Vidas paralelas/Galba y Otón


Ifícrates Ateniense deseaba que el soldado estipendiario fuera codicioso y amigo de placeres, para que, buscando dar cebo y satisfacción a sus apetitos, peleara con mayor arrojo; pero los más lo que desean es que el cuerpo del soldado, aunque robusto y fuerte, no use nunca de impulso propio, sino que se mueva con el impulso del general. Así se dice de Paulo Emilio, que habiendo encontrado el ejército romano de Macedonia lleno de charlatanería y curiosidad, metiéndose todos a echarla de generales, les previno que de lo que debía cuidar cada uno era de tener la mano pronta y la espada afilada, y lo demás dejarlo de su cuenta. Platón, que no veía que un emperador o general pudiera hacer nada provechoso si el ejército no era moderado y de sus mismos sentimientos, y que pensaba que la virtud obediente no exigía menos que la virtud regente una índole generosa y una educación filosófica, que con lo benigno y humano templara lo iracundo e impetuoso, tiene en otros muchos hechos, y en lo ocurrido a los Romanos después de la muerte de Nerón, testimonios y ejemplos de que nada hay más temible en el Imperio que las fuerzas militares, cuando, faltas de disciplina, se arrojan a hechos desordenados y temerarios. Porque Demades, muerto Alejandro, comparaba el ejército de los Macedonios, al ver sus extraños e insanos movimientos, al Cíclope después que le cegaron: y al imperio romano le acometieron agitaciones y accidentes como los de los Titanes, partiéndose en fracciones y volviéndose contra sí mismo en diferentes partes, no tanto por la ambición de los que eran nombrados y saludados emperadores como por el ansía de enriquecer de la soldadesca, que, como sucede con los clavos, hacía que los caudillos se expulsaran mutuamente unos a otros. Y si Dionisio a Polifrón de Feras, que rigió diez meses a los Tésalos y después fue muerto, le llamaba tirano de tragedia, aludiendo con chisto, a lo breve de la mudanza, en más corto tiempo recibió el palacio, residencia de los Césares, a cuatro emperadores, introduciendo ahora a uno como en la escena y expeliéndolo al cabo de poco. Un consuelo siquiera tenían en esto los que sufrían, y era que no había necesidad de otra venganza contra los autores, sino que los veían muertos los unos a manos de los otros, y el primero justísimamente aquel que cebó y enseñó a esperar de la mudanza de un César, tanto como era lo que él había prometido, desacreditando la obra más laudable y haciendo que mereciera ser de traición calificada, por el precio que intervino, la sublevación contra Nerón.

Porque siendo Ninfidio Sabino prefecto del pretorio, como hemos dicho, con Tigelino, en el momento que vio del todo perdidas las cosas de Nerón, teniéndose por cierto que éste iba a huir al Egipto, persuadió a los de la guardia, como si hubiese huido ya y no estuviese todavía presente, que proclamaran emperador a Galba, prometiendo a cada uno de donativo a los de las cohortes llamadas pretorias y urbanas siete mil quinientas dracmas, y a los de afuera mil doscientas cincuenta, cantidad que no era posible juntar sin causar a todos los hombres seiscientas mil veces más males que los que Nerón había causado; así es que esto al punto perdió a Nerón; y de allí a muy poco al mismo Galba, porque al uno le desampararon con la esperanza de recibir, y al otro le quitan la vida porque no recibieron, y después, buscando quien les diera otro tanto, se consumieron en apostasías y traiciones antes de conseguir lo que esperaban. El referir individualmente y con puntualidad estos sucesos es propio de la exactitud de la Historia; pero lo que ocurrió digno de saberse en los hechos y casos de cada uno de los Césares ni aun a mí me sería permitido pasarlo en silencio.

Es cosa sabida que Sulpicio Galba era el más rico de todos cuando de particular pasó a la casa de los Césares; y con ser así que le daba grande opinión de nobleza el pertenecer a la casa de los Servios, él se preciaba principalmente de su parentesco con Cátulo, varón que en virtud y gloria tenía el primer lugar entre los de su edad, si en cuanto al poder cedía a los demás muy de su agrado. Tenía asimismo Galba alguna relación de parentesco con Livia, la mujer de Augusto, y por esta razón del palacio salió cónsul a esfuerzos de la misma Livia. Dícese también que se condujo con acierto en el mando del ejército de Germania, y que, nombrado procónsul de África, fue uno de los pocos que merecieron elogios. La sencillez de su tenor de vida, y su parsimonia y moderación en los gastos, dieron motivo a que, hecho emperador, se le tachara de pusilánime, o cuando más a que se le atribuyera la gloria poco codiciada de arreglo y frugalidad. Fue por Nerón enviado de gobernador a España, antes que este príncipe hubiese tomado la mafia de tener a los ciudadanos colocados en las grandes dignidades; y a Galba, que por naturaleza era benigno, la vejez le añadía la opinión de ser próvido y precavido.

Administraban los procuradores las provincias con crueldad y dureza; y aunque no tenía otro medio ninguno para socorrerlas que el manifestarse vejado y ofendido con ellas, esto servía de algún alivio y consuelo a los agraviados e injuriados. Compusiéronse contra Nerón varios poemas, y aunque por muchas partes corrían y se cantaban, no lo estorbaba, ni acompañaba a los procuradores en el encono que mostraban, por lo que era cada día más estimado, pues se había hecho como uno de aquellos naturales, siendo ya el octavo año de su gobierno aquel en que Víndex se levantó contra Nerón, hallándose de pretor en la Galia. Dícese, pues, que antes de aparecer la rebelión, le llegaron cartas de parte de Víndex, a las que no dio crédito, ni las denunció o manifestó detestarlas como otros jefes, que enviaron a Nerón las cartas a ellos escritas, y en cuanto estuvo de su parte desbarataron un proyecto en el que se apresuraron después a decir que habían tenido parte, reconociéndose por traidores no menos de sí mismos que de aquel. Pero cuando más adelante, declarando Víndex abiertamente la guerra, escribió a Galba exhortándole a admitir el Imperio y condescender con un cuerpo robusto que buscaba una cabeza esto es, con las Galias, donde había cien mil hombres armados y podían armarse muchos más, entonces ya consultó sobre este negocio con sus amigos, de los cuales unos eran de opinión que se mantuviera pasivo a ver qué movimiento hacía Roma y cómo recibía aquellas novedades; pero Tito Vinio, jefe de una de las legiones: “¿Qué es lo que consultas- le dijo-, oh Galba?: porque el inquirir si permaneceremos fieles a Nerón es de gentes que ya han dejado de serlo: lo que hay que preguntar, en el supuesto de ser ya Nerón nuestro enemigo, es si desecharemos la amistad de Víndex, y aun le acusaremos al punto y le haremos la guerra, porque quiere más tenerte a ti por emperador de Roma que a Nerón por tirano.

Inmediatamente después señaló Galba por edicto el día en que daría individualmente la libertad a los que la pidiesen, y como la fama y el rumor hubiesen atraído mucha gente preparada y dispuesta para la novedad que se intentaba, no bien se había dejado ver en el tribunal cuando todos a una voz le proclamaron emperador; pero él, por lo pronto, no admitió este título, sino que, acusando a Nerón y lamentándose de los varones más ilustres, entre tantos como eran aquellos a quienes había quitado la vida, protestó que consagraría a la patria todos sus talentos, no César ni emperador, sino con sólo el dictado de general del Senado y del pueblo romano. Que Víndex procedió con acierto en excitar a Galba a admitir el imperio se confirmó con el testimonio del mismo Nerón, el cual, habiendo manifestado que despreciaba a Víndex y no le daban ningún cuidado los movimientos de las Galias, cuando se le notició lo de Galba, que fue estando comiendo después de haberse bañado, tiró al suelo la mesa. Sin embargo, habiendo el Senado declarado por enemigo a Galba, quiso disimular y hacer el gracioso con sus amigos, y por tanto le dijo que, hallándose escaso de dinero, no era mala la cuenta que estaba echando; pues, de una parte, cuando se sometiese a los Galos, se tomarían por presa sus bienes, y de otra, la hacienda que existía de Galba, declarado ya enemigo, podía desde luego ocuparla y venderla; así fue que dio orden para que los bienes de Galba se vendiesen, y éste, cuando lo supo, sacó a subasta cuanto a Nerón pertenecía en España, y encontró muchos y muy decididos postores.

Siendo ya en gran número los que iban abandonando a Nerón, todos se inclinaban, por lo regular a Galba; solamente Clodio Mácer en África, y Verginio Rufo, que en la Galia estaba al frente del ejército germánico, obraban por sí mismos separadamente, aunque no con la misma idea: porque Clodio, dado a rapiñas y muertes, por su crueldad y su avaricia se veía que ni se determinaba a tomar ni a dejar el Imperio, y Verginio, que mandaba las legiones más fuertes y poderosas, por las que muchas veces había sido saludado emperador, y estrechado a serlo, decía que ni tomaría el Imperio ni permitiría que se diese a otro, fuera de aquel a quien el Senado eligiese. Turbó desde luego este incidente los planes de Galba; mas después que las legiones de Verginio y Víndex forzaron a éstos, como a conductores de carros que no pueden refrenar los caballos, a un gran combate y que Víndex, después de muertos veinte mil Galos, se quitó a sí mismo la vida; como corriese la voz de que, alcanzada tan señalada victoria, la voluntad general era que Verginio tomara el Imperio o volvieran a reconocer a Nerón, entonces del todo llegó a intimidarse Galba, y escribió a Verginio, exhortándole a obrar de acuerdo y conservar al pueblo romano el imperio y la libertad, y con todo, retirándose otra vez con sus amigos a Clunia, ciudad de España, más pasó el tiempo en arrepentirse de lo hecho y en desear su genial y amado reposo que en ejecutar nada de lo que el tiempo pedía.

Era la estación del estío, y poco antes de anochecer llegó de Roma el liberto ícelo en siete días; supo que Galba se estaba tranquilo en su casa, y se fue corriendo a su habitación, y abriéndola e introduciéndose a pesar de la oposición del camarero, refirió que viviendo todavía Nerón, aunque no comparecía en público, primero el ejército y después el pueblo y el Senado habían proclamado a Galba emperador, y que de allí a bien poco se dijo que Nerón era muerto: y no queriendo creer a los que le dieron la noticia, había ido donde estaba el cadáver, y viéndole tendido, entonces se había puesto en camino. Dilatóse grandemente el ánimo de Galba con esta narración, y acudiendo a la casa en el momento un gran gentío, lo tranquilizó sobre lo ocurrido, a pesar de que la celeridad del viaje parecía increíble: pero a los dos días llegó con otros de los reales Tito Vinio, que anunció punto por punto lo decretado por el Senado. Éste fue en el acto promovido a un orden superior; al liberto le confirió los anillos de oro, y llamándose desde entonces Marciano ícelo, fue entre los libertos el que gozó de mayor poder.

En Roma, Ninfidio Sabino, trayendo a sí todos los negocios, no suavemente y poco a poco, sino de golpe, se alzó solo con ellos con motivo de la vejez de Galba, de quien se creía que con dificultad podría llegar a Roma conducido en litera, porque tenía ya setenta y tres años. Las tropas allí existentes, que va antes miraban a Ninfidio con afición, entonces en él sólo ponían la vista, teniéndole por su bienhechor, a causa del donativo, y a Galba sólo por su deudor. Al momento, pues, intimó a Tigelino su colega que depusiera la espada. Daba banquetes, teniendo a su mesa a los varones consulares y que habían mandado ejércitos, y haciéndoles el convite en nombre de Galba. En el ejército negoció que muchos dijeran ser cosa de enviar mensajeros a Galba para pedirle que nombrara a Ninfidio prefecto perpetuo, sin colegas. Las demostraciones que en su honor y para aumentar su poder hizo el Senado, llamándole bienhechor, frecuentando diariamente su casa y haciendo que todo acuerdo se tomara a propuesta suya, como si sólo lo confirmase, llevaron mucho más adelante su osadía; de modo que al cabo de muy poco tiempo no sólo se hizo fastidioso, sino temible a los que tanto le obsequiaban. Como los cónsules hubiesen nombrado los siervos públicos que habían de llevar los decretos del Senado al emperador, y les hubiesen entregado los diplomas o despachos sellados, en cuya virtud los magistrados de las ciudades en la mudanza de carruajes aceleran la marcha de los correos, se irritó en gran manera, porque no se había puesto su sello a los pliegos y no le habían pedido para este encargo sus soldados, y aun se dice que estuvo deliberando sobre la venganza que tomaría de los cónsules, y sólo se templó porque le dieron excusas e interpusieron ruegos. Para congraciarse con el pueblo no impidió que arrastraran de los amigos de Nerón a los que se les ponían delante, y al gladiador Espícilo lo tendieron en la plaza debajo de las estatuas de Nerón derribadas al suelo, y así le mataron. A un tal Aponio, del número de los delatores, lo echaron al suelo e hicieron que pasaran por encima de él unas carretas que acarreaban piedra, y a otros muchos los despedazaron, a algunos sin la menor culpa, de tal manera que Máurico, varón excelente en sí y tenido por tal, dijo al Senado: “Me temo que en breve habéis de buscar a Nerón”.

Adelantando de este modo Ninfidio en sus esperanzas, no rehusó que se le llamara hijo de Gayo César, el que imperó después de Tiberio; porque Gavo, según parece, siendo todavía joven, tuvo trato con la que le dio a luz, que era bien parecida e hija de una costurera por jornal y de un liberto del César llamado Calisto; pero el trato de ésta con Gayo, a mi entender, fue posterior al nacimiento de Ninfidio. Lo que se creía era ser su padre el gladiador Marciano, de quien por su fama se había enamorado Ninfidia, y a éste era al que más se parecía en la figura. Ello es que, reconociendo por madre a Ninfidio, y atribuyéndose a sí mismo únicamente la ruina de Nerón, no creía haber cogido un premio suficiente en los honores, en las riquezas, y en dormir con Esporo el de Nerón, al que tomó desde la misma hoguera cuando todavía ardía el cadáver, teniéndolo en lugar de esposa, y llamándole Popeo, y por tanto aspiraba a ingerirse en la sucesión del Imperio. Para esto daba reservadamente pasos en Roma por medio de sus amigos, de ciertas mujeres y de algunos senadores, habiendo enviado a España a Geliano, uno de los primeros para examinar lo que allí pasaba.

Sucedíale todo bien a Galba después de la muerte de Nerón, y sólo le daba algún cuidado Verginio Rufo, todavía dudoso, no fuera que juntando a un tiempo hallarse al frente de numerosas tropas de las más belicosas, haber vencido a Víndex y haber sujetado una parte muy principal de la dominación romana, que era toda la Galia, agitada todavía con las olas de la sedición, le hiciera todo esto dar oídos a los que le provocaban a apoderarse del mando; porque ninguno tenía tanto nombre ni había adquirido una gloria igual a la Verginio, que con gran presteza había librado al Imperio romano de dos plagas a un tiempo, de una tiranía insoportable y de las guerras de las Galias. Él, sin embargo, atenido siempre a la opinión manifestada desde un principio, dejó al Senado la elección de emperador, a pesar de que, publicada la muerte de Nerón, la muchedumbre volvió a importunarle, y uno de los tribunos, en su mismo pabellón, sacando la espada, le intimó que admitiera el Imperio o el hierro. Mas después que Fabio Valente, comandante de una legión, juró el primero por Galba, y llegaron cartas de Roma expresando lo acordado por el Senado, aunque con dificultad y trabajo, persuadió a los soldados a proclamar a Galba emperador; y habiéndole nombrado por sucesor a Flaco Hordeonio, lo reconoció y le entregó el mando, y saliendo a recibir a Galba, que pasaba a corta distancia, regresó con él sin participar conocidamente ni de honor ni de ira. De lo segundo fue causa el mismo Galba, porque le miraba con respeto, y de lo primero sus amigos, y más especialmente Tito Vinio, el cual, creyendo por envidia mortificar a Verginio, sin pensarlo, ayudó al buen Genio de éste; que de las guerras y males que alcanzaron en aquella época a los demás generales lo sacó a una vida tranquila y una vejez llena de paz y de reposo.

Encontraron a Galba los embajadores enviados por el Senado en Narbona, ciudad de las Galias, y saludándole, le rogaron se apresurara a mostrarse al pueblo, que deseaba verle. Recibiólos y tratólos en todo con la mayor dulzura y humanidad; y como para los convites hallase dispuesto el aparato y servicio regio correspondiente, enviado con anticipación por Ninfidio del que perteneció a Nerón, no haciendo uso de ninguna de estas cosas, sino solamente del servido de mesa que antes tenía, ganó crédito y concepto entre todos, siendo tenido por magnánimo y superior a las delicadezas del lujo; pero al cabo de bien poco, haciéndole ver Vinio que aquellas disposiciones generosas, modestas y sencillas eran una afectación de popularidad y una inelegancia que desdecía de su grandeza, lo convenció de que debía usar de las preciosidades de Nerón, y no rehusar para los banquetes la magnificencia real. En fin, poco a poco fue dando a conocer el buen anciano que sería dominado por Vinio.

Era Vinio el hombre más poseído y dominado de la avaricia, y sujeto además a la pasión y vicio de las mujeres; porque siendo todavía mancebo y haciendo sus primeras campañas bajo Calvisio Sabino, se llevó por la noche al campamento, vestida de soldado, a la mujer del general, que no tenía nada de modesta, y abusó de ella en el lugar del campamento, que los Romanos llaman principia. Por este atentado le puso Gayo César en prisión; pero habiendo muerto éste, su fortuna le dio la libertad. Cenando en casa de Claudio César quitó una pieza de plata, y habiéndolo sabido el César, le volvió a convidar el día siguiente, y cuando vio que había acudido, dio orden a los que le servían que no le pusieran nada de plata, sino todo el servicio de barro; pero esto, por la bondad de Claudio, que degeneraba en cómica, no parecía digno de ira, sino de risa; mas lo que después, siendo dueño del ánimo de Galba y quien todo lo mandaba, ejecutó en esta materia de intereses, para unos fue causa y para otros pretexto de sucesos trágicos y de grandes desventuras.

Porque Ninfidio, luego que volvió Geliano, el que en cierta manera había enviado de explorador de Galba, al oír que había sido designado prefecto del pretorio Cornelio Lacón y que todo el poder y el influjo eran de Vinio, no habiéndosele a él permitido ni arrimarse a Galba, ni hablarle a solas, porque le espiaban y observaban continuamente, entró en gran cuidado, y reuniendo a todos los jefes de las cohortes, les dijo que Galba por si era un anciano de rectitud y bondad, pero que no se gobernaba por su propio juicio, sino que, haciéndose todo a gusto de Vinio y de Lacón, los negocios iban mal; por tanto, que, para no dar lugar a que éstos adquiriesen en ellos el gran valimiento que tuvo Tigelino, convenía enviar mensajeros al emperador de parte del ejército, para que le advirtiesen que, apartando de su lado a solos aquellos dos, sería de todos recibido con más gusto y con mayores aplausos. Mas como no fue esto bien admitido, y antes pareciese cosa extraña y repugnante que a un emperador anciano se le previniese como a un mozuelo que empezaba a gustar del poder, de cuáles amigos había de valerse y de cuáles no, tomando otro camino, escribió a Galba asustándole, ya con que en Roma había mucho mal y mucho de qué recelar, y ya con que Clodio Mácer en África detenía los granos; y otras veces con que había inquietudes en las legiones germánicas, y otro tanto se decía de los ejércitos de la Siria y la Judea. Viendo que Galba tampoco daba a esto grande atención, ni lo creía, determinó ya adelantarse y emplear las manos, a lo que Clodio Celso Antioqueno, varón prudente y su amigo fiel, se le opuso, diciendo que no creía que hubiera de Roma ni siquiera una casa que proclamara César a Ninfidio; pero, por el contrario, muchos se vieron de este parecer, y Mitridates Póntico, haciendo una maligna alusión a la calvicie y las arrugas de Galba: “Ahora- dijo- le tienen los Romanos en algo; pero luego que le vean, les parecerá que es la mengua de estos días en que se llama César”.

Resolvióse, pues, que, constituyendo a la media noche a Ninfidio ante banderas, le aclamarían emperador; pero el primero de los tribunos, Antonio Honorato, congregando a los soldados, que estaban a sus órdenes, empezó a reprender la conducta de Ninfidio y la de ellos mismos, que en breve tiempo habían causado tantas mudanzas, sin idea ninguna ni elección para mejorar, sino conduciéndolos algún mal Genio de una traición en otra. “Para lo primero- les decía- había alguna disculpa en los crímenes de Nerón; pero ahora, para hacer traición a Galba, ¿qué muerte de su madre le achacaréis, o qué asesinato de su mujer, o de qué escena o tragedia del emperador os mostraréis avergonzados? Y ni siquiera aguardamos a desampararle después de esto, sino que nos hizo creer Ninfidio que primero nos había él desamparado y había huido al Egipto. ¿Qué será, pues, lo que haremos? ¿Sacrificaremos a Galba a los manos de Nerón, y, eligiendo por César al hijo de Ninfidia, quitaremos de en medio al de Livia, como ya dimos muerte al de Agripina? ¿O imponiendo a éste el condigno castigo por sus maldades, nos acreditaremos de vengadores de Nerón y de guardias fieles y celosos de Galba?” Dicho esto por el tribuno, asintieron todos sus soldados y exhortaban a los demás que les venían a mano a permanecer fieles al emperador, a lo que atrajeron a los más. Levantóse en esto grande gritería, y era que Ninfidio, o creyendo, como dicen algunos, que los soldados le llamaban ya, o queriendo precipitar la empresa para disipar tumultos y desvanecer dudas, venía con muchas luces, trayendo en un cuaderno un discurso escrito por Cingonio Varrón, el que se proponía pronunciar a los soldados. Mas viendo cerradas las puertas del principal y a muchos armados en su recinto concibió temor, y acercándose a ellos les preguntó qué querían y con orden de quién habían tomado las armas. Salióle al encuentro una sola voz de todos, que reconocían a Galba por emperador; entonces él, acercándose más, aclamó también, mandando hacer otro tanto a los que traía consigo. Permitiéndole a esta sazón los de la puerta entrar con unos cuantos, le tiraron con una lanza, cuyo golpe paró delante de él Septimio con su escudo; pero sobreviniendo muchos con las espadas desnudas, dio a huir, y alcanzándole le dieron muerte en el dormitorio de un soldado. Sacáronle luego al medio, y poniéndole entre canceles, le presentaron al día siguiente en espectáculo a los que quisieron verle.

Muerto Ninfidio de esta manera, como Galba, luego que lo supo, diese orden de que quitaran la vida a cuantos, habiendo sido de los conjurados, no se hubiesen anticipado a quitársela a si mismos, de cuyo número eran Cingonio, el que escribió el discurso, y Mitridates Póntico, pareció que no se había procedido legítimamente, por más que fuese con justicia, en hacer morir sin juicio precedente a ciudadanos no de ínfima clase. Porque todos esperaban otro orden de gobierno, engañados con los anuncios que suelen hacerse en los principios, fue mayor todavía el descontento con haberse dado orden de que muriera Petronio Turpiliano, varón consular, que se había mantenido fiel a Nerón; porque para haber ejecutado otro tanto con Macrón en África por medio de Treboniano, y en Germania con Fronteyo por medio de Valente, había la excusa de que se hallaban con las armas en la mano y en los ejércitos; pero nada podía oponerse a que se dejara hablar en su defensa a Turpiliano, viejo y desarmado, si se pensaba en hacer ver por las obras la moderación de que tanto se hablaba; tales eran las quejas que había ya con este motivo. Sucedió después que, siguiendo en su viaje, cuando estuvo a unos veinticinco estadios de Roma, se encontró con un alboroto y desorden extraordinario causado por los clasiarios que por todas partes tenían ocupado y obstruido el camino. Éstos eran los que habían sido escogidos por Nerón para formar una legión y declarados del ejército: y queriendo hacer que por fuerza se les confirmara esta gracia, no daban lugar a que el emperador fuera visto de los que acudían, ni a que se oyeran las aclamaciones, sino que movían una grande gritería, pidiendo enseñas y sitio para su legión. Remitiendo el emperador el negocio a otro tiempo, y mandando que le hablasen otra vez, tuvieron la dilación por repulsa, y se mostraron indignados, insistiendo en su demanda y continuando en sus gritos y alborotos; y como algunos desenvainasen las espadas, dio Galba orden de que les acometiese la caballería, cuyo choque no sostuvo ninguno de ellos, sino que unos fueron muertos en el momento de dar a huir, y otros en la fuga; lo que no fue de fausto y feliz agüero para Galba, que hizo su entrada en medio de tanta carnicería y por entre tantos cadáveres, sino que si antes algunos le miraban con poco aprecio por su debilidad y su vejez, entonces apareció formidable y terrible a todos.

Queriendo dar idea de una gran mudanza en cuanto a lo desmedido y lujoso de los donativos de Nerón, parece que se apartó bastante del blanco del decoro; porque habiendo ido a tañer a palacio durante la cena el flautista Cano, cuya habilidad era entonces muy apreciada, y habiéndole alabado y ponderado mucho, hizo que le trajeran el bolsillo y le dio algunos áureos, diciendo que del caudal propio, y no del publico, le daba aquella propina. Dio una orden ejecutiva para recoger las donaciones que Nerón había hecho a la gente del teatro y de la palestra, a excepción de la décima parte, y como fuese muy poco y de ninguna entidad lo que le traían, porque los más, que eran nombres derrochadores y de los que no piensan sino en el día presente, habían consumido lo que recibieron, mandó hacer pesquisa de los que se lo habían comprado o adquirido en otra forma, y de ellos pretendía recobrarlo. No tenía esto fin y se extendía muy lejos, comprendiendo a una infinidad; y si semejante conducta perjudicaba a su gloria, la envidia y el odio recaían sobre Vinio, diciéndose de él que, haciendo para los demás escaso y mezquino al emperador, en tanto se aprovechaba sin término, ocupándolo y vendiéndolo todo. Porque máxima es de Hesíodo: Al principio y al fin de la tinaja la sed debe saciar el cosechero; mas Vinio, viendo a Galba delicado y viejo, se apresuraba a gozar de la fortuna que a un tiempo empezaba y concluía.

No se hacía justicia en varias maneras a este buen anciano, porque unas cosas desde luego eran mal administradas por Vinio, y las que aquel disponía bien por sí mismo, éste las torcía o las estorbaba, como fue lo relativo a los castigos de los neronianos, porque hizo quitar la vida a los malos, en cuyo número se contaron Elio, Policleto, Petino y Patrobio; y cuando los llevaban por la plaza al suplicio, el pueblo aplaudía y gritaba que aquella era una procesión bellísima y muy acepta a los dioses; pero que los dioses y los hombres estaban reclamando al maestro y ayo de la tiranía, Tigelino; mas éste, como diestro, había sabido ganarse sobre buenas prendas a Vinio. Después sucedió que Turpiliano, aborrecido sólo porque no aborreció e hizo traición al emperador siendo cual era, sin que pudiese culpársele de ningún otro crimen, por aquello solo perdió la vida; y el que había hecho a Nerón digno de muerte, y siendo tal por él, le abandonó y le fue traidor, éste quedó para ser una convincente prueba de que con Vinio nada había que no fuese venal, ni nada de que debieran desesperar los que diesen. Pues cuando no podía haber espectáculo en que más se hubiera complacido el pueblo romano que el ver a Tigelino puesto en un patíbulo, y cuando por ello clamaba y lo pedía en todos los teatros y circos, se quedó sorprendido con un edicto del emperador, en que decía que Tigelino ya no podía vivir largo tiempo, hallándose afligido de la tisis, y que les pedía no le agitaran ni quisieran hacer tiránica la potestad imperial. El pueblo bien se irritó; pero riéndose ellos de su enojo, Tigelino hizo el sacrificio que se llamaba de salvación, y dispuso un opíparo banquete; y Vinio, levantándose en la cena de la mesa del emperador, marchó a la francachela de aquel, llevando consigo a su hija, que se hallaba viuda. Brindo Tigelino por ella en doscientos cincuenta mil sextercios, y mandó a la principal de sus concubinas que se quitara un collar precioso que llevaba y se lo pusiera a aquella, diciéndole que el valor del collar era ciento cincuenta mil sextercios.

Por tanto, aun las cosas en que brillaba la benignidad eran mal interpretadas, como sucedió en el asunto de los Galos sublevados con Víndex; porque se creyó que la exención de contribuciones y el derecho de ciudad no lo debieron a la bondad del emperador, sino que los compraron de Vinio. Esto tenía a la muchedumbre disgustada del gobierno, y por lo que hace a los soldados, a quienes no se entregaba el donativo, al principio los consolaba la esperanza de que, si no fuese tanto como se había prometido, les daría lo que había dado Nerón; pero después que, enterado de su descontento, pronunció aquella sentencia digna de un grande general, que estaba acostumbrado a escoger y no a comprar los soldados, cuando tal oyeron, concibieron un violento y fiero odio contra él, porque les pareció que no se contentaba con privarlos por su parte, sino que se erigía en legislador y maestro para los emperadores que vinieran en pos de él. Mas el movimiento en Roma era todavía sordo y un cierto respeto a Galba presente embotaba y reprimía el deseo de novedades; al mismo tiempo el no descubrirse principio ninguno de mudanza, los contenía también y les hacía disimular su descontento. A los que antes estuvieron a las órdenes de Verginio, y ahora a las de Flaco, como, teniéndose por dignos de grandes premios por la batalla reñida contra Víndex, nada hubiesen alcanzado, no podían aquietarlos sus jefes, y del mismo Flaco, que atacado de una terrible gota, no podía valerse de su persona, y que no tenía experiencia de negocios, absolutamente no hacían cuenta para nada. Hubo en una ocasión espectáculos, y al pronunciar los tribunos y centuriones la plegaria usada entre los Romanos de prosperidad, se alborotó y tumultuó la muchedumbre, y después insistiendo aquellos en la plegaria, lo que respondieron fue: Si lo merece.

Repitiéndose muchas veces iguales o semejantes insultos de parte de los soldados de Tigelino, los procuradores dieron ya parte a Galba, y recelando éste que quizá no era mirado con desdén solamente por su vejez, sino también por no tener hijos, empezó a pensar en adoptar a uno de los mancebos ilustres y en declararle sucesor del Imperio. Había un Marco Otón, varón no oscuro en linaje, pero muy desde luego conocido y señalado entre los jóvenes romanos por su lujo y por su disipación; y así como Homero nombra muchas veces a Alejandro Paris De Helena esposo la de rubias trenzas, no teniendo ninguna otra prenda por donde debiera ser alabado, igualmente éste tuvo nombre en Roma por su matrimonio con Popea, de la que Nerón se enamoró estando casada con Crispino; y como aun respetase a su mujer y temiese a la madre, echó por tercero a Otón para que sedujese a Popea. Era Otón su amigo y camarada por su vida disoluta, y muchas veces, cuando éste se chanceaba con él y se burlaba de su mezquindad y tacañería, mostraba holgarse de ello. Dícese que una vez usando Nerón de un ungüento de los preciosos, y salpicando con él a Otón, éste al día siguiente le recibió en su casa teniendo dispuestos por muchas partes tubos de oro y plata que arrojaban y esparcían ungüento como agua. Disfrutó de Popea antes que Nerón, y habiéndola seducido bajo las lisonjeras esperanzas de éste, la persuadió a que se divorciara de su marido. Pasado que hubo a su poder como mujer legítima, no tanto se complacía con gozar de ella como le incomodaba la participación, viendo con gusto estos celos, según se dice, la misma Popea. Porque se refiere asimismo que daba con la puerta en los ojos a Nerón, no hallándose Otón presente, bien fuese por preservarse de los inconvenientes del fastidio, o bien porque le fuese molesto el consorcio con César, aunque no rehusase admitirle como amante, por su propensión a la lascivia. Corrió, pues, Otón gran peligro de perecer, y aun se tuvo por cosa muy extraordinaria el que, habiendo Nerón dado muerte a la que era su mujer y hermana por casarse con Popea, dejase a Otón salvo.

Gozaba Otón del favor de Séneca, y a persuasión y excitación de éste fue por Nerón enviado de protector a la Lusitania, que linda con el Océano, y le experimentaron aquellos súbditos no áspero o molesto, por saber que aquel mando se le había dado como colorido y velo de un verdadero destierro. Cuando se rebeló Galba, fue el primero de los generales que se le unió, y llevándole cuanto oro y plata tenía en utensilios y mesas, se lo entregó para convertirlo en moneda, haciéndole al mismo tiempo el obsequio de los esclavos que tenía diestros y ejercitados en el servicio doméstico de un emperador. Mostrósele en todo fiel, y en lo que ocurrió dio pruebas de que a nadie era inferior en el conocimiento y manejo de los negocios. De camino hizo todo el viaje por muchos días en la misma silla, y durante éste no se descuidó en hacer la corte a Vinio, ya en el trato y ya con sus larguezas, pero más todavía con reconocerle el primer lugar; así, por parte de éste tuvo seguro el ser quien de más influjo gozaba después de él. Aventajábale, empero, en estar fuera de envidia, por ser hombre que servía gratuitamente a los que de él se valían, y que se mostraba afable y benigno con todos. Principalmente daba la mano a los militares, y a muchos los promovió a los mandos, unas veces empeñándose con el emperador y otras interponiendo la mediación del mismo Vinio, o de los libertos Ícelo y Asiático, que eran los que tenían mayor poder en palacio. Cuando tenía a cenar a Galba, hacía siempre un regalo a la cohorte que estaba de guardia, dando un áureo a cada soldado: con lo que le contraminaba en aquello mismo que parecía hecho en su honor, atrayéndose la tropa.

Consultado, pues, Galba sobre sucesor, Vinio le propuso a Otón, y no de balde tampoco, sino mediante el casamiento de su hija, que había de tomar por mujer Otón después de adoptado por hijo y declarado sucesor en el Imperio; pero Galba era hombre de quien no se podía dudar que antepondría el bien público al suyo privado, y que procuraría, no lo que más le lisonjease a él mismo, sino lo que hubiera de ser más útil a los Romanos; bien que, aun cuando quisiera atender a sus propios intereses, parecía que no elegiría a Otón por heredero constándole que era desarreglado, disipador y que se hallaba abarrancado de deudas hasta en cantidad de cinco millones de sextercios. Así es que, habiendo oído a Vinio tranquila y sosegadamente, suspendió su resolución: mas con todo, como después lo hubiese designado cónsul, y por colega al mismo Vinio se tenía por cierto que a principio de año le nombraría sucesor. La tropa era seguro que vería con más gusto nombrado a Otón que a cualquier otro.

Cogióle todavía entre consultas y dudas el rompimiento de Germania, porque, en general, la soldadesca aborrecía a Galba por no darles el donativo; pretextaban aquellos, como motivos particulares, el que se tuviese ignominiosamente arrinconado a Verginio Rufo, que se hubiesen hecho gracias a los Galos que contra ellos pelearon y que hubiesen sido castigados cuantos no se unieron a Víndex, que era el único a quien Galba se mostraba agradecido y a quien honraba después de muerto haciendo libaciones públicas en su memoria, dando a entender que a él le debía haber sido proclamado emperador de los Romanos. Siendo éstas las conversaciones que, sin ninguna reserva, se tenían en el campamento, vino el día primero del primer mes, al que los Romanos llaman las calendas de enero, y, congregándolos Flaco para el juramento que es costumbre hacer al emperador, al paso echaron al suelo las imágenes de Galba y las pisaron, y, jurando por el Senado y pueblo romano, se disolvió la reunión. En esto empezaron los jefes a temer como rebelión aquel estado de anarquía, y uno de ellos dijo: “¿En qué pensamos, ¡oh camaradas!, no nombrando otro emperador, ni defendiendo al que lo es, como si nuestro intento fuese, no el negar la obediencia a Galba, sino, en general, no querer emperador ni ser mandados? A Hordeonio Flaco, que no es más que una sombra e imagen de Galba, es preciso dejarlo a un lado: pero a un día de camino de aquí está el caudillo de la otra Germania, Vitelio, hijo de un padre que fue censor, cónsul tres veces y, en cierta manera, colega del Claudio César en el Imperio, y que por sí tiene una señal cierta de bondad y grandeza de ánimo en la misma pobreza, por lo que es de algunos escarnecido. Ea, pues, eligiendo a éste, hagamos ver a todos los hombres que valemos más que los españoles y lusitanos para nombrar un emperador.” Mientras unos convienen y otros lo rehúsan, se salió de entre ellos un porta insignia, y se fue en aquella noche a dar parte a Vitelio, que tenía consigo muchos a la mesa. Corrió la voz por las divisiones, y el primero Fabio Valente, tribuno de una legión, poniéndose a la mañana siguiente al frente de un gran piquete de caballería proclamó a Vitelio emperador. Los días anteriores había éste, manifestado que lo repugnaba y resistía, teniendo el Imperio por grave carga: pero entonces, repleto, dicen, del vino y la comida meridiana, salió y se mostró pronto, admitiendo el sobrenombre que le dieron de Germánico y rehusando el de César. Al momento también el otro ejército de Flaco, olvidando sus bellos y democráticos juramentos al Senado, juró al emperador Vitelio para obedecerle en cuanto mandase.

De este modo fue Vitelio proclamado emperador en Germania, y habiendo llegado a los oídos de Galba las novedades allí ocurridas, ya no dilató más la adopción: pero, sabiendo que de sus amigos algunos intercederían por Dolabela, y los más por Otón, ninguno de los cuales merecía su aprecio, sin decir nada a nadie envió a llamar a Pisón, hijo de Craso y Escribonia, a quienes Nerón había hecho dar muerte, y joven en quien, con la mejor disposición natural para toda virtud, se descubría una gran modestia y austeridad, y, bajando al campamento, le declaró César y su sucesor. Acompañaron a este acto desde los primeros pasos grandes señales del cielo, porque, habiendo empezado en el campamento a decir unas cosas y leer otras, tronó y relampagueó tantas veces, y vino tal lluvia y oscuridad sobre él y sobre la ciudad, que fue bien manifiesto no aprobar ni confirmar el cielo aquella adopción, que parecía, por tanto, no ser para bien. La disposición de los soldados, por otra parte, era sospechosa y ceñuda, no habiéndoseles hecho tampoco entonces ningún donativo. Maravilláronse de Pisón los que se hallaron presentes, conociendo en su voz y en su semblante que aquel favor no le había conmovido, aunque tampoco lo había recibido con insensibilidad: así como, por el contrario, en la cara de Otón se advertían muchas señales de que le dolía y lo irritaba el verse frustrado de la esperanza, pues que, habiéndosele creído digno de ella antes que a otro y estando ya próximo a realizarla, el ser entonces excluido lo hacía indicio de aversión y mala voluntad de Galba contra él. De aquí es que entró en miedo aun para lo venidero, y, temiendo de Pisón, desechado por Galba y no estando satisfecho de Vinio, se retiró con el corazón agitado de diferentes pasiones, porque tampoco le permitían desesperar y desconfiar del todo los adivinos y caldeos que tenía siempre cerca de sí, especialmente Tolomeo, que le hacía gran fuerza con haberle anunciado repetidas veces que no le quitaría la vida Nerón, que éste moriría antes y que él sobreviviría e imperaría a los Romanos, pues haciéndole presente que aquello había salido cierto, insistía sobre que no desesperara tampoco de esto. Agregábanse los muchos que a solas se quejaban y lamentaban con él del injusto chasco que le habían dado, y los muchos más de los partidarios de Tigelino y Ninfidio, que, habiendo hecho antes un eran papel, arrinconados y maltratados entonces, contribuían a aumentar su disgusto y su encono.

Eran de este número Veturio y Barbio, especulador aquel y éste teserario: así llaman a los que hacen el servicio de mensajeros y exploradores. Con ellos iba y venía Onomasto, liberto de Otón, para seducir y corromper, ora con dinero, ora con esperanzas, a los que ya estaban picados y no necesitaban más que un ligero achaque; pues el pervertir a toda una columna de tropa que hubiera estado entera y sana no habría sido obra de sólo cuatro días, que fueron los que mediaron entre la adopción y el asesinato; porque se les dio la muerte al sexto día, que fue, en la cuenta romana, el día 18, antes de las calendas de febrero. En él, muy de mañana, sacrificaba Galba en el palacio, a presencia de sus allegados, y el sacrifícador Umbricio, al punto mismo de tomar en sus manos las entrañas de la víctima, exclamó que veía, no por enigmas, sino con la mayor claridad, en la cabeza del hígado señales de gran turbación y un inminente peligro que amenazaba al emperador, pues no le faltaba al dios más que entregar a Otón, tomándole por la mano. Hallábase éste presente, a espaldas de Galba, y estaba muy atento a lo que Umbricio decía y anunciaba; y como se asustase y tuviese con el miedo muchas alteraciones en el color, el liberto Onomasto, que estaba a su lado, le dijo que le buscaban y le estaban aguardando en casa los arquitectos: porque ésta era la seña convenida del momento en que debía presentarse a los soldados. Añadiendo, pues, él mismo que, habiendo comprado una casa vieja, quería mostrar a los destajeros aquellas piezas que necesitaban reparos, se marchó, y, bajando por la casa llamada de Tiberio, fue a la plaza al sitio donde está la columna de oro, en que van a rematar todas las carreteras principales de la Italia.

Los primeros que allí le recibieron y proclamaron emperador se dice que no pasaban de veintitrés, por lo cual, aunque no era débil de ánimo, en proporción de lo muelle y afeminado de su cuerpo, sino más bien sereno y arriscado para los peligros, llegó a temer y querer desistir: pero los soldados que rodeaban la litera no se lo permitían, por más que él clamaba que lo habían perdido, y daba prisa a los mozos, porque algunos lo oyeron, y, más bien que conmoverse, se admiraron del corto número de los que a tal se atrevían. Cuando así le conducían por la plaza, vinieron otros tantos, a los que después se fueron reuniendo más, de tres en tres y de cuatro en cuatro, y luego se volvieron todos con él, aclamándole César y protegiéndole con las espadas desenvainadas. El tribuno Marcial, que era el que se hallaba de guardia, aunque no estaba en el secreto, aturdido con lo inesperado del suceso, por temor le dejó entrar, y cuando estuvo dentro, ya nadie se opuso, porque los que no estaban en lo que pasaba, confundidos con los que de antemano lo sabían, al principio se llegaban separados de uno en uno o de dos en dos, y después, enterados y atraídos, seguían a los otros. Al punto se refirió a Galba en el palacio lo sucedido, presente el sacrificador, y teniendo todavía en sus manos las entrañas de la víctima; de manera que aun los que dan poco crédito e importancia a estas cosas, ahora se quedaron maravillados del prodigio. Como acudiese de la plaza gran gentío, Vinio, Lacón y algunos libertos se pusieron, con las espadas desnudas, a protegerle, y acudiendo Pisón fue a asegurarse de la guardia del palacio. Hallándose la legión lírica en el pórtico llamado de Vipsanio, fue asimismo Mario Celso, varón de probidad y confianza, enviado a prevenirla.

Quería Galba salir, y Vinio no le dejaba; pero Celso y Lacón le excitaban, oponiéndose vigorosamente a Vinio; en esto corrió muy válida la voz de que a Otón lo habían muerto en el campamento, y de allí a poco se vio a Julio Ático, varón no de oscura calidad que militaba entre los lanceros de la guardia, venir corriendo, con la espada desenvainada, diciendo a gritos que había muerto el enemigo de César, y penetrando por entre los que tenía delante, mostró a Galba su espada ensangrentada. Volvióse, éste a mirarle, y “¿Quién te lo ha mandado?”, le preguntó: como respondiese que su lealtad y el juramento que tenía prestado, la muchedumbre gritó que muy bien dicho, y aplaudió con palmadas, y Galba se metió en la litera, queriendo ir a sacrificar a Júpiter y a mostrarse a los ciudadanos. Cuando entraba en la plaza, como una mudanza de viento súbita vino el rumor contrario de que Otón se había hecho dueño del campamento; y cuando, como es natural en tan numerosa muchedumbre, unos gritaban que se volviese, otros que continuara, éstos que no desmayara, aquellos que debía desconfiar, y la litera, en medio de semejante borrasca, era traída y llevada de acá para allá, estando para volcarse muchas veces, aparecieron primero los de a caballo, y luego la Infantería por la parte de la basílica de Paulo, gritando a una voz: “¡Fuera el que ya no es más que un ciudadano particular!” Dio entonces a correr todo aquel gentío, no para dispersarse en fuga, sino para ocupar los pórticos, balcones y corredores de la plaza, como en un espectáculo. Derribó al suelo Atilio Bergelión la estatua de Galba, y, tomándolo por principio de la guerra, empezaron a tirar dardos contra la litera; y como no la acertasen, marcharon hacia ella con las espadas desenvainadas, sin que nadie le defendiese o se mantuviese quedo, a excepción de un solo hombre, único que vio el sol entre tantos millares digno del Imperio de los romanos. Era éste el centurión Sempronio Denso, el cual, no habiendo recibido beneficio ninguno de Galba, sólo para tomar la defensa de lo justo y de lo honesto se puso al lado de la litera, y al principio, levantando en alto la vara con que los centuriones castigan a los que han caído en falta, gritaba a los que se acercaban, intimándoles que respetaran al emperador, después, como embistiesen con él, sacando la espada se defendió largo tiempo, hasta que, herido en las piernas, cayó.

Volcóse la litera junto al lago llamado de Curcio, y, arrastrándose Galba por el suelo con la corona puesta, corrieron a herirle. Él, alargando el cuello: “Acabad vuestra obra- les decía- si así conviene al pueblo romano.” Recibió, pues, muchos golpes en las piernas y los brazos, y le decapitó, como dicen los más, un tal Camurio, de la legión decimaquinta. Algunos refieren haber sido Terencio, otros Lecanio y otros Fabio Fabulo, de quien se cuenta asimismo que, ocultando la cabeza, la llevaba envuelta en la ropa, no habiendo, por tan calvo como era, de dónde asirla. Después, no permitiéndole tenerla escondida los que con él se hallaban, sino hacer manifiesta a todos su hazaña, clavó y fijó en la lanza el venerable rostro de un anciano, de un emperador modesto, de un pontífice máximo y de un cónsul, y corrió por la ciudad como los bacantes, volviéndose a cada paso a una parte y a otra, y blandiendo la lanza teñida en sangre. Dícese que Otón, cuando le presentaron la cabeza. exclamó: “Esto no vale nada ¡oh soldados!; mostradme la cabeza de Pisón”, y de allí a poco se la trajeron también, porque, herido aquel joven, huyó, y perseguido por un tal Murco, fue igualmente decapitado delante del templo de Vesta. La misma suerte tuvo Vinio, confesando que había tenido parte en la conjuración contra Galba, porque clamaba que le hacían morir contra la intención de Otón, y cortando asimismo la cabeza de Vinio y la de Lacón, las llevaron al nuevo emperador, exigiendo donativos. Pues a la manera de aquello de Arquíloco: Siete cayeron muertos, que alcanzamos con pie veloz y ya los matadores somos mil. Así entonces, muchos que ni de mil leguas se habían acercado, tiñendo las manos y las espadas en sangre, las enseñaban y pedían el premio, dando a Otón memoriales. Halláronse más adelante los de ciento veinte, a todos los que hizo buscar Vitelio y les quitó la vida. Llegó en aquella sazón al campamento Mario Celso, a quien acusaban muchos de que había exhortado a los soldados a acudir en defensa de Galba, y pidiendo la turba su muerte, Otón no vino en ello; pero temiendo contradecirles, expresó que no había de quitarle la vida con aquella prontitud porque había cosas de que convenía informarse de él. Mandó, pues, que se le pusieran prisiones y se le tuviera en buena custodia, entregándolo a aquellos que eran más de su confianza.

XXVIII

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Congregóse al punto el Senado, y como si fuesen otros hombres o tuviesen otros dioses, prestaron por Otón un juramento que no había guardado aquel por quien se juraba, y le aclamaron César y Augusto cuando todavía yacían arrojados en la plaza los cadáveres adornados de las ropas consulares. Cuando de las cabezas no tuvieron ya ningún uso que hacer, entregaron la de Vinio a su hija por dos mil quinientas dracmas; la de Pisón la pidió y recogió su mujer Verania, y la de Galba fue dada de regalo a los esclavos de Patrobio y Vitelio. Tomáronla éstos y, después de haber hecho con ella toda especie de escarnios e ignominias, la arrojaron en el lugar donde son sepultados los ajusticiados por los Césares, llamado Sesorio. El cuerno de Galba lo recogió Helvidio Prisco, con permiso de Otón, y por la noche le dio sepultura Argío, su liberto.

Lo que se deja dicho es lo que hemos tenido que referir acerca de Galba, varón a quien no hubo muchos entre los Romanos que le aventajaran ni en linaje ni en riqueza, y que fue en ambas cosas el primero entre todos los de su edad, habiendo vivido con honor y con gloria durante el mando de cinco emperadores; tanto que, habiendo destruido la tiranía de Nerón más bien con su gloria que con su poder, a los que con él concurrieron entonces nadie los juzgó merecedores del Imperio, aunque algunos se reputaron dignos ellos mismos; pero Galba, apellidado emperador, y no oponiéndose a que por tal se le aclamara, con prestar su nombre al arrojo de Víndex hizo que la rebelión de éste, templada con los nombres de movimiento y novedad, fuese una verdadera guerra civil a causa del varón imperial que tuvo al frente. Por tanto, estando él mismo en la inteligencia de que no tanto se encargaba del gobierno como el gobierno mismo se ponía en sus manos, se propuso mandar a unos soldados viciados por Tigelino y Ninfidio, al modo que Escipión, Fabricio y Camilo mandaron a los de su tiempo. Debilitado por la vejez, en lo relativo a armas y ejércitos fue un emperador íntegro y a la antigua; pero en cuanto a los negocios, entregado enteramente a Vinio, Lacón y los libertos, que todo lo vendían, como lo había estado Nerón a los hombres más insaciables, no dejó ninguno que echara menos su mando, aunque sí muchos que se lastimaran de su muerte.

Al día siguiente, de mañana, subiendo el nuevo emperador al Capitolio, ofreció en él un sacrificio, y haciendo llamar a Mario Celso, lo abrazó y le habló con la mayor benignidad, exhortándole a que pusiera más cuidado en borrar de la memoria la causa de su detención que en retener el beneficio de la soltura. Respondióle Celso, no sin dignidad ni sin reconocimiento, porque le dijo que su modo de pensar lo manifestaba el delito mismo, habiendo sido su culpa mantenerse leal a Galba, a quien ningún beneficio debía, con lo que quedaron muy complacidos de ambos los que se hallaron presentes, y las tropas los aplaudieron. En el Senado, cuanto dijo fue muy popular y humano; para el tiempo que le restaba de su consulado, nombró a Verginio Rufo; a los designados por Nerón y Galba, a todos les guardó sus consulados; con los sacerdocios honró a los más ancianos o a los de mayor opinión; y a los senadores desterrados por Nerón, que habían vuelto en tiempo de Galba, les restituyó cuanto estaba por vender de los bienes de cada uno. Con esto, los más principales y honrados ciudadanos, que al principio se habían horrorizado, pareciéndoles que no era un hombre, sino un castigo o un mal genio el que de repente les había venido, empezaron a dar entrada a lisonjeras esperanzas en cuanto aquel reinado que así se les sonreía.

Mas nada fue de tanto placer para todos ni le ganó tanto las voluntades como lo ejecutado con Tigelino, pues nadie se hacía cargo de que estaba suficientemente castigado con el medio mismo de un castigo que la ciudad estaba exigiendo continuamente como una deuda pública y mi las insufribles enfermedades que padecía. Los hombres de juicio, además, tenían en él por el último suplicio, equivalente a muchas muertes, sus torpezas y liviandades abominables con inmundas ramerillas, a que todavía le arrastraba su disolución y desarreglo; pero, con todo, a la muchedumbre le era siempre de sumo disgusto que todavía viese el sol un hombre después de tantos como por él no lo veían. Envió, pues, un comisionado contra él a sus campos de Sinuesa, donde entonces residía con barcos prevenidos para retirarse más lejos. Intentó, no obstante, corromper a fuerza de oro al enviado, y no habiéndolo conseguido, no por eso dejó de hacerle presentes, rogándole que esperara mientras se afeitaba; y tomando la navaja, se cortó a sí mismo el cuello.

Habiendo dado al pueblo este justo placer el nuevo César, jamás por sí mismo se acordó de vengar sus ofensas particulares, y mostrándose afable y benigno a todos, al principio no rehusó el que en los teatros le apellidaran Nerón, y habiendo algunos colocado en sitios públicos estatuas de Nerón, no lo prohibió o se opuso a ello; y aun refiere Cluvio Rufo que a España se enviaron despachos de los que se dan a los correos, en los que el sobrenombre de Nerón estaba añadido al de Otón. Mas como llegase a entender que los hombres de juicio y de opinión se disgustaban de ello, lo dejó enteramente. Con ser ésta la ordenación que se propuso de gobierno, los pretorianos se le hacían molestos, previniéndole continuamente que no se fiase, que se guardase y apartase de sí a los hombres de cierto crédito, bien fuera, porque al efecto les hiciese temer, o bien porque se valiesen de este pretexto para alborotar y mover disensión. En ocasión, pues, en que enviaba a Crispino a traer de Ostia la cohorte decimaséptima, como Crispino tomase sus disposiciones todavía de noche y pusiese las armas en unos carros, los más osados empezaron a gritar que Crispino no tenía sana intención, y que, maquinando el Senado novedades, aquellas armas se llevaban contra el César, no en su favor. Corrió esta voz, y, sirviendo de incentivo, unos se arrojaron sobre los carros y otros dieron muerte a dos centuriones que quisieron contenerlos y al mismo Crispino. Todos ellos se armaron, y excitándose unos a otros a ir en socorro del César, entraron en Roma, e informados de que tenía a cenar a ochenta del Senado, corrieron al palacio, diciendo que aquel era el momento oportuno de acabar con todos los enemigos del César. La ciudad, como si fuese en aquel punto a ser saqueada, se conmovió toda, y en el palacio mismo todo se volvía confusión y carreras, viéndose Otón en la mayor perplejidad, porque mientras temía por los senadores, él mismo les era temible y los veía que tenían en él fijos los ojos, estando inmóviles y sobrecogidos de temor; algunos de ellos habían llevado sus mujeres consigo. Envió, pues, a los prefectos quien les diera la orden de que hablaran a los soldados y los sosegaran, y al mismo tiempo, haciendo levantar de la mesa a los convidados, los despidió por otra puerta, siendo muy poco lo que con la fuga se anticiparon a los pretorianos, que penetraron ya en el cenador preguntando qué se habían hecho los enemigos del César. Entonces, puesto de pie delante de su escaño, les habló largamente para tranquilizarlos, y a fuerza de ruegos y aun de lágrimas consiguió, por fin, aunque no sin dificultad, que se retirasen. Hízoles al día siguiente el donativo de mil doscientas cincuenta dracmas por plaza, y entrando en el campamento se manifestó complacido del amor y buena voluntad que, en general, le tenían; y diciendo que sólo se ocultaban allí unos pocos malintencionados que desacreditaban su moderación y la buena disposición de los demás, les rogaba que lo sintieran con él y le ayudaran a castigarlos. Aplaudiendo todos e inflamándole se prendió sólo a dos, cuyo castigo no había de ser sentido de nadie, y con él se dio por satisfecho.

Los que desde luego le eran aficionados y tenían confianza en él hablaban admirados de esta mudanza; pero otros no veían en estas cosas más que una política necesaria en el momento, a fin de adquirir popularidad para la guerra. Porque ya se sabía de positivo que Vitelio había tomado la dignidad y el poder de emperador, y continuamente llegaban correos con noticia de que se le agregaba alguna fuerza más. Para eso otros anunciaban que los ejércitos de la Panonia, la Dalmacia y la Misia, con sus generales, habían elegido a Otón, y al cabo de poco vinieron cartas favorables de Muciano y Vespasiano, que tenían poderosos ejércitos, aquel en la Siria y éste en la Judea. Engreído de ánimo con estas nuevas, escribió a Vitelio amonestándole a que sólo pensara en su regalo, proponiéndole que le daría bienes y una ciudad donde pudiera con reposo vivir cómoda y alegremente. Contestóle éste por el mismo estilo con cierta burla, al principio templadamente; pero irritados después, se escribieron mil insolencias y dicterios, no con falta de verdad, pero sí con falta de juicio, y de un modo que daba que reír, cuando el uno motejaba al otro de vicios que eran comunes a ambos. Porque en cuanto a desarreglo, molicie, impericia en las cosas de la guerra, pobreza antes e inmensas deudas después, sería bien difícil discernir cuál de los dos estaba menos tiznado de estos vicios. Dícese que ocurrieron señales y apariciones, pero, fuera de la siguiente, las demás se fundan en relaciones ambiguas o que no tienen autor cierto. En el Capitolio había una Victoria que regía un carro, y todos vieron las riendas aflojadas de las manos, como que no podía tenerlas. En la isla que hay en medio del río, la estatua de Gayo César, sin preceder ni terremoto ni viento, se volvió del occidente al oriente, lo que dicen sucedió en aquellos días en que Vespasiano se apoderó ya abiertamente de la autoridad. También lo ocurrido con el Tíber se tuvo comúnmente por señal infausta, pues aunque era el tiempo en que los ríos tomaban más agua, nunca antes había subido tanto ni causado tantas ruinas y destrozos, extendiéndose e inundando una gran parte de la ciudad, especialmente la plaza donde venden el trigo, de tal manera que por muchos días hubo grande escasez.

Cuando ya se anunció que Cecina y Valente, generales de Vitelio, ocupaban los Alpes, en Roma Dolabela, uno de los patricios dio sospechas a los pretorianos de que pensaba en novedades. Contentóse, pues, fuese por temerle a él o a otro, con enviarle la ciudad de Aquino, Inspirándole por lo demás confianza. Eligiendo entre los magistrados los que habían de ir con él a campaña, nombró por uno de ellos a Lucio, hermano de Vitelio, sin quitar ni añadir nada a los honores con que se hallaba condecorado. Tomó especial cuidado de la madre y la mujer de Vitelio, haciéndoles entender que nada tenían que recelar. Nombró prefecto de la ciudad a Flavio Sabino, hermano de Vespasiano, ya lo hiciese en honor de Nerón, porque de éste habla recibido Sabino este cargo, que después le quitó Galba, o ya quisiese dar pruebas a Vespasiano de su afecto y confianza, adelantando a Sabino; él, por su parte, se quedó en Brixelo, ciudad de la Italia sobre el Po. De generales de los ejércitos envió a Mario Celso y Suetonio Paulino, y, además de éstos, a Galo y Espurina, varones muy principales, pero que no podían en los negocios obrar según su propio dictamen, como lo había creído, por la insubordinación e insolencia de los soldados, que se desdeñaban de obedecer a otros, estando engreídos con que a ellos les debla el emperador su autoridad. No era tampoco del todo sano el estado de los soldados enemigos, ni éstos más dóciles y obedientes a sus caudillos, sino atrevidos y soberbios por la misma causa; pero siquiera tenían experiencia de la guerra, y no huían del trabajo, por estar acostumbrados a él, mientras que éstos, por el ocio y por su vida pacífica, eran muelles, habiendo por lo más pasado el tiempo en teatros y fiestas, y llenos de orgullo y altanería afectaban desdeñar el servicio, porque no les está bien, y no porque no pudieran sufrirle. Espurina, que quiso obligarlos a él, estuvo muy expuesto a que le quitaran de en medio; por descontado, no hubo insulto e insolencia a que no se propasasen, llamándole traidor y destructor de los intereses y negocios del César, y algunos, poseídos del vino, se presentaron de noche en su tienda, pidiéndole la paga de marcha, porque tenían que ir donde estaba el César para acusarle.

Sirvió mucho para los negocios y para Espurina el insulto hecho a este mismo tiempo a sus soldados en Placencia; porque los de Vitelio llegándose a las murallas, motejaban a los de Otón de que se resguardaban con las fortificaciones, llamándolos gente de teatro y pantomima, espectadores de juegos típicos y olímpicos, pero inexpertos en la guerra y la milicia, de las que no tenían idea, estando muy ufanos con haber cortado la cabeza a un anciano desarmado, diciéndolo por Galba, pero sin tener ánimo para presentarse a combatir y pelear con hombres a cuerpo descubierto. Porque fue tanto lo que con estos baldones se irritaron e inflamaron, que corrieron a Espurina, rogándolo que dispusiera de ellas y les mandara lo que gustase, pues que no habría peligro o trabajo a que se negasen. Trabóse, pues, un reñido combate mural, y, aunque se arrimaron muchas máquinas, vencieron los de Espurina, rechazando con gran matanza a los contrarios, y conservaron con gloria una ciudad tan floreciente como la que más de Italia. Eran, de otra parte, así para las ciudades como para los particulares, menos molestos los generales de Otón que los de Vitelio, porque de éstos Cecina ni en el idioma ni en el traje tenía nada de romano, sino que chocaba con su desmedida estatura, vestido a lo galo, con bragas y mangotes, para tratar con alféreces y caudillos romanos. Su mujer le seguía escoltada de caballería escogida, yendo a caballo sumamente adornada y compuesta. Fabio Valente, el otro general, era tan dado a atesorar, que ni los saqueos de los enemigos ni los robos y cohechos de los aliados habían bastado a saciar su codicia; y aun parecía que por esta causa marchaba lentamente y se habla atrasado en términos de no haber podido hallarse en la primera acción, aunque otros culpan a Cecina de que por apresurarse a hacer suya la victoria antes que aquel llegase, además de otros menores yerros en que incurrió, dio fuera de tiempo la batalla, y peleando flojamente en ella, estuvo en muy poco que no lo perdiese todo.

Como, rechazado Cecina de Placencia, fuese a acometer a Cremona, otra ciudad grande y opulenta, el primero que acudió a Placencia en auxilio de Espurina fue Annio Galo; pero habiendo sabido en el camino que los placentinos habían quedado victoriosos, y que los que estaban en riesgo eran los de Cremona, partió allá con sus tropas y, puso su campo muy cerca de los enemigos, y además cada uno de los otros caudillos procuró socorrer al general. Emboscó Cecina gran parte de su infantería en terrenos quebrados y frondosos, dando orden a la caballería de que avanzase, y cuando le acometiesen los enemigos se retirase poco a poco, simulando fuga, hasta que, atraídos de esta manera, les metiese en la celada; pero unos desertores lo revelaron a Celso, y, saliendo al encuentro a aquellos con sus mejores caballos, con hacer la persecución cautelosamente desconcertó y rodeó a los de la emboscada, llamando entonces de los reales a su infantería; y si ésta hubiese acudido a tiempo, parece que no habría quedado ninguno de los enemigos, sino que todo el ejército de Cecina hubiera sido deshecho y arruinado a haber concurrido aquella al alcance, mientras que ahora, habiendo auxiliado Paulino tarde y lentamente, incurrió en la censura de no haberse portado como su fama lo exigía por sobrada circunspección. La turba de los soldados hasta de traición le acusaba, y ensoberbecidos irritaban a Otón, porque, habiendo ellos vencido en cuanto estaba de su parte, la victoria se había malogrado por maldad de los jefes. Otón no tanto les daba crédito como quería dar a entender que no se le negaba. Envió, pues, a los ejércitos a su hermano Ticiano y al prefecto Próculo, que era el que, en realidad, tenía todas las facultades, teniendo Ticiano la apariencia. Celso y Paulino, por otra parte, llevaban el nombre de amigos y consejeros, sin tener en los negocios ninguna autoridad ni poder. Andaban también revueltas en tanto las cosas entre los enemigos, con especialidad en el ejército de Valente, y recibida la noticia de la batalla de la emboscada, se quejaban sus soldados de no haberse hallado en ella y defendido a los suyos, de los que tantos murieron. Con dificultad los aplacó y retrajo del intento de apedrearle, y, levantando el campo, los llevó a unirse con los de Cecina.

Otón pasó al campamento establecido en Bedríaco, que es una aldea inmediata a Cremona, y deliberaba sobre la batalla, acerca de la cual a Próculo y Ticiano les parecía que, estando tan animadas las tropas con la reciente victoria, se combatiera, desde luego, sin dar lugar a que con la inacción se embotara el vigor del ejército, ni aguardar a que el mismo Vitelio llegara de las Galias. Mas Paulino decía que los enemigos tenían ya para la contienda todo cuanto podían juntar, sin que les quedase nada más, y que Otón podía esperar de la Misia y Panonia otras tantas fuerzas como las que allí tenía si quería aprovechar su oportunidad propia y no favorecer la de los enemigos; porque no estarían menos prontos los que con los pocos se arriscaban cuando les llegara mayor número de combatientes, sino que pelearían con mayor confianza; fuera de esto, que la dilación les era favorable estando abundantes de todo, cuando el tiempo había de acarrear penuria y escasez de lo más necesario a los de Vitelio, que se hallaban en país enemigo. A este parecer de Paulino accedió Mario Celso; Annio Galo no asistió al consejo, porque estaba curándose de una caída del caballo; pero habiéndole escrito Otón, le aconsejó que no convenía apresurarse, sino esperar las tropas de la Misia, que estaban ya en camino. Mas no fue esto lo que adoptó, sino que prevalecieron los que incitaban a la batalla.

Aléganse por otros para esta determinación otras muchas causas. Por descontado, los llamados pretorianos, que constituían la guardia, probando entonces lo que era la milicia, y echando de menos aquellas diversiones y aquella vida de Roma, exenta de los trabajos de la guerra y pasada en espectáculos y fiestas, no podían contenerse, y todo se les iba en dar prisa para la batalla, creídos de que habían de llevarse de calle a los enemigos. El mismo Otón parece que no estaba muy a prueba de incertidumbres, ni sabía, por falta de uso y por su vida muelle, aguantar la consideración repetida de los peligros; por lo que, oprimido del cuidado, se apresuraba a despeñarse a ojos cerrados como de un precipicio a lo que quisiera hacer la suerte, explicándolo de esta misma manera Segundo el orador, que era su secretario de cartas. Otros cuentan que muchas veces estuvieron tentados ambos ejércitos para juntarse y de común acuerdo elegir el mejor entre los caudillos que allí tenían, y si esto no podía ser, convocar al Senado y dejarle la elección. Y no es inverosímil que, no teniendo opinión ninguna de los dos proclamados emperadores, a los soldados de buena índole, ejercitados y prudentes, les ocurriese el pensamiento de que era muy duro y vergonzoso que lo que en otro tiempo, primero por Sila y Mario, y después por César y Pompeyo, afligió a los ciudadanos hasta atraerse la compasión, causando y recibiendo males unos de otros, esto mismo lo repitieran y aguantaran ahora para hacer que el Imperio fuera pábulo, o de la glotonería y borrachera de Vitelio, o de la prodigalidad y liviandades de Otón. Sospechaban, pues, que, habiendo Celso tenido conocimiento de estos tratados, daba largas con la esperanza de que las cosas se arreglarían sin batalla y sin nuevas calamidades, y que, por el contrario, Otón, temiendo estas resultas, aceleraba la batalla.

Regresó a Brixelo, cometiendo un nuevo error, no sólo en quitar a los combatientes la vergüenza y la emulación consiguientes al haber de pelear ante sus ojos, sino también en llevarse consigo para la guardia de su persona los soldados más valientes y entusiastas, no menos de caballería que infantería, como quien hace trozos el cuerpo del ejército. Ocurrió también en aquellos mismos días el trabarse un combate en el Po, intentando Cecina echar un puente para pasarlo y peleando los de Otón por estorbárselo. Cuando vieron que nada adelantaban, pusieron en unos barcos hachones cubiertos de azufre y pez, y, levantándose viento mientras hacía la travesía, arrojó aquellos preparativos a la parte de los enemigos. Empezó primero a salir humo, y después a alzarse una gran llamarada, con lo que, sobresaltados, se echaron al río, volcando los barcos, no sin risa de los enemigos, y quedando a discreción de éstos sus personas. Los germanos, trabando pelea en una isleta del río con los gladiadores de Otón, los vencieron, con muerte de no pocos.

En vista de estos sucesos, como los soldados de Otón que se hallaban en Bedríaco ardiesen en ira por correr a la batalla, los sacó de allí Próculo y los acampó a cincuenta estadios, tan necia y ridículamente que, siendo la estación de la primavera y habiendo alrededor muchos lugares con abundantes fuentes y ríos perennes, eran fatigados de la falta de agua. Queriendo al día siguiente llevarlos a los enemigos, camino nada menos que de cien estadios, no se lo permitió Paulino, por parecerle que era preciso dar tiempo y no entrar en acción fatigados, ni enseguida del viaje venir a las manos con unos hombres armados y puestos en formación a su vagar, mientras ellos hacían tan larga marcha mezclados con el bagaje y la impedimenta. Mientras los generales estaban en esta disputa, llegó, de parte de Otón, un soldado de caballería de los llamados númidas, portador de tina carta en que mandaba que no se anduviese en largas, ni se esperase más, sino que, marcharan al punto sobre los enemigos. Levantando, pues, el campo, fueron a cumplir con lo que se les prevenía; Cecina, al saber su venida, se sobrecogió, y, abandonando a toda prisa las obras y el río, se encaminó al campamento. Armados ya en la mayor parte, y recibida la seña de Valente, mientras se sorteaba el orden de las legiones, adelantaron lo más escogido de su caballería.

Concibieron los de la vanguardia de Otón, sin saberse por qué causa, la idea de que iban a pasárseles los generales de Vitelio; así, apenas estuvieron cerca, los saludaron amistosamente, dándoles el nombre de camaradas. Mas como ellos, lejos de recibir afectuosamente la salutación, respondiesen con enfado y con expresiones propias de enemigos, sobre los que habían saludado cayó gran desaliento, y sobre los otros, recelo contra éstos de que su saludo era una traición; y esto fue lo primero que a todos los trastornó, cuando ya estaban encima los enemigos. En todo lo demás hubo asimismo confusión y desorden, porque el bagaje fue de grande estorbo para los que tenían que pelear, y el terreno mismo obligaba a perder continuamente la formación, estando cortado con acequias y hoyos, pues para salvarlos les era forzoso venir con los enemigos a las manos desordenadamente y por pelotones. Sólo dos legiones porque éste es el nombre que dan los romanos a los regimientos de Vitelio, la Rapaz, y de Otón, la Auxiliadora, habiendo salido a un terreno despejado y abierto, emprendieron un combate en toda regla y pelearon en batalla por largo tiempo. Los soldados de Otón eran hombres robustos y fuertes, pero entonces por la primera vez hacían experiencia de la guerra y de lo que era una batalla, y los de Vitelio ejercitados en muchos combates, veteranos ya y en la declinación del vigor. Embistiéndolos, pues, los de Otón, los rechazaron y les tomaron un águila, con muerte de casi todos los de primera fila; pero, rehaciéndose, cayeron llenos de vergüenza y de ira sobre aquellos, mataron al legado de la legión, Orfidio, y les tomaron muchas insignias. Contra los gladiadores, que eran tenidos por diestros y osados para las refriegas, colocó Alfeno Varo a los llamados Bátavos. Son éstos los mejores soldados de a caballo de los Germanos, habitantes de una isla que rodea el Rin. A éstos, muy pocos de los gladiadores les hicieron frente; los demás, huyendo hacia el río, dieron con las cohortes enemigas allí situadas, a cuyas manos, en reñida lid, perecieron todos. Los que más cobarde e ignominiosamente se condujeron fueron los pretorianos, pues dando a huir, sin aguardar siquiera a tener los contrarios delante, esparcieron ya el miedo y el desorden en los que se conservaban no vencidos, atravesando por en medio de ellos. Con todo, muchos de los de Otón, que por su parte vencieron a los que les estaban contrapuestos, se abrieron paso a viva fuerza por entre los enemigos vencedores y penetraron a su campamento.

De los generales, Próculo y Paulino no se atrevieron ni siquiera a acercarse, sino que más bien se retiraron por temor de los soldados, que desde luego empezaron a echar la culpa a los jefes. Annio Galo, dentro de la ciudad, reunía y procuraba alentar a los que a ella se habían retirado de la batalla, con decirles que ésta casi había sido igual, pues había divisiones que habían vencido a los enemigos; pero Mario Celso, congregando a los que ejercían cargos, los exhortaba a que miraran por lo que a la patria convenía, pues en semejante desventura y en tal pérdida de ciudadanos no podía ser que ni el mismo Otón quisiese, si era buen Romano, que otra vez se probase fortuna, cuando a Catón y a Escipión, que después de la batalla de Farsalia no quisieron ceder a César, se les hacía cargo de las muertes de tantos excelentes varones como sin necesidad fueron sacrificados en el África, sin embargo de que entonces combatían por la libertad de Roma. Porque la fortuna, que en lo demás trata con igualdad a todos, una sola cosa no quita a los buenos, que en el discurrir con acierto, aun cuando hayan sufrido algún descalabro, sobre los sucesos públicos. Persuadió con este discurso a todos los caudillos, y luego que después de algunas pruebas y tanteo vieron que los soldados suspiraban por la paz y que Ticiano se prestaba a que se hiciera legación para tratar de concordia, les pareció que los enviados fuesen Celso y Galo para entablar tratos con Cecina y Valente. En el camino se encontraron con los, centuriones, que les dijeron que ya tenían en movimiento las tropas para marchar contra Bedríaco, pero que los generales los habían mandado a hablarles de conciertos. Alabando Celso la determinación, les propuso que se volviesen, para ir juntos todos a tratar con Cecina. Cuando va estuvieron cerca, se vio Celso en gran peligro, porque hacía la casualidad que se hubiesen adelantado los de caballería de la emboscada, y apenas vieron a Celso, que iba el primero, se arrojaron a él con grande gritería. Pusiéronse los centuriones de por medio para contenerlos, y gritándoles los demás cabos que respetaran a Celso; Cecina que lo supo acudió prontamente, reprimió al punto la demasía de aquellos soldados, y saludando a Celso con la mayor afabilidad, se fue con ellos para Bedríaco. En tanto Ticiano, que fue quien envió los mensajeros, había mudado de propósito, y a los más resueltos de los soldados los había colocado sobre las murallas, excitando a los demás a prestar su auxilio: pero aguijando Cecina con su caballo y alargando la diestra, nadie hizo resistencia, sino que los unos saludaron desde el muro a sus soldados y los otros, abriendo las puertas, salieron a incorporarse con los que venían. Nadie hizo la menor ofensa, sino que todo era parabienes y abrazos, y al fin todos juraron a Vitelio y se pasaron a su partido.

Así es como refieren haber pasado los sucesos de esta batalla los que en ella se encontraron, reconociendo que no estaban instruidos en las particularidades de cuanto ocurrió, por el mismo desorden y por lo extraño del resultado. Caminando yo, al cabo del tiempo, por el sitio, Mestrio Floro, varón consular, que había sido del número de los jóvenes que, no por su voluntad, sino por fuerza, acompañaron a Otón; me mostró un viejo templo y entonces me refirió que, yendo allá después de la batalla, vio un montón de muertos tan alto que tocaba el frontón. Inquiriendo sobre la causa, decía que no la había encontrado, ni quien se la declarase, pues si bien en las guerras civiles, cuando llega el momento de una derrota, es preciso que mueran muchos más, por no hacerse cautivos, porque no hay para qué guardar a los que se cogen, para aquel amontonamiento y hacinamiento no hay ninguna causa racional y probable.

A Otón, al principio, como ordinariamente sucede, no le llegaba noticia ninguna segura de tamaños acontecimientos; pero después que se presentaron algunos heridos y los refirieron, no es muy de admirar que los amigos no le dejasen abatirse, sino que le dieran ánimo y confianza; más lo que excede todo crédito fue lo que pasó con los soldados, porque ninguno se desertó ni se pasó a los vencedores; no se les vio tratar de su propio interés, desesperadas ya las cosas de su caudillo, sino que todos sin excepción fueron a su puerta, y, acercándose, le daban siempre el título de emperador, se deshacían por él, le tomaban las manos entre voces y lamentos, se le presentaban, lloraban y le pedían que no los desamparase ni hiciera de ellos antes de tiempo entrega a los enemigos, sino que empleara sus ánimos y sus cuerpos hasta que por él dieran el último suspiro. Esto le rogaban todos a una voz, y uno de los más desconocidos, presentando la espada, “Sabe ¡oh César!- le dijo- que por ti todos estamos a este modo prontos y dispuestos”, y se pasó con ella. Mas nada de esto bastó para doblar el ánimo de Otón, el cual, volviéndose para todas partes con rostro sereno y placentero: “Este díales dijo- ¡oh camaradas! es para mí mucho más feliz que aquel en que por primera vez me saludasteis, viéndoos ahora cuales os veo, y siendo para vosotros objeto de tales demostraciones; pero no me privéis de la mayor satisfacción y honor, que es el morir honrosamente por tantos y tan apreciables ciudadanos. Si he sido digno del Imperio, corresponde que dé la vida por la patria: sé que la victoria no es cierta ni segura para los enemigos; dícese que nuestro ejército de la Misia se halla a pocas jornadas, habiendo bajado al Adriático el Asia, la Siria, el Egipto: los ejércitos que hacen la guerra a la Judea están con nosotros, y en nuestro poder, el Senado y los hijos y mujeres de nuestros contrarios: pero esta guerra no es contra Aníbal, contra Pirro o los Cimbros por la posesión de la Italia, sino de Romanos contra Romanos, y unos y otros, vencedores y vencidos, somos injustos contra la patria, porque el bien del vencedor es para ella una calamidad. Creed que es mucho más hacedero morir con gloria que imperar, porque no veo que pueda ser de tanta utilidad a los Romanos quedando vencedor como sacrificándome ahora por la paz y la concordia, y porque la Italia no vuelva a ver otro día como éste”.

Dicho esto, rechazó a los que todavía insistían y el rogaban, y encargó a los amigos que vieran de ganar la gracia de Vitelio, y lo mismo a los senadores que allí se hallaban. A los ausentes y a las ciudades les escribió para que abrazaran aquel partido con honor y seguridad. Hizo llamar a su sobrino Coceyo, jovencillo todavía, y lo exhortó a tener buen ánimo y no temer a Vitelio, pues que él había salvado a la madre de éste, sus hijos y su mujer, cuidando de ellos como si fueran sus deudos. Decíale que, siendo su ánimo prohijarle, por esto mismo lo había dejado para más adelante, y que tuviera presente que, siendo ya César, había dilatado la adopción para que imperara con él si era vencedor, y no se malograse si fuese vencido. “Te prevengo, hijo mío -añadió-, por último encargo, que ni enteramente olvides ni te acuerdes demasiado de que has tenido un tío César”. Acabado esto, de allí a bien poco oyó alboroto y gritería a la puerta, y era que los soldados a los senadores que iban a salir les hacían amenazas de muerte si no se estaban quietos, y si, abandonando al emperador, pensaban en retirarse. Salió, pues, otra vez, temiendo por ellos, y ya no con blandura ni en aire de ruego, sino con enojo e ira, miró a los soldados, especialmente a los alborotadores, mandándoles marcharse de allí, y ellos callaron y obedecieron.

Era ya entrada la noche, y como tuviese sed bebió un poco de agua: tomó luego en la mano dos espadas, y habiendo estado examinando sus filos largo rato, volvió la una de ellas, y la otra se la guardó debajo del brazo. Hizo llamar a sus esclavos, y habiéndoles hablado con el mayor cariño, repartió entre ellos el caudal que tenía, a cuál más y a cuál menos, no como quien es liberal con lo ajeno, sino atendiendo cuidadosamente al mérito y a la proporción de él. Despidiólos y reposó lo que restaba de la noche, en términos que sus camareros le sintieron dormir profundamente. Al amanecer, llamando al liberto por quien había corrido el cuidado de los senadores, le dio orden de informarse sobre ellos; y volviendo con la respuesta de que al marchar a cada uno se le había asistido con lo que había menester: “Pues vete tú también- le dijo- y haz de modo que te vean los soldados si no quieres recibir de ellos la muerte porque piensen que has cooperado a la mía”. Luego que el liberto salió, puso recta la espada, teniéndola con ambas manos, y dejándose caer sobre ella, no sintió más dolor que cuanto suspiró una sola vez, dando a los de la parte de afuera indicio del suceso. Levantaron gran lamento los de su familia, y al punto se hizo el lloro general en el campamento y en toda la ciudad, y los soldados corrieron con gritería a la casa, haciendo exclamaciones y prorrumpiendo en quejas y acriminaciones contra sí mismos, porque no habían sabido guardar a su emperador ni impedirle que muriera por ellos. Ninguno de los que se habían quedado con él desertó, con estar tan cerca los enemigos, sino que, adornando el cuerpo y levantando una pira, le llevaron a ella armados, mostrándose muy gozosos los que pudieron adelantarse a poner el hombro y alzar el féretro. De los demás, unos se arrojaban sobre el cadáver y besaban la herida, otros le cogían las manos y otros le veneraban de lejos. Algunos hubo que, dejando las antorchas sobre la hoguera, se quitaron la vida, sin que se supiese que habían recibido del muerto algún beneficio o que tenían motivo para temer algún grave mal del vencedor; de modo que, a lo que se ve, jamás hubo tirano o rey de quien se apoderase un tan violento y furioso amor de mandar como el que aquellos soldados tenían de ser mandados y de obedecer a Otón, pues que ni después de muerto los desamparó el sentimiento de su pérdida, que paró en un odio intolerable contra Vitelio.

Lo demás de este caso tiene su tiempo propio, en que habrá de referirse; cubriendo, pues, bajo de tierra los despojos de Otón, no le hicieron un sepulcro que pudiera ser envidiado o por su mole o por lo arrogante de la inscripción. Vi, hallándome en Brixelo, un monumento sencillo y una inscripción, que traducida es en esta forma: “A los manes de Marco Otón”. Murió a los treinta y siete años de edad y a los tres meses de imperio, dejando escritores que celebrasen su muerte no inferiores ni en número ni en autoridad a los que reprenden su vida, porque en ésta no fue mejor en nada que Nerón, y su muerte fue más noble y generosa. Los soldados, como Polión, el otro prefecto, les diese orden de que jurasen a Vitelio, lo rehusaron; mas, sabiendo que se hallaban allí algunos del Senado, a los demás los dejaron en paz, y sólo pusieron en apuro a Verginio Rufo, yendo armados a su casa, excitándole y exhortándole de nuevo a que tomase el Imperio o fuese a interceder por ellos; pero teniendo a locura tomar el Imperio de unos vencidos, cuando lo había rehusado de los mismos siendo vencedores, y temiendo el ir de legado a los Germanos, que se quejaban de que los había forzado a hacer muchas cosas contra su voluntad, sin que se tuviera de ellos noticia, se marchó por otra puerta. Cuando los soldados se vieron así burlados, se prestaron a los juramentos y se unieron a los de Cecina, habiendo obtenido antes el perdón.