul a sí mismo y a Servillo Isáurico, y convirtió su atención al ejército. Marchaba presuroso, por lo que pasó en el camino a las demás tropas; y no teniendo consigo más que seiscientos hombres de a caballo escogidos y cinco legiones en el trópico del invierno, a la entrada del mes de enero, equivalente para los Atenienses al de Posideón, se entregó al mar, y, pasando el Jonio, tomó a Órico y Apolonia, e hizo que los buques volviesen a Brindis para traer los soldados que se habían retrasado en la marcha. Éstos, mientras iban de camino, como ya tuviesen quebrantados sus cuerpos y les pareciese no hallarse con fuerzas para tal multitud de guerras, se desahogaban en quejas contra César: “¿Qué término- decían- pondrá este hombre a nuestros trabajos, trayéndonos y llevándonos como si fuésemos infatigables e insensibles? El hierro mismo se mella con los golpes, y al cabo de tanto tiempo hay que atender a la desmejora del escudo y la coraza. ¿Es posible que de nuestras heridas no colige César que manda a hombres mortales y que el padecer y sufrir tienen qué acabarse? La estación del invierno y los borrascosos tiempos del mar, ni a los dioses es dado violentarlos, y éste nos aguijonea y precipita, no como quien persigue, sino como quien es perseguido de sus enemigos”. Esta era la conversación que tenían mientras sosegadamente seguían el camino de Brindis; pero cuando a su llegada se hallaron con que César se había marchado, mudando al punto de estilo empezaron a maldecir de sí mismos, apellidándose traidores de su emperador, y maldecían a sus caudillos por no haber aligerado más el viaje. Subíanse sobre las eminencias que dominaban el mar y el Epiro para ver si descubrían las naves en que habían de pasar a esta región.

En Apolonia, no teniendo César por suficientes las fuerzas que consigo llevaba, y retardándose demasiado las que estaban en la otra parte, perplejo e incomodado tomó una resolución violenta, que fue embarcarse, sin dar parte a nadie, en un barquillo de doce remos y dirigirse en él a Brindis estando aquel mar poblado de naves pertenecientes a las escuadras enemigas. De noche, pues, envuelto en las ropas de un esclavo, se metió en el barco, y, tomando lugar como un hombre oscuro, se quedó callado. Por el río Aoo había de bajar la embarcación al mar, y la brisa de la mañana, retirando las olas, suele mantener la bonanza en la desembocadura; pero en aquella noche el viento de mar, que sopló con fuerza, no dio lugar a que aquella reinase. Acrecentado por tanto el río con el flujo del mar, lo hicieron tan peligroso y terrible el ruidoso estruendo y los precipitados remolinos, que, dudando el piloto poder contrastar a la violencia de las aguas, dio orden a los marineros de mudar de rumbo, con ánimo de volver al puerto. Adviértelo César, se descubre, y tomando la mano al piloto que se queda pasmado al verle: “Sigue, buen hombre- le dice- ten buen ánimo; no temas, que llevas contigo a César y su fortuna”. Olvídanse los marineros de la tempestad, e impeliendo con fuerza los remos porfían con ahínco por vencer la corriente; mas siendo im- posible, y haciendo mucha agua el barco, con lo que se puso en gran peligro su misma persona, tuvo que condescender muy contra su voluntad con el piloto, que al cabo dispuso la vuelta. Al desembarcar sálenle al encuentro en tropel los soldados, quejándose y doliéndoles de que no crea que con ellos solos puede vencer, y de que se afane y ponga en peligro por los ausentes, desconfiando de los que tiene consigo.

En esto, Antonio salió de Brindis conduciendo las tropas, con lo que alentado ya César provocaba a Pompeyo, establecido en lugar ventajoso y provisto abundantemente por mar y por tierra, mientras que él, habiéndose hallado en estrechez desde el principio, por fin se veía en el mayor conflicto por la absoluta falta hasta de lo preciso; mas con todo, machacando los soldados cierta raíz y mojándola en leche, así iban tirando; y alguna vez, formando panes con ella, corrían a las avanzadas de los enemigos y se los arrojaban dentro de sus trincheras, diciendo que mientras la tierra llevase de aquellas raíces no desistirían de tener sitiado a Pompeyo, el cual no permitía que ni los panes ni estas expresiones llegasen a la muchedumbre por no desalentar a sus soldados, que temían la dureza e insensibilidad de aquellos enemigos como podrían las de una fiera. Continuamente tenían encuentros y combates parciales ante las trincheras de Pompeyo, y en todos se halló César, a excepción de sólo uno, en el que, introducido en sus tropas un gran desorden, estuvo en inminente riesgo de perder su campamento. Porque habiendo acometido Pompeyo, nadie quedó en su puesto, sino que los fosos se llenaron de muertos y al pie del valladar y de las trincheras perecían a montones. Salió César al encuentro y procuró contener y hacer volver el rostro a los fugitivos, pero no adelantó nada. Echaba mano a las insignias: mas los que las conducían las tiraban al suelo; de manera que los enemigos les tomaron treinta y dos, y él estuvo muy cerca de perecer; porque habiendo querido contener a un soldado alto y robusto de los que huían, que le pasaba al lado, mandándole que se detuviese y volviese contra los enemigos, éste, lleno de turbación en aquel conflicto, levantó la espada para desprenderse por fuerza; pero el escudero de César se le anticipó dividiéndole un hombro. Túvose, pues, por tan perdido, que, cuando Pompeyo, por excesiva prudencia o por fortuna suya, no concluyó aquella grande obra, sino que se retiró, contento con haber perseguido a los enemigos hasta su campamento, al volver a él César dijo a sus amigos: “Hoy la victoria era de los contrarios si hubieran tenido quien supiera vencer”. Entró en su tienda, y cerrado en ella, pasó la noche en la mayor aflicción, no sabiendo qué hacerse y culpando su desacierto, pues que, cayendo cerca una región mediterránea y ciudades bien surtidas en la Macedonia y Tesalia, había omitido llevar allá la guerra y se había situado allí a la orilla del mar, cuando los enemigos eran poderosos en él, sitiado más bien por el hambre que sitiando a aquellos con sus armas. Afligido y angustiado de esta manera por lo triste y apurado de su situación, levantó el campo con ánimo de marchar a la Macedonia contra Escipión, porque o atraería a Pompeyo donde tuviese que pelear sin estar tan provisto por el mar de víveres, o acabaría con Escipión si le dejaba solo.

Engriéronse con esto el ejército de Pompeyo y sus caudillos para instar sobre que se acometiese a César, como vencido ya y fugitivo; pero el mismo Pompeyo se iba con mucho tiento en arriesgarse a una batalla en que se aventuraba tanto, y, hallándose perfectamente prevenido todo para largo tiempo, se proponía quebrantar y amansar el hervor de los enemigos, que no podía ser duradero; porque los que componían la principal fuerza de César tenían, sí, disciplina y un ardor invencible para los combates; pero para las marchas para acampar, para asaltar murallas y pasar malas noches les faltaba el vigor a causa de la edad, y teniendo ya el cuerpo pesado para las fatigas, la debilidad disminuía el arrojo. Decíase además que en el ejército de César se padecía entonces cierta, enfermedad contagiosa nacida de la mala calidad de los alimentos: siendo lo más esencial todavía que, no estando sobrado en cuanto a fondos ni abundante en provisiones, parecía que dentro de muy breve tiempo había de disolverse por sí mismo.

Con Pompeyo, que por estas razones rehusaba dar una batalla, solamente convenía Catón, por el deseo de excusar la sangre de los ciudadanos, pues habiendo visto los enemigos que habían muerto en la batalla anterior, que serían unos mil, se retiró de allí cubriéndose el rostro y derramando lágrimas; todos los demás, en cambio, Insultaban a Pompeyo porque evitaba el combate, y trataban de precipitarle llamándole Agamenón y rey de reyes y dándole a entender que no quería dejar la monarquía, hallándose muy contento con que le acompañaran tantos y tales caudillos y frecuentaran su tienda. Favonio, queriendo contrahacer la virtuosa libertad de Catón, repetía neciamente este dicharacho: “¿Conque no podremos este año saborearnos con los hijos de Tusculano por la monarquía de Pompeyo?” Y Afranio, que hacía poco había llegado de España, donde se portó mal, diciéndose que, sobornado con dinero, había hecho entrega del ejército, le preguntó por qué no combatía con aquel mercader que le había comprado las provincias. Importunado Pompeyo con tales improperios, movió por fin, contra su voluntad, para dar batalla, siguiendo el alcance a César. Hizo éste con gran dificultad y trabajo todo lo demás de su marcha, pues no sólo no encontraba quien le suministrara provisiones, sino que era despreciado de todos por la derrota que poco antes había sufrido; pero luego que tomó a Gonfos, ciudad de Tesalia, además de tener con qué mantener sobradamente su ejército, le libertó del contagio por un modo bien extraño, y fue que encontraron abundancia de vino, y bebiendo largamente, así en comilonas como en las marchas, con la embriaguez domaron y ahuyentaron la enfermedad, mudando la disposición de los cuerpos.

Luego que llegaron ambos a Farsalia y se acamparon a corta distancia, Pompeyo volvió a adoptar su antiguo propósito, y más que tuvo apariciones infaustas y una visión entre sueños, pareciéndole en ésta que se veía en el teatro, aplaudido por los Romanos; pero los que tenía consigo estaban tan confiados y habían concebido tales esperanzas del vencimiento, que sobre el pontificado máximo de César lle- garon a altercar Domicio, Espínter y Escipión, disputando entre sí, y muchos enviaron a Roma personas que alquilaran y se anticiparan a tomar las casas proporcionadas para cónsules y pretores, dando por supuesto que al instante obtendrían estas dignidades acabada la guerra. De todos, los que más instaban por la batalla eran los de caballería, llenos de vanidad con la belleza de sus armas, con sus bien mantenidos caballos, con la gallardía de sus personas y aun con la superioridad del número, pues eran siete mil hombres, contra mil que tenía César. En la infantería tampoco había igualdad, porque cuarenta y cinco mil habían de entrar en lid contra veintidós mil.

Reunió César sus soldados, y diciéndoles que dos legiones que le traía Cornificio estaban ya cerca y otras quince cohortes se hallaban acuarteladas con Caleno en Mégara y Atenas, les preguntó si querían aguardar a aquellos o correr solos el riesgo de la batalla; y ellos clamaron que nada de esperar, y más bien le pedían hiciera de modo que cuanto antes vinieran a las manos con los enemigos. Al hacer la purificación del ejército y sacrificar la primera víctima, exclamó al punto el adivino que al tercer día se decidiría en batalla la contienda con sus enemigos. Preguntándole César si acerca el resultado veía alguna buena señal de las víctimas: “Tú- le dijo- podrás responderte mejor por ti mismo, porque los dioses significan una gran mudanza y trastorno del estado actual en el contrario; por tanto, si a ti te parece que ahora te va bien, debes esperar peor fortuna, y mejor si entiendes que te va mal”. A la media noche de la que precedió a la batalla, cuando recorría las guardias, se vio una antorcha de fuego celeste que, siendo brillante y luminosa mientras estuvo sobre el campo de César, cayó al parecer en el de Pompeyo, y a la hora de la vigilia matutina percibieron que se había suscitado un terror pánico entre los enemigos. Con todo, él no esperó que se diese en aquel día la batalla, y así, levantó el campo como para encaminarse a Escotusa.

Cuando ya se habían recogido las tiendas vinieron los escuchas, anunciándole que los enemigos bajaban dispuestos para batalla, con lo que se alegró sobremanera, y haciendo súplicas a los dioses, ordenó su ejército en tres divisiones. El mando del centro lo dio a Domicio Calvino; y de las alas tuvo una Antonio y él mismo la derecha, habiendo de pelear en la legión décima; y como viese que contra ésta estaba formada la caballería enemiga, temiendo su brillantez y su número, mandó que de lo último de su batalla vinieran sin ser vistas seis cohortes adonde él estaba y los colocó detrás del ala derecha, instruyéndolas de lo que debían hacer cuando la caballería enemiga acometiese. Pompeyo tomó para sí el ala derecha, la izquierda la dio a Domicio y el centro lo mandó su suegro Escipión. Toda la caballería amenazaba desde el ala izquierda con intención de envolver la derecha de los enemigos y causar el mayor desorden donde se hallaba el mismo general porque les parecía que fondo ninguno de infantería podría bastar a resistirles, sino que todo lo quebrantarían y romperían en las filas enemigas cargando de una vez con tan grande número de caballos. Mas al tiempo de hacer ambos la señal de la acometida, Pompeyo dio orden a su infantería de que estuviera quieta y a pie firme esperara el ímpetu de los enemigos hasta que se hallaran a tiro de dardo; en lo que dice César cometió un gran yerro no haciéndose cargo de que la acometida con carrera se hace en el principio temible, porque da fuerza a los golpes y enciende la ira con el concurso de todos. Por su parte, cuando iba a mover sus tropas y con este objeto las recorría, vio entre los primeros a un centurión de los más fieles que tenía, y muy experimentado en las cosas de la guerra, que estaba alentando a los que mandaba y exhortándolos a portarse con valor. Saludóle por su nombre: “¿Y qué podemos esperar- le dijo-, Gayo Crasinao? ¿Cómo estamos de confianza?” Y Crasinao, alargando la diestra y levantando la voz: “Venceremos gloriosamente ¡oh César!- le respondió-, porque hoy, o vivo o muerto me has de dar elogios”. Y al decir estas palabras acometió el primero a carrera a los enemigos, llevándose tras sí a los suyos, que eran ciento veinte hombres. Rompe por entre los primeros, y penetrando con violencia y con mortandad bastante adelante, es traspasado con una espada, que, hiriéndole en la boca, pasó la punta hasta salir por colodrillo.

Cuando de este modo chocaban y combatían en el centro los infantes, movió arrebatadamente del ala izquierda la caballería de Pompeyo, alargando su formación para envolver la derecha de los enemigos; pero antes de que llegue salen las cohortes de César y no usan, según costumbre, de las armas arrojadizas, ni hieren de cerca a los enemigos en los muslos y en las piernas, sino que asestan sus golpes a la cara y en ella los ofenden, amaestrados por César para que así lo ejecutasen, por esperar que unos hombres que no estaban hechos a guerras ni a heridas, jóvenes, por otra parte, y preciados de su hermosura y belleza, evitarían sobre todo esta clase de heridas, no tolerando el peligro en el momento presente, y temiendo la vergüenza que hablan de pasar después, como efectivamente sucedió, pues no pudieron sufrir las lanzas dirigidas al rostro, ni tuvieron valor para ver el hierro delante de los ojos, sino que o volvieron o se taparon la cara para ponerla fuera de riesgo. Finalmente, asustados por este medio, dieron a huir, echándolo todo a perder vergonzosamente, porque los que vencieron a éstos envolvieron a la infantería y la destrozaron cayendo por la espalda. Pompeyo, cuando desde la otra ala vio que los de caballería se habían desbandado entregándose a la fuga, ya no fue el mismo hombre, ni se acordó de que se llamaba Pompeyo Magno, sino que semejante a aquel a quien Dios priva de juicio, o que queda aturdido con una calamidad enviada por la ira divina, enmudeció y marchó paso a paso a su tienda, donde, sentado, daba tiempo a lo que sucediera; hasta que, puestos todos en fuga, acometieron los enemigos al campamento, peleando contra los que habían quedado en él de guardia. Entonces, como si recobrara la razón, sin pronunciar, según dicen, más palabras que éstas: ¿Conque hasta el campamento?, se despojó de las ropas propias de general, mudándolas por las que a un fugitivo convenían, y salió de allí. Qué suerte fue la que tuvo después, y cómo habiéndose entregado a unos egipcios recibió la muerte, lo declaramos en lo que acerca de su vida hemos escrito antes.

Luego que César, entrando en el campamento de Pompeyo, vio los cadáveres allí tendidos de los enemigos, a los que todavía se daba muerte, prorrumpió sollozando en estas expresiones: “Esto es lo que han querido, y a este estrecho me han traído, pues si yo, Gayo César, después de haber terminado gloriosamente las mayores guerras, hubiera licenciado el ejército, sin duda me habrían condenado”. Asinio Polión dice que César pronunció estas palabras en latín en aquella ocasión, y que él las puso en griego, añadiendo que de los que murieron en la toma del campamento los más fueron esclavos, y que soldados no murieron sobre seis mil. De los infantes que fueron hechos prisioneros, César incorporó en las legiones la mayor parte, y a muchos de los más principales les dio seguridad, de cuyo número fue Bruto, el que después concurrió a su muerte, acerca del cual se dice que mientras no parecía estuvo lleno de cuidado, y que cuando después apareció salvo se alegró extraordinariamente.

Muchos prodigios anunciaron aquella victoria; pero el más insigne fue el sucedido en Trales. Había en el templo de la Victoria una estatua de César, y todo aquel terreno, además de ser muy compacto por naturaleza, estaba enlosado con una piedra dura, y se dice que nació una palma por entre la base de la estatua. En Padua, Gayo Cornelio, varón muy acreditado en la adivinación, conciudadano y conocido del historiador Tito Livio, casualmente aquel día estaba ejercitado en su arte augural, y en primer lugar supo, según refiere Livio, el momento de la batalla, y dijo a los que se hallaban presentes: “Ahora se agita la gran cuestión y los ejércitos vienen a las manos”. Después, pasando a la inspección y observación de las señales, se levantó, gritando con entusiasmo: “Venciste, César”: y como los circunstantes se quedasen pasmados, quitándose la corona de la cabeza, dijo con juramento que no volvería a ponérsela hasta que el hecho diese crédito a su arte. Livio confirma la relación de estos sucesos.

César, habiendo dado libertad a la nación de los Tésalos en gracia de la victoria, persiguió a Pompeyo, y llegado al Asia dio también la libertad a los de Cnido en honor de Teopompo, el que recopiló las fábulas; y a todos los habitantes del Asia les perdonó la tercia parte de los tributos. Habiendo arribado a Alejandría, muerto ya Pompeyo, abominó la vista de Teodoto, que le presentó la cabeza de su rival, y al recibir el sello de éste no pudo contener las lágrimas. De los amigos y, confidente de aquel, a cuantos andaban errantes o habían sido hechos prisioneros por el rey les hizo beneficios y procuró ganarlos. Así es que, escribiendo a Roma a sus propios amigos, les decía que el fruto más grato más señalado que había cogido de su victoria era el salvar a algunos de aquellos ciudadanos que siempre le hablan sido contrarios. Acerca de la guerra que allí tuvo que sostener, algunos la gradúan no solamente de no necesaria, sino, además, de ignominiosa y arriesgada por sólo los amores de Cleopatra; pero otros culpan a las gentes del rey, y principalmente al eunuco Potino, que, gozando del mayor poder, había dado muerte poco antes a Pompeyo, había hecho alejar a Cleopatra y con mucha reserva estaba armando asechanzas a César, a lo que se atribuye el que éste hubiese empezado a pasar las noches en francachelas para atender a la custodia de su persona. Por otra parte, Potino bien a las claras decía y hacía cosas en odio de César que no podían tolerarse; porque haciendo dar a los soldados provisiones malas y añejas, decía que sufrieran y aguantaran, pues que comían de ajeno, y para los convites no ponía sino utensilios y vajilla de madera y de tierra, porque los de oro y plata estaban- decía- en poder de César por un crédito. Porque es de saber que el padre del rey actual había sido deudor de César por diecisiete millones quinientas mil dracmas, de las que había perdonado César a sus hijos siete millones quinientas mil, pero pedía los diez millones restantes para mantener el ejército. Decíale Potino que se marchara y atendiera a sus grandes negocios, que ya le restituiría el dinero con acción de gracias; pero César le respondió que no le hacían falta los consejos de los Egipcios, y reservadamente hizo venir a Cleopatra.

Tomó ésta de entre sus amigos para que la acompañase al siciliano Apolodoro, y embarcándose en una lanchilla se acercó al palacio al mismo oscurecer; mas como dudasen mucho de que pudiera entrar oculta de otra manera, tendieron en el suelo un colchón, y, echada y envuelta en él, Apolodoro lo ató con un cordel, y así la entró por las puertas hasta la habitación de, César; dícese que ésta fue la primera añagaza con que le cautivó Cleopatra, y que, vencido de su trato y de sus gracias, la reconcilió con el hermano, negociando que reinaran juntos. Después ocurrió que, asistiendo todos a un festín, dado con motivo de esta reconciliación, un esclavo de César que le hacía la barba, hombre el más tímido y medroso de los mortales, mientras lo examina todo, escucha y curiosea, llega a percibir que se habían puesto asechanzas a César por el general Aquilas y el eunuco Potino. Averiguólo César, por lo que puso guardias en su habitación y dio muerte a Potino; pero Aquilas huyó al ejército. El primer peligro que corrió en esta guerra fue la falta de agua, porque los enemigos tapiaron los acueductos. Interceptáronle después la escuadra, y se vio precisado a superar este peligro por medio de un incendio, el que de las naves se propagó a la célebre biblioteca y la consumió. Fue el tercero que, habiéndose trabado batalla junto a Faro, saltó desde el muelle a una lancha, con el objeto de socorrer a los que peleaban; pero acosándole por muchas partes a un tiempo los Egiptos, tuvo que arrojarse al mar, y con gran dificultad y trabajo pudo salir a salvo. Dícese que, teniendo en esta ocasión en la mano varios cuadernos, como no quisiese soltarlos aunque se sumergía, con una mano sostenía los cuadernos sobre el agua y con la otra nadaba, y que la lancha al punto se hundió. Finalmente, habiéndose el rey incorporado con los enemigos, marchó contra él, y trabando batalla le venció, siendo muchos los muertos y no habiéndose sabido qué fue del rey. Dejó con esto por reina de Egipto a Cleopatra, que de allí a poco dio a luz un hijo, al cual los de Alejandría dieron el nombre de Cesarión, y marchó a la Siria.

Trasladado desde allí al Asia, supo que Domicio, vencido por Farnaces, hijo de Mitridates, había huido del Ponto con muy poca gente, y que Farnaces, sacando el ma- yor partido de la victoria, y teniendo ya bajo su mando la Bitinia y la Capadocia, se encaminaba a la Armenia llamada Menor, poniendo en insurrección a todos los reyes y tetrarcas de aquella parte. Marchó, pues, sin dilación contra él con tres legiones; y viniendo a una reñida batalla junto a la ciudad de Cela, arrojó a Farnaces del Ponto en precipitada fuga, destrozó enteramente su ejército, y dando parte a Roma de la prontitud y celeridad de esta batalla, lo ejecutó en carta que escribió a Amincio, uno de sus amigos, con estas tres solas palabras- Vine, vi, vencí; las cuales, teniendo en latín una terminación muy parecida, son de una graciosa concisión.

Regresó en seguida a la Italia, subió a Roma cuando ya estaba cerca de su término el año para que se le había nombrado segunda vez dictador, siendo así que antes nunca esta magistratura había sido anual. Designósele cónsul para el siguiente, y se murmuró mucho de él, porque habiéndose sublevado los soldados hasta el extremo de dar muerte a los generales Cosconio y Galba, aunque los reprendió, llegando a llamarles ciudadanos y no militares, les repartió, sin embargo, mil dracmas a cada uno y les adjudicó por suertes una gran porción de terreno en la Italia. Poníanse además a su cuenta los furores de Dolabela, la avaricia de Amincio, las borracheras de Antonio y la insolencia de Cornificio en hacerse adjudicar la casa de Pompeyo, y darle después más extensión, como que no cabía en ella; porque todas estas cosas disgustaban mucho a los Romanos; mas por sus miras respecto al gobierno, aunque no las ignoraba César ni eran de su aprobación, se vela precisado a valerse de tales instrumentos.

Catón y Escipión, después de la batalla de Farsalia, se refugiaron en África; y como reuniesen allí fuerzas de alguna consideración y tuviesen el auxilio del rey Juba, determinó César marchar contra ellos. Pasó, pues, en el solsticio de invierno a la Sicilia, y para quitar a los caudillos que consigo tenía toda esperanza de descanso y detención puso su tienda en el mismo batidero de las olas, y embarcándose apenas hubo viento dio la vela, con tres mil infantes y muy pocos caballos. Desembarcados éstos, sin que lo entendieran, volvió a hacerse al mar por el cuidado de las restantes fuerzas, y encontrándose ya con ellas en la mar, los condujo a todos al campamento. Llegó allí a entender que los enemigos estaban confiados en cierto oráculo antiguo, según el cual se tenía por propio del linaje de los Escipiones vencer siempre en el África; y es difícil decir si en lo que ejecutó se propuso usar de cierta burla contra Escipión, que mandaba el ejército enemigo, o si con conocimiento y de intento quiso hacerse propio el agüero; porque tenía consigo a un ciudadano por otra parte oscuro y de poca cuenta, pero que era de la familia de los Africanos, y se llamaba Escipión Salución. A éste, pues, le daba el primer lugar en los encuentros, como a general del ejército, precisándole a entrar muchas veces en lid con los enemigos y a provocarlos a batalla, porque no tenía pan que dar a su gente, ni había pasto para las bestias, sino que se veían precisados a mantener los caballos con ova marina despojada de la sal y mezclada con un poco de grama como un condimento, a causa de que los Númidas, mostrándose a menudo y en gran número por todas partes, eran dueños del país. Sucedió en una ocasión que se hallaban distraídos los soldados de caballería de César a causa de que se les había presentado un Africano que ejecutaba cierto baile y tañía prodigiosamente la flauta, y ellos se estaban allí divertidos, entregando los caballos a los muchachos; y acometiendo repentinamente los enemigos, matan a los unos, y con los otros, que dieron precipitadamente a huir, llegan hasta el campamento; y a no haber sido porque a un tiempo César y Asinio Polión acudieron en su auxilio y contuvieron la fuga, en aquel punto hubiera acabado la guerra. En otra batalla, que se trabó, y en la que llevaban los enemigos lo mejor, se dice que César, a un portaestandarte que huía lo agarró del cuello, y le hizo volver cara, diciéndole: Ahí están los enemigos.

Con estos felices preludios se alentó Escipión para querer dar batalla, y dejando a una parte a Afranio y a otra a Juba acampados a corta distancia, sobre un lago levantó fortificaciones para su campamento junto a la ciudad de Tapso, a fin de que en caso de una batalla les sirviera a todos de apoyo y refugio. Mientras él, atendía a estos trabajos, César, pasando con indecible celeridad por lugares cubiertos de maleza, y que apenas permitían pisarse, de éstos sorprendió y envolvió a unos, y a otros los acometió de frente; y habiéndolos destrozado a todos, aprovechó el momento y la corriente de su próspera fortuna, llevado de la cual toma de un golpe el campamento de Afranio y de otro saquea el de los Númidas por haber dado a huir Juba; y habiéndose hecho dueño de tres campamentos, y dado muerte a cincuenta mil enemigos en una partecita muy pequeña de un solo día, él no tuvo más pérdida que la de cincuenta hombres. Algunos refieren de esta manera lo ocurrido en aquella batalla, pero otros dicen que César no se encontró en la acción, porque al ordenar y formar las tropas se sintió amagado de su enfermedad habitual; y que habiéndolo conocido desde luego, antes de llegar al estado de perturbación y de perder el sentido, aunque ya con alguna convulsión, se hizo llevar a un castillo de los que estaban inmediatos, y en aquel retiró pasó su mal. De los varones consulares y pretorios que huyeron después de la batalla, unos se quitaron a sí mismos la vida al ir a caer en manos de los enemigos, y a otros, en bastante número, les hizo dar muerte César luego que fueron aprehendidos.

Como tuviese vivo deseo de alcanzar y aprehender vivo a Catón, se apresuró a llegar a Utica, porque a causa de hallarse de guarnición en aquella ciudad no tuvo parte en la batalla; mas habiendo sabido que Catón se había dado muerte, lo que no pudo dudarse es que se manifestó ofendido; pero cuál fue la causa todavía se Ignora. Ello es que prorrumpió en esta expresión: “No quisiera ¡oh Catón! que tuvieras la gloria de esa muerte, como tú no has querido que yo tenga la de salvarte la vida”. El discurso que después de estos hechos y después de la muerte de Catón escribió contra él no da pruebas de que le mirase con compasión o de que no le fuera enemigo: porque ¿cómo habría perdonado vivo a aquel contra quien cuando ya no lo sentía vomitó tanta cólera? Con todo, de la indulgencia con que trató a Cicerón, al mismo Bruto y a otros infinitos de los vencidos quieren colegir que aquel discurso no se formó por enemis- tad, sino por cierta contienda política con la ocasión siguiente. Escribió Cicerón el elogio de Catón, y dio el título de Catón a este opúsculo, que no era extraño fuese solicitado de muchos, como escrito por el más elocuente de los oradores, sobre el asunto más grande y más digno. Esto mortificó a César, que reputaba por acusación propia la alabanza de un varón que se había dado muerte por su causa. Escribió, pues, otro discurso, en el que reunió contra Catón muchas causas y motivos, y al que intituló Anticatón. De estos discursos, uno y otro tienen, por César y por Catón, muchos que los buscan y leen con ansia.

Luego que volvió del África a Roma, lo primero que hizo fue dar grande importancia ante el pueblo al hecho de haber sojuzgado una región tan extensa, que contribuía cada año en beneficio del público con doscientas mil fanegas o medimnos áticos de trigo y ciento veinte mil arrobas de aceite. Después celebró sus triunfos, el Egipciaco, el Póntico y el Africano, concedido, no por Escipión, sino por el rey Juba. Entonces Juba, el hijo de éste, fue llevado en triunfo, siendo todavía niño, y consecuencia de esto le cupo la más feliz cautividad; pues que habiendo salido de entre los Númidas bárbaros, llegó a ser contado entre los más instruidos de los historiadores griegos. Enseguida de los triunfos hizo grandes donativos a los soldados, y captó la benevolencia del pueblo con banquetes y espectáculos, dando de comer a todos en veintidós mil mesas; y por lo que hace a espectáculos, los dio de gladiadores y de combates navales en honor de su hija Julia, que había muerto mucho antes. Después de los espectáculos se hizo el censo o recuento de los ciudadanos, y en lugar de los trescientos veinte mil de los censos anteriores, sólo resultaron entre todos ciento cincuenta mil: ¡tan grandes males trajo la sedición y tanta parte destruyó del pueblo!, sin que pongamos en cuenta las calamidades que afligieron al resto de la Italia y a las provincias.

Terminadas que fueron estas cosas, designado cuarta vez cónsul, marchó a España contra los hijos de Pompeyo, jóvenes todavía, pero que habían reunido un numeroso ejército y mostraban en su valor ser dignos de mandarlo; tanto, que pusieron a César en el último peligro. La batalla, que fue terrible, se dio junto a la ciudad de Munda, y en ella, viendo César batidos a sus soldados y que resistían débilmente, corrió por entre las filas de los de todas armas, gritándoles que si habían perdido toda vergüenza lo cogiesen y lo entregasen a aquellos mozuelos. Por este medio consiguió, no sin grande dificultad, que rechazaran con el mayor denuedo a los enemigos, a los que les mató más de treinta mil hombres, habiendo perdido por su parte mil de los más esforzados. Al retirarse ya de la batalla dijo a sus amigos que muchas veces había peleado por la victoria, y entonces, por primera vez, por la vida. Ganó César esta batalla el día de la fiesta de las Bacanales, diciéndose que en igual día había salido Pompeyo Magno para la guerra, y el tiempo que había mediado era el de cuatro años. De los hijos de Pompeyo, el más joven huyó, y del mayor le trajo Didio la cabeza de allí a pocos días. Esta fue la última guerra que hizo César, y el triunfo que por ella celebró afligió de todo punto a los Ro- manos, pues que no por haber domado a caudillos extranjeros o reyes bárbaros, sino por haber acabado enteramente con los hijos y la familia del mejor de los Romanos, oprimido de la fortuna, ostentaba aquella pompa; y no parecía bien que así insultase a las calamidades de la patria, complaciéndose en hechos cuya única defensa ante los dioses y los hombres podía ser el haberse ejecutado por necesidad; así es que antes ni había enviado mensajeros ni escrito de oficio por victoria alcanzada en las guerras civiles, como si de vergüenza rehusase la gloria de tales vencimientos.

Con todo, cediendo ya a la fortuna de este hombre y recibiendo el freno, como tuviesen el mando de uno solo por alivio y descanso de los males de la guerra civil, le declararon dictador por toda su vida, lo que era una no encubierta tiranía, pues que a lo suelto y libre del mando de uno solo se juntaba la perpetuidad. Cicerón, en el Senado, hizo la primera propuesta acerca de los honores que se le dispensarían, y éstos eran tales que no excedían la condición humana; pero añadiendo los demás exceso sobre exceso, por querer competir unos con otros, hicieron que el objeto de tales honores se hiciera odioso e intolerable, aun a los más sufridos, por la extrañeza y vanidad de los honores decretados; en la cual contienda no anduvieron más escasos que los aduladores de César los que le aborrecían, para tener después más pretextos contra él y a fin de que pareciese que por mayores cargos se movían a perseguirle; sin embargo de que en lo demás, después de haber puesto fin a las guerras civiles, se mostró irreprensible; y así parece que no fue sin razón el ha- ber decretado en su honor el templo de la Clemencia, como prueba de gratitud por su bondad. Porque perdonó a muchos de los que habían hecho la guerra contra él, y aun a algunos les concedió honores y magistraturas, como a Bruto y Casio, que ambos eran pretores; ni miró con indiferencia el que las imágenes de Pompeyo yaciesen derrocadas por el suelo, sino que las levantó; sobre lo cual dijo Cicerón que César, volviendo a colocar las estatuas de Pompeyo, había asegurado las suyas. Instábanle los amigos para que tuviera una guardia y algunos se ofrecían a ser de ella; pero jamás convino en tal pensamiento, diciendo que más vale morir una vez que estarlo temiendo siempre. Para adelantar en benevolencia, que en su concepto era la mejor y más segura guardia, volvió entonces a querer ganar al pueblo con banquetes y distribución de granos, y a los soldados con establecimientos de colonias, de las cuales fueron las más señaladas Cartago y Corinto, habiendo hecho la casualidad que en cuanto a estas dos ciudades coincidiesen el tiempo de su ruina y el de su restauración.

De los ciudadanos más principales, a unos les ofreció consulados y preturas para lo venidero, a otros los acalló con algunos otros honores y dignidades, y a todos les hizo concebir esperanzas para hacerles creer que si les mandaba era porque así lo querían: en términos que, habiendo muerto el cónsul Máximo, para un solo día que restaba del año hizo nombrar cónsul a Caninio Rebilio, y como muchos fuesen a darle el parabién y acompañarle: “Apresurémonosdijo Cicerón- a hacer estos cumplidos antes que se nos anti- cipe a salir del consulado”. Sus continuadas victorias no fueron parte para que su grandeza de ánimo y su ambición se contentaran con disfrutar de lo ya alcanzado, sino que, siendo un incentivo y aliciente para lo futuro, produjeron designios de mayores empresas y el amor de una gloria nueva, como que ya se había saciado de la presente; así, su pasión no era entonces otra cosa que una emulación consigo mismo, como pudiera ser con otro, y una contienda de sus hazañas futuras con las anteriormente ejecutadas. Meditaba, pues, y preparaba hacer la guerra a los Partos, y vencidos éstos por la Hircania, rodeando el mar Caspio y el Cáucaso, pasar al Ponto, invadir la Escitia y, recorriendo luego las regiones vecinas a la Germania y la Germania misma, por las Galias volver a Italia y cerrar este círculo de la dominación romana con el Océano, que por todas partes la circunscribe. En medio de estos proyectos de guerra, intentaba cortar el istmo de Corinto, y además de esto tomar debajo de la ciudad el Aniene y el Tíber y llevarlos, por un canal profundo que doblase un poco hacia Circeos, al mar de Terracina, proporcionando de este modo corto y seguro viaje a los que hacían el comercio con Roma. Entraba también en sus planes: primero, dar salida a las lagunas de Pomecio y Secio, dejando tierras cultivables para muchos millares de hombres; segundo, correr diques con estacadas sobre el mar próximo a Roma, y, limpiando los bancos y escollos de la ribera de Ostia, hacer puertos y dársenas proporcionadas para tan activa navegación.

La disposición del calendario y la rectificación de la desigualdad causada por el tiempo, examinadas y llevadas a cabo por él a la luz de una exacta filosofía, hicieron su uso muy recomendable, pues que los Romanos, desde tiempos antiguos, no sólo traían perturbados los períodos de los meses en cada un año, de manera que las fiestas y los sacrificios, alteradas las épocas poco a poco, venían ya a caer en las estaciones opuestas, sino que para el mismo año solar los más no tenían cuenta alguna, y los sacerdotes, que eran los únicos que la entendían, de repente, y sin que nadie tuviera de ello conocimiento, entremetían el mes intercalar, al que llamaban mercedonio, introducido primero por el rey Numa para ser un pequeño y no cierto remedio del error padecido en la ordenación de los tiempos, según que en la vida de aquel rey lo dejamos escrito. Mas César, habiendo propuesto este problema a los mejores filósofos y matemáticos por los métodos que ya entonces estaban admitidos, halló una corrección propia y más exacta, en virtud de la cual los Romanos parece que son los que menos yerran acerca de esta anomalía del tiempo; y, sin embargo, aun esto dio ocasión de queja a los que censuraban y sufrían mal su poder, pues se cuenta que diciendo uno: “Mañana sale la Lira”, le respondió Cicerón: “Sí, según el edicto”: como que aun esto lo admitían por fuerza.

El odio más manifiesto y más mortal contra él lo produjo su deseo de reinar: primera causa para los más, y pretexto muy decoroso para los que ya de antiguo le tenían entre ojos. Los que andaban empeñados en negociarle la re- gia dignidad habían esparcido al intento la voz de que, según los Libros Sibilinos, la región de los Partos se sujetaría a los Romanos si éstos les hacían la guerra mandados por un rey, mientras que de otro modo no había que intentarlo; y bajando César de Alba a Roma dieron el paso atrevido de llamarle rey. Mostróse incomodado el pueblo, y él, afectando disgusto, dijo que no se llamaba rey, sino César; y como con este motivo todo el mundo guardase silencio, pasó, nada contento, ni con el mejor semblante. Habiéndosele decretado en el Senado nuevos y excesivos honores, sucedió que se hallaba sentado en los Rostros, que era el lugar donde se daba audiencia, y dirigiéndose a él los cónsules y los pretores, a los que siguió todo el Senado, no se levantó, sino que, como quien da audiencia a los particulares, les respondió que los honores que le estaban concedidos más necesitaban de reducción que de aumento. Este suceso no solamente desagradó al Senado, sino también al pueblo, que en el Senado miraba despreciada la república; así es que se marcharon altamente irritados todos los que no tenían necesidad de permanecer; de manera que César, reflexionando sobre ello, se retiró al punto a casa, y dijo en voz alta a los amigos, retirando la ropa del cuello, que estaba preparado a ofrecerlo al que quisiera presentarse. Después se excusó de lo pasado con su enfermedad, diciendo que el sentido de los que la padecían no puede estar en su asiento cuando les es preciso hablar de pie a la muchedumbre, sino que fácilmente se conmueve y altera, padeciendo vértigos, y estando expuestos a quedarse privados; pero esto no fue así, sino que, queriendo César levantarse ante el Senado, se refiere haber sido detenido por Cornelio Balbo, uno de sus amigos, o, por mejor decir, de sus aduladores, quien le dijo: “¿No te acordarás que eres César? ¿Ni dejarás que te respeten como corresponde a quien vale más que ellos?”

Agregóse a estos incidentes el insulto hecho a los tribunos de la plebe. Celebrábase la fiesta de las Lupercales, acerca de la cual dicen muchos que en lo antiguo era fiesta pastoril, bastante parecida a otra también Lupercal de la Arcadia. Muchos de los jóvenes patricios, y de los que ejercen magistraturas, corren a una por la ciudad, desnudos, hiriendo por juego con correas no adobadas a los que encuentran. Pónenseles delante de intento muchas mujeres de los primeros ciudadanos, y como en una escuela presentan las palmas de las manos a sus golpes, por estar persuadidas de que esto aprovecha a las que están encinta para tener buen parto, y a las que no tienen hijos para hacerse embarazadas. Era César espectador de estos regocijos, sentado en la tribuna en silla de oro y adornado con ropas triunfales, y como a Antonio, por hallarse de cónsul, le tocase ser uno de los que ejecutaban la carrera sagrada, cuando llegó a la plaza y la muchedumbre le abrió calle, llevando dispuesta una diadema enredada en una corona de laurel, la alargó a César, a lo que se siguió el aplauso de muy pocos, que se conoció estaban preparados; mas cuando César la apartó de sí, aplaudió todo el pueblo. Vuelve a presentarla: aplauden pocos; la repele: otra vez todos. Desaprobada así esta tentativa, levántase César, y manda que aquella corona la lleven al Capitolio. Viéronse de allí a poco sus estatuas ceñidas con diademas reales, y dos de los tribunos de la plebe, Flavio y Marulo, acudieron y las despojaron; e inquiriendo y averiguando quiénes eran los primeros que habían saludado a César con el título de rey, los llevaron a la cárcel. Seguíalos el pueblo dándoles aplausos y les apellidaba otros Brutos, aludiendo a haber sido Junio Bruto el que, rompiendo la sucesión de los reyes y aboliendo la monarquía, trasladó el supremo poder al Senado y al pueblo. Ofendido César de esta conducta, privó de la magistratura a Flavio y a Marulo, y haciéndoles cargo de ella, para insultar de paso al pueblo, los trató muchas veces de Brutos y Cumanos.

En este estado, vuelven los más los ojos hacía Marco Bruto, que por parte de padre parecía ser de aquel linaje, y por parte de madre, del de los Servilios, casa también muy principal, y que era al mismo tiempo yerno y sobrino de Catón. Para que él por sí mismo intentara la destrucción de la nueva monarquía debían retardarle los honores y beneficios recibidos de César, pues no sólo consiguió salvarse después de la fuga de Pompeyo y con sus ruegos alcanzó el perdón de muchos de los de aquel partido, sino que gozaba cerca de él de la mayor confianza. De su mano había recibido la primera de las preturas e iba a ser cónsul al cuarto año, siendo preferido a Casio, que compitió con él; porque se refiere haber dicho César que Casio alegaba más justicia, pero él no dejaría en blanco a Bruto. Así, en una ocasión, habiéndole denunciado algunos a Bruto, cuando ya la conjuración estaba formada, no hizo caso, sino que, pasándose la mano por el cuerpo, dijo a los denunciadores: “Bruto aguarda este cuerpo”; dando a entender que, aunque por su virtud lo creía digno de mandar, no temía que por el mando se hiciera ingrato y malo. Mas los que aspiraban a la mudanza, aunque desde luego pusieron la vista en Bruto, o solo o el primero, no se atrevían a proponérsela, sino que por la noche llenaban el tribunal y la silla curul, en que como pretor daba audiencia, de billetes, que por lo común se reducían a esto: “¿Duermes, Bruto? Tú no eres Bruto”. Como Casio percibiese que con ellos poco a poco se iba inflamando su ambición, le visitaba con más frecuencia que antes y le estimulaba también por las causas particulares de odio que tenía contra César, que eran las que en la vida de Bruto tenemos manifestadas. A su vez, César tenía sospechas de Casio, tanto, que en una ocasión dijo a sus amigos: “¿Qué os parece que trae Casio entre manos? Porque a mí no me agrada mucho al verle tan pálido”. Y se cuenta que otra vez, habiéndosele hecho delación contra Antonio y Dolabela sobre que intentaban novedades, respondió: “No tengo ningún miedo a estos gordos y de mucho cabello, sino a aquellos pálidos y flacos”; diciéndolo por Casio y por Bruto.

A lo que parece, no fue tan inesperado como precavido el hado de César, porque se dice haber precedido maravillosas señales y prodigios. Por lo que hace a los resplandores y fuegos del cielo, a las imágenes nocturnas que por muchas partes discurrían y a las aves solitarias que volaban por la plaza, quizá no merecen mentarse como indicios de tan gran suceso. Estrabón el filósofo refiere haberse visto correr por el aire muchos hombres de fuego, y que el esclavo de un soldado arrojó de la mano mucha llama, de modo que los que le veían juzgaban se estaba abrasando, y cuando cesó la llama se halló que no tenía ni la menor lesión. Habiendo César hecho un sacrificio, se desapareció el corazón de la víctima, cosa que se tuvo a terrible agüero, porque por naturaleza ningún animal puede existir sin corazón. Todavía hay muchos de quienes se puede oír que un agorero le anunció aguardarle un gran peligro en el día del mes de marzo que los Romanos llamaban los Idus. Llegó el día, y yendo César al Senado saludó al agorero y como por burla le dijo. “Ya han llegado los Idus de marzo; a lo que contestó con gran reposo: “Han llegado, sí, pero no han pasado”. El día antes lo tuvo a cenar Marco Lépido, y estando escribiendo unas cartas, como lo tenía de costumbre, recayó la conversación sobre cuál era la mejor muerte, y César, anticipándose a todos, dijo: “La no esperada” Acostado después con su mujer, según solía, repentinamente se abrieron todas las puertas y ventanas de su cuarto, y turbado con el ruido y la luz, porque hacía luna clara, observó que Calpurnia dormía profundamente, pero que entre sueños prorrumpía en voces mal pronunciadas y en sollozos no articulados, y era que le lloraba teniéndole muerto en su regazo. Otros dicen que no era ésta la visión que tuvo la mujer de César, sino que estando incorporado con su casa un pináculo, que, según refiere Livio, se le había decretado por el Senado para su mayor decoro y majestad, lo vio entre sueños destruido, sobre lo que se acongojó y lloró. Cuando fue de día rogó a César que si había arbitrio no fuera al Senado, sino que lo dilatara para otro día; y si tenía en poco sus sueños, por sacrificios y otros medios de adivinación examinara qué podría ser lo que conviniese. Entró también César, a lo que parece, en alguna, sospecha y recelo, por cuanto, no habiendo visto antes en Calpurnia señal ninguna de superstición mujeril, la advertía entonces tan afligida; y cuando los agoreros, después de haber hecho varios sacrificios, le anunciaron que las señales no eran faustas, resolvió enviar a Antonio con la orden de que se disolviera el Senado.

En esto, Decio Bruto, por sobrenombre Albino, en quien César tenía gran confianza, como que fue por él nombrado heredero en segundo lugar, pero que con el otro Bruto y con Casio tenía parte en la conjuración, recelando no fuera que si César pasaba de aquel día la conjuración se descubriese, comenzó a desacreditar los pronósticos de los agoreros y a hacer temer a César que podría dar motivo de quejas al Senado contra sí, pareciendo que lo miraba con escarnio; pues que si venía era por su orden y todos estaban dispuestos a decretar que se intitulara rey de todas las provincias fuera de Italia, y fuera de ella llevara la diadema por tierra y por mar; “Y si estando ya sentados- añadió- ahora se les diera orden de retirarse, para volver cuando Calpurnia tuviese sueños más placenteros, ¿qué sería lo que dijesen los que no le miraban bien? ¿De quién de sus amigos oirían con paciencia, si querían persuadirles, que aquello no era esclavitud y tiranía? Y si absolutamente era su ánimo mirar como abominable aquel día, siempre sería lo mejor que fuera, saludara al Senado y mandara sobreseer por entonces en el negocio”. Al terminar este discurso tomó Bruto a César de la mano y se lo llevó consigo. Estaba aún a corta distancia de la puerta, cuando un esclavo ajeno porfiaba por llegarse a César; mas dándose por vencido de poder penetrar por entre la turba de gentes que rodeaba a César, por fuerza se entró en la casa y se puso en manos de Calpurnia, diciéndole que le guardase hasta que aquél volviera, porque tenía que revelarle secretos de grande importancia.

Artemidoro, natural de Cnido, maestro de lengua griega, y que por lo mismo había contraído amistad con algunos de los compañeros de Bruto, hasta estar impuesto de lo que se tenía tramado, se le presentó trayendo escrito en un memorial lo que quería descubrir; y viendo que César al recibir los memoriales los entregaba al punto a los ministros que tenía a su lado, llegándose, muy cerca le dijo a César: “Léelo tú sólo y pronto; porque en él están escritas grandes cosas que te interesan”. Tomólo, pues, César, y no le fue posible leerlo, estorbándoselo el tropel de los que continuamente llegaban, por más que lo intentó muchas veces; pero llevando y guardando siempre en la mano aquel solo memorial, entró en el Senado. Algunos dicen que fue otro el que se lo entregó, y que a Artemidoro no le fue posible acercarse, sino que por todo el tránsito fue estorbado de la muchedumbre.

Todos estos incidentes pueden mirarse como naturales, sin causa extraordinaria que los produjese; pero el sitio destinado a tal muerte y a tal contienda, en que se reunió el Senado, si se observa que en él había una estatua de Pompeyo y que por éste había sido dedicado entre los ornamentos accesorios de su teatro, parece que precisamente fue obra de algún numen superior el haber traído allí para su ejecución semejante designio. Así, se dice que Casio, mirando a la estatua de Pompeyo al tiempo del acometimiento, le invocó secretamente, sin embargo de que no dejaba de estar imbuido en los dogmas de Epicuro; y es que la ocasión, según parece, del presente peligro engendró un entusiasmo y un afecto contrarios a la doctrina que había abrazado. A Antonio, amigo fiel de César y hombre de pujanza, lo entretuvo afuera Bruto Albino, moviéndole de intento una conversación que no podía menos de ser larga. Al entrar César, el Senado se levantó, haciéndole acatamiento; pero de los socios de Bruto, unos se habían colocado detrás de su silla y otros le habían salido al encuentro como para tomar parte con Tulio Cimbro en las súplicas que le hacía por un hermano que estaba desterrado, y, efectivamente, le rogaban también, acompañándole hasta la misma silla. Sentado que se hubo, se negó ya a escuchar ruegos, y como instasen con más vehemencia se les mostró indignado, y entonces Tulio, cogiéndole la toga con ambas manos, la retiró del cuello, que era la señal de acometerle. Casca fue el primero que le hirió con un puñal junto al cuello; pero la herida que le hizo no fue mortal ni profunda, turbado, como era natural, en el principio de un empeño como era aquél; de manera que, volviéndose César, le cogió y detuvo el puñal, y a un mismo tiempo exclamaron ambos: el ofendido, en latín: “Malvado Casca, ¿qué haces?” y el ofensor, en griego, a su hermano: “Hermano, auxilio”. Como éste fuese el principio, a los que ningún antecedente tenían les causó gran sorpresa y pasmo lo que estaba pasando, sin atreverse ni a huir ni a defenderlo, ni siquiera a articular palabra. Los que se hallaban aparejados para aquella muerte, todos tenían las espadas desnudas, y hallándose César rodeado de ellos, ofendido por todos y llamada su atención a todas partes, porque por todas sólo se le ofrecía hierro ante el rostro y los ojos, no sabía adónde dirigirlos, como fiera en manos de muchos cazadores, porque entraba en el convenio que todos habían de participar y como gustar de aquella muerte, por lo que Bruto le causó también una herida en la ingle. Algunos dicen que antes había luchado, agitándose acá y allá, y gritando; pero que al ver a Bruto con la espada desenvainada, se echó la ropa a la cabeza y se prestó a los golpes, viniendo a caer, fuese por casualidad o porque le impeliesen los matadores, junto a la base sobre que descansaba la estatua de Pompeyo, que toda quedó manchada de sangre; de manera que parecía haber presidido el mismo Pompeyo al suplicio de su enemigo, que, tendido, expiraba a sus pies, traspasado de heridas, pues se dice que recibió veintitrés; muchos de los autores se hirieron también unos a otros, mientras todos dirigían a un solo cuerpo tantos golpes.

Cuando le hubieron acabado de esta manera, el Senado, aunque Bruto se presentó en medio como para decir algo sobre lo sucedido, no pudiendo ya contenerse, se salió de aquel recinto, y con su huída llenó al pueblo de turbación y de un miedo incierto; tanto, que unos cerraron sus casas, otros abandonaron las mesas y caudales, y todos corrían, unos al sitio a ver aquella fatalidad, y otros de allí, después de haberla visto. Antonio y Lépido, que pasaban por los mayores amigos de César, tuvieron que retirarse y acogerse a casas ajenas; mas Bruto y los suyos, en el calor todavía de la empresa, ostentando las espadas desnudas, salieron juntos del Senado y corrieron al Capitolio, no a manera de fugitivos, sino risueños y alegres, llamando a la muchedumbre a la libertad y abrazando a los que de los principales ciudadanos encontraban al paso. Algunos hubo que se juntaron e incorporaron con ellos, y como si hubieran tenido parte en la acción querían arrogarse la gloria, de cuyo número fueron Gayo Octavio y Léntulo Espínter. Estos pagaron más adelante la pena de su jactancia muertos de orden de Antonio y de Octavio César, sin haber gozado de la gloria por que morían, pues que nadie los había creído, y los mismos que los castigaron no tomaron venganza del hecho, sino de la voluntad. Al día siguiente bajaron del Capitolio Bruto y los demás conjurados; y habiendo hablado al pueblo, éste escuchó lo que se le decía, sin mostrar que reprobaba ni aprobaba lo hecho, sino que se veía en su inmovilidad que compadecía a César y respetaba a Bruto. El Senado, después de haber publicado ciertas amnistías y convenios en favor de todos, decretó que a César se le reverenciara como a un dios y que no se hiciera ni la menor alteración en lo que había ordenado durante su mando. A los conjurados les distribuyó las provincias y les dispensó los honores correspondientes, de manera que todos creyeron haber tomado la república consistencia y haber tenido las alteraciones el término más próspero y feliz.

Abrióse el testamento de César y se encontró que a cada uno de los ciudadanos romanos dejaba un legado de bastante entidad: con esto, y con haber visto el cadáver cuando lo pasaban por la plaza mutilado con tantas heridas, ya la muchedumbre no guardó orden ni concierto, sino que recogiendo por la plaza escaños, celosías y mesas, hizo una hoguera y poniendo sobre ella el cadáver lo quemó. Tomaron después tizones encendidos y fueron corriendo a dar fuego a las casas de los matadores. Otros recorrieron toda la ciudad en busca de éstos para echarles mano y hacerlos pedazos; mas no dieron con ninguno de ellos, porque todos estaban bien resguardados y defendidos. Sucedió que un ciudadano llamado Cina, amigo de César, había tenido, según dicen, en la noche anterior un sueño muy extraño; porque le parecía que era convidado por César a un banquete, y que excusándose era tirado por éste de la mano contra su voluntad y resistiéndose. Cuando oyó que en la plaza se estaba quemando el cadáver de César, se levantó y marchó allá por honrarle, no obstante que tenía presente el ensueño y estaba con calentura. Violo uno de tantos; y a otro que le preguntó le dijo cómo se llamaba; éste a otro, y en un instante corrió por todos que aquel era uno de los matadores de César, porque, realmente, entre los conjurados había habido un Cina del mismo nombre; y tomándole por éste le acometieron sin detenerse y le hicieron pedazos. Concibiendo de aquí temor Bruto y Casio, sin que hubiesen pasado muchos días se ausentaron de la ciudad. Qué fue lo que después hicieron y padecieron hasta el fin, lo hemos declarado en la Vida de Bruto.

Muere César a los cincuenta y seis años cumplidos de su edad, no habiendo sobrevivido a Pompeyo más que cuatro años, sin haber sacado otro fruto que la nombradía y una gloria muy sujeta a la envidia de sus conciudadanos de aquel mando y de aquel poder, tras el que toda su vida anduvo entre los mayores peligros, y que apenas pudo adquirir; pero aquel buen Genio o Numen que mientras vivió cuidó de él le siguió después de su muerte para ser vengador de ella, haciendo huir y acosando por mar y por tierra a los matadores hasta no dejar ninguno, y antes acabando con cuantos con la obra o con el consejo tuvieron parte en aquel designio. De los acontecimientos puramente humanos que en este negocio sucedieron, el más admirable fue el relativo a Casio; porque, vencido en Filipos, se pasó el cuerpo con aquella misma espada de que usó contra César. De los sobrehumanos, el gran cometa que se dejó ver muy resplandeciente por siete noches inmediatamente después de la muerte de César, y luego desapareció, y el apocamiento de la luz y fuerza del Sol. Porque en todo aquel año su disco salió pálido y privado de rayos, enviando un calor tenue y poco activo: así, el aire era oscuro y pesado, por la debilidad del calor que lo enrarece, y los frutos se quedaron imperfectos y sin madurar por la frialdad del ambiente. Mas lo que principalmente demostró no haber sido grata a los dioses la muerte dada a César fue la visión que persiguió a Bruto; y fue en esta manera. Estando para pasar su ejército desde Abido al otro continente, descansaba por la noche en su tienda como lo tenía de costumbre, no durmiendo, sino mediando sobre las disposiciones que debía tomar: pues se dice que, entre todos los generales, Bruto fue el menos soñoliento y el que por su constitución podía aguantar más tiempo en vela. Pareció, pues, haberse sentido algún ruido hacia la puerta, y mirando a la luz del farol, que ya ardía poco, se le ofreció la visión espantosa de un hombre de desmedida estatura y terrible gesto. Pasmóse al pronto; pero viendo después que nada hacía ni decía, sino que estaba parado junto a su lecho, le preguntó quién era; y el fantasma le respondió: “Soy ¡oh Bruto! tu mal Genio: ya me verás en Filipos”. Alentado entonces Bruto: “Te veré”- le dijo-; y el Genio desapareció al punto. Al prefinido tiempo, puesto en Filipos al frente de su ejército contra Antonio y Octavio César, vencedor en la primera batalla, destrozó y puso en dispersión a las tropas que se le opusieron, saqueando el campamento de César. Habiendo de dar segunda batalla, se le presentó otra vez el fantasma en aquella noche sin que le hablase palabra; pero entendiendo Bruto su hado, se abalanzó desesperadamente al peligro. No murió, con todo, peleando, sino que después de la derrota, retirándose a la eminencia de una roca, se arrojó de pechos sobre su espada desnuda, y dando uno de sus amigos fuerza, según dicen, al golpe, de este modo perdió la vida.