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Del padre de Éumenes Cardiano dice Duris haber sido por su pobreza carretero en el Quersoneso, a pesar de lo cual había recibido el hijo una honesta educación, así en las letras como en los ejercicios de la palestra; y que siendo todavía muchacho, Filipo, que iba de viaje y se detuvo algún tiempo, concurrió a ver los entretenimientos de los niños cardianos y las luchas de los mozos, y como entre éstos se distinguiese Éumenes, dando muestras de ser activo y valiente, agradándose de él se lo llevó consigo. Parece, no obstante, estar más en lo cierto los que atribuyen al hospedaje y a la amistad con el padre aquella demostración de Filipo. Después de la muerte de éste, a ninguno de cuantos quedaron al lado de Alejandro aparecía inferior ni en prudencia ni en lealtad, y aunque no tenía otro título que el de jefe de los amanuenses, estaba en igual honor que los más amigos y allegados: tanto, que fue enviado a la India con un ejército de único general, y se le dio el mando de la caballería que antes tenía Perdicas, cuando éste, muerto Hefestión, ocupó su lugar y mando. Por lo mismo, cuando el escudero mayor Neoptólemo dijo, después de la muerte de Alejandro, que él le seguía llevando el escudo y la lanza, y Éumenes llevando el punzón y los tabletas, se le burlaron los Macedonios, por saber que Éumenes, además de otras distinciones, había merecido al Rey la de hacerle su deudo por medio de un enlace. Porque habiendo sido Barsine, hija de Artabazo, la primera a quien amó en el Asia, y de la que tuvo un hijo llamado Heracles, de las hermanas de ésta, a Apama la casó con Tolomeo, y a la otra, Barsine, con Éumenes, cuando hizo aquel reparto de las mujeres persas y las colocó con sus amigos.

Con todo, tuvo altercados en muchas ocasiones con Alejandro, y corrió peligro a causa de Hefestión. En primer lugar, repartió éste a Evio el flautista una casa, de la que para Éumenes habían antes tomado posesión sus criados, e irritándose con este motivo Éumenes contra Alejandro, exclamó, llevando en su compañía a Méntor, que más valía ser flautista o farsante, arrojando las armas de la mano, de resulta de lo cual Alejandro tomó parte en el enfado de Éumenes y reprendió a Hefestión. Mas arrepintióse muy luego, y volvió su enojo contra Éumenes, por parecerle que, más bien que libre con Hefestión, había andado descomedido con él. Envió después a Nearco con una expedición al mar exterior, para lo que pidió caudales a sus amigos, por no haberlos en el erario real. A Éumenes le pidió trescientos talentos; pero como no le diese más que ciento, y aun éstos de mala gana y diciendo que con trabajo los había recogido de sus administradores, no se mostró ofendido ni los recibió; pero reservadamente dio orden a algunos de su familia de que pusieran fuego a la tienda de Éumenes, con el designio de cogerlo en mentira al tiempo de hacer la traslación de su dinero. Ardió la tienda antes de tiempo, con sentimiento de Alejandro, por haberse quemado los escritos de secretaría; pero el oro y plata fundido por el fuego se halló y pasaba de mil talentos. No tomó nada, sin embargo; y antes, escribiendo a todos los sátrapas y generales para que le enviaran copias de los originales que se habían perdido, mandó a Éumenes que los recogiese. En otra ocasión tuvo con Hefestión contienda por cierto presente, en la que dijo y oyó muchos denuestos; no por eso recibió entonces menos, pero habiendo muerto Hefestión de allí a poco el Rey, que lo sintió mucho, se mostraba desabrido y grave con todos aquellos que le parecía haber mirado con envidia a Hefestión mientras vivió y haberse alegrado de su muerte; entre éstos, era de Éumenes de quien tenía mayores sospechas, y muchas veces recordaba aquellas contiendas y reprensiones; mas éste, que era astuto y hábil, trató de salvarse por aquel mismo lado por donde era ofendido: porque se acogió al celo y empeño con que Alejandro quería honrar a Hefestión, proponiendo aquellos honores que más habían de ensalzar al difunto y gastando de su dinero en la construcción del monumento con profusión y largueza.

Muerto Alejandro, como las tropas no quisiesen obedecer a sus validos, Éumenes en su ánimo favorecía a éstos, pero de palabras se mostraba indiferente entre unos y otros, porque, siendo extranjero, no le correspondía mezclarse en las disputas de los Macedonios; mas luego, cuando los demás favoritos salieron de Babilonia, habiéndose él quedado en la ciudad, aplacó a una gran parte de la infantería y la hizo más dócil para la reconciliación. Aviniéronse después entre sí los generales, sosegadas que fueron aquellas primeras discordias, y repartiéndose las satrapías y comandancias, a Éumenes le tocaron la Capadocia y la Paflagonía, por donde confina con el mar Póntico, hasta Trapezunte, que todavía no pertenecía a los Macedonios, reinando Ariarates en aquella región; por tanto, era necesario que Leonato y Antígono acompañasen a Éumenes con poderosas fuerzas, para darlo a reconocer por sátrapa de ella. Como Antígono, que pensaba ya en bandearse por sí, y miraba con desprecio a los demás, no se prestase a ejecutar las órdenes de Perdicas, Leonato bajó con Éumenes a la Frigia, tomando a su cargo aquella expedición; pero habiéndose unido con él Hecateo, tirano de los Cardianos, y rogándole que auxiliase con preferencia a Antípatro y a los que se hallaban sitiados en Lamia, se decidió a esta marcha, llamando a Éumenes, a quien reconcilió con Hecateo; había, efectivamente, entre ellos ciertos recelos, nacidos de disensiones políticas, y Éumenes en muchas ocasiones había acusado abiertamente la tiranía de Hecateo, excitando a Alejandro a que diera la libertad a los Cardianos. Por tanto, repugnando Éumenes aquella expedición contra los Griegos, y confesando que recelaba de Antípatro, no fuera que en obsequio de Hecateo, y aun por satisfacer su odio propio, le quitara la vida, Leonato usó con él de confianza, y nada le ocultó de cuanto meditaba, revelándole que el auxilio aquel a que parecía prestarse no era más que apariencia y pretexto, siendo su designio apoderarse inmediatámente que llegara de la Macedonia; y aun le mostró algunas cartas de Cleopatra, que le llamaba a Pela, al parecer, para casarse con él; pero Éumenes, o por temor de Antípatro o por desconfianza de Leonato, que era arrebatado y se gobernaba por ímpetus precipitados, levantó de noche el campo, llevándose cuanto le pertenecía, que eran trescientos hombres de caballería, doscientos jóvenes de los de su familia, armados, y en oro, reducido a la cuenta de la plata, hasta cinco mil talentos. De este modo huyó en busca de Perdicas, a quien participó los intentos de Leonato, y con quien gozó desde luego de mucho poder, habiéndole éste hecho de su Consejo. De allí a poco volvió a marchar a la Capadocia con bastantes fuerzas, acompañándole el mismo Perdicas, que en persona iba acaudillándolas, y habiendo sido tomado cautivo Ariarates, y rendídose toda la provincia, fue en ella reconocido por sátrapa. Puso, pues, las ciudades en manos de sus amigos, estableció gobernadores en las fortalezas, y nombró los jueces y procuradores que le pareció, sin que Perdicas se mezclara en ninguno de estos negocios; hecho el cual, se restituyó en su compañía, ya por mostrársele agradecido y ya también porque no quería dejar la corte.

Estaba confiado Perdicas en que podría por sí mismo poner en ejecución sus planes; pero entendiendo que para tener guardadas las espaldas necesitaba de un centinela activo y de fidelidad, despachó de la Cilicia a Éumenes, en apariencia a su satrapía, pero en realidad para tener a raya a la Armenia, que confinaba con sus Estados, y en la que andaba promoviendo sediciones Neoptólemo. A éste, aunque era de genio orgulloso y altanero, procuró atraerlo Éumenes por medio de amistosas conferencias; él en tanto, hallando inquieta e insolente a la falange macedonia, dispuso prepararle como rival una fuerza de caballería; para lo cual concedió a los naturales que podían servir en esta arma exención de pechos y tributos; y entre éstos, a aquellos de quienes vio podría fiarse les repartió caballos, que compró a su costa; alentó sus ánimos con honores y distinciones, y habituó tanto sus cuerpos al trabajo por medio del ejercicio y las evoluciones, que de los Macedonios unos se quedaron asombrados y otros cobraron ánimo, viendo que en tan corto tiempo había reunido bajo sus órdenes una tropa de caballería que no bajaría de seis mil trescientos hombres.

Más adelante, cuando Crátero y Antípatro, después de sojuzgados los Griegos, pasaron al Asia con designio de disipar el poder de Perdicas, y se dijo que primero invadirían la Capadocia, Perdicas, que estaba haciendo la guerra a Tolomeo, nombró a Éumenes general en jefe de todas las tropas de la Armenia y la Capadocia, y al mismo tiempo dirigió cartas en que mandaba que Álcetas y Neoptólemo estuvieran a las órdenes de Éumenes, y que éste se condujera en los negocios como viera que convenía; pero Álcetas, desde luego, se negó a concurrir por su parte, diciendo que los Macedonios que militaban bajo su mando contra Antípatro se avergonzaban de pelear, y a Crátero aun estaban dispuestos a recibirlo con la mejor voluntad. Por lo que hace a Neoptólemo, no se le ocultó a Éumenes que le estaba fraguando una traición; llamóle, pues, y en lugar de obedecer se dispuso a combate. Entonces por primera vez sacó Éumenes fruto de su previsión y sus aprestos, porque, vencida ya su infantería, rechazó con la caballería a Neoptólemo, tomándole todo su bagaje; y cargando con fuerza sobre las tropas enemigas, dispersas con motivo de seguir el alcance, las obligó a rendir las armas y a que, prestado nuevo juramento sirvieran con él. Neoptólemo, pues, recogiendo de la fuga unos cuantos, se fue a amparar de Crátero y Antípatro, de parte de los cuales se había ya enviado una embajada Éumenes, proponiéndole que se pasara a su partido y recogiera el fruto, no sólo de conservar las satrapías que ya tenía, sino de recibir además de ellos más estados y tropas, haciéndose amigo de Antípatro, de enemigo que antes era, y no convirtiéndose de amigo en contrario de Crátero. Oída la embajada, respondió Éumenes que, siendo antiguo enemigo de Antípatro, no se haría ahora su amigo, y más cuando veía que él no hacía diferencia entre unos y otros; y en cuanto a Crátero, estaba pronto a reconciliarle con Perdicas y a que se avinieran a lo justo, y equitativo; pero que si empezaba a ofenderle, estaría por él agraviado mientras tuviese aliento, y antes perdería su persona y su vida que faltar a su lealtad.

Recibida por Antípatro esta respuesta, pusiéronse a deliberar sobre sus negocios muy despacio; y llegando a este tiempo Neoptólemo, en consecuencia de su retirada, les dio cuenta de la batalla, requiriéndolos, sobre que le diesen ayuda, con encarecimiento a entrambos, pero sobretodo a Crátero, diciendo que era muy deseado de los Macedonios, y que con sólo ver su sombrero u oír su voz, corriendo se pasarían a él con las armas. Porque, en verdad, era grande la reputación de Crátero, y muchos los que se inclinaban a su favor después de la muerte de Alejandro, trayendo a la memoria que repetidas veces, a causa de ellos, había sufrido de éste notables desvíos, oponiéndosele al verle inclinado a imitar el fausto persa, y defendiendo las costumbres patrias, que por el lujo y el orgullo eran ya miradas con desdén. Entonces, pues, Crátero envió a Antípatro a la Cilicia, y él, tomando la mayor parte de las fuerzas, marchó con Neoptólemo contra Éumenes, creyendo cogerle desprevenido, en momentos en que sus tropas estarían entregadas al desorden y a la embriaguez, por haber acabado de conseguir una victoria. El que Éumenes hubiese previsto su venida y se hubiera apercibido, podría decirse que era más bien efecto de un mando vigilante que no de una pericia suma; pero el haber no solamente evitado que los enemigos entendieran qué era en lo que él flaqueaba, sino haber hecho tomar las armas contra Crátero a los que con él militaban, sin saber contra quién contendían ni dejarles conocer quién era el general contrario: tal ardid parece que exclusivamente fue propio de este general. Hizo, pues, correr la voz que volvía Neoptólemo, y con él Pigris, trayendo soldados de a caballo capadocios y paflagonios. Era su intento marchar de noche, y en la que había de ejecutarlo, cogiéndole el sueño, tuvo una visión extraña. Parecióle ver dos Alejandros que se disponían a hacerse mutuamente la guerra, mandando cada uno un ejército; y que después se aparecieron, Atena para auxiliar al uno, y Deméter, para auxiliar al otro. Trabóse un recio combate, y habiendo sido vencido el favorecido de Atena, Deméter cortó unas espigas y tejió una corona al vencedor. Por aquí infirió que el sueño se dirigía a él, pues que peleaba por el más delicioso país, en el que se veía mucha espiga que apuntaba del cáliz; porque todo estaba sembrado y ofrecía el aspecto propio de la paz, estando de una y otra parte muy vistosos los campos con aquella verde cabellera. Aseguróle todavía más el saber que la seña de los enemigos era Atena y Alejandro; y él dio también por seña Deméter y Alejandro, mandando que todos tomasen espigas y con ellas cubriesen y coronasen las armas. Muchas veces estuvo para descubrir y anunciar a los demás jefes y caudillos quién era aquel con quien iba a pelear, no siendo él solo depositario de un arcano que tanto convenía guardar y encubrir; pero al cabo se atuvo a su primer discurso, y no confió aquel peligro a otro juicio que el suyo.

No puso, para hacer frente a Crátero, a ninguno de los Macedonios, sino dos cuerpos de caballería extranjera, mandados por Farnabazo, hijo de Artabazo, y por Fénix Tenedio, a quienes dio orden de que, en viendo a los enemigos, los acometieran y vinieran con ellos a las manos con toda presteza, sin darles tiempo alguno y sin admitirles parlamentario: porque temía en gran manera a los Macedonios, no fuese que conociendo a Crátero desertaran y se pasaran a él. Por su parte, formando un escuadrón con los más esforzados, también de caballería, en número de trescientos, y colocándose a la derecha, se dispuso a combatir con Neoptólemo. Luego que, pasada una loma que había en medio, los descubrieron, como cargasen con mucha velocidad y extraordinario ímpetu, sorprendido Crátero, se quejó amargamente con Neoptólemo por haberle engañado acerca de pasársele los Macedonios, y exhortando a los caudillos que le asistían a portarse con valor acometió igualmente contra los enemigos. Habiendo sido sumamente violento este primer choque, y quebrádose las lanzas, con lo que se hubo de venir a las espadas, Crátero no hizo afrenta a la memoria de Alejandro, sino que derribó a gran número de enemigos y rechazó muchas veces a los que se le oponían; pero, herido al fin por un Tracio, que le acometió de costado, cayó del caballo. Estando en tierra, muchos pasaron de largo sin reparar en él, pero Gorgias, uno de los caudillos de Éumenes, le conoció, y apeándose le puso guardia, por verle muy mal parado y casi moribundo. En esto también Neoptólemo trabó combate por Éumenes; porque, aborreciéndose mutuamente de antiguo y ardiendo en ira, en dos encuentros no se habían visto, pero al tercero se conocieron y se vinieron al punto el uno para el otro, metiendo mano a las espadas y alzando grande vocería. Habiéndose encontrado los caballos con la mayor violencia, al modo de galeras, dejaron caer ambos las riendas y se asieron con las manos, quitándose los yelmos y pugnando por desatar de los hombros las corazas. Mientras así bregaban, huyeron el cuerpo los dos caballos y ellos vinieron a tierra, agarrados como estaban, y empezaron otra lucha, en la cual Éumenes partió a Neoptólemo una pierna al irse a levantar el primero, y se apresuró a ponerse en pie; mas Neoptólemo, apoyándose en la una rodilla, perdida la otra, se defendía valerosamente, hiriendo de abajo para arriba; pero sus golpes no eran mortales, y, herido en el cuello, cayó desfallecido. Éumenes, llevado de la ira y de su antiguo odio, se puso a quitarle las armas y a decirle injurias, y él, que todavía tenía la espada en la mano, sin que aquel lo percibiera, lo hirió por debajo de la coraza por la parte que toca a la ingle; pero la herida más fue para asustar que para ofender a Éumenes, habiendo sido muy leve, por la falta de fuerza. Despojó, pues, el cadáver, y aunque se sintió en mal estado por sus heridas, teniendo pasados los muslos y los brazos, montó, sin embargo, a caballo y dio a correr a la otra ala, creyendo que todavía se sostenían los enemigos; mas, enterado de la muerte de Crátero, pasó al sitio donde yacía, y hallándole con aliento y en su acuerdo, echó pie a tierra, y prorrumpiendo en lágrimas dijo mil imprecaciones contra Neoptólemo y se lamentó tanto de la desgracia de Crátero, como de la precisión en que a él se le había puesto de tener que sufrir y ejecutar tales cosas con un amigo y compañero de su mayor amor y confianza.

Ganó esta batalla Éumenes unos diez días después de la primera, resultándole de ella la mayor gloria, al ver que en sus hazañas tenían igual parte la prudencia y el valor; pero atrájole al mismo tiempo igual envidia y odio de parte de los aliados que de parte de los enemigos, por cuanto un advenedizo y un extranjero, con las manos y las armas de los mismos Macedonios, los había privado del primero y más aventajado entre ellos. Si Perdicas, al saber la muerte de Crátero, hubiera podido adelantarse, ningún otro hubiera ocupado el lugar preeminente entre los Macedonios; pero ahora, muerto Perdicas, con motivo de una sedición en el Egipto dos días antes, había llegado al campamento la nueva de esta batalla, e irritados con ella los Macedonios habían decretado la muerte de Éumenes, nombrando como caudillo de la guerra contra él a Antígono, juntamente con Antípatro. En este tiempo, llegando Éumenes a las dehesas donde pacían los caballos de Alejandro, tomó los que había menester, y como cuidase de enviar recibo a los encargados, se cuenta que Antípatro se puso a reír, diciendo ser admirable la previsión de Éumenes, que esperaba, o darles a ellos cuenta de los intereses del rey, o haber de tomarla. Era el ánimo de Éumenes, siendo superior en caballería, darles batalla en las llanuras de Sardis, mirando además con complacencia poder hacer al mismo tiempo ante Cleopatra alarde de sus fuerzas; pero, a petición de ésta, que temía excitar sospechas en el ánimo de Antípatro, pasó a la Frigia superior, e invernó en Celenas, donde, queriendo competir con él sobre el mando Álcetas, Polemón y Dócimo, “Esto es- les dijo- lo del proverbio: con el fin nadie cuenta”. Habiendo prometido a las tropas que dentro de tres días les daría la soldada, puso en venta las quintas y castillos de aquella región, llenos de gentes y ganados. El general de división o comandante de tropa extranjera que había sido comprador de alguno recibía de Éumenes las máquinas y demás instrumentos necesarios, y tomándolo por sitio, los soldados se repartían la presa, en pago de lo que se les debía. Con esto volvió Éumenes a adquirir estimación, y habiendo aparecido en el campamento diferentes bandos que habían hecho arrojar los generales de los enemigos, por los cuales se ofrecían honores y cien talentos al que diera muerte a Éumenes, se indignaron terriblemente los Macedonios e hicieron acuerdo sobre que mil de los principales formaran su guardia, custodiándole siempre, así de día como de noche. Obedecíanle, pues, y tenían placer en recibir de él los mismos honores que de los reyes, porque consideraban a Éumenes con facultad de regalarles sombreros de diversos colores y mantos de púrpura, que era el presente más regio para los Macedonios.

La prosperidad hincha y ensoberbece aun a los de ánimo más pequeño: tanto, que al verlos en medio de sus faustos sucesos parece que realmente están dotados de grandeza y gravedad; pero el hombre verdaderamente magnánimo y fuerte donde se ve y resplandece principalmente es en la adversidad y en los reveses, como Eumenes; porque vencido de Antígono por una traición en Orcinios de Capadocia, y siendo de éste perseguido, no dio lugar a que el traidor se refugiara entre los enemigos, sino que, echándole mano, le ahorcó; huyendo luego por el camino opuesto de los que le perseguían, lo torció, sin que éstos lo entendiesen, y dando un rodeo, llegado que fue al sitio donde se dio la batalla, acampó en él, recogió los cadáveres y con las puertas de las casas de las aldeas vecinas, que hizo traer, quemó con separación a los caudillos y con separación a las tropas, y habiéndoles hecho sus cementerios se retiró: de manera que, habiendo ido después allá Antígono, no pudo menos de maravillarse de su arrojo y su serenidad. Cayó después sobre el bagaje de Antígono, y estando en su mano tomar muchas personas libres, muchos esclavos y gran riqueza amontonada de tantas guerras y tan cuantiosos despojos, temió que sus soldados, cargados con tanto botín y tanta presa, se hicieran demasiado pesados para la fuga y muy delicados para sobrellevar las continuas marchas y aguantar la dilación y el tiempo, que era en el que principalmente ponía la esperanza de aquella guerra, pensando en cansar y fatigar a Antígono. Mas conociendo la dificultad de apartar a los Macedonios por medio de una orden directa de una riqueza que podían contar por suya, mandó que tomaran ellos alimento y dieran pienso a los caballos, y en seguida marcharan contra los enemigos. En tanto, envió secretamente quien a Menandro, jefe encargado del bagaje de los enemigos, le advirtiese de su parte, como si se interesara por él, convertido en su amigo y deudo, de que estuviese apercibido y se retirara cuanto antes de aquellas llanuras y lugares bajos, a la falda de los montes vecinos, inaccesible a la caballería y poco propia para las sorpresas. Notó Menandro inmediatamente el peligro, y partió de allí, y Éumenes, entonces, a presencia de todos, envió descubridores, dando ya la orden a los soldados de que se armasen y pusieran los frenos a los caballos como para acometer inmediatamente a los enemigos; pero, trayéndole los descubridores noticias de que Menandro se había puesto en plena seguridad con haberse retirado a lugares ásperos, fingiendo que se enfadaba, marchó de allí con sus tropas. Dicese que, dando parte Menandro a Antígono de esta ocurrencia, como los Macedonios alabasen a Éumenes y se mostrasen más benignos con él, porque siéndole fácil cautivar a sus hijos y afrentar a sus mujeres se había ido a la mano y tenídoles consideración, replicó Antígono: “No lo ha hecho por amor a nosotros, oh simples, sino por temor de que estas riquezas fuesen grillos para su fuga”.

Andando, pues, Éumenes fugitivo y errante, persuadió a muchos de sus soldados que se retirasen, bien fuera por compasión que les tuviese, o bien porque no quisiera llevar consigo menos de los que eran menester para pelear y más de los que convenían para no ser descubierto. Refugiándose, pues, en la fortaleza de Nora, situada en el confín de la Licaonia y la Capadocia, con quinientos caballos y doscientos infantes, otra vez despidió de allí a aquellos de sus amigos que se lo habían rogado, por no poder sufrir la aspereza del país y la escasez de víveres, saludándolos a todos y tratándolos con la mayor afabilidad. Sobrevino Antígono, y como le llamase a una conferencia antes de llegar al extremo de ponerle sitio, respondió que Antígono tenía muchos amigos y muchos caudillos que le relevasen, pero que si él faltaba, no les quedaría nadie a los que había tomado bajo su amparo, proponiéndole que le enviara rehenes si tenía por conveniente el que conferenciasen; y como insistiese Antígono en que fuera a hablarle, por ser superior, repuso que él no reconocía como superior a ninguno mientras fuera dueño de su espada. Con todo, habiéndole Antígono enviado a la fortaleza a su sobrino Tolomeo, como el mismo Éumenes había exigido, entonces bajó, y abrazándose se saludaron con amor y cariño, obsequiándose entre sí y tratándose como amigos. Hablaron largamente, y no habiendo Éumenes ni siquiera hecho mención de seguridad y de paz, y antes sí pedido que se le sanearan sus satrapías y se le hiciesen presentes, todos los que allí se hallaban se quedaron pasmados, no acertando a ponderar su resolución y osadía. Al mismo tiempo corrieron muchos de los Macedonios, con el deseo de ver qué hombre era Éumenes; porque después de la muerte de Crátero, de ninguno se hablaba tanto en el ejército. Llegando, pues, Antígono a temer por él no le hiciera alguna violencia, primero hizo publicar que nadie se le acercase, y aun ahuyentó con piedras a los que concurrían; al fin cogió entre sus brazos a Éumenes, y haciendo que sus guardias retirasen a la muchedumbre, con gran trabajo pudo ponerle en seguridad.

Levantó en seguida trincheras alrededor de Nora, y, dejando la fuerza correspondiente, se retiró. Sitiado Éumenes, guardaba aquel recinto, dentro del cual tenía trigo en abundancia, agua y sal; pero fuera de esto, ningún otro comestible, ni con qué condimentarle. Mas, a pesar de todo, aún hizo alegre la vida a los que le acompañaban, teniéndolos por días a su mesa y sazonando la comida con una conversación y afabilidad llena de gracia. Su semblante era también dulce y en nada parecido al de un guerrero agobiado con las armas, sino alegre y risueño; y, en fin, en todo su cuerpo se mostraba erguido y alentado, pareciendo que con cierto arte guardaban entre sí una admirable simetría todos los miembros. No era elegante en el decir, pero sí gracioso y persuasivo, como se puede colegir de sus cartas. Lo que más mortificaba a los que tenía consigo era la angostura a que estaban reducidos, siéndoles preciso vivir apiñados en casas muy pequeñas, y en un recinto que no tenía más que dos estadios de circunferencia, y tomar el alimento sin ningún ejercicio, manteniendo también ociosos a los caballos. Queriendo, pues, no sólo librarlos del fastidio que en la inacción los consumía, sino tenerlos ejercitados para la fuga, si acaso llegaba el tiempo, a los hombres les señaló para paseo el edificio más capaz de todo aquel terreno, que, sin embargo, no tenía más que catorce codos de largo, encargándoles que fueran por grados aligerando el paso. A los caballos los hizo atar al techo con recias sogas, que, pasando por el arranque del cuello, los tenían en el aire, levantándolos más o menos por medio de una polea; púsolos, pues, de modo que con las patas traseras se apoyaban en el suelo, pero con las delanteras, cuando tocaban en él, era con la puntita del casco. Soliviados en esta disposición, los mozos de cuadra los hostigaban con gritos y latigazos, con lo que, llenos de ardor y de ira, se levantaban y agitaban sobre los pies; y para sentar en firme las manos y pisar el pavimento tenían que poner en contorsión todo el cuerpo, costándoles semejante esfuerzo mucho sudor y no pocos bufidos, y sirviéndoles este ejercicio de gran provecho, así para la agilidad como para la fuerza y lozanía. Echábanles la cebada majada, para que la mascaran más fácilmente y la digirieran mejor.

Prolongábase demasiado el sitio, y como tuviese noticia Antígono de haber muerto Antípatro en Macedonia, y de estar todo revuelto, a causa de las disensiones de Casandro y Polisperconte, no limitó ya a poco sus esperanzas, sino que en su ánimo se propuso aspirar a la universalidad del mando, bien que contando con tener a Éumenes por amigo y por auxiliador de sus empresas. Para ello, envió a Jerónimo a tratar con Éumenes, remitiendo extendida la fórmula del juramento; pero éste la recogió y dejó al arbitrío de los Macedonios que le cercaban el que declarasen cuál era más justa. Antígono hacía al principio alguna mención de los reyes por cumplimiento, y por lo demás refería a sí mismo todo el juramento; Éumenes, por el contrario, puso en primer lugar a Olimpias con los reyes, y después juró que abrazaría los mismos intereses y tendría a los mismos por amigos y por enemigos, no respecto de Antígono solamente, sino respecto también de Olimpias y de los reyes. Túvose esto por lo más justo, y haciendo los Macedonios que bajo esta fórmula jurase Éumenes levantaron el sitio, y enviaron mensajeros a Antígono para que prestara igual juramento a Éumenes. Luego que éste se vio libre, restituyó los rehenes de los Capadocios que tenía en Nora, recibiendo de los que los recibían caballos, acémilas y tiendas. Reunió al mismo tiempo de sus antiguos soldados a cuantos habiéndose dispersado en la fuga andaban errantes por el país; tanto, que llegó a juntar poco menos de mil hombres de a caballo, con los cuales desapareció y huyó, temiendo con razón de Antígono; porque no sólo dio orden de que volvieran a sitiarle, restableciendo las trincheras, sino que contestó ásperamente a los Macedonios, por haber admitido la corrección del juramento.

Mientras así andaba fugitivo Éumenes, le llegaron cartas de los que en Macedonia temían los adelantamientos de Antígono: de Olimpias, que le llamaba para que tomara bajo su amparo y educara al hijo de Alejandro, a quien se armaban asechanzas, y de Polispterconte y el rey Filipo, que, confiriéndole el mando del ejército de Capadocia, le daban orden de hacer la guerra a Antígono y de tomar del tesoro de Quindos quinientos talentos para restablecer su fortuna, y para la guerra cuanto hubiera menester; sobre estos mismos objetos escribieron también a Antígenes y Téutamo, caudillos de los Argiráspidas. Como éstos, leídas las cartas, en la apariencia recibiesen con agrado a Éumenes, pero en realidad se viese que estaban devorados de envidia y emulación, desdeñándose de ser sus segundos, la envidia salió al paso de Éumenes con no recibir la cantidad. designada, como que nada le hacía falta, y a la emulación y ambición de mando de unos hombres que ni valían para mandar ni querían obedecer opuso la superstición. Porque les refirió habérsele aparecido Alejandro entre sueños y haberle mostrado un pabellón magníficamente adornado, en el que había un trono real; y que después le dijo que, cuando se reunieran a despachar en aquel sitio, él estaría en medio de ellos y tomaría parte en todo consejo y en toda empresa que se comenzara bajo sus auspicios. Fácilmente hizo entrar en esta idea a Antígenes y Téutamo, que no querían concurrir a su posada, así como él se desdeñaba de que se le viera llamar en puerta ajena. Armando, pues, un pabellón real y un trono destinado para Alejandro, allí se reunía a tratar los negocios de importancia. Dirigíanse a las provincias superiores, y Peucestas, que era amigo, se le agregó en el camino con todos los demás Sátrapas. Juntaron en uno todas las tropas, y con el gran número de armas y la brillantez de los preparativos dieron gran fuerza a los Macedonios; pero habiéndose hecho indóciles por sus riquezas, y delicados por el regalo después de la muerte de Alejandro, y teniendo además pervertidos sus ánimos y dispuestos a la tiranía con las insolencias de los bárbaros, entre si no podían ni avenirse ni aguantarse, y, por otra parte, con lisonjear sin tasa a los Macedonios, gastando con ellos en banquetes y sacrificios, en breve tiempo convirtieron el campamento en un mesón de pública destemplanza e infundieron ideas demagógicas a los soldados sobre la elección de generales, como en las democracias. Observando Éumenes que unos a otros se miraban con desprecio, y que a él le temían y trataban de quitarle de en medio si se les presentaba ocasión, fingió hallarse falto de fondos, y tomó a réditos muchos talentos de manos de los que más le aborrecían, para que confiaran de él y se abstuviesen de su mal propósito por el cuidado de no perder su dinero, de manera que la riqueza ajena vino a convertirse en defensa de su persona, y así como otros dan para que los dejen en sosiego, en él sólo se verificó que al recibir debiese su seguridad.

Es verdad que los Macedonios, en tiempo de serenidad, se dejaban corromper por los que los agasajaban, que frecuentaban las puertas de éstos y les hacían la guardia como a sus caudillos; pero cuando Antígono vino a acamparse inmediato a ellos con grandes fuerzas, y los negocios les arrancaron la confesión ingenua de que necesitaban un verdadero general, no solamente los soldados se sometieron a Éumenes, sino que cada uno de aquellos que en la paz y el regalo se ostentaban grandes cedió entonces y se prestó a ponerse sin chistar en el lugar que se le señaló; y en el río Pasitigris, como Antígono intentase pasarlo, los demás que habían sido apostados en diferentes puntos ni siquiera le sintieron, y sólo se le opuso Éumenes, el cual, trabando con él batalla, hizo en sus tropas gran destrozo, llenando de cadáveres la corriente, y le tomó cuatro mil cautivos. Mas, habiéndole sobrevenido una enfermedad, entonces fue cuando principalmente se vio que, si los Macedonios acariciaban a los otros por sus brillantes banquetes y fiestas, para mandar y hacer la guerra en él sólo tenían confianza. Porque habiéndoles dado una espléndida comida Peucestas, repartiendo a víctima por cabeza para el sacrificio, esperó por este medio hacerse el primero; pero al cabo de pocos días sucedió lo siguiente: estaban los soldados en marcha contra los enemigos, y fue preciso que a Éumenes, que había enfermado gravemente, se le condujese en litera a cierta distancia del campamento, por la falta de sueño; a poco que habían andado, se les aparecieron repentinamente los enemigos, que, vencidos unos collados, descendían a la llanura, y luego que desde las cumbres resplandeció con el sol el brillo de las armas de oro de una tropa que caminaba en orden, y vieron las torres de los elefantes y las ropas de púrpura, que era el adorno de que usaban cuando se presentaban a batalla, parándose los que iban los primeros en la marcha, empezaron a gritar que se llamara a Éumenes, porque no mandando él no pasaban adelante; y fijando las armas en el suelo, se daban unos a otros la voz de hacer alto, y a los jefes la de que también se detuvieran y sin Éumenes no se peleara ni se aventura la acción con los enemigos. Habiéndolo entendido Éumenos, vínose a ellos con celeridad, dando priesa a los que le conducían, y descorriendo de uno a otro lado las cortinas de la litera les alargaba la mano con el semblante más placentero. Ellos, por su parte, luego que le vieron, le saludaron en lengua macedónica, levantaron en alto los escudos, y haciendo ruido con las azcona provocaron con algazara a los enemigos, manifestando que ya había llegado su general.

Noticioso Antígono por los cautivos de que Étimenes se hallaba doliente, y que por su mal estado era preciso le llevaran en litera, creyó que no sería de gran trabajo derrotar a los demás durante su enfermedad, y así, se apresuró a darles batalla. Mas cuando al estar cerca de los enemigos, que ya se hallaban prestos, observó su formación y su admirable orden, se quedó parado por un rato. Vióse luego la litera, que era conducida de la una ala a la otra, y entonces, echándose a reír Antígono a carcajadas, como solía, dijo a sus amigos: “Aquella litera, según se ve, es la que nos hace la guerra”, y al punto retrocedió con sus fuerzas y se volvió al campamento. Los del otro partido, apenas respiraron un poco, perdieron de nuevo la subordinación, y dándose al regalo, a ejemplo de los jefes, ocuparon para invernar casi toda la región de los Gabenos: de manera que los últimos tenían sus tiendas a cerca de mil estadios de distancia de los primeros. Luego que lo supo Antígono, marchó otra vez contra ellos de sorpresa, por un camino áspero y desprovisto de agua, pero corto, y por el que se atajaba mucha tierra, esperando que si los sobrecogía tan desparramados en sus cuarteles de invierno, ni siquiera les había de ser fácil a los caudillos el reunirlos. Mientras así caminaban por un terreno inhabitado, sobrevinieron huracanes fuertes y crudos hielos, que estorbaron la rapidez de la marcha, molestando y fatigando el ejército: fue, pues, recurso preciso el encender muchas hogueras. De aquí nació el ser descubiertos por los enemigos, porque aquellos bárbaros que apacentaban sus ganados en los montes que miraban hacia el desierto, admirados de ver tantos fuegos, despacharon mensajeros en dromedarios para dar aviso a Peucestas. Luego que recibió esta noticia, con el temor salió fuera de sí, y viendo a los demás en igual disposición determinó huir, llevándose tras sí a los soldados que encontraba al paso; pero Éumenes desvaneció su turbación y su miedo, ofreciéndoles que contendría la celeridad de los enemigos, de manera que llegarían tres días más tarde de lo que se esperaba. Diéronle asenso, y al mismo tiempo que envió órdenes para que todas las tropas se reunieran sin dilación desde sus respectivos cuarteles, montó a caballo con los demás caudillos, y escogiendo en las cumbres un lugar que estuviera bien a la vista de los que caminaban por el desierto, midió en él las distancias, y mandó que de trecho en trecho encendieran fuegos, del mismo modo que si hubiera un campamento. Hízose así, y descubiertas las hogueras por Antígono desde los montes, le sobrevino gran pesar y desaliento, por parecerle que muy de antemano lo habían sabido los enemigos y marchaban en su busca. Para no verse, pues, en la precisión de haber de pelear, cansado y fatigado del camino, contra tropas prevenidas y descansadas, abandonando el atajo hizo la marcha por las aldeas y ciudades, para reponer de esta manera su ejército. Como no encontrase ningún estorbo de los que se encuentran siempre cuando los enemigos se hallan cerca, y los paisanos le dijesen que no se había visto ningún ejército, y sí todo aquel sitio lleno de hogueras, conoció que había sido burlado por Éumenes, y mortificado sobremanera continuó con ánimo de que la contienda se decidiese en formal batalla.

Entre tanto, reunida la mayor parte de la tropa del ejército de Éumenes, y celebrando su gran talento, resolvió que él solo tuviera el mando. Disgustados y resentidos de ello los caudillos de los Argiráspidas, Antígenes y Téutamo, empezaron a pensar en los medios de perderle, y, teniendo una junta con los más de los otros sátrapas y caudillos, trataron de cómo y cuándo habían de acabar con Éumenes. Como conviniesen todos en que para la batalla se valdrían de él, y terminada le quitarían del medio, Eudamo, conductor de los elefantes, y Fédimo dieron secretamente parte a Éumenes de lo determinado, no por amistad o inclinación, sino por el cuidado de no perder el dinero que le tenían dado a logro. Mostróseles agradecido Éumenes; retiróse a su tienda; y diciendo a sus amigos que estaba rodeado de una caterva de fieras, ordenó su testamento. Rasgó después y rompió las cartas y escritos que conservaba, no queriendo que después de su muerte se suscitaran pleitos y calumnias contra sus autores. Arregladas estas cosas, estuvo perplejo entre poner la victoria en manos de los enemigos y huir por la Media y Armenia para meterse en la Capadocia; pero cercado por los amigos, a nada se resolvió sino que, impelido por su ánimo por el mismo conflicto a mil diversos pensamientos, por fin ordenó el ejército, exhortando a los Griegos y a los bárbaros, y siendo a su vez alentado por la falange y los Argiráspidas con la voz de que no los esperarían los enemigos. Eran éstos los soldados veteranos del tiempo de Filipo y de Alejandro, atletas nunca vencidos en la guerra, y que habían llegado hasta esta época, teniendo los más de ellos setenta años y no bajando ninguno de sesenta. Por esta causa, al acercarse a los soldados de Antígono les gritaron “¿Contra vuestros padres hacéis armas, malas cabezas?” y cargando con furia, en un momento destrozaron toda su falange, no haciéndoles nadie resistencia y pereciendo casi todos a sus manos: así en esta parte fue Antígono enteramente derrotado; pero con la caballería quedó vencedor; y como Peucestas hubiese peleado floja y cobardemente, tomó todo el bagaje, ya porque en el peligro obró con el mayor cuidado y vigilancia, y ya también por favorecerle el terreno, que era una llanura vasta, no profunda ni dura y firme, sino arenosa y llena de un salitre seco y enjuto, que, pisoteado por tantos caballos y tantos hombres todo el tiempo que duró la acción, levantaba un polvo parecido a la cal viva, que emblanquecía el aire y quitaba la vista; con lo que pudo más fácilmente Antígono, sin ser visto, apoderarse de los equipajes de los enemigos.

No bien se hubo terminado la batalla, cuando Téutamo y los de su facción enviaron en reclamación del bagaje, y habiéndoles Antígono ofrecido la restitución de éste, y que en todo los complacería con tal que consiguiese tener en sus manos a Éumenes, tomaron los Argiráspidas una resolución dura y terrible, que fue la de entregar a Éumenes vivo en manos de sus enemigos. Empezaron por presentársele sin causar sospecha, para tenerle así en observación, y, con este objeto, unos se lamentaban de la pérdida de los equipajes, otros le daban ánimo, pues que había quedado vencedor, y otros culpaban a los demás caudillos; pero después, arrojándose sobre él, le quitaron la espada, y con su mismo ceñidor le ataron las manos a la espalda. Como viniese luego Nicanor, enviado por Antígono para hacerse cargo de él, pidió que, pasándole por entre los Macedonios, se le permitiera hablar, no para interponer ruegos o disculpas, sino para advertirles de lo que les convenía. Habiéndose impuesto silencio, subió a un sitio, poco elevado, y tendiendo las manos atadas: “ ¿Podría ni por sueño- exclamó- ¡oh los más malvados de los Macedonios! levantar contra vosotros Antígono un trofeo como el que levantáis vosotros contra vosotros mismos, entregando cautivo a vuestro general? ¿Puede darse cosa más vergonzosa que el que, siendo vosotros vencedores, os confeséis vencidos a causa del bagaje, como si el vencer pendiera de las riquezas y no de las armas, y aun entreguéis a vuestro general por rescate de unos equipajes? Yo por mí sufro esta violencia invicto, porque he vencido a los enemigos, y mi ruina me viene de mis propios aliados; mas vosotros, por Zeus poderoso y por los dioses que presiden a los juramentos, dadme aquí la muerte en obsequio de ello. Si aquí me quitáis la vida, me reconozco hechura vuestra, y no temáis las quejas de Antígono, porque como quiere a Éumenes es muerto, no vivo. Si no queréis emplear vuestras manos, una de las mías, desatada, bastará para cumplir la obra; y si desconfiáis de poner en mi mano una espada, arrojadme atado a las fieras: que si así lo hacéis, yo os doy por libres de toda venganza, considerándoos como los hombres más piadosos y justos que haya habido jamás para con su general”.

Al hablarles así Éumenes, las tropas se mostraban oprimidas de dolor, y prorrumpieron en llanto, pero los Argiráspidas gritaron: “que marcharan con él, y no se diera oído a aquellas chocheces, pues no debía atenderse a las quejas de un miserable Quersonesita, que en mil guerras había dejado desnudos a los Macedonios, sino a que los primeros entre los soldados de Alejandro y de Filipo, después de tantos trabajos, no quedaran privados del premio de su vejez, teniendo que recibir el sustento de otros, y siendo ya tres las noches que sus mujeres eran afrentadas por los enemigos”; y al mismo tiempo se lo llevaron a toda prisa. Antígono, temiendo a la muchedumbre que acudía, porque no había quedado nadie en el campamento, envió diez de los más valientes elefantes y gran número de lanceros, Medos y Partos, para oponerse al tropel. Por su parte, no pudo resolverse a ver a Pumenes, a causa de su antiguo trato y amistad, y habiéndole preguntado, los que se habían encargado de su persona, cómo le guardarían, “Como a un elefante”, les respondió, “o como a un león”. Túvole después alguna lástima, y dio orden de que se le quitaran las prisiones pesadas y se le consintiera tener a su lado un joven de su confianza para ungirse, permitiendo además que de sus amigos le visitasen los que quisieran y le proveyesen de lo que hubiera menester. Como hubiese estado muchos días pensando qué haría de él, escuchó los ruegos y las ofertas que en su favor hacían Nearco Cretense y su hijo Demetrio, que aspiraban a salvar a Éumenes, cuando todos los demás se oponían y le instaban para que se deshiciera de él. Refiérese haber preguntado Éumenes a Onomarco, encargado de su custodia, por qué Antígono, teniendo en su mano a un hombre que era su enemigo y su contrario, o no le quitaba la vida cuanto antes, o no le dejaba libre, usando de generosidad; y que, habiéndole Onomarco respondido con desdén que no era entonces cuando había de mostrar arrogancia y desprecio de la muerte, sino en la batalla, le replicó Éumenes: “Por Zeus, que también entonces le tuve; pregunta, si no, a los que han venido conmigo a las manos, porque no he encontrado ninguno que me hiciera ventaja”; a lo que había repuesto Onomarco: “Pues ya que ahora le has encontrado, ¿por qué no aguardar su disposición?”

Cuando ya Antígono se resolvió a que se acabara con Éumenes, mandó que se le quitara el alimento; y por dos o tres días se le tuvo sin comer, para que así falleciese; pero habiendo sido preciso levantar repentinamente el campo, introdujeron un hombre que le quitó la vida. El cadáver lo entregó Antígono a sus amigos, permitiéndoles quemarlo, y que recogieran en una urna de plata sus despojos, para ponerla en manos de su mujer y de sus hijos. Habiendo sido de este modo asesinado Éumenes, la Divinidad por sí no dio castigo alguno a los demás caudillos y soldados que fueron traidores contra él, pero el mismo Antígono, habiendo echado lejos de sí a los Argiráspidas, como impíos y feroces, los entregó a Sibircio, gobernador de Aracosia, con orden de que por todos los medios los atormentara y destruyera, para que ninguno de ellos volviera a poner el pie en la Macedonia ni a ver el mar de Grecia.