Vidas paralelas/Emilio Paulo


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Convienen los más de los historiadores en que en Roma la casa de los Emilios era de las patricias y de las más antiguas; pero en cuanto a que el primero de ellos, que dejó a la familia este apellido, hubiese sido Mamerco, hijo del sabio Pitágoras, dándosele el nombre de Emilio por su elegancia y gracia en el decir, esto sólo lo refieren algunos de los que atribuyen a Pitágoras la educación del rey Numa. Los individuos de esta casa que alcanzaron gran renombre, y fueron muchos, debieron su gloria y prosperidad a la virtud, por la que siempre trabajaron; y aun la desventura de Lucio Paulo en la jornada de Canas acreditó su prudencia y su valor, pues cuando vio que no podía reducir a su colega a que no diese la batalla, aunque contra su voluntad, entró a participar con él del combate: mas no participó de la fuga, sino que, abandonado el peligro aquel que le provocó, él, firme y peleando con los enemigos, acabó su vida. La hija de éste, Emilia, casó con Escipión el mayor, y su hijo Paulo Emilio, cuya vida escribimos, habiendo nacido en un época brillante por la gloria y la virtud de los hombres más ilustres y excelentes, sobresalió, sin embargo, con todo de no emular los ejercicios de los jóvenes entonces más acreditados, ni seguir desde el principio la misma senda: porque no ejercitó la elocuencia en las causas, y se dejó enteramente de las salutaciones, de los halagos y de los cumplimientos a que se dedicaban los más distinguidos de ellos para ganar popularidad, haciéndose serviciales y obsequiosos, no obstante que no le faltaba para todo esto habilidad, sino que prefirió como más apreciable la gloria que acompaña al valor, a la justicia y a la lealtad, virtudes en que muy pronto se aventajó a todos los de su tiempo.

El cargo primero que pidió, de los más distinguidos en la república, fue el de edil, para el que fue preferido a doce concurrentes, que todos se dice haber sido después cónsules. Criado para el sacerdocio de los llamados Augures, a los cuales tienen los Romanos por inspectores y celadores de la adivinación por las aves y los prodigios, de tal modo observó las costumbres patrias y emuló la piedad de los antiguos en las cosas de la religión, que este sacerdocio, que hasta entonces no había parecido más que un honor, apetecido precisamente por cierta gloria y opinión, compareció entonces como una de las artes más perfectas, viniendo a coincidir con el sentir de aquellos filósofos que habían definido la piedad ciencia del culto de los Dioses; porque todo lo hizo con ensayo y con esmero, no ocupándose en otra cosa cuando de éstas se trataba, ni omitiendo o innovando nada, sino conferenciando siempre e instruyendo a sus colegas hasta en las cosas más pequeñas, de manera que si alguno podía tener por leve y muy disculpable el faltar en estos objetos religiosos, él hacía ver que era peligrosa para la ciudad la remisión y negligencia en ellos. Porque ninguno empieza de pronto a trastornar el gobierno con un gran crimen, sino que abren camino para destruir la guarda de las cosas mayores los que descuidan del celo y esmero en las pequeñas. Por el mismo término se ostentó maestro y celador de las costumbres militares, no con hacerse popular en el mando, ni aspirando, como muchos entonces, a los segundos grados con hacerse obsequioso y blando a los súbditos, sino con observar las costumbres de la milicia como un sacerdote las ceremonias más tremendas, y haciéndose temible a los desobedientes y transgresores: así es como hizo prosperar a la patria, teniendo casi por secundario el vencer a los enemigos respecto del instruir a sus ciudadanos.

Tenían que sostener entonces los Romanos la guerra suscitada con Antíoco el Grande , y mientras marchaban contra él los generales más acreditados, se movió otra nueva guerra en el Occidente por los grandes alborotos ocurridos en España. Envióse a ella a Emilio, con el cargo de pretor, el cual no se mostró con solas seis fasces, que era el número concedido a los pretores, sino que tomó otras tantas; de manera que su mando en la dignidad se hizo consular. Venció, pues, dos veces en batalla campal a los bárbaros, exterminando hasta treinta mil; esta victoria parece que fue puramente obra del general, por haber sabido elegir los puestos y haberla hecho fácil a los soldados con el paso de cierto río. Tomó en consecuencia posesión de doscientas cincuenta ciudades que voluntariamente le abrieron las puertas, y, dejando en paz y concordia la provincia, se restituyó a Roma; no habiéndose hecho más rico con este mando ni en un maravedí. Porque, generalmente, era poco cuidadoso de su hacienda y nada escaso en el gasto con proporción a lo que tenía, que no era mucho, pues debiéndose pagar después de su muerte la dote de su mujer, apenas hubo lo preciso.

Casóse con Papiria, hija de Masón, varón consular, y después de haber vivido en su compañía largo tiempo, disolvió aquel matrimonio, no obstante haber tenido de ella una ilustre sucesión, pues que dio a luz al célebre Escipión y a Fabio Máximo. Causa escrita de este repudio no ha llegado a nuestra edad, pero quizá fue uno de aquellos que hicieron cierta una especie que corre acerca del divorcio. Había un Romano repudiado a su mujer, y le hacían cargo sus amigos, preguntándole: “¿No es honesta? ¿No es hermosa? ¿No es fecunda?” Y él, mostrando el zapato, al que los Romanos llaman calceo, les dijo: “¿No me viene bien? ¿No está nuevo? Pues no habría entre vosotros ninguno que acertase en qué parte del pie me aprieta”. Y en verdad que por grandes y conocidos yerros se separaron algunos de sus mujeres; pero los tropiezos, aunque pequeños, continuos, de genio y diferencia de costumbres, éstos se ocultan a los de afuera, y engendran, sin embargo, con el tiempo, en los que viven juntos, desazones insufribles. Separado por este término Emilio de Papiria, casáse con otra, y habiendo tenido en ella dos hijos varones, a éstos los mantuvo a su lado, y a los otros los introdujo en las primeras casas y en los linajes más ilustres; al mayor, en la de Fabio Máximo, que fue cinco veces cónsul, y al menor le adoptó el hijo de Escipión Africano, de quien era primo, prestándole su nombre de Escipión. De las hijas de Emilio, con la una casó el hijo de Catón, y con la otra Elio Tuberón, varón de singular probidad, que de todos los Romanos fue el que manifestó mayor decoro en la pobreza. Porque eran diez y seis de un origen, Elios todos; y entre tantos no tenían sino una casita sumamente pequeña y un campo que proveía a todos, no manteniendo más que un solo hogar, con muchos hijos y muchas mujeres. Entre éstas se contaba la hija de Emilio, que fue dos veces cónsul, y triunfó otras dos, sin que se avergonzase de la pobreza de su marido, sino que más bien veneraba su virtud, por la que era pobre. Ahora los hermanos y demás de un origen, si al repartir lo que era común no lo separan con regiones enteras, con ríos y con elevadas cercas, y si no ponen en medio entre unos y otros un dilatado terreno, no cesan de altercar. Estas cosas las conserva la Historia para que los que quieran sacar provecho las consideren y examinen.

Emilio, designado cónsul, marchó con ejército contra los Ligures del pie de los Alpes, a los algunos llaman Ligustinos, gente belicosa y soberbia, que con el ejercicio habían aprendido de los Romanos a hacer la guerra a causa de la vecindad, porque ocupan la última extremidad de la Italia enlazada con los Alpes, y aun aquella parte de estos montes que baña el Mar Tirreno y está opuesta al África, mezclados con los Galos y con los Españoles de las costas. Habíanse dado también entonces al mar con barcos de piratas, con los que estorbaban y despojaban al comercio, extendiendo su navegación hasta las columnas de Hércules. Cuando se dirigió contra ellos Emilio reuniéronse hasta cuarenta mil en número para hacerle frente. No tenía éste más que ocho mil, y con ser ellos cinco veces doblados, trabó combate. Desbaratólos, y cerrándolos dentro de los muros les hizo proposiciones humanas y admisibles, por cuanto no entraba en las miras de los Romanos acabar con la gente de los Ligures, que era como un vallado y antemural puesto para contener los movimientos de los Galos, que amenazaban siempre caer sobre la Italia. Fiándose, pues, de Emilio, pusieron a su disposición las naves y las ciudades; y él, no ofendiendo en nada a éstas, se las volvió con sólo arruinar las murallas; mas por lo que hace a las naves, se apoderó de todas y no les dejó ni aun una lancha que fuera de más de tres remos. Los cautivos, aprisionados por tierra y por mar, los restituyó salvos, habiendo hallado entre ellos muchos forasteros y romanos. Y éstos son los hechos señalados que tuvo este consulado. Después se presentó muchas veces queriendo volver a ser elegido, y aun se mostró candidato; pero viéndose desairado y desatendido, se mantuvo en el retiro, ocupado solamente en lo relativo a su sacerdocio y atendiendo a la educación de sus hijos, dándoles la del país, que podía mirarse como patria, del modo que él la había recibido; pero poniendo más empeño en la educación griega: porque no solamente puso, al lado de aquellos jóvenes, gramáticos, sofistas y oradores, sino también escultores, pintores, adiestradores de caballos y de perros y maestros de cazar; y el padre, si no había cosa pública que se lo impidiese, presenciaba siempre sus estudios y sus ejercicios, mostrándose entre los Romanos el más amante de sus hijos.

Era aquella, en punto a los negocios públicos, la época en que, haciendo la guerra a Perseo, rey de los Macedonios, habían sido acusados los generales de que, por impericia y cobardía, se habían conducido mal y vergonzosamente, siendo más que el daño hecho a los enemigos el que ellos habían recibido. Y es que habiendo poco antes echado más allá del Tauro a Antígono llamado el Grande, haciéndole abandonar todo lo demás del Asia, y encerrándole en la Siria, de manera que se dio por muy contento con obtener la paz a costa de quince mil talentos; y habiendo de allí a poco deshecho a Filipo, libertado a los Griegos del poder de los Macedonios, y vencido a Aníbal, con el que ningún rey era comparable en arrojo ni en poder, no podían llevar en paciencia el combatir sin sacar ventajas, como con un rival de Roma, con Perseo, que hacía ya mucho tiempo que les hacía la guerra con las reliquias de las derrotas de su padre. Olvidábanse para esto de que, habiendo visto Filipo mucho más quebrantado el poder de los Macedonios, lo había hecho más fuerte y belicoso; de lo cual habré de dar razón brevemente, tomando la narración de más arriba.

Antígono, que entre todos los sucesores y generales de Alejandro fue el que alcanzó mayor poder, adquirió para sí y para su familia el título de rey, y tuvo por hijo a Demetrio, de quien lo fue Antígono, por sobrenombre Gonatas, y de éste otro Demetrio, que habiendo reinado no largo tiempo, falleció, dejando un hijo, todavía niño, llamado Filipo. Temerosos de la anarquía, los próceres macedonios dieron la autoridad a Antígono, primo del difunto, y uniendo con él en matrimonio a la madre de Filipo, primero le llamaron tutor y general, y después, habiéndole hallado benigno y celoso del bien común, le dieron el título de rey, apellidándole por sobrenombre Dosón , como muy prometedor y poco cumplidor de sus promesas. Reinó después de éste Filipo, recomendándose como el que más de los reyes, a pesar de ser todavía mancebo; y ya se le atribuía la gloria de que restableciera a la Macedonia en su antigua dignidad, y que sería él sólo quien contuviese el poder romano que amenazaba a todos; mas, vencido en un gran batalla cerca de Escotusa por Tito Flaminino, entonces bajó la cabeza e hizo entrega de todo cuanto tenía a los Romanos, dándose por muy contento con que no se le exigiera más. Hallóse luego mal con este estado, y creyendo que el reinar por merced de los Romanos más era propio de un esclavo atento sólo al vientre, que no de un hombre adornado de prudencia y de pundonor, volvió su consideración a la guerra, y empezó a disponerla encubiertamente y con gran destreza. Porque desatendiendo y dejando debilitarse y yermarse las ciudades de carretera, y las inmediatas al mar, como si las tuviese en poco precio, fue congregando muchas fuerzas; y llenando las aldeas, las fortalezas y las ciudades mediterráneas de armas, de provisiones y de hombres robustos, preparaba así la guerra y la tenía como encerrada y encubierta: de armas en buen estado había treinta mil; de trigo entrojado en casa, ochocientas mil fanegas, y un acopio de provisiones bastante a mantener diez mil estipendiarios por diez años para defender el país. Mas no llegó el caso de que éste promoviera y adelantara la guerra, por haberse dejado morir de pesar y abatimiento, a causa de que descubrió que había hecho morir injustamente a su otro hijo Demetrio, por una calumnia del que valía menos. El que le sobrevivió, llamado Perseo, heredó con el reino el odio a los Romanos, aunque no era capaz de hacerles frente por su bajeza de alma y la perversidad de sus costumbres; en las que, no obstante que entraban diferentes pasiones y malos afectos, dominaba, sin embargo, la avaricia, y aun se decía que ni siquiera era legítimo, sino que la mujer de Filipo lo recogió recién nacido, habiéndolo dado a luz una costurera de Argos, llamada Gnatenia, y ocultamente se lo dio a aquel por hijo. Y ésta se cree haber sido la principal causa por la que de miedo hizo dar muerte a Demetrio, no fuese que, teniendo la casa heredero legítimo, viniese al cabo a descubrirse su bastardía.

Mas con todo de ser desidioso y de bajo espíritu, arrastrado del ímpetu de los mismos negocios, se decidió a la guerra, y contendió largo tiempo, habiendo derrotado a generales de los Romanos que habían sido cónsules, y grandes y poderosos ejércitos, y aun de algunos alcanzó victoria. Porque a Publio Licinio, cuando iba a invadir la Macedonia, lo rechazó con su caballería, con muerte de dos mil y quinientos hombres escogidos, haciendo a otros tantos prisioneros, y hallándose la escuadra romana anclada cerca de Oreo , marchó inesperadamente contra ella y tomó veinte galeras con sus cargamentos, echando a pique las demás, que contenían provisiones. Apoderóse también de cuatro naves de cinco órdenes de remos, y ganó segunda batalla, en que humilló a Hostilio, también consular, obligándole a retirarse por Elimia; provocándole a batalla cuando marchaba sin querer ser sentido por la Tesalia, logró ahuyentarle. Miró después como una distracción de la guerra el marchar contra los Dárdanos, haciendo que desdeñaba a los Romanos y los dejaba descansar, y destrozó a diez mil de aquellos bárbaros, tomando grandes despojos. Acometió también a los Galos establecidos cerca del Istro, conocidos con el nombre de Bastarnas, nación poderosa en caballería y ejercitada en la guerra. Excitó asimismo a los Ilirios, por medio de su rey Gentio, a que le auxiliaran en la guerra, y hay fama de que, ganados por él estos bárbaros con la soldada, cayeron sobre la Italia por la parte del Adriático.

Sabidos estos sucesos de los Romanos, parecióles sería bueno dejarse en la designación de generales del favor y la condescendencia, y llamar al mando a un hombre de juicio que supiera conducirse en los negocios arduos. Éste era Paulo Emilio, adelantado sí en edad, pues tenía unos sesenta años, pero fuerte todavía y robusto, y de gran influjo por sus clientes, sus hijos jóvenes y el gran número de amigos y parientes poderosos en la república, los cuales todos le inclinaban a que se prestase a los votos del pueblo que le llamaba al consulado. Al principio recibió mal a la muchedumbre, y desdeñó su celo y su ansia de honrarle, como quien no necesitaba de tal mando; mas, presentándosele todos los días a sus puertas rogándole que concurriese a la plaza y aclamándole, se dejó por fin convencer; y mostrándose entre los que pedían el consulado, pareció no que iba a recibir el mando, sino que llevaba ya la victoria y el triunfo de la guerra, y que daba facultad a los ciudadanos para celebrar los comicios: ¡tanta fue la esperanza y seguridad que inspiró a todos! Nombráronle, pues, segunda vez cónsul, no dejando que se echaran suertes sobre el mando de las provincias, como era de costumbre, sino decretándole desde luego el mando de la guerra macedónica. Cuéntase que retirándose a su casa con brillante acompañamiento, luego que fue proclamado cónsul por todo el pueblo, encontró muy llorosa a su hija Tercia, todavía muy pequeña, y que saludándola le preguntó qué era lo que le afligía; y ella, llorando y echándosele al cuello, le respondió: “¿Pues no sabes, padre, que se me ha muerto Perseo?” diciéndolo por un perrillo que había criado y tenía este nombre, y que el padre le dijo: “En buen hora, hija, y admito el agüero”. Refiere este suceso Cicerón el orador en sus libros de la Adivinación.

Era costumbre que los elegidos cónsules, para mostrar su agradecimiento, saludaran al pueblo con semblante risueño desde la tribuna; mas Emilio, congregando en junta a los ciudadanos, les dijo que él había pedido el primer consulado apeteciendo el mando, y el segundo porque ellos buscaban un general; por tanto, que ninguna gratitud les debía, y que si pensaban que otro conduciría mejor las cosas de la guerra, se desistía del mando; mas si confiaban en él, que en nada se mezclaran ni anduvieran alborotando, sino que con silencio se ayudaran a preparar lo necesario para la expedición, pues si querían mandar al que los mandaba, se harían más ridículos de lo que eran en las cosas de la guerra. Con este discurso causó gran vergüenza a los ciudadanos, inspirándoles al mismo tiempo gran confianza en el éxito; estando todos muy contentos con no haber hecho caso de los aduladores y haber elegido un general de tanta franqueza y prudencia. ¡Hasta este punto se sacrificaba el pueblo romano por la virtud y la honestidad cuando se trataba de dominar y ser el primero de todos!

El que Emilio Paulo, marchando a aquella campaña, hubiera llegado al ejército con mucha prontitud y seguridad, haciendo su navegación felizmente y sin tropiezo, téngolo desde luego por cosa prodigiosa, y por lo que hace a la guerra misma y los sucesos de ella, parte atribuyo a lo pronto de su decisión, parte a su buen consejo, y parte también a la diligencia de sus amigos; mas al ver que todo se hizo en virtud de intrepidez en los peligros y de gran firmeza en las determinaciones, obra tan señalada y gloriosa como ésta no considero que deba atribuirse, como respecto de otros generales, a la buena, dicha de este insigne varón; a no ser que se quiera llamar buena dicha de Emilio la avaricia de Perseo, la cual, temiendo por el dinero, echó por tierra y aniquiló las grandes y brillantes esperanzas que en aquella guerra tenían fundadas los Macedonios. Porque a su ruego acudieron a él los Bastarnas, diez mil de a caballo y diez mil de relevo, todos a sueldo, hombres que no entendían de labrar la tierra, ni de navegar, ni de vivir pastoreando ganado, sino que estaban dados a una sola obra y a un solo arte, que era el de, hacer siempre la guerra y vencer a sus contendores. Luego, pues, que llegaron a acamparse cerca de Médica , mezclados con los soldados del rey aquellos hombres altos en su estatura, ágiles en los ejercicios del cuerpo, altivos y vanagloriosos en sus amenazas contra los enemigos, infundieron a los Macedonios la opinión y confianza de que los Romanos no los aguardarían, sino que se asustarían al ver sus semblantes y movimientos extraños y espantosos. Después que Perseo había dispuesto así los ánimos, y llenándolos de tamañas esperanzas, cuando le pidieron mil áureos por cada uno de los capitanes, irresoluto y fuera de tino con la demanda de tanto dinero, por codicia desechó y abandonó el socorro que se le ofrecía, como si fuera mayordomo y no enemigo de los Romanos, y como si hubiera de dar una cuenta exacta de los gastos de la guerra a aquellos con quienes combatía, cuando éstos le mostraban lo que había de hacer, con tener, como tenían, sobre todo el demás repuesto, cien mil hombres reunidos y prontos para lo que fuera menester; mas él, teniendo que contrarrestar tales fuerzas y tal guerra, en la que era inmenso lo que había de expenderse, andaba midiendo y escaseando el dinero, temiendo tocarlo como si fuese ajeno; y esto lo hacía, no uno que venía de los Lidios o de los Fenicios, sino uno que remedaba por el linaje la virtud de Alejandro y de Filipo, los cuales, con pensar que los sucesos se habían de comprar con el dinero, y no el dinero con los sucesos, alcanzaron cuanto se propusieron; pues se decía que no era Filipo quien tomaba las ciudades de los Griegos, sino el oro de Filipo; y Alejandro, al emprender la expedición de la India, viendo que los Macedonios arrastraban con trabajo el gran botín que tomaron a los Persas, lo primero que hizo fue poner fuego a sus carros, y después persuadió a los demás que hicieran otro tanto, para marchar ágiles a la guerra, como desembarazados de un estorbo. Mas Perseo, anteponiendo el oro a sí mismo, a sus hijos y al reino, no quiso salvarse a costa de un poco de dinero, sino ir cautivo al igual que otros muchos, como un rico esclavo, a hacer ver a los Romanos cuánta era la riqueza que avaro y escaso les había reservado.

Pero no solamente despidió a los Galos con embustes, sino que habiendo solevantado a Gentio, el rey de Iliria, ofreciéndole trescientos talentos para que le auxiliara en la guerra, llegó sí a contarles el dinero a los que vinieron de su parte, y se lo presentó para que lo sellaran; mas luego, como Gentio, en la inteligencia de tener seguro lo que había pedido, hubiese ejecutado una acción impía y execrable, que fue prender y poner en cadenas a los embajadores que le enviaron los Romanos, entonces, echando ya cuenta Perseo con que no era necesario el alargar dinero para que Gentio hiciese la guerra, pues había dado pruebas bien seguras de enemistad y por sí mismo se había empeñado en ella con semejante injusticia, privó a aquel infeliz de los trescientos talentos, y miró con indiferencia que en pocos días hubiera sido con la mujer y los hijos arrojado del reino, como de un nido, por el pretor Lucio Anicio, que había sido enviado con tropas contra él. ¡Éste era el contrario con quien marchaba Emilio! Así, aunque a él le despreciaba, sus preparativos y sus fuerzas no dejaron de sorprenderle; porque los de a caballo eran cuatro mil y pocos menos de cuarenta mil los infantes que formaban la falange. Retiróse con este aparato a las orillas del mar, por las faldas del Olimpo, a sitios que no tenían entrada, y que además habían sido defendidos por él con fosos y con vallados de madera; por lo que estaba sin sobresalto, creyendo que con el tiempo y los excesivos gastos arruinaría a Emilio. Éste en su ánimo no estaba ocioso, sino que revolvía en él toda especie de ideas y tentativas; y como viese que los soldados con la anterior disciplina llevaban mal la inacción y se propasaban a indicar cosas impracticables, los reprendió sobre ello y les intimó que no se metieran ni pensaran en otra cosa que en ver cómo cada uno se prepararía a sí mismo y sus armas para el tiempo del combate, cómo usaría de la espada al modo romano, que la oportunidad el general la indicaría: mandando también que las guardias de noche las hicieran sin lanza, para estar más atentos y defenderse mejor del sueño, ante el temor de no poder rechazar los ataques del enemigo.

Por lo que los soldados andaban mas alborotados era por la falta de agua, pues la poca y mala que tenían manaba a la orilla del mismo mar. Reparó entonces Emilio que el monte Olimpo, tan elevado, estaba poblado de árboles; y conjeturando por el verdor de ellos que no podía menos de contener raudales que corrieran a la parte baja, les hizo abrir respiraderos y pozos en la misma falda. Llenáronse éstos al punto de agua clara, que corría por su peso e ímpetu del terreno que la estrechaba y como exprimía al sitio vacío. Con todo, no falta quien sostenga que hay fuentes de agua ya formada y escondida en los lugares de donde aquellas manan, y que su salida no es ni descubrimiento ni rotura, sino formación y reunión en aquel punto de materia que se liquida, y que esto sucede porque con la aglomeración y el frío se liquida el vapor húmedo, cuando comprimido a la parte más baja fluye y se hace corriente; pues tampoco los pechos de las mujeres se han de considerar como odres que estén llenos de leche ya formada, sino que, transformando dentro de sí la comida, elaboran y cuelan la leche; de esta misma manera los lugares fríos y abundantes en fuentes no contienen agua oculta, ni son reservatorios que arrojen de sí los grandes raudales de los caudalosos ríos, como de un principio pronto y permanente, sino que comprimiendo el viento y el aire, con el apretarlo y espesarlo lo vuelven en agua; y las excavaciones que se hacen en aquellos terrenos conducen y contribuyen mucho para esta especie de compresión, liquidando y haciendo fluidos los vapores, como los pechos de las mujeres para la lactancia; por el contrario, aquellos terrenos que están muy apretados no son a propósito para la formación del agua, porque no tienen el movimiento que la elabora. Mas los que tales cosas profieren, como que se complacen en acertijos, pues dicen también que los animales no tienen sangre dentro del cuerpo, sino que se forma, al ser heridos, de un cierto aire, o con la mudanza de las carnes, que es la que obra su salida y su licuación. Pero a éstos los refutan los ríos que se dirigen a lo más profundo de los lugares subterráneos y de las minas, no formándose poco a poco, como había de suceder si tomaran su origen de un repentino movimiento de la tierra, sino siendo ya en sí abundantes y caudalosos; así vemos también que, desgajándose una piedra, corre un gran caudal de agua y después se para. Mas baste de estas cosas.

Estuvo Emilio en reposo por algunos días, y se dice que, hallándose al frente uno de otro ejércitos tan poderosos, jamás se vio una inquietud semejante; mas empezó luego a hacer tentativas y esfuerzos por todas partes, y como llegase a entender que un solo punto se había quedado sin fortificar por la parte de Perrebia, hacia el templo de Apolo y la Roca, trató este negocio en consejo, dándole mayor esperanza el no estar defendido aquel sitio que temor su aspereza y fragosidad, que era por las que lo habían dejado sin custodiar. Entre los que se hallaban presentes, Escipión, llamado Nasica, yerno de Escipión Africano, y que más adelante tuvo mucha autoridad en el Senado, fue el primero que se ofreció a tomar el mando para encaminarse al punto designado, y después de él se presentó con grande ardimiento Fabio Máximo, el hijo mayor de Emilio, que todavía era muy mozo. Contento, pues, Emilio, les dio no tantas fuerzas como refiere Polibio, sino las que el mismo Nasica dice haber llevado consigo en carta escrita a un rey sobre estos sucesos. Los italianos, que no eran de la tropa de línea, subían a tres mil, y el ala izquierda, a cinco mil; y tomando con éstos Nasica ciento y veinte caballos y doscientos hombres de los Tracios y Cretenses, que mezclados estaban a las órdenes de Hárpalo, marchó por el camino que conducía al mar, y se acampó cerca de Heraclea, como si hubiese de embarcarse en las naves y cercar el ejército de los enemigos. Mas luego que los soldados comieron el rancho y sobrevinieron las tinieblas, descubriendo a los capitanes el verdadero, intento, caminó de noche en dirección opuesta al mar, y haciendo alto, dio descanso a la tropa bajo el templo de Apolo. Por esta parte, la altura del Olimpo pasa de diez estadios, como lo acredita una inscripción del que la midió, que dice así: Desde el templo de Apolo hasta la cumbre es del excelso Olimpo la medida - perpendicularmente fue tomadade estadios una década, y sobre ella un peletro , al que pies le faltan cuatro. Fue el medidor Xenágoras de Eumelo Salve ¡oh rey, y feliz suceso tengas! Es opinión de los geómetras que ni la altura de los montes ni la profundidad del mar pasan de diez estadios; pero Xenágoras parece que hizo esta medición, no a la ligera, sino por reglas y con los instrumentos convenientes.

Pasó allí Nasica la noche, y cuando Perseo, que veía a Emilio al frente en suma quietud, estaba distante de pensar en lo que sucedía, le llegó un tránsfuga cretense, que vino corriendo a noticiarle la marcha de los Romanos. Sobresaltóse con esta nueva, y aunque no movió el ejército, poniendo a las órdenes de Milón diez mil extranjeros estipendiarios y dos mil Macedonios, le envió a que sin dilación ocupase los pasos. Polibio dice que los Romanos sorprendieron a estas tropas estando todavía dormidas; pero Nasica refiere que en las alturas hubo un reñido encuentro, y que él mismo dio la muerte a un Tracio que le vino a las manos, hiriéndole en el pecho con la lanza, con lo que el enemigo cedió; y como Milón hubiese dado a huir vergonzosamente en túnica y sin armas, siguió el alcance con seguridad y condujo a lo llano sus soldados. Con estos sucesos levantó Perseo a toda prisa el campo, y hubo de retirarse sobrecogido ya de miedo y muy decaído de sus esperanzas. Érale, sin embargo, indispensable, o aguardar delante de Pidna y aventurar una batalla, o recibir al enemigo con un ejército dispersado por las ciudades, pues una vez descendido a lo llano no podía ser arrojado sino con gran mortandad y carnicería, mientras allí sus fuerzas eran grandes y el ardor de los soldados no podía menos de anunciarse peleando por la defensa de sus hijos y sus mujeres, a presencia del rey, y tomando éste parte en los peligros, que fue con lo que dieron ánimo a Perseo sus amigos. Formó, pues, su ejército y se apercibió a la pelea, reconociendo los sitios y distribuyendo los mandos, como para salir de sorpresa al encuentro de los Romanos en su misma marcha. El sitio tenía una llanura acomodada a la formación de la falange, que necesitaba de terreno igual, y había collados seguidos que favorecían las acometidas y retiradas de los cazadores y tropas ligeras. Corrían en medio los ríos Esón y Leuco, que, aunque no muy caudalosos entonces por ser el fin del verano, parecía, sin embargo, que oponían a los Romanos algún obstáculo.

Reunióse en esto Emilio con Nasica, y descendió en orden contra los enemigos; mas luego que vio su formación y su número, suspendió, maravillado, la marcha, como para hacer entre sí algunas consideraciones. Ardían por venir a las manos los caudillos jóvenes, y cercándole le rogaba que no se detuviese; sobre todo Nasica, que había adquirido confianza por lo bien que le había salido su expedición del Olimpo. Sonriósele Emilio, y le dijo: “Muy bien si yo tuviera tu edad; pero las muchas victorias, que me han hecho conocer los errores de los vencidos, me impiden el que en la marcha trabe batalla contra una falange ordenada y descansada”. En seguida dio orden para que las primeras tropas que estaban a la vista de los enemigos, quedando en escuadras, presentaran el aire de una formación, y que los de la retaguardia, mudando de posición, pusieran el valladar para acamparse: de esta manera, yéndose quedando por orden los que estaban delante para los últimos, no se advirtió que había deshecho la formación y que todos se habían colocado sin desorden en los reales. Al hacerse de noche, y cuando después del rancho se iban a dormir y descansar, la luna, que estaba en su lleno y bien descubierta, empezó de pronto a ennegrecerse, y desfalleciendo su luz, habiendo cambiado diferentes colores, desapareció. Los Romanos, como es de ceremonia, la imploraban para que les volviese su luz, con el ruido de los metales, y alzando al cielo muchas luces con tizones y hachas; mas los Macedonios a nada se movieron, sino que el terror y espanto se apoderó del campo, y entre muchos corrió secretamente la voz de que aquel prodigio significaba la destrucción de su rey. No era Emilio hombre enteramente nuevo y peregrino en las anomalías que los eclipses producen, los cuales a tiempos determinados hacen entrar la luna en la sombra de la tierra y la ocultan, hasta que pasando de la sombra vuelve otra vez a resplandecer con el sol. Mas con todo, siendo muy dado a las cosas religiosas, e inclinado a los sacrificios y a la adivinación, apenas vio a la luna enteramente libre, le sacrificó once toros; no bien se hizo de día, ofreció nuevo sacrificio de la misma especie a Hércules, no parando hasta veinte, y al primero y al vigésimo se observaron prodigios que dijo adjudicaban la victoria a los que se defendiesen. Hizo, pues, voto al mismo dios de otros cien bueyes y de juegos sagrados, mandando a los caudillos ordenar el ejército para la batalla; mas aguardó con todo a la inclinación y desvío del resplandor, para que el sol, desde el oriente, no los deslumbrara en la pelea dándoles de cara, por lo que estuvo dando tiempo, sentado en su tienda, la que tenía abierta por la parte de la llanura y del campo de los enemigos.

Hacia la entrada de la tarde, dicen algunos que, con designio de preparar Emilio que fuese de los enemigos la acometida, dio orden de que los Romanos soltaran por aquella parte un caballo sin freno, y que, yendo en su persecución, éste fue el principio de la pelea; mas otros sostienen que al retirarse con forraje los bagajes de los Romanos los acometieron los Tracios, mandados por Alejandro; que en defensa de aquellos salieron corriendo setecientos Ligures, y que acudiendo muchos al socorro de unos y otros, así fue como de ambas partes se trabó la pelea. Emilio, conjeturando, como un buen piloto, por el repentino ímpetu y movimiento de los ejércitos, lo arriesgado de aquella lucha, salió de la tienda y recorrió las filas de la infantería, infundiéndoles aliento; Nasica, que se había dirigido a las tropas ligeras, reparó en que faltaba muy poco para que estuviese ya trabado el combate con todas las fuerzas enemigas. Venían los primeros los Tracios, cuyo aspecto se dice ser muy fiero, hombres de procerosa estatura, con escudos blancos y relucientes, y botas de armadura, vestidos de túnicas negras, llevando pendientes del hombro derecho espadas largas de grave peso. Seguían a los Tracios los estipendiarios, con armas muy diversas, y con ellos venían mezclados los de la Peonia. El tercer orden era de las tropas escogidas de los Macedonios, los más sobresalientes en robustez y edad, deslumbrando con armas de oro y con ropas de púrpura. Colocados éstos en formación, sobrevinieron del campamento las falanges con bronceados escudos, llamadas calcáspidas, llenando el campo del resplandor del hierro y de la brillantez del metal, y haciendo resonar por los montes la vocería y confusión de los que mutuamente se animaban; habiéndose hecho con tal arrojo y prontitud esta embestida, que los primeros cadáveres cayeron a dos estadios del campamento de los Romanos.

Trabada la pelea, se presentó Emilio, y llegó a tiempo en que ya los primeros Macedonios, enristradas las lanzas, herían en los escudos de los Romanos, que no podían ofenderlos en lo vivo con sus espadas. Mas cuando después, desprendiendo del hombro los demás Macedonios las adargas, y recibiendo también a una sola señal con las lanzas en ristre a los legionarios Romanos, vio la fortaleza de la formación y la presteza del ataque, no dejó de sorprenderse y concebir temor, por no haber visto nunca un espectáculo tan terrible; así es que hacía mención frecuente de aquella sensación y de aquel espectáculo. Ostentóse entonces a sus combatientes con rostro sereno y placentero, recorriendo a caballo las filas sin yelmo y sin coraza. Mas el rey de los Macedonios, lleno de miedo, según dice Polibio, luego que se comenzó la batalla, huyó a caballo a la ciudad, pretextando que iba a sacrificar a Herades, que no recibe sacrificios tímidos de los cobardes ni acepta votos injustos: pues no es justo en ninguna manera que el que no tira al blanco lleve el premio, ni que venza el que no resiste, ni que salga bien el que nada hace, ni, finalmente, que tenga buena suerte el hombre malo. Por el contrario, a los ritos de Emilio se prestó grato el dios, pues peleando rogaba la victoria y buen éxito de la guerra, y combatiendo llamaba al dios en su auxilio. Con todo, un escritor llamado Posidonio, que se dice haber coincidido en aquellos tiempos y en aquellos sucesos, el cual compuso la historia de Perseo en muchos libros, dice que no se retiró por miedo ni a causa del sacrificio, sino que en el principio de la batalla le sucedió ya que un caballo lo dio una coz en un muslo, y en la batalla misma, no obstante que se hallaba muy incomodado, y que lo contenían los amigos, hizo que del bagaje le trajeran un caballo; que montando en él se colocó en la falange sin coraza, y que tirándose de una y otra parte muchas armas arrojadizas, le alcanzó un dardo todo de hierro, el cual no le dio de punta, sino que el golpe se corrió por el costado izquierdo; mas con todo, con el ímpetu de la marcha se le abrió la túnica y se vio la carne enrojecida con una gran contusión que por mucho tiempo conservó la señal del golpe; así es como Posidonio hace la apología de Perseo.

No pudiendo los Romanos romper la falange cuando llegaron a embestirla, Salio, comandante de los Pelignos, echó mano de la insignia de sus soldados y la arrojó contra los enemigos, por lo que, corriendo los Pelignos hacia aquel sitio, pues no es lícito ni aprobado entre los Italianos el abandonar la insignia, se vieron hechos y sucesos terribles en aquel encuentro de una y otra parte. Porque los unos procuraban con sus espadas apartar las lanzas, defenderse de ellas con los escudos o retirarlas cogiéndolas con la mano, y los otros asegurando el golpe con entrambas y apartando con las mismas armas a los que los acometían, como no bastasen ni el escudo ni la coraza para contener la violencia de la lanza, derribaban de cabeza los cuerpos de los Pelignos y Marrucinos, que, desatentados, corrían encolerizados como fieras a los golpes contrarios y a una muerte cierta. Mientras así eran molestados los de la vanguardia, no se contuvieron en su lugar los que formaban en pos de ellos, sin que esto fuese una fuga, sino una retirada al monte llamado Olocro: de manera que Emilio rasgó, según dice Posidonio, sus vestiduras al ver que éstos cedían y que los demás Romanos evitaban la falange, en la que no podían hacer mella, pues con la espesura de las lanzas, como con un vallado, se les presentaba por todas partes invencible. Mas como advirtiese, por ser luego el terreno desigual y no poder la fila mantener firme la reunión de los escudos, que la falange de los Macedonios empezaba a tener muchas interrupciones y muchos claros, como es preciso que suceda en los ejércitos grandes y en los encuentros diferentes de los que pelean, deteniéndose en unas partes y adelantándose en otras, recorrió repentinamente y dividió sus escuadrones, dándoles orden de que metiéndose por los claros y vacíos de los enemigos, y trabándose con ellos, no lidiaran una sola batalla contra todos, sino muchas e interpoladas por partes. Luego que Emilio enteró de esto a los jefes, y los jefes a los soldados, dividiéndose éstos y metiéndose dentro de la formación, acometieron a unos por los costados que no tenían defensa, y cayeron con ímpetu sobre otros, pues ya rota la falange, su fuerza y su acción, unida enteramente, se había desvanecido; y, como en estos combates singulares y contra pocos los Macedonios hiriesen con sus cortos alfanjes en unos escudos firmes y muy anchos, y resistiesen mal con sus endebles adargas a las espadas de aquellos que por su pesadez y la firmeza de los golpes pasaban por entre toda la armadura hasta la carne, se entregaron a la fuga.

Grande era la contienda contra éstos; y en ella Marco, el hijo de Catón, yerno de Emilio, que había dado pruebas del mayor valor, perdió la espada. Como era propio de un joven instruido en muchas ciencias, y que a su gran padre era deudor de hechos correspondientes a una gran virtud, teniendo por la mayor afrenta que vivo él quedara una prenda suya en poder de los enemigos, corre la línea y donde ve algún amigo o deudo le refiere lo que le ha sucedido y le pide auxilio. Reúnensele muchos de los más esforzados, y rompiendo con ímpetu por entre los demás, bajo la guía del mismo Marco, se arrojan sobre los contrarios. Retirándolos con muchas heridas, y dejando el sitio desierto y despejado, se dedican a buscar la espada. Aunque con gran dificultad, halláronla por fin escondida bajo montones de armas y de cadáveres, con lo que alegres y triunfantes cargan con mayor denuedo sobre aquellos enemigos que aún resistían. Finalmente, los tres mil escogidos, manteniendo su puesto y peleando siempre, todos fueron deshechos; hízose en los demás que huían terrible carnicería, tanto, que el valle y la falda de los montes quedaron llenos de cadáveres, y los Romanos, al pasar al día siguiente de la batalla el río Leuco, vieron sus aguas teñidas todavía en sangre. Dícese que murieron más de veinticinco mil; de los Romanos perecieron, según dice Posidonio, ciento, y según Nasica, ochenta.

Tuvo esta gran batalla una terminación muy pronta, porque habiéndose comenzado a la novena hora, antes de la décima habían ya alcanzado la victoria. Lo que restaba del día lo emplearon en seguir el alcance, persiguiéndolos hasta ciento y veinte estadios; de manera que ya se retiraron entrada la noche. Saliéronlos a recibir los criados con antorchas, y con gran regocijo y algazara los condujeron a las tiendas, que estaban iluminadas y adornadas con coronas de hiedra y laurel; mas el general recibió una terrible pesadumbre, porque militando en su ejército dos de sus hijos, no parecía por ninguna parte el más joven de ellos, que era al que más amaba, y al que veía sobresalir por su natural inclinación a la virtud entre sus hermanos. Siendo de un ánimo arrojado y pundonoroso, y todavía de edad muy tierna, tenía por cierta su pérdida, creyendo que por la inexperiencia se habría metido entre los enemigos en lo recio de la pelea. Con esta incertidumbre daba extremadas muestras de dolor; lo que, sentido por todo, el ejército, se pusieron en movimiento, dejando los ranchos, y empezaron a marchar con luces, unos a la tienda de Emilio, y otros a buscarle delante del campamento entre los primeros cadáveres, fue sumo el disgusto del ejército y el ruido que se promovió por aquella llanura, llamando todos a Escipión, porque a todos les pareció desde el principio a propósito para el mando y el gobierno, y moderado en sus costumbres tanto como el que más de sus deudos. Era ya muy tarde, y casi se había perdido toda esperanza, cuando se le vio retirarse del alcance con dos o tres de sus amigos, lleno todavía de sangre de los contrarios, porque como cachorro de generosa raza se había ido muy adelante, entusiasmado desmedidamente con el gozo de la victoria. Este el aquel Escipión que más adelante destruyó a Cartago y Numancia, y fue con mucha ventaja el primero por su virtud y el de mayor poder entre los Romanos de su edad. Dilatóle a Emilio la Fortuna para otro tiempo el acíbar de este triunfo, dándole entonces llenamente el sabroso placer de la victoria.

Perseo marchó huyendo de Pidna a Pela, habiéndose salvado de la batalla casi todos los de a caballo; mas como los alcanzase la infantería, empezólos a denostar por cobardes y traidores, derribándolos de los caballos y dándoles de golpes; por lo que, temeroso de aquel alboroto, sacó el caballo del camino, y quitándose la ropa de púrpura para no ser conocido, la puso en la grupa, y la diadema la tomó en sus manos; y habiendo hablado a sus amigos sin parar de andar, echó pie a tierra y tomó el caballo del diestro. De aquellos, uno empezó a fingir que se aseguraba el zapato que se le había desatado; otro, que daba de beber al caballo; otro, que tenía sed, y yéndole dejando de esta manera, a toda prisa lo abandonaron, no tanto por temor de los enemigos, como de su crueldad. Agitado con tantos males, procuraba echar a todos, apartándola de sí, la culpa de aquella derrota. Entró, ya llegada la noche, en Pela; y como al recibirle Eucto y Euleo, que eran los encargados del tesoro, le hicieran algunas reconvenciones sobre lo sucedido, y le hablaran y aconsejaran tan franca como inoportunamente, montó en cólera y dio por sí mismo muerte a ambos con su espada; con lo que nadie quedó a su lado, fuera de Evandro de Creta, Arquedamo de Etolia y Neón de Beocia. De los soldados siguiéronle los Cretenses, no tanto por afición como por golosina de sus riquezas, al modo que las abejas a los panales. Porque era mucho lo que llevaba y lo que presentó a la codicia de los Cretenses para robarlo, en vasos, fuentes y demás vajilla de plata y oro, hasta la suma de cincuenta talentos. Pasó primero a Anfípolis, y de allí después a Galepso, y como se le hubiese desvanecido un poco el miedo recayó nuevamente en el más antiguo de sus vicios, que era la avaricia; quejóse, pues, con sus amigos, de que neciamente había abandonado a los Cretenses algunas de las brillantes alhajas de Alejandro el Grande, exhortando a los que las tenían, no sin ruegos y lágrimas, a que las cambiaran por dinero. Los que le conocían bien no dudaron que aquello era cretizar con los Cretenses; mas ellos cayeron en el lazo, y entregándolas, se quedaron sin nada, porque no les dio el dinero; y aun tomó prestados de los amigos treinta talentos, los mismos que de allí a poco habían de ocupar los enemigos y con aquellos navegó a Samotracia, donde, fugitivo, se acogió al templo de los Dioscuros.

Habían tenido siempre fama los Macedonios de ser amantes de sus reyes, pero entonces, abatidos todos como cuando de pronto falta el apoyo, se entregaron a Emilio, al que en dos días hicieron dueño de toda la Macedonia; este hecho parece conciliar mayor crédito a los que atribuyen todos estos sucesos a un especial favor de la Fortuna. Pero aún es más maravilloso lo que acaeció en el sacrificio: pues sacrificando Emilio en Anfípolis, en el acto mismo cayó un rayo en el ara, el que abrasó las víctimas y perfeccionó la ceremonia. Con todo, aun sube de punto sobre este prodigio y sobre la dicha de Emilio la rapidez de la fama, pues al día cuarto de haber alcanzado de Perseo esta victoria de Pidna, estando en Roma el pueblo viendo unas carreras de caballos, repentinamente corrió la voz en los primeros asientos del teatro de que Emilio, habiendo vencido a Perseo en una gran batalla, había subyugado toda la Macedonia, y de allí se difundió luego la misma voz por toda la concurrencia; con lo que en aquel día, fue grande el gozo que con algazara y regocijo se apoderó de la ciudad. Mas como luego se viese que aquel rumor vago no tenía apoyo u origen seguro, por entonces se desvaneció y disipó; pero tenida a pocos días la noticia positiva, se pasmaron todos de aquel anticipado anuncio, que pareciendo falso dijo la verdad.

Dícese que de la batalla de los Italianos junto al río Sagra se tuvo noticia en el mismo día en el Peloponeso, así como en Platea de la de Mícale contra los Medos; y cuando los Romanos vencieron a los Tarquinos y a los del Lacio sus auxiliadores, de allí a muy poco llegaron dos mensajeros, varones de gran belleza y estatura, que trajeron el aviso, y se conjeturó que eran los Dioscuros. El primero que tropezó con ellos en la plaza, cuando junto a la fuente estaban dando de beber a sus caballos cubiertos de sudor, se quedó pasmado con el anuncio de esta victoria: ellos después se dice que le cogieron con la mano la barba sonriéndosele blandamente, y como al punto la barba negra se volviese roja, este suceso concilió crédito a la noticia, y a aquel hombre el apellido de Enobarbo, que viene a ser el de la barba bronceada. También ha ganado crédito a todas estas relaciones lo sucedido en nuestros días, porque cuando Antonio se rebeló contra Domiciano se esperaba enconada guerra de parte de la Germanía; y siendo grande la turbación en Roma, de repente y por sí mismo difundió el pueblo la fama de una victoria, corriendo por toda Roma la voz de que el mismo Antonio había sido muerto, y de que, derrotado su ejército, ni señal había quedado de él. Esta noticia adquirió tal certeza y seguridad, que muchos de los principales ofrecieron sacrificios. Inquirióse luego sobre el primero que lo refirió, y como no aparecía nadie, sino que el rumor corriendo de unos en otros se desvaneció, viniendo a lo último a parar en nada arrojado en una muchedumbre confusa como en un piélago inmenso, sin que se le diese origen ninguno cierto, aquella fama se borró del todo en la ciudad. Mas cuando ya Domiciano había marchado con su ejército a la guerra, le encontró en el camino la noticia, y cartas en que se le daba cuenta de la victoria, y se halló que el día de la fama fue el mismo que el del suceso, habiendo de distancia de un punto a otro más de veinte mil estadios: cosa que de los de nuestra edad no ignora nadie.

Gneo Octavio, colega de Emilio en el mando, que aportó a Samotracia, respetó para con Perseo el asilo en honor de los Dioses, pero le cerró la salida y la fuga por el mar: con todo, pudo a escondidas ganar a un tal Oroandes de Creta, que tenía un barquichuelo, para que le admitiese en él con sus riquezas; mas éste, usando de las artes cretenses, tomó de noche todo su caudal, y diciéndole que a la siguiente fuese al puerto Demetrio con los hijos y la familia precisa, se hizo a la vela al mismo anochecer. Pasó en esta ocasión Perseo por angustias bien miserables, habiendo tenido que salvar la muralla por una estrecha tronera él, sus hijos y su mujer, no estando todavía hecho a riesgos y trabajos: así, lanzó un lamentable suspiro, cuando andando perdido en la playa se llegó a él uno y le dijo haber visto que Oroandes había salido apresuradamente al mar. Porque clareaba ya el alba, y destituido de toda esperanza se retiró corriendo hacia la muralla, no sin ser de los Romanos observado; mas con todo logró adelantarse a ellos con su mujer. Los hijos, tomándolos por la mano, los había entregado a Ion, y éste, que antes había sido el favorito de Perseo, se convirtió entonces en traidor; lo que principalmente contribuyó a que aquel desgraciado, como fiera que ha perdido sus cachorros, se viera en la precisión de dejarse prender y entregar su persona a los que ya se habían apoderado de sus hijos. Tenía su principal confianza en Nasica, y por éste preguntaba; mas como no pareciese, lamentando su suerte, y sujetándose a la necesidad, se puso como cautivo en manos de Gneo, manifestando bien a las claras que era en él un vicio más ruin que el de la avaricia el de la cobardía y apego a la vida, por el cual se privó del único bien que la Fortuna no puede arrebatara los caídos, que es la compasión. Porque habiendo rogado que le llevaran a la presencia de Emilio, éste, como debía hacerse con un hombre de tanta autoridad sobre quien había venido una ruina tan terrible y desgraciada, levantándose de su asiento salió a recibirle con sus amigos, derramando lágrimas, y él, poniendo el rostro en el suelo, que era un vergonzoso espectáculo, y abrazándole las rodillas, prorrumpió en exclamaciones y ruegos indecentes, que Emilio no pudo escuchar con paciencia, sino que, mirándole con rostro enojado y severo: “Miserable- le dijo¿Por qué libras a la Fortuna de uno de sus mayores cargos, haciendo cosas por las que se ve que si eres desgraciado lo tienes merecido, y que no es de ahora sino de siempre haber sido indigno de ser dichoso? ¿Por qué echas a perder mi victoria y apocas mi triunfo, haciendo ver que no eras un enemigo noble y digno de los Romanos? La virtud alcanza para los desgraciados gran parte de reverencia aun entre los enemigos, pero la cobardía, aun cuando sea afortunada, es para los Romanos la cosa más despreciable”.

Con todo, levantándole y dándole la diestra, lo encomendó a Tuberón, y reuniendo después fuera de la tienda a sus hijos y yernos, y a los más jóvenes de los que tenían mando, estuvo largo rato pensativo entre sí con gran silencio, tanto, que todos estaban admirados; mas comenzando luego a disertar sobre la fortuna de los sucesos humanos: ¿Habrá hombre- exclamó- que en la presente prosperidad crea que le es dado engreírse y envanecerse de que ha sojuzgado una nación, una ciudad o un reino? La Fortuna, poniéndonos a la vista esta mudanza como un ejemplo en el que todo conquistador contemple la común flaqueza, nos amonesta que nada debemos considerar como estable y seguro; porque ¿cuál será el tiempo en que pueda el hombre vivir confiado, cuando el dominar a los otros obliga a estar más temeroso de la Fortuna, y la idea de que la suerte revuelve y acarrea por veces iguales desastres, ahora a unos y luego a otros, debe infundir recelos al que se huelga como más favorecido? ¿Acaso viendo que la herencia de Alejandro, cuyo poder y dominación llegó al grado más alto que se ha conocido, en menos de una hora la habéis humillado bajo vuestros pies, y que unos reyes, que poco ha imperaban a tantas legiones de infantería y a tantos escuadrones de caballería, reciben ahora la comida y bebida diaria de manos de los enemigos, podéis pensar que vuestras cosas han de tener una consistencia que pueda prevalecer contra el tiempo? ¿No será más razón que, dando de mano a ese orgullo y a esa vanidad de la victoria, reprimáis vuestros ánimos, estando siempre atentos a lo futuro, para ver qué fin prepara el hado a cada uno de vosotros en contrapeso de tamaña felicidad?” Pronunciadas estas y otras semejantes razones, se dice que despidió Emilio a aquellos jóvenes, y que los dejó muy corregidos de su vanagloria y altanería, conteniéndolos como un freno con aquella alocución.

Dio después de esto descanso al ejército, y tomó para sí por tarea y por honroso y humano recreo el visitar la Grecia; porque recorriendo y tomando bajo su amparo los pueblos, confirmó su gobierno y les hizo donativos, a unos de granos y a otros de aceite; pues se cuenta haber sido tan grande el repuesto que se encontró, que antes faltó a quién darlo y quién lo pidiese, que agotarse lo que se tenía prevenido. Habiendo visto en Delfos un gran pedestal construido de piedras blancas, sobre el que había de colocarse una estatua de oro de Perseo, mandó que en vez de aquella se pusiese la suya, pues era razón que los vencidos cediesen su puesto a los vencedores. Y en Olimpia se refiere que profirió aquel dicho tan celebrado: Que Fidias había esculpido el Zeus de Homero. Al llegar de Roma diez mensajeros, restituyó a los Macedonios su tierra y sus ciudades libres e independientes, mas con el tributo a favor de Roma de cien talentos, menos de la mitad de aquello con que contribuían a los reyes; ordenó espectáculos y juegos de todas especies y sacrificios a los Dioses, y dio cenas y banquetes, gastando con profusión de la despensa real; pero en el orden y aparato, en las salutaciones y demás cumplidos, en la distribución del lugar y honor que a cada uno le era debido, manifestó un conocimiento tan diligente y cuidadoso, que se maravillaron los Griegos de que para tales desahogos no le faltase atención, sino que, con ejecutar tan grandes hazañas, aun las cosas pequeñas las pusiese tan en su punto. Estaba también muy complacido por advertir que entre tanta prevención y tanto brillo él era el más dulce recreo y espectáculo para los que con él asistían. A los que mostraban maravillarse de su desvelo respondía que a un mismo ingenio pertenecía disponer bien un ejército y un banquete: aquel para hacerle el más terrible a los enemigos, y éste el mas grato a los convidados. Ni era menos celebrada de todos su liberalidad y grandeza de ánimo; pues con haber encontrado amontonado mucho oro y mucha plata en los tesoros del rey, ni siquiera quiso verlo, sino que lo puso a disposición de los cuestores para el erario. Solamente a aquellos de sus hijos que eran dados a las letras les permitió escoger entre los libros del rey, y al distribuirlos premios del valor dio a Elio Tuberón, su yerno, una copa de peso de cinco libras. Este es aquel Tuberón de quien dijimos vivía con once parientes suyos en una misma casa, manteniéndose todos con el producto de un campo muy pequeño. Dícese que esta fue la primera plata que entró en la casa de los Elios, ganada con la virtud y el valor, y que fuera de esta alhaja, nunca ni ellos ni sus mujeres usaron cosa de oro o plata.

Habiendo ordenado convenientemente todos sus negocios, se despidió de los Griegos, y exhortando a los Macedonios a que tuvieran en memoria la libertad recibida de los Romanos, y a que la conservasen con las buenas leyes y la concordia, se retiró a Epiro, por haber recibido un decreto del Senado, en el que se le prescribía que de aquellas ciudades tomara con qué socorrer a los soldados que bajo sus órdenes habían peleado en la batalla contra Perseo. Propúsose que se cayera sobre todos repentinamente y cuando nadie lo esperase, para lo que hizo comparecer a diez hombres de los principales de dicha ciudad, y les dio orden de que cuanta plata y oro hubiese en las casas y en los templos la recogiesen para el día señalado; dio a cada diputación, como si fuera para aquel objeto, una escolta de soldados y un caudillo, el cual había de aparentar que buscaba y recogía el dinero. Llegado el día, a una y en un mismo momento se entregaron todos a la persecución y saqueo de los enemigos; de manera que en sola una hora hicieron cautivos a ciento cincuenta mil hombres y arrasaron setenta ciudades, y no vino a recibir cada soldado en donativo arriba de once dracmas, con haber sido tal la destrucción y ruina: horrorizando a todos el fin de esta guerra, viendo que tan poca era la utilidad y ganancia que a cada uno había resultado del destrozo de toda una nación.

Emilio se vio en la precisión de ordenarlo muy contra su naturaleza, que era benigna y apacible; y una vez ejecutado bajó a Orico, de donde, hecha la travesía para la Italia con sus tropas, subió luego por el río Tíber en una galera real de diez y seis remos, adornada con armas de las cogidas a los enemigos y con ropajes de grana y de púrpura; de modo que los Romanos, que por las orillas concurrían como a un espectáculo triunfal, gozaron anticipadamente de su pompa, llegando bien adelante, por cuanto la corriente apenas daba paso a la embarcación. Repararon entonces los soldados en el inmenso botín, y como, no les había tocado lo que deseaban, incomodáronse dentro de sí mismos por esta causa, quedando muy irritados contra Emilio; pero en público se quejaron de que los había tratado dura y despóticamente, y con este pretexto no hicieron gran empeño para que se le decretara el triunfo. Llególo a entender Sergio Galba, enemigo de Emilio, que había sido tribuno bajo sus órdenes, y se presentó a sostener decidida y manifiestamente que no debía concedérsele. Levantándole, pues, entre la turba militar muchas calumnias, y atizando el encono con que ya le miraban, pidió a los tribunos de la plebe otro día, porque aquel no podía bastar para la acusación, no quedando ya sino cuatro horas. Mas los tribunos le prescribieron que dijese lo que tuviera que decir, y él, empezando de muy lejos y haciendo un discurso lleno de toda especie de dicterios, consumió todo el tiempo; y como, por haberse hecho de noche, los tribunos disolviesen la junta, los soldados se unieron a Galba, tomando con éste bríos, y animándose unos a otros se volvieron a presentar muy de mañana en el Capitolio: porque allí habían de tener los tribunos la nueva junta.

Hízose la votación luego que fue de día, y la primera tribu votó contra el triunfo. Difundióse la noticia por la ciudad, y llegó a conocimiento del pueblo y del Senado. La plebe veía con disgusto el que se afrentase a Emilio, sobre lo que prorrumpía en inútiles quejas; pero los principales del Senado, diciendo a gritos que era insufrible lo que pasaba, se incitaban unos a otros para hacer frente al desacato y temeridad de los soldados, que si no se le opusiese resistencia se propasaría a todo desorden y violencia, saliéndose con privar a Emilio de los honores de la victoria. Penetraron, pues, por entre la muchedumbre, y, subiendo en gran número, intimaron a los tribunos que suspendiesen la votación hasta que manifestasen al pueblo cuáles eran sus deseos. Contuviéronse todos, e impuesto silencio, se levantó Marco Servilio, varón consular, que en desafío había muerto a veintitrés enemigos, y “ahora conozco- dijo- cuán grande general es Paulo Emilio, viendo que con un ejército, en que no se advierte sino indisciplina y maldad, ha podido ejecutar tan grandes y tan singulares hazañas, y me maravillo de que el pueblo, que tanto se honra con los triunfos alcanzados de los Ilirios y de los Ligures, no quiera hacer demostración por haberse tomado vivo con las armas romanas al rey de los Macedonios y haber sido traída en cautiverio la gloria de Alejandro y de Filipo. Porque ¿no será cosa extraña que se diga que a la primera voz, todavía incierta, de esta victoria, esparcida por la ciudad, sacrificasteis a los Dioses, haciendo votos por ver cuanto antes cumplido aquel rumor, y que cuando el general viene con la certeza de la victoria privéis a los Dioses de su debido honor y a vosotros mismos del regocijo que es propio, como si temieseis que se manifestase la grandeza de tan admirable suceso, como si tuvieseis miramiento con el rey cautivo? Y en caso, menos malo sería que el triunfo se negase por compasión a éste, que no por envidia al general. Pero la malignidad ha tomado tanto ascendiente entre vosotros, que un hombre jamás herido y de cuerpo garboso y adamado, como criado a la sombra, se atreve en materia de mando militar y de triunfo a llevar la voz ante vosotros mismos, amaestrados con tantas heridas a discernir entre la virtud y la inutilidad de los generales”. Y al decir esto, desabrochándose la ropilla, mostró en el pecho una multitud increíble de cicatrices; pasó después a descubrir ciertas partes del cuerpo, que no parece decente desnudar ante el pueblo, y volviéndose a Galba: “Tú, sin duda, le dijo, te burlas de estas señales, mas yo las ostento con vanidad a mis conciudadanos, pues por ellos, no bajando del caballo ni de día ni de noche, las he recibido; pero vamos, llévalos a votar, que yo bajaré y los seguiré a todos, y con esto conoceré quiénes son los malos y desagradecidos y los que en la guerra quieren más alborotar que obedecer a guardar disciplina”.

Dícese que de tal modo quebrantó y sorprendió a la gente de guerra este discurso, que después, por las otras tribus, le fue a Emilio decretado el triunfo. Ordenóse luego, según la memoria que ha quedado, de esta manera: el pueblo, habiéndose levantado tablados en los teatros para las carreras de los caballos, que se llaman circos, y en las inmediaciones de la plaza, y en todos los parajes por donde había de pasar la pompa, la vio desde ellos, yendo toda la gente vestida muy de limpio; los templos todos estaban abiertos y llenos de coronas y perfumes; muchos alguaciles y maceros, apartando a los que indiscretamente corrían y se ponían en medio, dejaban libre y desembarazada la carrera. La ceremonia toda se repartió en tres días, de los cuales en el primero, que apenas alcanzó para el botín de las estatuas, de las pinturas y de los colosos, tirado todo por doscientas yuntas, esto mismo fue lo que hubo que ver. Al día siguiente pasaron en muchos carros las armas más hermosas y acabadas de los Macedonios, brillantes con el bronce o el acero recién acicalado. La colocación, dispuesta con artificio y orden, parecía fortuita y como hecha por sí misma; los yelmos sobre los escudos; las corazas junto a las canilleras; las adargas cretenses, las rodelas de Tracia, las aljabas mezcladas con los frenos de los caballos, a su lado espadas desnudas, y junto a éstas, las lanzas macedonias, habiéndose dejado huecos proporcionados entre todas estas armas, con lo que en la marcha, dando unas con otras, formaban un eco áspero y desapacible, que aun con provenir de armas vencidas hacía que su vista inspirase miedo. En pos de estos carros de armas marchaban tres mil hombres, conduciendo la moneda de plata en setecientas y cincuenta esportillas de a tres talentos, y a cada uno de éstos le acompañaban otros cuatro. Seguían luego otros, que conducían salvillas, vasos, jarros y tazas de plata, muy bien colocadas todas estas piezas para que pudieran verse, y primorosas en sí, y por lo grandes y dobles que aparecían.

En el día tercero, muy de mañana, abrieron la pompa trompeteros, que tocaban, no una marcha compasada y propia del caso, sino aquella con que se incitan los Romanos a sí mismos en medio de la batalla; y en seguida eran conducidos ciento veinte bueyes cebones, a los que se les habían dorado los cuernos, y que habían sido adornados con cintas y coronas. Los jóvenes que los llevaban, ceñidos con fajas muy vistosas, los guiaban al sacrificio, y con ellos otros más mocitos con jarros de plata y oro para las libaciones. Venían luego los que conducían la moneda de oro, repartida en esportillas de a tres talentos, como la de plata, y éstas eran al todo setenta y siete. Tras éstos seguían los que conducían el ánfora sagrada, que Emilio había hecho guarnecer con pedrería de hasta diez talentos, y los que iban enseñando las antigónidas, las seléucidas, las tericleas y demás piezas de la vajilla que usaba Perseo en sus banquetes. En pos iba el carro de Perseo y sus armas, y la diadema puesta sobre las armas. Después, con algún intervalo, eran conducidos como esclavos las hijos del rey, y con ellos una turba de camareros, de maestros y de ayos, bañados en lágrimas, y que tendían las manos a los espectadores, adiestrando a los niños a pedir y suplicar. Eran éstos dos varones y una hembra, poco atentos a la magnitud de sus desgracias a causa de la edad, y por lo mismo esta simplicidad suya en semejante mudanza los hacía más dignos de compasión; de manera que estuvo en muy poco el que Perseo se les pasase sin ser visto, tan fija tenían los Romanos la vista por compasión sobre aquellos inocentes. A muchos les sucedió caérseles las lágrimas, y entre todos no hubo ninguno para quien en aquel espectáculo no estuviese mezclado el pesar con el gozo hasta que los niños hubieron pasado.

No venía muy distante de los hijos y de su servidumbre el mismo Perseo, envuelto en una mezquina capa, calzado al estilo de su patria y como embobado y entontecido con el exceso de sus males; seguíanle inmediatamente muchos amigos y deudos, anegados sus rostros en llanto, y manifestando a los espectadores con mirar incesantemente a Perseo, y llorar, que era la suerte de aquel por la que se dolían, teniendo en muy poco la propia desventura. Habíase dirigido antes a Emilio, pidiéndole que no le llevasen en la pompa y que le excusara el triunfo; mas éste, escarneciéndole, a lo que parece, por su cobardía y apego a la vida; “pues esto- respondió- en su mano ha estado, y lo está todavía sí quiere”, dando a entender que, pues, por cobardía no había tenido valor para sufrir la muerte antes que la afrenta, seducido con lisonjeras esperanzas, esto era lo que había hecho que fuera contado entre sus despojos. Venían en pos inmediatamente cuatrocientas coronas de oro, que las ciudades habían enviado con embajadas a Emilio por prez de la victoria. Finalmente, venía él mismo, conducido en un carro magníficamente adornado; varón que, aun sin tanta autoridad, se atraía las miradas de todos. Vestía un ropaje de diversos colores, bordado de oro, y con la diestra alargaba un ramo de laurel. Iguales ramos llevaba el ejército que iba en pos del carro del general, formado por compañías y batallones, cantando ya canciones patrióticas, serias y jocosas, y ya himnos de victoria y alabanzas de los sucesos, encaminadas principalmente a Emilio, mirado y acatado de todos, y sin dar envidia a ninguno de los hombres de bien, sino que debe de haber algún mal Genio que tenga por oficio apocar las grandes y sobresalientes felicidades y aguar la vida de los hombres, para que ninguno la tenga exenta y pura de males, sino que parezca que aquel sale bien librado, según la sentencia de Homero, en cuyos sucesos alternativamente use de sus mudanzas la Fortuna.

Así es que, teniendo Emilio cuatro hijos, dos trasladados a otras familias, como ya dijimos, a saber, Escipión y Fabio, y dos en la edad de la puericia, que los mantenía en casa, nacidos de la segunda mujer, de éstos el uno falleció cinco días antes de triunfar el padre, en la edad de catorce años, y el otro murió de doce, tres días después de la misma ceremonia; de manera que no hubo Romano a quien no alcanzase aquella pesadumbre: y antes todos se horrorizaron de tal crueldad de la Fortuna, que no tuvo reparo en derramar tanto luto sobre una casa abastada de respeto, de júbilo y de fiestas, mezclando los lamentos y las lágrimas con los himnos de victoria y los triunfos.

Por lo que hace a Emilio, teniendo bien considerado que los hombres han menester valerse de la fortaleza y osadía, no sólo contra las armas y las lanzas, sino también contra todos los casos de la Fortuna, se preparó y dispuso de tal manera para esta mezcla de sucesos, que, compensándose lo adverso con lo próspero y lo doméstico con lo público, en nada se apocó la grandeza o se oscureció el esplendor de su victoria. Por tanto, luego que dio sepultura al primero de sus hijos, celebró el triunfo como hemos dicho; y muerto el segundo, después de aquella solemnidad, congregó a los Romanos en junta pública y les dirigió un razonamiento propio, no de un hombre que necesitaba consuelo, sino de quien se proponía consolar a sus conciudadanos afligidos con sus propios infortunios. “Nunca temí nada- les dijo- en las cosas humanas; mas en las superiores, recelando siempre de la Fortuna como de la cosa más instable y varia, al ver que más principalmente en esta guerra, como un viento favorable, había precedido a mis negocios, no dejé de esperar alguna mudanza y contrariedad. Porque atravesando desde Brindis al Mar Jonio, en un día aporté a Corcira, y estando allí al séptimo en Delfos sacrificando a Apolo, en otros cinco me reuní con el ejército; y hecha la ceremonia de su purificación, según costumbre, dando principio a las operaciones de guerra, en otros quince días le di el complemento más glorioso. Desconfiado, pues, de la Fortuna por el curso tan próspero de los sucesos, pues que fue grande la seguridad y ninguno el peligro de parte de los enemigos, entonces más particularmente empecé a temer para el regreso por mar la mudanza de algún Genio, habiendo vencido con feliz suerte tan numeroso ejército y trayendo despojos y reyes cautivos. vosotros, y encontrando la ciudad rebosando júbilo, en aplausos y en fiestas, todavía no dejé de sospechar de la Fortuna, sabiendo que no lisonjea en las cosas grandes a los hombres con nada que sea cierto y sin desquite; nunca mi alma depuso este miedo, agitada siempre y en observación de lo futuro, hasta que me hirió en mi casa con tamaña desventura, teniendo que celebrar unos en pos de otros, en los días más festivos y solemnes, los funerales de los dos más amables hijos que había reservado para que fuesen mis herederos. Considérome, pues, ahora, fuera de todo grave peligro, y aun conjeturo y pienso que para mí mismo ha de permanecer ya la Fortuna inocente y segura, pues parece que se ha valido para mi castigo de males tan grandes como han sido mis prosperidades: no siendo menos evidente el ejemplo que da de la humana miseria en el triunfador que en el conducido triunfo, y aun con la diferencia de que Perseo, vencido, conserva sus hijos, y el vencedor Emilio ha perdido los suyos”.

Este fue el magnífico y noble razonamiento que con sencilla y verdadera prudencia se dice haber dirigido Emilio al pueblo en aquella sazón. En cuanto a Perseo, aunque aquel tuvo ánimo de manifestar compasión por la mudanza de su suerte y prestarle auxilios, nada más se sabe sino que fue trasladado de la que los Romanos llaman cárcel a un lugar más decente, en el que, se le trató con más humanidad; pero custodiado siempre en él, según la opinión del mayor número de escritores, se quitó a sí mismo la vida, negándose a tomar alimento. Más con todo, hay algunos que señalan otra causa particular y extraña de su muerte; pues dicen que estando incomodados e irritados con él los soldados encargados de custodiarle, como no pudiesen ofenderle ni molestarle en otra cosa, le despertaban del sueño, estando siempre atentos a que no se durmiese y a desvelarle por todos medios, hasta tanto que con esta especie de mortificación acabó sus días. Murieron también dos de sus hijos, y del tercero llamado Alejandro, se dice que fue primoroso y de grande ingenio en el cincelar y tornear; y que habiendo aprendido las letras y la lengua romana, fue amanuense de los primeros magistrados, por haberse visto que era muy diestro y elegante en este ejercicio.

Entre estos brillantes sucesos de la guerra macedónica, lo que concilió a Emilio mayor aprecio entre todos fue haber puesto en el erario tal cantidad de dinero, que no hubo necesidad de que contribuyera el pueblo hasta los tiempos de Hircio y Pansa, que fueron cónsules hacia la primera guerra de Antonio y César; pero lo más particular y admirable en Emilio fue que con ser muy venerado y honrado del pueblo, se mantuvo siempre, sin embargo, en el partido aristocrático, no diciendo ni haciendo nunca nada por complacer a la muchedumbre, sino uniéndose siempre en las cosas de gobierno con los más distinguidos y principales de la república, que fue con lo que más adelante reconvino Apio a Escipión Africano. Porque siendo ambos entonces de los más principales de la ciudad, pidieron a un tiempo la dignidad censoria: aquel, teniendo de su parte al Senado y a los más principales, manejo que en los Apios era hereditario, y éste, aunque grande de por sí, favorecido siempre con el celo y amor de la muchedumbre. Pues como al entrar en la plaza Escipión le viese Apio llevar a su lado a hombres ruines y de condición servil, libertos y propios para concitar la muchedumbre y violentarlo todo con atropellamiento y gritería, alzando la voz: “¡Oh Paulo Emilio- le dijo-, gime debajo de tierra al ver que Emilio el pregonero y Licinio Filonico promueven a la censura a tu hijo!” Así Escipión, favoreciendo al pueblo, se ganó su benevolencia; y Emilio, con ser del partido aristocrático, no fue por esto menos amado de la muchedumbre que el que pudiera parecer más demagogo y más dedicado a lisonjear al pueblo. Vióse esto en que le tuviesen por digno de otros cargos, y del de la misma censura, que es el más sagrado de todos y el de mayor autoridad para otras cosas y para el examen del modo de vivir de cada uno. Porque tienen los censores facultad para excluir del Senado al que vive desarregladamente, para nombrar al de mayor probidad y para castigar a los jóvenes privando de la dignidad ecuestre al que es disipador. Tócales también el investigar la hacienda de cada uno y celebrar el lustro; y en su tiempo se halló ser el censo de Roma trescientos treinta y siete mil cuatrocientos cincuenta y dos hombres, dio asimismo el primer lugar en el Senado a Marco Emilio Lépido, que ya cuatro veces había obtenido esta preferencia; expelió de él a tres senadores de los de menos nombre, y tanto él mismo como su colega Marcio Filipo se condujeron con mucha moderación en el examen de los escritos en el orden ecuestre.

Llevados a cabo muchos y grandes negocios, fue acometido de una enfermedad peligrosa al principio, pero después sin riesgo, aunque trabajosa y de desesperada curación. Persuadiéronle los médicos que pasase a Elea de Italia [Velia], donde permaneció largo tiempo en países litorales, en que gozaba de la mayor quietud; pero los Romanos deseaban verle, y en los teatros se habían dejado oír muchas voces que indicaban este deseo; por lo que, como fuese preciso un solemne sacrificio y se sintiese con alivio, regresó a Roma. Celebró, pues, el indicado sacrificio con los demás sacerdotes, concurriendo mucho pueblo, y manifestándose muy contento, y al día siguiente sacrificó él mismo a los Dioses otra vez por su salud. Cumplida esta segunda ceremonia, volvió a su casa y se acostó; y sin advertir o conocerse novedad, cayó en un accidente que le privó de todo sentido, y murió al tercero día, sin que en vida hubiese podido echar de menos nada de cuanto los hombres creen que conduce para la felicidad. Hasta la solemnidad de su enterramiento fue de gran aparato y digna de verse, correspondiendo a la virtud de tal varón sus magníficos y concurridos funerales. No se echaban de ver en éstos el oro ni el marfil, ni los exquisitos y preciosos adornos de tal pompa, sino la benevolencia, el respeto y el amor, no solamente de parte de los ciudadanos, mas aun de los enemigos; pues cuantos se hallaron presentes de los Españoles, los Ligures y los Macedonios, si eran jóvenes y robustos, echaban- mano al féretro y le conducían sobre sus hombros; y los más ancianos iban en rededor de él, aclamando a Emilio por bienhechor y salvador de su respectiva patria. Porque no solamente los trató a todos blanda y humanamente mientras los gobernó, sino que por toda la vida les hizo cuanto bien pudo y cuidó de ellos como si fueran sus familiares y deudos. Su hacienda dicen que apenas ascendió a trescientos setenta mil denarios, de la que dejó por herederos a sus hijos; pero Escipión el menor dejó que toda la llevase su hermano, habiendo él pasado por adopción a una casa muy rica, como lo era la de Africano. Tal se dice haber sido las costumbres y la vida de Paulo Emilio.