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Así como decía Simónides ¡oh Socio Seneción! que Troya no estaba mal con los Corintios porque le hubiesen hecho guerra con los Griegos, pues que Glauco, Corintio de origen, había sido en su auxilio, de la misma manera no deberán quejarse de la Academia ni los Romanos ni los Griegos, pues que van a tener igual parte en este escrito, que contendrá las vidas de Bruto y de Dion. Como de ellos éste hubiese oído al mismo Platón, y aquel hubiese sido instruido en sus doctrinas, ambos, saliendo de una misma palestra, se arrojaron a los mayores certámenes. No es de extrañar, pues, que, habiendo sido muy semejantes, y casi puede decirse hermanas, sus acciones, hayan acreditado de cierta la sentencia de aquel su adiestrador a la virtud, cuando decía que es necesario que el poder y la fortuna concurran en uno con la prudencia y, la justicia para que las empresas políticas lleguen a ser grandes e ilustres. Porque así como Hipómaco, el director de palestra, decía que a los que en la suya se habían ejercitado los conocía de lejos en el aire del cuerpo aun cuando los veía llevar carne de la plaza, es natural de la misma manera que la razón presida con igualdad a las acciones de los que han sido de un mismo modo educados, poniendo en ellas justamente con la decencia apropiada a cada caso cierta uniformidad y concordia.

La suerte y fortuna de ambos, que fueron las mismas en el éxito, aunque no en el modo y los medios, forman la semejanza de sus vidas: ambos murieron, en efecto, antes del fin de sus empresas, no habiendo podido darles feliz cima aun a costa de muchos y grandes combates, y lo más admirable es que a ambos se les anunció por un medio sobrehumano su fin, habiéndoseles aparecido fantasmas odiosos y enemigos. Mas en esta materia hay cierta doctrina que destierra todos estos embaimientos, enseñando que a ningún hombre que está en su sano juicio se le aparece la forma o imagen de un Genio, sino que sólo los niños, las mujerzuelas y los delirantes por enfermedad, cuando sufren alguna enajenación del espíritu o mala complexión y disposición del cuerpo, dan entrada a opiniones vanas y extravagantes, estando imbuidos en la superstición de hallarse poseídos de un mal Genio. Y si Dion y Bruto, hombres de espíritu y filósofos, nada expuestos o sujetos a ilusiones, dieron tanto valor y se conmovieron con la aparición de tal modo que llegaron a referirla a otros, no sé cómo podremos evitar el admitir otra doctrina todavía más repugnante de los antiguos, según la cual ciertos demonios malos y de perversa intención, envidiosos de los hombres buenos y contrarios a sus buenas obras, excitan en ellos perturbaciones y miedos para estorbar e impedir toda virtud, con la dañada intención de que, no permaneciendo aquellos firmes y puros en el camino del bien, no gocen de mayor dicha que ellos después de su muerte. Mas esto habremos de dejarlo para otro tratado: en este libro, que es el séptimo de las Vidas Paralelas, demos ya principio por la del más antiguo.

Dionisio el Mayor, luego que usurpó el poder, casó con una hija de Hermócrates Siracusano: pero a ésta, no estando todavía bien asegurada la tiranía, los Siracusanos en una sedición le hicieron en su persona tales afrentas e insultos, que a consecuencia de ellos voluntariamente se dejó morir. Recobró luego Dionisio y afianzó más su autoridad, y volvió a casarse con dos mujeres a un tiempo, la una de la Locrense, llamada Doris, y la otra del país, llamada Aristómaca, hija de Hiparino, varón muy principal entre los Siracusanos, y colega en el mando de Dionisio cuando por la primera vez fue nombrado generalísimo para la guerra. Dícese que el matrimonio con las dos fue en un mismo día, que nadie supo a cuál de las dos se acercó primero, y que en adelante se partió con igualdad entre ambas, comiendo en unión con él, y alternando por noches en el lecho. Deseaba el pueblo de Siracusa que la natural tuviera alguna ventaja sobre la forastera; pero habiendo dado ésta a luz el hijo primogénito de Dionisio, este suceso suplió por la desventaja del origen. Aristómaca estuvo largo tiempo al lado de Dionisio sin tener hijos, sin embargo de que éste lo deseaba y procuraba hasta el punto de dar muerte a la madre de la Locrense, por haberse sospechado que había hecho estéril con pócimas a Aristómaca.

Era Dion hermano de ésta, y al principio alcanzó honor por la hermana: pero después, habiendo dado muestras de prudencia, por sí mismo se ganó tanto el afecto del tirano, que entre otras muchas distinciones dio orden a los tesoreros de que si Dion pedía alguna cosa, se la entregasen, y, entregada, se lo participaran en el mismo día. Era desde luego de carácter altivo, magnánimo y valeroso, pero sobresalió más en estas calidades después que arribó a Sicilia Platón, más bien por una feliz y divina suerte que no por ninguna disposición humana: y es que algún buen Genio, preparando de lejos, según parece, a los Siracusanos el principio de su libertad y la destrucción de la tiranía, trajo a Platón de Italia a Siracusa e inclinó a Dion a escuchar su doctrina, siendo éste todavía muy joven, pero teniendo para aprender más disposición que cuantos acudieron a oír al filósofo y mayor presteza y diligencia para seguir la virtud, como el mismo Platón lo dejó escrito y los hechos lo testifican. Porque con haber sido educado bajo el tirano en costumbres oscuras, y avezándose a una conducta sujeta y tímida, a hacerse servir con orgullo, a un lujo desmedido y a un método de vida propio de quien hace consistir lo honesto en los placeres y en la satisfacción de los deseos, no bien llegó a probar el fruto de la razón y de una filosofía adiestradora a la virtud cuando al punto se inflamó su espíritu, y gobernándose por su excelente disposición a lo bueno, con ánimo sencillo y juvenil esperó que en Dionisio haría igual impresión la misma doctrina, y así trabajó y se afanó por que éste, quitando algún tiempo a los negocios, acudiera también a oír a Platón.

Llegado el caso de que lo oyese, el filósofo habló en general de la virtud y trató después largamente de la fortaleza, para probar que los tiranos de todo tienen más que de fuertes; y como, convirtiendo luego su discurso a la justicia, hiciese ver que sólo es vida feliz la de los justos, y la de los injustos infeliz y miserable, no pudo ya el tirano aguantar aquellos discursos, creyéndose reprendido, y se incomodó con los que se hallaban presentes, porque le oían con admiración y se mostraban encantados de su doctrina. Por último, irritado, le preguntó con enfado qué era lo que quería con su venida a Sicilia; y como le respondiese que buscaba un hombre de bien, le replicó el tirano: “Pues a fe que parece que todavía no lo has encontrado.” Creyó Dion que el enojo no pasaría más adelante, y se dio prisa a acompañar a Platón a una galera que conducía a la Grecia al espartano Polis; pero Dionisio había enviado reservadamente quien rogara a Polis, como objeto principal, que diera muerte a Platón; y si esto no, que no dejara de venderlo, pues que ningún daño le haría, sino que, siendo justo, sería igualmente feliz en medio de la servidumbre. Dícese, por tanto, que Polis llevó a Platón a Egina y lo vendió, teniendo los Eginetas guerra con los Atenienses, y habiendo publicado por bando que el Ateniense que fuese hecho cautivo se vendiese en Egina. Mas no por esto fue Dion tenido de Dionisio en menor honor y aprecio, pues desempeñó embajadas muy importantes, enviado a los Cartagineses, y continuó siempre admirado en gran manera, sufriendo de él sólo Dionisio que le hablara con libertad y le dijera sin recelo lo que se le ofreciese, como se vio en la reprensión acerca de Gelón. Porque estaban, a lo que parece, haciendo mofa del reinado de Gelón, y como dijese el mismo Dionisio que había sido la risa de la Sicilia, los demás fingieron celebrar mucho el chiste; pero Dion, indignado: “Pues tú mandas- le dijo- porque a causa de Gelón tuvieron en ti confianza; pero por ti ya no la alcanzará ningún otro”; porque, en realidad, Gelón hizo ver el más bello espectáculo en una ciudad gobernada monárquicamente, y Dionisio el más feo y abominable.

Tenía Dionisio tres hijos de la Locrense y cuatro de Aristómaca, de los cuales dos eran hembras. Sofrósina y Áreta, y de éstas, a Sofrósina la casó con Dionisio su hijo, y a Áreta con su hermano Teárides. Muerto éste, Dion tomó por mujer a Áreta, que era su sobrina. Enfermó en esto Dionisio en términos de desconfiarse de su vida, e intentó Dion hablarle de los hijos de Aristómaca; pero los médicos, para lisonjear al que iba a suceder en la autoridad, no le dieron tiempo, sino que, según dice Timeo, propinándole a su petición una medicina narcótica, le privaron de sentido, juntando el sueño con la muerte. Con todo, a la primera conferencia que tuvieron con Dionisio el Joven las personas de su confianza, habló Dion con tal tino acerca de lo que, según las circunstancias, convenía, que hizo ver que a su lado no eran todos los demás en prudencia sino unos muchachos, y en franqueza y libertad unos esclavos de la tiranía, aconsejando aquel joven baja y cobardemente a medida de su gusto. Sobre todo, dejó pasmados a los que estaban temblando por el peligro que al poder de Dionisio amenazaba de parte de Cartago, ofreciendo que si Dionisio deseaba la paz, pasando al África al punto haría cesar la guerra con las mejores condiciones, y si apetecía la guerra, mantendría a sus expensas y le daría para hacerla cincuenta galeras equipadas.

Maravillóse sobremanera Dionisio de su magnanimidad, y se pagó mucho de su pronta disposición a servirle; pero los otros, dándose por reprendidos con su largueza, y por humillados con su poder, tomando de aquí mismo principio, no se abstuvieron de expresión ninguna conque pudieran excitar odio en aquel joven contra él, persuadiéndole que por medio de las fuerzas marítimas aspiraba a la tiranía, y que quería con las naves traspasar el poder a los hijos de Aristómaca, que eran sus sobrinos, aunque las causas principales para el odio y la envidia las tomaban de la diferencia de su conducta y de la ninguna semejanza en el tenor de vida. Porque aquellos, apoderándose desde luego del trato y la confianza de un tirano joven y mal educado con placeres y lisonjas, estaban continuamente inventando algunos amores y distracciones no interrumpidas, de beber, de frecuentar mujerzuelas y de otros pasatiempos indecorosos, con los que, dulcificada la tiranía como el hierro, apareció humana a los gobernados, y cedió de la misma dureza, embotada, no tanto por la bondad y mansedumbre como por la desidia del tirano. Desde aquel punto, yendo siempre a más, y creciendo de día en día la relajación de aquel joven, rompió ésta y quebrantó aquellas ataduras de diamante con que dijo Dionisio el Mayor dejaba asegurada la monarquía; porque, según es fama, luego que se dio a estos excesos, hubo ocasión en que pasó noventa días seguidos en beber, y en todo este tiempo, estando el palacio cerrado e inaccesible a los negocios serios, sólo le ocuparon las embriagueces, las befas, las canciones, las danzas y las truhanadas.

Hacíase, pues, Dion molesto, como era natural, no teniendo ninguna blandura ni condescendencia juvenil; por lo que aquellos, dando a sus virtudes con cierta apariencia nombres de vicios, graduaban de soberbia su gravedad, y de insolencia su franqueza: si hacía amonestaciones, parecía que los acusaba, y si no se prestaba a sus extravíos, que los miraba con desprecio. Por otra parte, su mismo genio le inclinaba a cierta entereza y severidad poco accesible y comunicable para el trato, pues no sólo no era afable y risueño para un joven cuyos oídos estaban corrompidos con las lisonjas, sino que aun muchos de los que le tenían más tratado, y a quienes agradaba más la sencillez e ingenuidad de sus costumbres, reprendían en sus audiencias el que hablaba a los que tenían negocios con más aspereza y despego de lo que convenía; sobre lo que Platón, como profetizando, le escribió más adelante que pusiera cuidado y se fuera a la mano en la terquedad, que regularmente se contrae viviendo solo. Mas, sin embargo, aun entonces mismo, cuando parecía que se le tenía en grande aprecio por los negocios, y porque era el único que mantenía y conservaba en pie la tiranía conmovida y vacilante, conocía él que, si era el primero y el mayor, no se debía a la voluntad del tirano, sino a la necesidad que de él tenía.

Pensando que la causa de esto era la falta de instrucción, trabajaba por inclinarse a los estudios liberales y a que gustara los discursos y doctrinas que forman las costumbres, para que dejara de temer la virtud y se acostumbrara a complacerse con las cosas honestas; porque no era por índole este Dionisio de los tiranos más perversos, sino que su padre, por temor de que mudara de modo de pensar, y juntándose con hombres prudentes le armara asechanzas y le privara de la autoridad, le tenía cerrado estrechamente en su casa, ocupado, a falta de todo otro trato y de negocios en que ejercitarse, en hacer carritos, candeleros, sillas y mesas de madera. Porque Dionisio el Mayor era hombre tan desconfiado y tan suspicaz y medroso respecto de todos los hombres, que no se cortaba el cabello con navaja de afeitar, sino que venía un barbero para quemárselo con un carbón. A su habitación no entraban ni su hermano ni su hijo con los vestidos que llevaban, sino que para pasar adelante era necesario que se desnudara cada uno de la ropa con que iba vestido y tomara otra, viéndole desnudo los de la guardia. Porque una vez su hermano Léptines, para hacerle la descripción de un terreno, tomando la lanza de uno de los de la guardia, dibujó con ella aquel sitio, al hermano le riñó ásperamente, y al que le dio la lanza le quitó la vida. De sus amigos se guardaba con sumo cuidado por lo mismo que conocía su capacidad y prudencia, pues decía que los tales más quieren dominar que ser dominados. A un tal Marsias, que él mismo había promovido, y a quien había nombrado para una comandancia, le dio asimismo muerte porque había tenido un sueño en el que le parecía que pasaba con la espada al mismo Dionisio, diciendo que el haber tenido entre sueños esta visión nacía de haber meditado y hablado frecuentemente sobre ello; tan tímida y tan llena de maldades tenía el alma por el miedo aquel mismo, que se irritó con Platón porque no hizo ver que era el más esforzado de los hombres.

Viendo, pues, Dion al hijo de Dionisio pervertido y estragado en sus costumbres, como hemos dicho, por falta de educación, lo exhortaba a que procurase instruirse, a que rogara con todo encarecimiento al mayor de los filósofos que viniera a Sicilia, y venido que fuese, se pusiera en sus manos, para que, formadas por la razón sus costumbres a la virtud, y asemejado él mismo al ejemplar más divino y más hermoso de cuanto existe, al que cuando obedece todo lo criado, destruido el desorden, resulta lo que llamamos mundo, se procurara a sí mismo y a sus ciudadanos la mayor felicidad; haciendo que lo que ahora ejecutan éstos de mala gana por la necesidad del mando, lo ejecutasen con placer, viéndole mandar paternalmente con prudencia y justicia, y convertido en rey de tirano, pues que las cadenas diamantinas no eran, como decía su padre, el temor, la violencia, la muchedumbre de las naves ni la guardia de diez mil bárbaros, sino el amor, la pronta voluntad y el agradecimiento, producidos por la virtud y la justicia; cosas que, aunque parecen más suaves que aquellas otras fuertes y duras, dan mayor estabilidad al mando. Fuera de esto, decía ser poco airoso y apetecible que el que manda sobresalga en los adornos del cuerpo y en la brillantez de su casa y que se confunda en la conversación y en el modo de explicarse con el hombre más oscuro, y que no procure tener regia y convenientemente adornado el palacio de su alma.

Como Dion le hiciese frecuentemente estas exhortaciones, mezclando en ellas algunos de los discursos de Platón, excitó en Dionisio un vehemente y furioso deseo de la doctrina y enseñanza de Platón. Enviáronse, pues, al punto a Atenas muchas cartas de parte de Dionisio, y muchas protestas de parte de Dion, a las que se agregaron otras de los Pitagóricos de Italia, instando también para que viniese, y ocupando aquella alma nueva, descaminada con la opulencia y el poder, la contuviese con los más poderosos discursos. Platón, avergonzándose, como dice él mismo, de que pareciese que sólo en palabras valía algo, no siendo para emprender obra alguna, y esperando que corregido un hombre solo, como un miembro principal, en él podría sanarse toda la Sicilia doliente, accedió a la venida. Mas los enemigos de Dion, temiendo ya la mudanza de Dionisio, le persuadieron que restituyera del destierro a Filisto, hombre ejercitado en la elocuencia, e instruido en las artes de la tiranía, a fin de tener en él un contrarresto contra Platón y la filosofía. Porque Filisto desde los primeros momentos de establecerse la tiranía se puso decididamente de su parte y defendió la ciudadela, habiendo sido largo tiempo comandante de su guardia. Corría, además la voz de que tenía cierto trato con la madre de Dionisio el Mayor, no sin conocimiento de éste; pero después que ocurrió que Léptines, de una mujer que tomó para sí estando casada con otro, tuvo dos hijas, y dio la una en mujer a Filisto sin participarlo en ninguna manera a Dionisio, irritado éste, hizo poner en custodia y aprisionar a la mujer de Léptines, y desterró de la Sicilia a Filisto, el cual se acogió a unos huéspedes suyos a orillas del Adriático, y allí disfrutando de ocio, parece que fue donde compuso la mayor parte de su historia. Porque no volvió en vida de Dionisio el Mayor sino que ahora, después de su muerte, lo restituyó, como decimos, la envidia de estos otros contra Dion, por ser de su partido y un firme apoyo de la tiranía.

Vuelto Filisto, al punto se asoció a la tiranía, habiendo al mismo tiempo denuncias y acusaciones de otros contra Dion ante el tirano sobre que había tratado con Teódotes y Heraclides para destruir la tiranía. Y, a lo que parece, él esperaba poder despojar a ésta por medio de Platón, cuando llegase, de lo que tenía de demasiado despótica y desmandada, haciendo de Dionisio un imperante benigno y legítimo; mas si se resistía y no se ablandaba, tenía resuelto destruir su autoridad y restituir a los Siracusanos su gobierno, no porque le agradase la democracia, sino porque la prefería a la tiranía para los que no acertaban a establecer una aristocracia justa y saludable.

Este era el estado de los negocios cuando llegó Platón a Sicilia; en el primer recibimiento se le hicieron los mayores honores y obsequios, pues al apearse de la galera estaba preparada una de las carrozas reales adornada magníficamente, y el tirano hizo un pomposo sacrificio, como si la ciudad hubiera tenido algún próspero suceso. Por otra parte, la moderación en los convites, el arreglo del palacio y la mansedumbre del mismo tirano en cuantos negocios ocurrían hicieron concebir a los ciudadanos las más lisonjeras esperanzas de una mudanza. Había una especie de manía en todos por la doctrina y la filosofía, y aun dura la voz de que el palacio estaba lleno de polvo de tantos como eran los que trazaban líneas geométricas. Al cabo de pocos días se celebraba en palacio un sacrificio solemne y patrio, y haciendo el heraldo, según costumbre, la plegaria de que se conservase inalterable la tiranía por largo tiempo, se refiere que Dionisio, que se hallaba presente, le increpó diciendo: “¿No cesarás de maldecirme?” Disgustó sobremanera este suceso a Filisto, por creer que el poder de Platón sería con el tiempo y la costumbre invencible si ahora con una ligera conferencia así había cambiado y mudado el ánimo de aquel joven.

De aquí en adelante se censuró ya a Dion, no por uno u otro solamente y en voz baja, sino por todos y en público, pues decían: “Está visto el objeto que tiene en embaucar y en cierta manera encantar a Dionisio con la doctrina de Platón, para que, abdicando y renunciando éste voluntariamente la autoridad, recaiga en él mismo, y pase después a los hijos de Aristómaca, que son sus sobrinos...” Algunos, fingiéndose disgustados, decían: “No ha mucho que los Atenienses llegaron aquí con poderosa fuerza de mar y tierra, y se gastaron y destruyeron antes de tomar a Siracusa, y ahora disuelven la tiranía de Dionisio por medio de un sofista, persuadiéndole que, retirándose de los diez mil estipendiarios, y dejando sus trescientas naves, los diez mil caballos y un número de infantes muchas veces mayor, se entretenga en buscar en la academia el tan celebrado último bien, y se haga feliz por medio de la geometría abandonando la felicidad del imperio, de la opulencia y del regalo a Dion y a sus sobrinos.” Habiéndose seguido a esto desde luego sospechas, y después enojo y división manifiesta, se le entregó reservadamente a Dionisio una carta escrita por Dion a los magistrados de Cartago, en que les decía que cuando hubieran de tratar de paz con Dionisio no fueran a verle sin hallarse él presente, para que por él se arreglara todo a su satisfacción. Esta carta la leyó Dionisio a Filisto, y habiendo conferenciado con él, según dice Timeo, se dirigió con una fingida reconciliación a Dion, con quien al efecto usó de afectadas excusas; y diciéndole que todo estaba ya acabado, lo llevó solo por debajo del alcázar hacia el mar, donde le mostró la carta, haciéndole reconvenciones sobre que, ayudado de los Cartagineses trataba de rebelarse contra él. Quiso Dion defenderse, pero no le dejó, sino que como estaba le hizo embarcar en un barquichuelo, dando orden a los marineros de que lo condujeran a Italia, y allí lo echaran en tierra.

Hecho esto, luego que se publicó y divulgó entre todos, ocupó el llanto la casa del tirano a causa de las mujeres, y toda la ciudad de Siracusa se puso en movimiento esperando novedades y repentinas mudanzas del tumulto excitado contra Dion y la desconfianza de los demás para con el tirano; lo que, advertido por Dionisio, como también entrase en recelos, procuró consolar a los amigos de Dion y a las mujeres, queriendo hacerles entender que aquello no era destierro, sino una peregrinación para quitar el motivo de hacer quizá, impelido de la ira, alguna cosa peor contra la firmeza de aquel, estando presente. Puso dos naves a disposición de la familia de Dion, dándoles orden de que cargaran en ellas cuanto quisieran de su hacienda y sus esclavos y se lo llevaran al Peloponeso. Era grande la riqueza de Dion, y casi tiránicos su pompa y aparato para el servicio cotidiano; todo lo recogieron y condujeron sus amigos. Enviáronle además de esto otras muchas cosas las mujeres y otros de sus allegados y deudos, de manera que en caudales y riqueza hacía un papel muy brillante entre los Griegos, y en la opulencia del desterrado se echaba bien de ver el poder de la tiranía.

Hizo al punto Dionisio que Platón se trasladara a la ciudadela, preparándole así una honrosa prisión bajo la forma de un benigno hospedaje, para que no marchara con Dion a dar testimonio de la injusticia que a éste había hecho. Mas con el tiempo y la continuación de estar juntos, acostumbrado, como fiera que es tocada y manejada del hombre, a sufrir su trato y su doctrina, llegó a tomarle un amor tiránico, queriendo ser él solo amado de Platón y admirado sobre todos los demás, y manifestando que estaba pronto a hacer mudanza en los negocios y en la tiranía misma siempre que no tuviera en más que su amistad la de Dion. Era, pues, para Platón una verdadera desgracia esta pasión de Dionisio, furioso de celos, como los amantes desatendidos, y que, como ellos, en breves instantes se irritaba, se aplacaba e interponía ruegos, deseando con ansia oír sus discursos y participar del estudio de la filosofía, pero avergonzándose de este deseo ante los que trataban de separarle de él, como si aquello fuera dejarse corromper. Ocurrió en esto una guerra, y despidió a Platón, conviniendo en que restituiría a Dion para el verano. Y en esto le faltó, pero le envió las rentas que producían sus posesiones, rogando a Platón que, en cuanto al tiempo, le admitiera la excusa de la guerra, pues luego que se hiciera la paz restituiría a Dion; mas que le encargara que entre tanto estuviera tranquilo, sin promover novedad ninguna ni desacreditarle entre los Griegos.

Procuró Platón que así lo hiciese, y llamando la atención de Dion hacia la filosofía, lo mantenía en su escuela en la Academia. En la ciudad habitaba en casa de un tal Calipo, conocido suyo, y para recreo adquirió un campo, del que después, al restituirse a Sicilia, hizo donación a Espeusipo. Era éste uno de los amigos con quien más trataba y conversaba en Atenas, queriendo Platón templar y amenizar las costumbres de Dion con un trato sazonado y chistoso, y que oportunamente se prestaba también a los estudios serios, porque éste era el carácter de Espeusipo, por el que le celebró como gracioso y festivo Timón en sus versos jocosos. Dando en este tiempo Platón un coro de mancebos, Dion fue el que ejercitó el coro y quien hizo todo el gasto, fomentando Platón para con los Atenienses esta ambición y munificencia, que más bien procuraba favor a Dion que gloria a él mismo. Recorría Dion las demás ciudades, y en ellas conversaba y andaba en concurrencias y fiestas con los varones más virtuosos y más versados en los negocios, sin mostrar modales orgullosos, tiránicos o afeminados, sino modestia, virtud y fortaleza; pasaba el tiempo en conferencias sazonadas sobre las letras y la filosofía, con lo que se ganó la estimación de todos, y honores públicos y decretos de parte de las ciudades. Los Lacedemonios lo hicieron Espartano, despreciando el enojo de Dionisio, sin embargo de que entonces los estaba auxiliando eficazmente contra los Tebanos. Dícese que en una ocasión convidó a Dion Pteodoro de Mégara a que pasara a su casa; era Pteodoro, según parece, un hombre poderoso y rico; viendo, pues, Dion a su puerta mucha gente y turba de negociantes, y que a él mismo había dificultad en hablarle y verle, como observase que, sus amigos lo llevaban mal y se incomodaban: “¿Por qué vituperáis a éste?- les dijo-; nosotros hacíamos otro tanto en Siracusa.”

Al cabo de algún tiempo concibió celos Dionisio, y temiendo del aprecio y amor que Dion se había adquirido entre los Griegos, dejó de enviarle sus rentas, poniendo la hacienda de éste al cuidado de sus propios administradores. Queriendo además desvanecer con los filósofos la mala opinión que por Platón tenía, reunió muchos de los que pasaban por hombres instruidos, y aspirando a la gloria de aventajarse a todos en la disputa, se veía en la precisión de usar mal de las especies que a éste había oído. Volvió otra vez a desearle, y se reprendía a sí mismo de no haber sabido aprovecharse de su presencia, ni haberle oído por todo el tiempo que le convenía; y como tirano, arrebatado en sus deseos y pronto para la ejecución de todo proyecto, puso al punto por obra el de hacer venir a Platón, y no dejó piedra por mover hasta alcanzar de Arquitas y los otros Pitagóricos que, constituyéndose fiadores de sus promesas, llamaran a Platón, pues por medio de éste habían contraído al principio amistad y hospitalidad con Dionisio. Enviáronle, pues, éstos a Arquedemo, y Dionisio mandó barcos y amigos que rogaran a Platón. Escribió, además, con entereza y claridad que ninguna benigna condición obtendría Dion si Platón no se prestaba a pasar a Sicilia, pero si se prestaba, todas. Llegáronle asimismo a Dion repetidas instancias de su hermana y su mujer para que rogase a Platón condescendiera con Dionisio, y no lo dieran ningún pretexto. De este modo dice Platón que se resolvió a pasar por tercera vez el mar de Sicilia, Para otra vez probar la cruel Caribdis.

Yendo, pues, fue grande el gozo que causó a Dionisio y grande la esperanza de que llenó a la Sicilia, que también había hecho plegarias, y deseaba con ansia que Platón viniera a contraponerse a Filisto, y la filosofía a la tiranía. Era asimismo extraordinario el placer con que lo recibieron las mujeres, y singular la confianza que inspiró a Dionisio, como ningún otro, siéndole permitido presentarse ante él sin haber pedido permiso. Como éste le hiciese repetidas veces dádivas y él las rehusase otras tantas, Aristipo de Cirene, que se hallaba allí a la sazón, dijo que Dionisio era magnánimo con seguridad, porque a ellos que necesitaban de muchas cosas les daba poco, y mucho a Platón, que no recibía nada. Después de los primeros obsequios, habiendo empezado Platón a hablar de Dion, al principio se desentendía Dionisio; después ya tuvieron lugar las quejas y la enemistad, ocultas por entonces a los de afuera; porque Dionisio las disimulaba, y con otros agasajos y honores procuraba apartar a Platón de su amor a Dion, bien que a aquel no se le ocultaron desde luego su mala fe y sus engaños, sino que aguantaba y disimulaba. Hallábanse entre sí en esta disposición, creyendo que los demás no lo entendían; pero sucedió que Helicón de Cícico, uno de los amigos de Platón, predijo un eclipse de sol; y habiendo sucedido como lo anunció, admirado el tirano, le dio de regalo un talento de plata; y Aristipo, chanceándose con los otros filósofos, les dijo que él también tenía que anunciar un suceso extraño. Como le rogasen que lo expresara: “Anuncio- les dijo- que de aquí a breve tiempo Platón y Dionisio serán enemigos.” Ello es que Dionisio vendió luego la hacienda de Dion, y se guardó el dinero, y a Platón, que tenía su habitación en el jardín de la casa, lo trasladó al cuartel de las tropas extranjeras, que muy de antemano lo aborrecían y buscaban medio de perderle a causa de que persuadía a Dionisio que abdicara la tiranía y viviera sin guardias.

Estando Platón en tan gran peligro, Arquitas, que lo llegó a entender, envió al punto una embajada y una galera de treinta remos, reclamándole de Dionisio, y haciendo a éste presente que no había pasado Platón a Siracusa sino en virtud de haberlos tomado a ellos por fiadores de su seguridad. Procuraba Dionisio excusar su enemistad contra Platón con banquetes y con otros obsequios que le hacía cuando estaba para despedirle, llegando hasta prorrumpir en esta expresión: “¿Podremos temer ¡oh Platón! que nos hagas graves y terribles recriminaciones con tus discípulos?”: a lo que, sonriéndose, “No permita Dios- le respondió- que en la Academia estemos tan faltos de asuntos que tratar que nos quede tiempo para hacer memoria de ti” Y con esto se dice que aquel le despidió; pero en verdad que no guarda gran consonancia con esta relación lo que el mismo Platón nos ha dado escrito.

Servían estas cosas a Dion de sumo disgusto; y al cabo de poco se consideró en la precisión de hacerle la guerra, luego que llegó a entender lo ocurrido con su mujer, sobre lo que Platón había escrito con alguna oscuridad a Dionisio, y fue en esta forma. Después del destierro de Dion, Dionisio, al dejar marchar a Platón, le hizo el encargo de informarse reservadamente de si habría algún inconveniente en casar a su mujer con otro, porque corría la voz verdadera o fingida por los enemigos de Dion, de que el matrimonio de éste no había sido a su gusto, ni vivía en grande armonía con su mujer. Por tanto, luego que Platón llegó a Atenas y trató con Dion de todos los negocios, escribió al tirano una carta en que hablaba con claridad de todo, pero poniendo esta especie para él solo: que había hablado con Dion de aquel asunto, y no le quedaba duda de que se daría por muy ofendido si Dionisio lo llevase al cabo. Como por entonces hubiese grandes esperanzas de un acomodamiento, ninguna novedad hizo con la hermana y la dejó permanecer en palacio con el hijo de Dion; pero cuando del todo se descompusieron y Platón fue otra vez despedido con enfado, entonces casó a Áreta, contra su voluntad, con Timócrates, uno de sus amigos, no imitando en esto la condescendencia de su padre. Porque según parece se declaró enemigo de éste Políxeno, que estaba unido en matrimonio con su hermana Testa, y habiendo huido Políxeno por miedo y retirándose de la Sicilia, envió a llamar a la hermana y le dio quejas de que sabiendo la huída de su marido no se la participó; pero ésta, sin sobresaltarse ni concebir el menor temor: “Tan mala casada te parezco ¡oh Dionisio!- le dijo-, y tan desavenida con mi marido, que, si hubiera tenido noticia de su huída, no me había de haber ido con él para participar de su suerte? Pero no la tuve, pues por mejor hubiera tenido llamarme mujer de Políxeno fugitivo que hermana de un tirano.” Habiéndole hablado Testa con esta entereza, se dice que se admiró el tirano, y admiraron asimismo los Siracusanos su virtud, en términos que, después de disuelta la tiranía, siempre le tributaron distinciones y honores regios, y después de su muerte acompañaron su entierro todos los ciudadanos. Paréceme que ésta no es una digresión inútil.

Dion desde entonces convierte ya su ánimo a la guerra, no entrando en ella Platón por respeto a la hospitalidad de Dionisio y por su vejez; pero inflamando a Dion, Espeusipo y otros de sus amigos, y exhortándole a dar la libertad a la Sicilia, que le tendía las manos y le recibiría con los brazos abiertos; porque, según parece, mientras Platón residió en Siracusa, Espeusipo y los demás filósofos tuvieron más trato con aquellos habitantes, y se enteraron mejor de su modo de pensar; pues aunque al principio por temor se recataban y guardaban, recelando que aquello pudiera ser tentativa del tirano, al fin ya tuvieron confianza; y entonces era uno mismo el lenguaje de todos, pidiendo e instando que viniera Dion, aunque no tuviera naves, ni infantería, ni caballería, embarcándose sólo en una nave de comercio, para prestar su persona y su nombre a los Sicilianos contra Dionisio. Enterado de todo esto por Espeusipo, se confirmó en su propósito, aunque para ocultarlo reclutó tropas estipendiarias reservadamente y por medio de interpuestas personas. Auxiliáronle en él muchos hombres de estado y muchos filósofos, con Eudemo de Chipre, a quien después que ya había muerto dedicó Aristóteles su diálogo del alma, y Timónides de Léucade. Habían traído asimismo a su partido a Miltas Tésalo, varón dado a la adivinación, y uno de los concurrentes a la Academia. De los que habían sido desterrados por el tirano, que no bajaban de mil, sólo veinticinco se alistaron en el ejército, separándose de la expedición por miedo los demás. Era el punto de reunión la isla de Zacinto, adonde acudieron los soldados, que no llegaron a ochocientos, pero todos hombres acreditados en muchos y grandes combates y, por tanto, muy ejercitados y aguerridos; así, en pericia y valor eran muy aventajados, y los más propios para inflamar y llenar de ardimiento al gran número de hombres decididos que esperaba Dion tener en la Sicilia.

Con todo, cuando éstos oyeron por la primera vez que aquel ejército se formaba contra Dionisio y la Sicilia, se quedaron aturdidos, y decayeron de ánimo, pareciéndoles que sólo cegado y enfurecido con la ira, o desesperado de poder reunir mayores medios, se arrojaba Dion a un hecho temerario, y a sus jefes y reclutadores los reconvinieron con enfado por no haberles anunciado desde luego la guerra a que eran destinados. Mas después que Dion les hizo ver lo deleznable y podrido de la tiranía, y los enteró que más bien que como soldados los llevaba como caudillos de los muchos Siracusanos y Sicilianos que hacía tiempo se hallaban dispuestos a abrazar su partido, y después que enseguida de Dion les habló Alcímenes, que, siendo entre los Aqueos el primero en gloria y linaje, había concurrido a la expedición, se tranquilizaron y volvieron a su primera confianza. Era esto en medio del verano, reinando los vientos efesios en el mar, y la luna se hallaba en el plenilunio. Dispuso, pues, Dion un magnífico sacrificio a Apolo, acompañándole en gran pompa los soldados al templo con las armas empavesadas, y después del sacrificio, teniendo mesas preparadas, les dio en el circo de los Zacintios un espléndido banquete, en el que, maravillándose de la vajilla de oro y plata y de las mesas preciosas, muy superior todo a la opulencia de un particular, reflexionaron que un hombre ya de cierta edad y dueño de tanta riqueza no se arrojaría a empresas de tamaña entidad sin una esperanza cierta y sin contar con amigos que desde allá le ofrecieran grandes y cuantiosos auxilios.

Después de las libaciones y de las solemnes plegarias se eclipsó la luna, lo que ninguna maravilla causó a Dion, que sabía calcular los períodos de los eclipses y cuándo la sombra llega a oscurecer la luna, interponiéndose la tierra entre ésta y el sol; pero siendo conveniente dar aliento a los soldados que se habían sobresaltado, púsose en medio de ellos el adivino Miltas, diciéndoles que tuvieran buen ánimo y formaran las mejores esperanzas, porque aquel portento lo que significaba era el oscurecimiento de cosas que entonces brillaban, y que no habiendo cosa más brillante que la tiranía de Dionisio, apagarían su esplendor en el momento que llegaran a la Sicilia. Esto fue lo que Miltas anunció en público a todos; pero en cuanto a las abejas que se vieron formar enjambre en la popa de una de las naves de Dion, dijo reservadamente a los amigos que esto le hacía temer no fuera que, siendo desde luego brillantes sus sucesos, al cabo de haber florecido por un breve tiempo, se marchitasen. Dícese asimismo que a Dionisio le fueron enviadas muchas señales prodigiosas de parte de los dioses; porque un águila arrebató la lanza de uno de los soldados estipendiarios, y levantándola y llevándola a grande altura, la dejó caer al abismo. El mar que bate en la ciudadela ofreció un día agua dulce y potable, cosa que se hizo notoria a todos habiéndola gustado. Naciéronle unos lechoncillos que tenían todos sus miembros cabales, faltándoles sólo las orejas. Revelaban los adivinos que esto era indicio de rebelión y desobediencia, significando que los ciudadanos no se someterían ya a su tiranía, que la dulzura del agua del mar indicaba para los Siracusanos la mudanza de sus negocios de mal en bien, y, finalmente, que el águila es ministro de Zeus, la lanza insignia de autoridad y poder, y con lo ocurrido denunciaba desaparecimiento y ruina a la tiranía el mayor de los dioses. Así nos lo dejó escrito Teopompo.

Embarcáronse los soldados de Dion en dos transportes, yendo en pos de ellos un tercer barco de pequeño porte y dos falúas de treinta remos. Llevaba, además de las armas que tenían los soldados, doscientos escudos, muchas ballestas y lanzas y gran provisión de víveres, para que nada les faltase en la navegación, mayormente habiendo de hacerla en alta mar a velas desplegadas, por temor de la tierra y por saber que Filisto se hallaba surto en Yapigia con su escuadra para observarle. Tuvieron un viento bonancible y blando por doce días, y al décimotercio se hallaba frente al Paquino, promontorio de Sicilia. Propuso, desde luego, el piloto a Dion que desembarcaran cuanto antes, pues si se apartaban de tierra y voluntariamente se alejaban del promontorio, habían de tener que andar muchos días y muchas noches errantes por el mar, esperando en el fin del verano que se levantara el viento ábrego; pero Dion, temiendo el desembarco cerca de los enemigos, y prefiriendo el acometer por lo más retirado, mandó pasar adelante del Paquino. En seguida se movió un viento cierzo, que con encrespadas olas retiró las naves de la Sicilia, y al mismo tiempo truenos y relámpagos, al aparecer del Arcturo, movieron en el aire gran tempestad con copiosa lluvia, con lo cual perdieron el tino los marineros, y yendo perdidos por el mar, se hallaron de repente con que las naves habían sido impelidas del viento a Cercina de África, por aquella parte por donde se presenta más inaccesible y brava la playa de la isla. Estando, pues, a pique de estrellarse en aquellos escollos, hicieron fuerza de remo para apartarse, lo que con dificultad consiguieron, hasta que la tempestad se aplacó, y tropezando por fortuna con un barco, supieron que se hallaban en el sitio llamado las Cabezas de la gran Sirte. Desmayaron con esta desagradable noticia, y más reinando entonces una gran calma; pero de pronto se levantó un viento húmedo de tierra de la parte de Mediodía cuando menos lo esperaban; tanto, que aun experimentándola, no creían aquella mudanza. Arrecióse, pues, poco a poco, y tomó cuerpo el viento, con lo que, desplegando todas las velas y dando gracias a los dioses, se engolfaron con rumbo a Sicilia, huyendo del África, y con rápido curso al quinto día arribaron a Minoa, pueblo pequeño de Sicilia perteneciente a la dominación de Cartago. Hallábase allí a la sazón el comandante cartaginés Sínalo, huésped y amigo de Dion; mas como no tuviese noticia de su venida ni de que le perteneciese aquella escuadra, trató de impedir el desembarco de los soldados; pero éstos salieron al encuentro armados, y aunque a nadie mataron, porque Dion se lo previno así por su amistad con el comandante, persiguieron a los fugitivos, y se apoderaron del distrito. Mas luego que los caudillos se vieron y saludaron, Dion restituyó la ciudad a Sínalo sin haber hecho en ella el menor daño, y éste, dando alojamiento a los soldados, proveyó a Dion de las cosas de que tenía necesidad.

Lo que principalmente los alentó fue lo ocurrido con la casual ausencia de Dionisio, el cual hacía muy poco que con ochenta naves había marchado a Italia. Así, aunque Dion exhortaba a los soldados a que se repusieran allí por algunos días, hallándose mal, parados de resulta de haber estado tan largo tiempo en el mar, ellos no lo permitieron, apresurándose a aprovechar la ocasión, por lo que clamaban que Dion los llevase a Siracusa. Descargando, pues, allí. todo el sobrante de armas y demás efectos, y encargando a Sínalo que se lo remitiese cuando hubiese oportunidad, marchó para Siracusa. Apenas se había puesto en camino se le pasaron doscientos caballos de los Agrigentinos que habitan el Écnomo, y después de éstos los Geloos. Corrió prontamente la voz por Siracusa, y Timócrates, el que estaba casado con la mujer de Dion, hermana de Dionisio, puesto al frente de los amigos que habían quedado en la ciudad, envió al punto a Dionisio un mensajero con cartas en que le avisaba la llegada de Dion, en tanto atendía a los alborotos y movimientos de la ciudad, en la que todos estaban ya en agitación, aunque por miedo y por no acabar de creerlo no se decidían; pero al mensajero le ocurrió un caso muy particular y extraño, y fue que, habiendo hecho su navegación a Italia, al pasar por los términos de Regio para ir a Caulonia, donde se hallaba Dionisio, se encontró con un amigo suyo que se retiraba con los restos de un sacrificio que acababa de hacer, y recibiendo de éste una porción de la carne, continuó con celeridad su viaje. Habiendo andado parte de la noche, le obligó el cansancio a reposar un poco, y así como estaba se echó a dormir en una selva al lado del camino. Al olor de la carne vino un lobo, y para llevársela, estando atada a la alforja, dio a correr llevándose también ésta, en la que estaban las cartas. Cuando el mensajero despertó y lo advirtió, dio muchas vueltas e hizo muchas diligencias en busca de la alforja, y como hubiese sido en vano, resolvió no ir sin las cartas a la presencia del tirano, sino más bien huir de él cuanto antes.

No supo, pues, Dionisio sino tarde y por otros medios la guerra de Sicilia. A Dion se le unieron en la marcha los Camarineos, y le acudían en gran número, excitados con su venida, los que habitaban en los campos de Siracusa. Los Leontinos y Campanos, que con Timócrates guardaban el fuerte de Epípolas, habiéndoles llegado una voz falsa esparcida por Dion de que ante todas cosas se dirigía a sus ciudades, se marcharon, abandonando a Timócrates para socorrer a los suyos. Luego que Dion, que se hallaba acampado en Macras, tuvo noticias de estos sucesos, movió cuando todavía era de noche sus soldados, y llegó al río Anapo, que no dista de la ciudad más que diez estadios. Deteniendo allí su marcha, sacrificó junto al río, y adoró al sol saliente. Predijéronle al mismo tiempo los adivinos la victoria de parte de los dioses, y como los que se le hallaban presentes viesen coronado a Dion durante el sacrificio, por un movimiento simultáneo se coronaron todos, no bajando de cinco mil los que se le habían agregado en el camino. Armados malamente con lo que pudo haberse a la mano, suplían con su buena voluntad la falta de armamento; de manera que al marchar Dion dieron a correr, excitándose y alentándose unos a otros con alegría y regocijo a la libertad.

De los ciudadanos que se hallaban en Siracusa, los más nobles y principales, vestidos de gala, corrieron a las puertas; pero la muchedumbre dio contra los amigos del tirano, e hizo pedazos a los llamados emisarios, hombres malvados y abominables, que, mezclándose entre los demás Siracusanos y fingiendo negocios, observaban cuanto pasaba y denunciaban al tirano el modo de pensar y de explicarse cada uno. Éstos, pues, fueron los primeros que llevaron su merecido, destrozados por los que con ellos se tropezaron. Timócrates, no habiendo podido incorporarse con los que custodiaban la ciudadela, montó a caballo y se salió de la ciudad, llenándolo todo con su huída de turbación y miedo, y exagerando las fuerzas de Dion, para que no pareciese que abandonaba la ciudad con ligero motivo. En esto ya Dion se acercaba y se dejaba ver, yendo el primero vistosamente armado, y a su lado de una parte su hermano Mégacles, y de la otra Calipo el Ateniense, con coronas sobre la cabeza. De los estipendiarios, ciento seguían a Dion, formando su guardia, y a los demás, bellamente adornados, los conducían los caudillos, saliendo a verlos los Siracusanos, y recibiéndolos como una pompa sagrada y divina de la libertad y de la democracia, que al cabo de cuarenta y ocho años tornaba a la ciudad.

Luego que Dion entró por la puerta Menítide, sosegado el alboroto, hizo publicar, a son de trompetas, que Dion y Mégacles, habiendo venido a destruir la tiranía, libertaban de la servidumbre del tirano a los de Siracusa y a los demás Sicilianos: y como quisiese hablar a los ciudadanos por sí mismo, subió por la Acradina, teniendo puestas los Siracusanos a uno y otro lado de la calle víctimas, mesas y tazas, y por doquiera que pasaba arrojaban sobre él flores y frutas, dirigiéndole plegarias como a un Dios. Había debajo de la ciudadela y de la Pentápila un reloj de sol, dispuesto por Dionisio, elevado y en parte que se descubría desde lejos. Subió a él, y arengó al pueblo, exhortando a los ciudadanos a recobrar la libertad. Estos, con muestras de gratitud y aprecio, los nombraron a ambos generales con absoluto poder, y a su voluntad y ruego eligieron otros veinte magistrados que los acompañaran en el mando, de los cuales la mitad eran de los que habían vuelto con Dion del destierro. Parecióles a los adivinos otra vez que el haber tomado Dion bajo sus pies para arengar aquello en que tenía puesta su vanidad Dionisio y había sido por él consagrado, era una, señal muy plausible; pero por cuanto era un reloj en el que estaba subido cuando se lo nombró general, temían no fuera que su suerte tuviese una repentina mudanza. Enseguida, tomando las Epípolas, puso a los ciudadanos presos en libertad, y formó trincheras delante de la ciudadela. Al día séptimo llegó a ésta Dionisio, y a Dion le trajeron en unos carros las prevenciones que había dejado confiadas a Sínalo. Distribuyólas entre los ciudadanos, y de los demás, cada uno se aliñó y preparó lo mejor que pudo, procurando mostrarse valientes soldados.

Dionisio envió desde luego, privadamente, mensajeros a Dion para descubrir terreno; pero diciéndoles éste que hablaran en común a los Siracusanos, como hombres libres que eran, se hicieron por los mensajeros proposiciones muy humanas de parte del tirano, prometiéndoles moderar los tributos y no ser compelidos a otras guerras que las que con él decretasen; de lo que los Siracusanos se burlaron. Mas Dion respondió a los mensajeros que excusara Dionisio conferencias con aquellos mientras no se desistiese de la autoridad, pero que desistiéndose le ayudaría en cuanto pudiera necesitar, y en cualquiera otra cosa justa que pudiese, acordándose del deudo que entre los dos había. Aplaudióselo Dionisio, y otra vez le envió mensajeros proponiendo que pasaran a la ciudadela algunos de los Siracusanos, y que, cediendo éstos en unas cosas y él mismo en otras, tratarían de lo que pudiese ser útil a la ciudad. fueronle, pues, enviados aquellos ciudadanos que merecieron la confianza de Dion, y comenzó a hablarse mucho entré los Siracusanos de que Dionisio iba a abdicar la tiranía, más por su propia voluntad que por condescender con Dion: siendo todo esto dolo y ficción del tirano, y un lazo que a los Siracusanos armaba; porque a los que pasaron a hablarle los puso en un encierro, e hinchiendo de vino muy por la mañana a los soldados que tenía a sueldo, los envió a la carrera contra la muralla de circunvalación de los Siracusanos. Hecha así esta incursión imprevista por los bárbaros, con empeño de tomar a fuerza de arrojo y precipitación la muralla, a su primera acometida ninguno de los Siracusanos tuvo resolución para aguardar y defenderse, a excepción únicamente de los estipendiarios de Dion, los cuales apenas sintieron el alboroto acudieron a dar auxilio; pero ni aun éstos podían pensar en el modo de darle, no oyendo nada por la gritería y dispersión de los Siracusanos, que huían por entre ellos y se los llevaban de paso, hasta que Dion, pues que nadie atendía a lo que decía, se propuso mostrarles con obras lo que debía hacerse, cargando el primero a los bárbaros, con lo que se trabó alrededor de él un repentino y reñido combate, ya que, siendo conocido no menos de los enemigos que de los propios, todos aquellos corrieron a acometerle a un tiempo. Hallábase ya Dion por razón de su edad más pesado de lo que para estos combates convenía; pero resistiendo y acuchillando con vigor y aliento a los que le cargaban, fue herido de lanza en una mano, y la coraza apenas bastaba ya a resistir a los dardos y a los golpes dados de cerca, pues pasaban el escudo, llegando a ser herido de muchos dardos y lanzas, hasta que, quebrantados aquella y éste, cayó Dion, y fue preciso que los soldados le arrebataran y salvaran. Nombróles entonces por caudillo a Timónides; y recorriendo la ciudad a caballo, contuvo a los Siracusanos en su fuga; y haciendo tomar las armas a los estipendiarios que custodiaban la Acradina, los condujo contra los bárbaros; a unos hombres descansados y en su primer fervor, contra los que se hallaban fatigados y desistían ya de la empresa; porque habiendo esperado apoderarse al primer ímpetu y acometida de toda la ciudad, como después se hubiesen encontrado, contra lo que se habían prometido, con hombres belicosos y valientes, se replegaron a la ciudadela. En la retirada fueron todavía más acosados por los Griegos, por lo que huyeron y se encerraron dentro de las murallas, no habiendo muerto más que a setenta y cuatro hombres de las tropas de Dion, y perdido ellos muchos más de los suyos.

Alcanzada, pues, esta brillante victoria, los Siracusanos coronaron y dieron por prez a cada uno de los estipendiarios cien minas, y éstos coronaron a Dion con corona de oro. Bajaron en esto heraldos de Darte de Dionisio, trayendo a Dion cartas de las mujeres relacionadas con él. Había entre las cartas una con este sobrescrito: “A mi padre, de Hiparino”; porque éste era el nombre del hijo de Dion, aunque Timeo dice que, del de su madre, Áreta, se llamaba Areteo; pero en estas cosas, más crédito debe darse, según entiendo, a Timónides, amigo y compañero de armas de Dion. Leyéronse a los Siracusanos las demás cartas, reducidas a quejas y ruegos de las que las enviaban; y aunque no querían permitir que se abriese en público la que se tenía por del hijo, porfió Dion y la abrió como las otras. Era, sin embargo, de Dionisio, quien, por lo que hace a la letra se dirigía a Dion; pero en el contenido a los Siracusanos; y con apariencia de ruego y de justificación, se encaminaba a poner en mal a Dion. Porque contenía recuerdos de lo mucho que con tanto celo había hecho en favor de la tiranía; amenaza contra las personas que le eran más caras, la hermana, el hijo y la mujer, graves protestas mezcladas con lamentos, y, además, que fue lo que sobre todo le alteró, la propuesta que no destruyese, sino que tomase para sí la tiranía; ni diese la libertad a unos hombres que le aborrecían y le guardaban enemiga, sino que se quedase mandando para dar a sus deudos seguridad.

Leída esta carta, no les ocurrió a los Siracusanos admirar la imparcialidad y grandeza de ánimo de Dion, que por lo honesto y lo justo no atendía a tan inmediatos parentescos, sino que, tomando de aquí principio y ocasión para sospechas y recelos, como si estuvieran en una absoluta precisión de contemporizar con el tirano, pusieron la vista en otros caudillos; y, sobre todo, habiendo sabido que llegaba Heraclides, se encendió más en ellos este deseo. Era Heraclides uno de los desterrados, buen militar, conocido por el mando que había tenido bajo los tiranos, pero no de ánimo constante, sino movible en todo y poco seguro para la comunidad de mando y de gloria. Indispuesto en el Peloponeso con Dion, había determinado venir por sí con escuadra propia contra el tirano, y llegado a Siracusa con siete galeras y tres barcos, encontró cercado otra vez al tirano, y a los Siracusanos inflamados e inquietos. Captóse, pues, al punto el favor de la muchedumbre, porque su carácter tenía cierto atractivo, siendo de los que se plegan y, de los que seducen a gentes que gustan de que se les adule; así trajo y puso fácilmente de su parte a aquellos que repugnaban la gravedad de Dion como modesta y desagradable por el orgullo y engreimiento que les había dado la victoria; queriendo ser lisonjeados como libres aun antes de serlo.

En primer lugar, corriendo por movimiento propio a la junta pública, eligieron a Heraclides general de la armada, y cuando, presentándose Dion, se quejó de que el mando dado a éste era una revocación del que antes le habían conferido, pues que no era ya absoluta autoridad si otro tenía el mando de la armada, con violencia anularon los Siracusanos el nombramiento de Heraclides. Hecho esto así, le llamó Dion a su casa, y, habiéndole dado algunas quejas sobre que no era justo ni conveniente que quisiera competir con él por la gloria en unos momentos en que con poco esfuerzo podía perderse todo, convocó a nueva junta, en la que nombró a Heraclides general de la armada, y persuadió a los ciudadanos que se le dieran guardias del mismo modo que a él. En las palabras y en la apariencia se mostraba aquel obsequioso con Dion, reconociendo la obligación en que le estaba; seguíale sumiso, y ejecutaba sus órdenes; pero, seduciendo y acalorando bajo mano a la muchedumbre y a los amigos de novedades, cercó a Dion de disgustos y sinsabores, constituyéndole en la situación más difícil, porque si disponía que Dionisio saliera de la ciudadela en fuerza de una capitulación, se lo calumniaría de que le tenía consideración y le salvaba, y si, no queriendo molestar al pueblo, andaba remiso en el sitio, se creería que alargaba la guerra para mandar por más tiempo y mantener en el terror a los ciudadanos.

Había en Siracusa un cierto Sosis, que tenía nombre entre los Siracusanos por su maldad y su insolencia, estando creído que el colmo de la libertad se cifraba en llevar hasta el último punto la osadía. Tratando, pues, de perder a Dion, lo primero que hizo fue levantarse en la junta pública y reconvenir agriamente a los Siracusanos de que no advirtiesen que, por librarse de una tiranía necia y soñolienta, se habían entregado a un déspota vigilante y sobrio; mostrándose después más abiertamente enemigo declarado de Dion, por entonces se retiró de la plaza, pero al día siguiente se le vio correr por la ciudad desnudo, bañadas la cabeza y la cara en sangre, como si huyera de algunos que le perseguían. Presentóse en esta disposición en la plaza, diciendo que los soldados estipendiarios de Dion le habían acometido, y mostró la cabeza lastimada; con lo que tuvo a muchos que tomaron parte en sus quejas y que levantaron el grito contra Dion, clamando que su proceder era violento y tiránico si con asesinatos y peligros quitaba a los ciudadanos el poder manifestar libremente su opinión. Con todo, reunida la junta pública, aunque en confusión y desorden, se presentó Dion a hacer su defensa, y manifestó que Sosis era hermano de uno de los soldados de Dionisio, y que a su instigación había querido conmover y alborotar la ciudad, no quedándole ya a Dionisio otro camino de salvarse que el de introducir la desconfianza y discordia entre los ciudadanos. Al mismo tiempo, habiendo registrado los cirujanos la herida de Sosis, encontraron que era puramente superficial, y no hecha con impresión extraña que le hiciera penetrar, porque las heridas de espada tienen mayor profundidad por en medio, y la de Sosis era ligera por igual, teniendo muchos principios, como era natural en quien por el dolor aflojaba, y luego volvía a querer continuar. Llegaron también a este tiempo a la junta algunos ciudadanos de crédito trayendo una navaja, y exponiendo que yendo por la calle se habían encontrado con Sosis bañado en sangre, y que decía a gritos que iba huyendo de los soldados de Dion, por quienes acababa de ser herido. Añadían que habiendo ido en busca de los agresores, no habían encontrado más que aquella navaja puesta en el hueco de una piedra, de la que habían visto venir corriendo a Sosis.

Como fuese ya con esto peligrosa la situación de Sosis, y aun se agregase la declaración de los de su casa, quienes atestiguaron que era todavía de noche cuando salió de ella solo con la navaja, los que culpaban a Dion se retiraron, y el pueblo, habiendo condenado a muerte a Sosis, mudó de modo de pensar en cuanto a Dion. Mas no por esto le eran menos sospechosos los soldados de éste, mayormente después que se habían dado diferentes combates navales contra el tirano; porque Filisto había venido de Yapigia con muchas galeras en auxilio de Dionisio, y como aquellos forasteros fuesen soldados de infantería, creían los Siracusanos que no podrían serles de provecho para aquella clase de guerra, sino que más bien los tendrían sumisos a sus órdenes, siendo ellos gente de mar y que sobrepujaban en esta especie de fuerza. Pero la suerte hizo que aun se les acrecentó a aquellos soldados el orgullo con la buena suerte que tuvieron en el mar, donde, venciendo a Filisto, le trataron cruel y bárbaramente; aunque Éforo dice que, tomada su nave, se quitó él a sí mismo la vida; pero Timónides, que desde el principio se encontró en todos estos sucesos con Dion, escribiendo al filósofo Espeusipo, dice que Filisto quedó cautivo de resultas de haber encallado en tierra su galera, y que, habiéndole quitado los Siracusanos la coraza y mostrándole desnudo, le hicieron diferentes insultos, siendo ya viejo; que después le cortaron la cabeza, y entregaron su cadáver a los muchachos, diciéndoles que lo arrastraran por la Acradina y lo arrojaran a las canteras. Timeo, para hacer que este insulto aparezca mayor, refiere que los muchachos ataron el cadáver de Filisto con una cuerda de la pierna coja, y lo arrastraron por la ciudad, haciendo grande escarnio todos los Siracusanos al ver arrastrado por una pierna a aquel que había dicho a Dionisio que no debía salir huyendo de la tiranía en un veloz caballo, sino sólo tirado por una pierna; aunque Éforo refiere esta expresión como dicha a Dionisio por otro, y no por el mismo Filisto.

Mas, Timeo, aprovechando una ocasión justa, como lo era la de la adhesión y celo de Filisto por la tiranía, sacia su deseo de hablar mal de él. En esto quizá pueden merecer indulgencia los que han sido agraviados, aun para llegar al extremo de ensañarse con un cadáver que carece de sentido; pero en los que después escriben los sucesos no habiendo sido ofendidos en vida por él, y aprovechándose de sus escritos, su misma gloria parece que exige que no le echen en cara con afrenta y vilipendio sus desgracias, de las que nada hay que pueda asegurar aun al hombre más recto y justo de parte de la fortuna. Tampoco Éforo obra cuerdamente en alabar a Filisto; pues, sin embargo de mostrarse tan hábil en cubrir con motivos decentes las acciones injustas y las costumbres estragadas, y en encontrar al intento las más seductoras expresiones, por más esfuerzos que hace no puede evitar que de su relación misma resulte contra sí haber sido el hombre más adicto a la tiranía y el que más solicitó y más admiró el lujo, el poder, la riqueza y los enlaces de los tiranos. En fin, en cuanto a Filisto, el que no alabe sus acciones, ni tampoco le eche en cara su suerte, ese será el que mejor desempeñe el oficio de historiador.

Después de la muerte de Filisto envió Dionisio a Dion quien le propusiera que le haría entrega de la ciudadela, de las armas y de sus tropas con el sueldo completo de éstas para cinco meses, bien que pidiendo que bajo la fe de un tratado se le permitiera retirarse a Italia y, habitando allí, disfrutar en los términos de Siracusa la posesión llamada Giata, que era un campo dilatado y fértil, que desde la orilla del mar entraba tierra adentro. No admitió Dion el mensaje, sino que le envió a decir que suplicara sobre el objeto de éste a los Siracusanos, los cuales, esperando tomar vivo a Dionisio, despidieron a sus embajadores; pero él lo que hizo fue entregar la ciudadela a su hijo mayor, Apolócrates, y aguardando un viento favorable, teniendo ya puestas en las naves las personas que más apreciaba y lo más escogido de su riqueza, se hizo a la vela, sin que de ello tuviese noticia el general de la armada, Heraclides. Éste, como se viese maltratado y perseguido de los ciudadanos, se valió de Hipón, que era uno de los demagogos, para que propusiera al pueblo un nuevo repartimiento de tierras, como que la igualdad era principio de libertad, y la pobreza de esclavitud para los miserables. Púsose a su lado Heraclides, y conmoviendo al pueblo contra Dion, que se oponía, persuadió a los Siracusanos a que, además del repartimiento, decretaran privar a los soldados forasteros de su sueldo, y nombrar otros generales, siéndoles ya molesto Dion. Los Siracusanos, pues, intentando levantarse repentinamente como de una larga enfermedad de la tiranía, y manejarse intempestivamente como los pueblos que tenían el hábito de la libertad, se hicieron a sí mismos gran daño, y aborrecieron a Dion porque, como un buen médico, quería mantener la ciudad en un arreglo esmerado y sobrio.

Habiéndose congregado en junta para elección de los nuevos magistrados, estándose entonces en medio del estío, por quince días seguidos sucedieron truenos extraordinarios y señales del cielo infaustas, que por superstición apartaron al pueblo de nombrar otros generales. Mas luego que a los demagogos les pareció que ya la serenidad era permanente, quisieron llevar a efecto la junta; pero la casualidad hizo que un buey de carretero, aunque hecho a ver gentes, se inquietase y enfureciese contra el conductor, y huyendo a carrera del yugo, se dirigió al teatro, donde inmediatamente alborotó y dispersó a la muchedumbre, que dio a correr desordenadamente; el buey continuó en su fuga saltando y trastornando cuanto encontraba en aquella parte de la ciudad que después ocuparon los enemigos. A pesar de todo esto, y no haciendo cuenta ninguna de ello, nombraron los Siracusanos veinticinco magistrados, de los que era uno Heraclides, y hablando reservadamente a los soldados extranjeros, trataron de seducirlos y separarlos de Dion para traerlos a su partido, prometiéndoles que serían con ellos iguales en derechos. Mas aquellos soldados desecharon sus proposiciones y, conservándose fieles y adictos a Dion, se pusieron armados a su lado para defenderle y protegerle, y así lo sacaron de la ciudad, sin hacer la menor ofensa a nadie, y sólo reconviniendo agriamente a los que encontraban por su ingratitud y perversidad; pero los Siracusanos, despreciándolos por su corto número y porque no habían sido los primeros en la agresión, llevados de que eran muchos más, los acometieron, en la inteligencia de que los vencerían fácilmente dentro de la ciudad y acabarían con todos.

Constituido con esto Dion en el apuro y en la desgraciada situación de haber de pelear con sus conciudadanos, o perecer con sus soldados, dirigía a los Siracusanos los más encarecidos ruegos, tendiendo a ellos las manos y mostrándoles el alcázar lleno de enemigos, que se asomaban por las murallas y eran espectadores de cuanto pasaba; pero, no habiendo modo de templar el ímpetu de aquella muchedumbre y dominando en la ciudad, como en un mar proceloso, el viento de los demagogos, dio orden a sus soldados, no de trabar pelea, sino sólo de volver cara con resolución y gritería blandiendo las armas; con esto ya no aguardó ninguno de los siracusanos, sino que dieron a huir por las calles sin que nadie les persiguiese, porque Dion hizo retroceder a los soldados y los condujo a los términos de los Leontinos. Fueron con esto los magistrados de los Siracusanos la risa y escarnio de las mujeres, y queriendo reparar la afrenta, armaron otra vez a los ciudadanos y marcharon en persecución de Dion. Alcanzáronle al pasar un río, y se acercaron con su caballería en actitud de combatir; pero cuando vieron que ya no sufría con mansedumbre y bondad paternal sus demasías, sino que con denuedo volvía y ordenaba sus soldados, entregándose a una fuga más vergonzosa que la primera, se retiraron a la ciudad, con muerte de algunos ciudadanos.

Recibieron a Dion los Leontinos con las mayores muestras de honor y aprecio, y a los soldados les ofrecieron pagarles su haber, y los hicieron ciudadanos. Dispusieron luego enviar a los Siracusanos embajadores con proposición de que tuvieran la consideración debida a aquellos soldados forasteros; pero ellos mandaron otra embajada para acusar a Dion. Reuniéronse con los Leontinos los aliados y, habiendo conferenciado entre sí declararon que no tenían razón los Siracusanos; pero éstos no hicieron cuenta de lo resuelto por los aliados, engreídos y soberbios con que habían sacudido toda obediencia, y antes les estaban sujetos y les temían sus propios magistrados.

Llegaron en esto a la ciudad algunas galeras enviadas por Dionisio, en las que venía Nipsio de Nápoles, que conducía víveres y caudales a los sitiados, y habiéndose dado un combate naval, quedaron vencedores los Siracusanos, y tomaron cuatro de las naves de aquel convoy. Insolentes con la victoria, y empleando el tiempo, por la anarquía en que vivían, en francachelas y convites desordenados, de tal manera se olvidaron de lo que importaba, que, teniéndose ya por dueños de la ciudadela, perdieron la ciudad. Porque Nipsio, viendo que en todo el pueblo no había quien tuviera juicio, sino que la muchedumbre estaba entregada a músicas y embriagueces desde el día hasta alta noche, y que los caudillos se regocijaban también con aquellas fiestas y no se, cuidaban mucho de hacer su deber con unos hombres beodos, aprovechando hábilmente la ocasión, acometió a la muralla y apoderándose de ella y destruyéndola, dio suelta a los bárbaros, diciéndoles que hicieran de los ciudadanos que les vinieran a las manos lo que quisieran o pudieran. Advirtieron bien pronto los Siracusanos el mal que les había sobrevenido; pero tarde y con dificultad acudieron asombrados y pasmados a su remedio; porque era un horroroso saqueo el que experimentaba la Ciudad, siendo muertos los hombres, derruidas las murallas y conducidas las mujeres y los niños a la ciudadela entre los mayores lamentos, pues los caudillos se habían acobardado del todo, y para nada podían servirse de los ciudadanos contra unos enemigos que por todas partes estaban ya mezclados y confundidos con ellos.

Siendo éste el estado de las cosas, y amenazando ya el peligro a la Acradina, todos ponían la vista en el único que podía levantar sus esperanzas: pero nadie lo proponía, avergonzados de la ingratitud e indiscreción con que respecto de Dion se habían portado. Mas siendo ya urgente la necesidad, salió una voz de entre los aliados y la milicia de caballería de que se llamara a Dion y se trajera a los Peloponenses del país de los Leontinos. No bien se había adoptado esta resolución y dádose esta voz cuando fueron comunes entre los Siracusanos las aclamaciones, el gozo y las lágrimas, rogando a los dioses por que Dion pareciese, deseando verle y recordando su valor y denuedo en los peligros, y como no sólo era imperturbable él mismo, sino que también a ellos les daba espíritu y los conducía impávidos a los enemigos. Enviáronle, pues, al punto de los aliados a Arcónides y Telésides y otros cinco de la caballería, entre ellos Helanico. Marcharon éstos a desempeñar su comisión corriendo a rienda suelta, y llegaron a la ciudad de los Leontinos casi al fin del día. Apeáronse, y lo primero que hicieron fue ir a echarse llorosos a los pies de Dion, a quien refirieron los infortunios de los Siracusanos. Habían ya acudido algunos de los Leontinos, y los más de los Peloponenses se agolparon a Dion, pensando, por la prisa, y por los ruegos de aquellos hombres, que había ocurrido alguna grande novedad. Congregados al punto en junta pública, a la que prontamente concurrieron, y entrando Arcónides y Helanico con los que los acompañaban, expusieron brevemente el cúmulo de males que les habían sobrevenido, y rogaban a los soldados de Dion fueran en socorro delos Siracusanos, olvidándose de los agravios recibidos, pues ya los habían pagado, sufriendo mucho más de aquello que los ofendidos podían desear.

Cuando éstos hubieron dado fin a su discurso, quedó en el más profundo silencio todo el teatro. Levantóse Dion, y como al comenzar a hablar las muchas lágrimas que corrían de sus ojos le cortasen la voz, los soldados le exhortaban a que tomase aliento mostrándose con él afligidos. Recobrándose, pues, Dion un poco de su grave pesar: “Peloponenses y aliados- dijo-, os he reunido aquí para que deliberéis sobre vosotros mismos; por lo que a mí hace, no me es dado deliberar perdiéndose Siracusa, pues si no puedo salvarla, voy, a lo menos, a enterrarme entre el fuego y las ruinas de la Patria. Si queréis todavía dar auxilio a hombres tan desacordados y desventurados como nosotros, mantened en pie a la ciudad de los Siracusanos, que es vuestra obra: pero si, irritados con éstos, la abandonáis, del valor y amor que antes de ahora me habéis manifestado recibiréis de los dioses digno premio, teniendo presente en vuestra memoria que Dion ni a vosotros os desamparó cuando fuisteis agraviados, ni ahora en la adversidad desampara a los ciudadanos”. Aun no había concluido, cuando los soldados, levantando gritería, corrieron a él diciendo que los llevara en socorro de Siracusa cuanto antes, y los embajadores de los Siracusanos les dieron las gracias estrechándolos entre sus brazos, haciendo plegarlas a los dioses, para que sobre Dion y sobre los soldados derramaran los mayores bienes. Sosegado el tumulto, les dio orden Dion de que fueran a prevenirse y, comiendo los ranchos, vinieran armados a aquel mismo lugar, teniendo resuelto marchar en socorro de Siracusa aquella misma noche.

En Siracusa, los generales de Dionisio durante el día hicieron inmensos males en la ciudad: pero venida la noche se retiraron a la ciudadela, perdido unos cuantos de los suyos; entonces, haciéndose animosos los demagogos de los Siracusanos, y esperando que los enemigos se pararían en lo ejecutado, excitaban otra vez a los ciudadanos a que no hicieran cuenta de Dion, y si venía con sus soldados, no recibirlos, ni darles esta prueba de que se los reconocía como aventajados en valor, sino salvar ellos por sí mismos la ciudad y la libertad. Enviaron, pues, de nuevo mensajeros a Dion los generales, disuadiéndole de venir, y los de caballería con los principales ciudadanos, diciéndole que acelerase el paso; y por lo mismo caminaba con reposo y sosiego. Llegada la noche, los enemigos, de Dion ocuparon las puertas con ánimo de cerrárselas; pero Nipsio, dando otra vez salida de la ciudadela a las tropas asalariadas, que mostraban todavía mayor ardor y fueron entonces en mayor número, destruyó desde luego todo el muro y asoló y saqueó la ciudad. Dábase ya muerte, no sólo a los hombres, sino a las mujeres y a los niños; era muy poco lo que se robaba, y mucho lo que se destrozaba y hacía pedazos. Porque, dándose ya los de Dionisio por perdidos y aborreciendo de muerte a los Siracusanos, querían sepultar, digámoslo así, la tiranía entre las ruinas de la ciudad, y, anticipándose a la venida de Dion, recurrían a la destrucción y perdición más pronta, que es la del fuego, dándole con tizones y hachas a lo que tenían cerca, y lanzando con los arcos a lo que les caía lejos saetas encendidas. Huían los Siracusanos, y de ellos unos eran cogidos y asesinados en las calles, y los que se recogían a las casas eran echados de ellas por el fuego, siendo ya muchas las que ardían y caían encima de los que las abandonaban.

Esta calamidad fue la que principalmente franqueó las puertas de la ciudad a Dion, estando ya de acuerdo todos: porque la casualidad hacía que aun hubiese acortado el paso cuando oyó que los enemigos se habían encerrado en la ciudadela; pero entrando ya el día, los de caballería fueron los primeros que le dieron noticia de la segunda invasión, y después se presentaron algunos de los que antes se habían opuesto, rogándole que acelerara la llegada. Como el mal se agravase, Heraclides envió a su hermano, y después a Teódotes su tío, pidiéndole que los socorriese, pues nadie había que hiciese frente a los enemigos, él se hallaba herido y la ciudad casi podía contarse por destruida y abrasada. Hallábase Dion cuando le llegaron estas nuevas a distancia todavía de setenta estadios de la ciudad; pero manifestando a sus soldados el peligro e instándoles, ya no marcharon despacio, sino que los condujo a carrera a la ciudad, sucediéndose los mensajeros unos a otros para darle prisa. Habiendo, pues, sido increíble la presteza y diligencia de los soldados, entró por las puertas, dirigiéndose a la parte de la ciudad llamada el Hecatómpedo, y a las tropas ligeras les dio orden de marchar inmediatamente contra los enemigos, para que al verlas cobraran ánimo los Siracusanos. La infantería de línea la ordenó él mismo, y con ella los ciudadanos que acudían y se prestaban a agregarse a la milicia, formando divisiones y dándoles caudillos para que se presentara más terrible, cargando a un mismo tiempo por todas partes.

Dispuestas así las cosas y hechas plegarias a los Dioses, se le vio marchar con sus tropas por la ciudad contra las enemigos; con que fueron grandes en los Siracusanos la algazara, el gozo y las aclamaciones, mezcladas con votos y exhortaciones, llamando a Dion salvador y numen tutelar, y a sus soldados, hermanos y ciudadanos. No había en aquella sazón ninguno tan amante de sí mismo y de la vida que no se mostrara más cuidadoso por Dion solo que por todos los demás, viéndole marchar el primero al peligro por entre la sangre, el fuego y los montones de cadáveres tendidos en las plazas. No dejaban también de infundir terror los enemigos, que, enfurecidos y soberbios, estaban formados junto al muro, al cual no se podía llegar sin gran dificultad y trabajo. Más el peligro que más fatigaba a los soldados era el del fuego, que hacía muy embarazosa su marcha, ya porque los circundaban de luz las llamas que devoraban las casas, ya porque tenían que dirigir sus pasos por entre escombros todavía ardientes, y ya porque iban tropezando sin poder sentar con seguridad los pies a causa de los grandes y continuos hundimientos, caminando, además, entre polvo mezclado de humo, con el cuidado de no desordenarse y perder la formación. Cuando ya llegaron a los enemigos, la pelea era de pocos contra pocos, por la estrechez y desigualdad del sitio; pero con la gritería y excitación de los Siracusanos, que daban ánimo a los soldados, hubieron de ceder los de Nipsio, que en su mayor parte se salvaron refugiándose a la ciudadela, que estaba inmediata; pero a los que quedaron fuera y se esparcieron por la ciudad los persiguieron los soldados de Dion y les dieron muerte. El tiempo no dio entonces oportunidad para disfrutar de la victoria, ni para hacer las demostraciones de gozo y gratitud que tan grande suceso pedía, por tener que acudir a sus casas los Siracusanos, quienes con dificultad pudieron apagar el fuego en toda aquella noche.

Luego que se hizo de día no se detuvo ninguno de los demagogos, sino que, dándose por perdidos, huyeron; Heraclides y Teódotes se resolvieron a presentarse por sí mismos y entregarse en manos de Dion, confesando sus yerros y rogándole que lo hiciera mejor con ellos que ellos lo habían hecho con él; pues era propio de Dion, que tanto sobresalía en las demás virtudes, aventajarse también en saber domar la ira respecto de unos ingratos que ahora reconocían haber sido vencidos por él en aquella misma virtud por la que se le habían mostrado contrarios. Hechas estas súplicas por Heraclides y Teódotes, instaban a Dion sus amigos que no usara de benignidad con unos hombres malos y perversos, sino que abandonara a Heraclides al encono de los Soldados y arrancara del gobierno el vicio de captar popularidad, enfermedad furiosa, no menos perjudicial que la tiranía. Dion, para aplacarlos, les dijo que los demás generales en lo que principalmente se ejercitaban era en las armas y en la guerra, y él había gastado mucho tiempo en la Academia para estudiar cómo se domina la ira, la envidia y toda codicia; de lo que no era muestra el usar de afabilidad y dulzura con los amigos y con los hombres de bien, sino, habiendo sido agraviado, el acreditarse de compasivo y benigno con los ofensores, y que quería hacer ver que no tanto era superior a Heraclides en poder y en valor como en bondad y justicia, pues la superioridad verdadera en éstas había de ponerse. Porque en la victoria y ventajas de la guerra, cuando no las dispute ningún hombre, entra a la parte la fortuna: ¿y acaso porque a Heraclides le hiciera desleal y malo la envidia había de estragar Dion su virtud con la ira? Porque el que sea más justo el vengarse y tomar satisfacción que el ser el primero en ofender es determinación de la ley, cuando por naturaleza ambas cosas provienen de la misma debilidad; y si bien el borrar la maldad del hombre no es cosa muy hacedera, no es tampoco tan ardua y desesperada que no pueda hacérsele cambiar, vencida por los favores del que muchas veces se empeña en hacer bien.

En consecuencia de estos discursos, dejó Dion ir libre a Heraclides, y, volviendo su cuidado a la circunvalación, dio orden de que cada uno de los Siracusanos, cortando una estaca de valladar, la trajera y pusiera junto al muro, y, empleando por la noche a sus soldados, mientras los Siracusanos descansaban, sin que nadie lo entendiese dejó cercada la ciudadela: de manera que al día siguiente sorprendió a los ciudadanos, no menos que a los enemigos, con la presteza de tamaña obra. Dio luego sepultura a los Siracusanos que habían muerto, y habiendo rescatado los cautivos, que no bajaban de dos mil, convocó a junta pública. Presentóse en ella Heraclides, haciendo la proposición de que se nombrara a Dion generalísimo de tierra y de mar; y habiendo sido admitida por los buenos ciudadanos, que querían se sancionase, la muchedumbre marinera y artesana concitó una sedición, manifestándose disgustada de que Heraclides quedara despojado del mando del mar, por parecerle que, si bien en lo demás Heraclides no estaba adornado de grandes cualidades, a lo menos era infinitamente más popular que Dion y más manejable para la plebe. Condescendió en esto Dion, y restituyó a Heraclides el mando de la armada; pero habiéndose opuesto a los que insistían sobre el repartimiento de terrenos y de las casas, anulando lo que acerca de esto se había antes establecido, indispuso y enajenó los ánimos, de donde tomó otra vez ocasión Heraclides, y, acantonado en Mesena, sedujo a los soldados y marineros que con él se hallaban y los irritó contra Dion, haciéndoles entender que aspiraba a la tiranía, y al mismo tiempo concluyó ocultamente un convenio con Dionisio por medio de Fárax de Esparta. Llegáronlo a descubrirlos principales ciudadanos de Siracusa, y se movió una sedición en el ejército, de la que resultó tal escasez y hambre en Siracusa, que el mismo Dion quedó sin saber qué hacer, e incurrió en la reprensión de sus amigos, que le hacían cargo de haber fomentado contra sí a un hombre como Heraclides, intratable y pervertido por la envidia y por la maldad.

Hallándose Fárax acampado junto a Nápoles en el campo de Agrigento, condujo Dion a los Siracusanos, con intento de pelear con él en otra oportunidad; pero como Heraclides y la marinería gritasen que Dion no quería terminar la guerra por medio de una batalla, sino dilatarla para mantenerse en el mando, se vio en la precisión de trabar combate, y fue vencido. La derrota no fue grande, sino más bien una dispersión y desorden entre los soldados mismos que se alborotaron, por lo que Dion, resuelto a volver a dar batalla, los redujo al orden, persuadiéndoles e inspirándoles confianza; pero a la entrada de la noche se le dio aviso de que Heraclides, zarpando con su escuadra, navegaba sobre Siracusa, con la determinación de apoderarse de la ciudad y de negarles la entrada a él y a su ejército. Tomando, pues, consigo en el momento a los más esforzados y resueltos, caminaron a caballo toda aquella noche, y a la hora tercera del día siguiente estaban ya a las puertas, habiendo andado setecientos estadios. Como Heraclides se hubiese atrasado con sus naves, por más prisa que quiso darse, se mantuvo en el mar, y andando errante sin objeto cierto, se encontró con Gesilo de Esparta, quien le dijo que venía de Lacedemonia a ser caudillo de los Sicilianos, como antes Gilipo. Recibióle, pues, con gran complacencia y, pensando en oponerle como un antídoto a Dion, lo presentó a los aliados, y enviando un heraldo a Siracusa, propuso a los Siracusanos que admitieran aquel general Espartano. Respondióle Dion que los Siracusanos tenían bastantes generales, y si los negocios requerían absolutamente un Espartano, en él lo tenían, pues era Espartano por adopción. Con esto Gesilo cedió en la pretensión del mando, y, pasando a verse con Dion, reconcilió con él a Heraclides, que dio muchas palabras e hizo los mayores juramentos, accediendo a éstos el mismo Gesilo, que, por su parte, juró ser vengador de Dion y tomar satisfacción de Heraclides si se portase mal.

De resultas de este suceso, desarmaron los Siracusanos la escuadra, porque, no teniendo en qué emplearla, no les servía más que de gasto con la gente de mar y de motivo de indisposición entre los generales. Sitiaron el alcázar, acabando el muro con que le circunvalaban; y como, no socorriendo nadie a los sitiados, les faltasen los víveres, y los soldados extranjeros se les hubiesen insubordinado, perdió el hijo de Dionisio toda esperanza, y entrando en conciertos con Dion, le entregó el alcázar con las armas y todos los pertrechos de guerra, recogió la madre y las hermanas, y, cargando cinco galeras, marchó a unirse con su padre, dejándole partir Dion con toda seguridad, y no quedando Siracusano alguno que no saliera a gozar de aquel espectáculo; tanto, que los que se hallaban ausentes se quejaban de no haber visto aquel día en que el Sol empezaba a alumbrar a Siracusa libre. Y si aun ahora entre los grandes ejemplos que se refieren de la mudanza de fortuna es el mayor y más notable éste del destierro de Dionisio, ¿cuál debió ser entonces el gozo de aquellos ciudadanos y qué debieron pensar los que con tan pocos medios destruyeron la más poderosa tiranía que jamás se había visto?

Como Dion, luego que dio la vela a Apolócrates, se encaminase al alcázar, no pudieron aguantar más las mujeres que en él habían quedado, ni esperaron a que entrasen sino que corrieron a la puerta, Aristómaca llevando de la mano al hijo de Dion, y Áreta yendo en pos de ésta, llorando e incierta de cómo había de saludar al marido, habiendo estado enlazada con otro. Abrazó Dion primero a la hermana y después al hijo y entonces Aristómaca, presentando a Áreta: “Hemos sido desdichadas- le dijo- ¡ah Dion! durante tu destierro; con tu venida y tu victoria nos has librado de opresión y angustia a todos nosotros, a excepción de ésta, a quien yo, miserable, he visto ser por fuerza, vivo tú, casada con otro. Ahora, pues, que la fortuna nos ha puesto en tu poder, di cómo tomas la necesidad en que esta infeliz se ha visto, y si te ha de abrazar como tío o como marido”. Dicho esto por Aristómaca, no pudiendo Dion contener las lágrimas, abrazó con el mayor cariño a su esposa y, entregándole el niño, le dijo que marcharan a su propia casa, a la que él también se fue a habitar, habiendo hecho entrega de la ciudadela a los Siracusanos.

Habiéndole salido tan felizmente los negocios, la primera cosa en que se propuso gozar de su prosperidad fue en hacer favores a sus amigos y donativos a los aliados, y más especialmente en hacer participantes de su humanidad y munificencia a los más allegados que tenía en la ciudad, y a los soldados que le habían servido, excediendo su magnanimidad a sus facultades; pues por lo que hace a sí mismo se trataba sencilla y frugalmente como cualquier particular, siendo de maravillar que, teniendo puesta la vista en su brillante fortuna no sólo la Sicilia y Cartago sino toda la Grecia, y no reputando todos por tan grande a ningún general de los de aquella edad, ni hallando con quien compararlo en valor y en buena suerte, usara de tanta moderación en el vestido, en la servidumbre y en la mesa, como si se mantuviera en la Academia al lado de Platón y no viviera con extranjeros y soldados, para quienes los continuos festines y recreos, son un desquite de los trabajos y peligros. Y si Platón le había escrito que a él sólo sobre la tierra miraban todos, él, a lo que parece, no miraba más que a un pequeño recinto de una sola ciudad, esto es, a la Academia, sabiendo que aquellos espectadores y jueces, no tanto admirarían ninguna acción brillante ni ninguna empresa atrevida como estarían en observación de si hacía un uso prudente y modesto de su fortuna, y si se mostraba templado en la prosperidad y en la opulencia. Por lo que hace a la severidad en el trato y a la gravedad para con el pueblo, tenía propuesto de no rebajar o quitar nada, a pesar de que el estado de las cosas pedía cierta condescendencia y de que, como hemos dicho, Platón le había reprendido escribiéndole que la terquedad y dureza son propias de la soledad, sino que él, naturalmente, debía de ser despegado, y parece que se proponía mejorar en costumbres a los Siracusanos, demasiado muelles y delicados.

Era preciso que estuviese siempre receloso de la enemistad de Heraclides, el cual, en primer lugar, llamado al consejo, no quiso concurrir, diciendo que, por ser un particular, adonde debía asistir era a la junta pública con los demás ciudadanos. Además de esto, acusaba a Dion de no haber demolido la ciudadela; de que, queriendo el pueblo deshacer el sepulcro de Dionisio el Mayor y arrojar su cadáver, no se le permitió, y, finalmente, que llamaba consejeros y compañeros para el mando de la ciudad de Corinto, desdeñando sus propios ciudadanos. De hecho había llamado a los de Corinto, por creer que con más facilidad establecería con su venida el gobierno que meditaba. Considerando a la democracia pura, no como un gobierno, sino como el mercado de todos los gobiernos, según expresión de Platón, pensaba desterrarla de Siracusa y establecer y plantear, al modo de los Lacedemonios y Cretenses, un gobierno mixto de democracia y monarquía, en que la aristocracia tuviera la principal dirección; porque veía que también en los Corintios dominaba la oligarquía y eran pocos los negocios públicos que se administraban en la junta popular. Atendiendo, pues que Heraclides principalmente se le había de oponer para estos arreglos, siendo por otra parte turbulento, mudable y dispuesto a sediciones, a los que en otro tiempo había estorbado quitarlo de en medio, en esta ocasión se lo permitió, y así, introduciéndose en su casa, en ella le dieron muerte, la que los Siracusanos manifestaron sentir mucho. Pero Dion, disponiendo que se le hiciera un magnífico entierro, acompañando la pompa con todo el ejército, y agregándoles después, logró que se la perdonasen por creer que no podrían dejar de ser continuas las disensiones si a un tiempo gobernaban Heraclides y Dion.

Tenía Dion un amigo en Atenas llamado Calipo, del que decía Platón que, no por gustar de la doctrina, sino por la iniciación y por ciertas amistades vulgares, se le había hecho conocido y familiar; pero él, por otro lado, no carecía de instrucción en la milicia, en la que además se había adquirido un nombre, tanto, que había sido el primero que con Dion había entrado en Siracusa coronado, y en los combates era ilustre y distinguido. Habiendo perecido en la guerra los principales y mejores amigos de Dion, y, por otra parte, quitado de en medio a Heraclides, vio que el pueblo de Siracusa había quedado sin caudillo, y que los soldados de Dion principalmente le atendían y respetaban, con lo que Calipo, el más malvado de los hombres, vino a concebir la esperanza de que la Sicilia había de ser el premio de la muerte de su huésped; aun hay quien dice que había recibido veinte talentos de los enemigos por precio de esta maldad. Corrompió, pues, y sedujo a algunos de los aliados contra Dion, valiéndose para ello de este principio sumamente perverso y astuto: denunciando continuamente algunos rumores contra Dion, o que verdaderamente se habían esparcido, o levantado por él, adquirió tal autoridad y poder, por el crédito que había sabido conciliarse, que con reservas o a las claras hablaba a los que quería contra Dion, permitiéndolo éste, para que no se le ocultase ninguno de los descontentos o que se hiciesen sospechosos. Con esto vino a suceder que en breve Calipo pudo dar con los malos y mal dispuestos y asociárselos, y si alguno desechaba la proposición y daba cuenta a Dion de la tentativa con él hecha, no le cogía a éste de nuevo ni se inquietaba, suponiendo que Calipo no hacía más que lo que él le había mandado.

En el tiempo en que ya se trataba este género de asechanza, tuvo Dion una visión grande y prodigiosa: hallándose una tarde solo sentado en la galería de su casa, pensando en sus cosas, de repente oyó un ruido, y volviendo la vista a uno de los corredores a tiempo que aun duraba la luz del día, vio a una mujer gigantesca, que en el traje y en el rostro en nada se diferenciaba de las Furias, estar con una escoba barriendo la casa. Pasmado, pues, y lleno de miedo, hizo llamar a sus amigos y les refirió la visión que se le había aparecido, rogándoles que se quedasen y estuviesen con él allí la noche, hallándose del todo sobrecogido y temeroso de que volviera a presentársele aquel espectro estando solo; no volvió, sin embargo, a suceder. Al cabo de pocos días su hijo, que apenas era mancebo, por cierto disgusto y enfado, nacido de pequeña y pueril causa, se tiró de cabeza desde lo alto del tejado, y se mató.

Mientras estaba Dion cercado de tales disgustos, Calipo adelantaba más y más sus asechanzas, y había hecho correr entre los Siracusanos la voz de que Dion, hallándose sin hijos, estaba en ánimo de llamar a Apolócrates el de Dionisio y declararle su sucesor, como sobrino que era de su mujer y nieto de su hermana. Ya habían llegado a tener sospechas Dion y las mujeres de lo que pasaba, y además eran frecuentes las denuncias que se les hacían de todas partes; pero pesaroso Dion de lo ocurrido con Heraclides y de aquella muerte, como si en su vida y en sus acciones le hubiese quedado cierta mancha impresa que no le dejaba obrar, en todo encontraba dificultades y andaba dando largas, habiéndose dejado decir muchas veces que estaba pronto a morir y a presentarse al que quisiera traspasarle, más bien que de haber de precaverse de amigos y enemigos. Viendo, pues, Calipo que las mujeres estaban instruidas menudamente de toda la conjuración, y concibiendo temor, se presentó a ellas negándolo, y con lágrimas les dijo que les daría las seguridades que quisiesen; pero ellas no se contentaban con nada menos que con que prestase el grande juramento. Era en esta forma: bajando el que le prestaba al santuario de Ceres y Proserpina, con ciertas ceremonias se circundaba de la púrpura de la Diosa, y tomando una tea encendida, hacía el juramento. Cumpliendo con todas estas cosas Calipo, y jurando, de tal modo se burló de las Diosas, que aguardó los días consagrados a la fiesta de la Diosa por quien juraba, y en uno de estos días ejecutó la muerte de Dion, pareciéndole que no era bastante impío con la Diosa y con su festividad si en otro tiempo él mataba a su iniciado.

Siendo ya muchos los que estaban en la conjuración, y hallándose Dion con sus amigos sentado en una habitación que tenía muchas camas, unos cercaron la casa y, otros cercaron las puertas y ventanas; pero los de Zacinto, que eran los que habían de echarle mano, entraron sin llevar puñales en la cinta; al mismo tiempo, los de la parte de afuera trajeron a sí las puertas y las tenían sujetas; los otros, habiéndose echado sobre Dion, trataban de sujetarlo y sofocarlo; pero viendo que nada les aprovechaba, pedían un puñal. Nadie se atrevió a abrir las puertas, sin embargo de ser muchos los que estaban dentro, y es que cada uno echaba cuenta de salvarse a sí mismo si abandonaba a Dion, y así ninguno fue a su socorro. Como fuese demasiado despacio, Licon, Siracusano, alargó a uno de los Zacintios un sable por una de las ventanas, y con él como a una víctima degollaron a Dion, a quien tenían ya sujeto y atemorizado de antemano. Inmediatamente después, a la hermana y a la mujer, que estaba encinta, las hicieron llevar a la cárcel, donde sucedió que la infeliz mujer dio a luz un hijo varón, y aun lograron que se le permitiera criarlo, habiéndolo recabado de los guardias a tiempo que ya Calipo empezaba a experimentar alguna turbación en sus negocios.

Porque al principio, habiendo quitado del medio a Dion, logró hacerse ilustre y apoderarse de Siracusa, lo que participó a la misma ciudad de Atenas, a la que después de los dioses debía reverenciar y temer, habiéndose arrojado así a la maldad. Pero parece que es cierto lo que se dice, que aquella ciudad, si los hombres buenos se dan a la virtud, los produce excelentes, y si los malos siguen la senda del vicio, son los más perversos, así como su terreno da la miel más sabrosa y la cicuta más mortífera. Pero no por largo tiempo estuvo Calipo siendo una acusación de la fortuna y de los dioses, de que miraban con indiferencia a un hombre que había adquirido por medio de tal impiedad tan grande mando y tanto esplendor, porque muy presto pagó la pena merecida; habiendo intentado, en efecto, tomar a Catana, al punto perdió a Siracusa, de manera que se refiere haber dicho él mismo que había perdido una ciudad por tomar una raedera. Invadiendo después a Mesana, perdió a la mayor parte de los soldados, entre ellos los que habían dado muerte a Dion, y no queriendo recibirle ninguna ciudad de la Sicilia, sino antes aborreciéndole y desechándole todos, se acogió por último a Regio. Allí, pasándolo miserablemente, y no pudiendo asistir a las tropas asalariadas, fue muerto por Léptines y Polisperconte, que usaron casualmente del mismo sable con el que dicen haberlo sido Dion, conociéndolo en el tamaño, porque era corto como todos los de Esparta, y muy pulido y gracioso en su hechura; de este modo pagó Calipo su merecido. Por lo que hace a Aristómaca y Áreta, luego que fueron sueltas de la cárcel vinieron a poder de Hícetes de Siracusa, que había sido uno de los amigos de Dion, el que al principio dio muestras de ser fiel a la amistad y tratarlas con decoro: pero seducido, por último, de los enemigos de Dion, les previno una embarcación como para enviarlas al Peloponeso, y mandó que en la travesía las diesen muerte y las arrojasen al mar; y no falta quien diga que vivas las sumergieron, y al hijo con ellas. Pero también éste tuvo la pena que merecieron sus crímenes, porque él mismo fue muerto habiendo caído cautivo en poder de Timoleón, y a dos hijas suyas los Siracusanos las sacrificaron a Dion, de las cuales cosas en la vida de Timoleón se escribe circunstanciadamente.