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El abuelo de Antonio fue Antonio el Orador, a quien por haber sido del partido de Sila dio muerte Mario. El padre, llamado Antonio Crético, no fue tan ilustre y recomendable en la carrera política, pero era hombre recto y bueno, y muy liberal y dadivoso, como de uno de sus hechos se puede colegir. Porque como no fuese muy acomodado, y por esto su mujer le contuviese para que no usase de su carácter generoso, sucedió una vez que uno de sus amigos llegó a pedirle dinero, y, no teniéndolo, mandó al mozo que le asistía que echando agua en un jarro de plata se lo trajese. Trájolo, y como si hubiera de afeitarse se bañó la barba, y haciendo que con otro motivo se retirase aquel mozo, le dio el jarro a su amigo diciéndole que se valiera de él. Buscóse el jarro por toda la casa estrechando a los esclavos, y viendo a su mujer irritada y en ánimo de castigarlos y atormentarlos de uno en uno, confesó lo que había pasado, pidiendo que lo disimulara.

La mujer de éste, que se llamaba Julia, de la familia de los Césares, competía en bondad y honestidad con las más acreditadas de su tiempo. Bajo su cuidado fue educado Antonio después de la muerte del padre, estando ya casada en segundas nupcias con Cornelio Léntulo, aquel a quien Cicerón dio muerte por ser uno de los conjurados con Catilina. Así, parece haber sido la madre el motivo y principio de la violenta enemistad de Antonio contra Cicerón, pues dice Antonio que no pudieron conseguir que el cadáver de Léntulo les fuera entregado sin que primero intercediera su madre con la mujer de Cicerón; pero todos convienen en que esto es falso, porque Cicerón no impidió el que se diese sepultura a ninguno de los que entonces sufrieron el último suplicio. Era Antonio de bella figura, y se dice que fue para él como un contagio la amistad y confianza con Curión; pues siendo éste desenfrenadamente dado a los placeres, para tener a Antonio más a su disposición lo precipitó en francachelas, en el trato con rameras y en gastos desmedidos e insoportables, de resulta de lo cual contrajo la cuantiosa deuda, muy desproporcionada con su edad, de doscientos cincuenta talentos, habiendo salido Curión fiador por toda ella; lo que, sabido por el padre, echó a Antonio de casa. De allí a bien poco tiempo se arrimo a Clodio, el más atrevido e insolente de todos los demagogos, que con sus violencias traía alterada la república; pero luego se fastidió de su desenfreno, y temiendo a los que ya abiertamente hacían la guerra a Clodio, partió de Italia a la Grecia, donde se detuvo ejercitando el cuerpo para las fatigas de la guerra e instruyéndose en el arte de la oratoria. El estilo y modo de decir que adoptó fue el llamado asiático, que, sobre ser el que más florecía en aquel tiempo, tenía gran conformidad con su genio hueco, hinchado y lleno de vana arrogancia y presunción.

Habiendo de embarcarse para la Siria el procónsul Gabinio, le persuadió a que fuese con él o, servir en el ejército; pero habiendo respondido que no lo ejecutaría en calidad de particular, nombrado comandante de la caballería le acompañó con este cargo. Y en primer lugar, enviado contra Aristóbulo, que había hecho rebelarse a los judíos, fue el primero que escaló el más alto de los fuertes, arrojando a aquel enseguida de todos, y viniendo con él después a batalla con pocas tropas en comparación de las del enemigo, que eran en mucho mayor número, le derrotó con muerte de casi todos los suyos, quedando cautivos el mismo Aristobulo y su hijo. Proponiendo después de esto Tolomeo a Gabinio, con la oferta de diez mil talentos, que le acompañase a invadir el Egipto y recobrar el reino, como los más de los caudillos se opusiesen y el mismo Gabinio tuviese cierta repugnancia a aquella guerra, a pesar de la fuerza que le hacían los diez mil talentos, Antonio, que aspiraba a grandes empresas y deseaba servir a Tolomeo, al cabo persuadió e impelió a Gabinio a aquella expedición. Como lo que más temían en aquella guerra fuese el camino de Pelusio, teniendo que hacer la marcha por grandes arenales faltos de agua, y que pasar por las bocas de la laguna Serbónide, a la que los egipcios llaman respiradero de Tifón, siendo una filtración y depósito del Mar Rojo, separado del mar exterior por un istmo muy estrecho, enviado Antonio delante con la caballería, no sólo ocupó aquellos pasos, sino que tomó también a Pelusio, ciudad muy principal, y apoderándose de todos sus, presidios, hizo seguro el camino para el ejército, y dio al mismo tiempo al general la mayor confianza de la victoria. Hasta los enemigos sacaron partido de su ambición; porque teniendo resuelto Tolomeo, lleno de ira y encono, hacer grande estrago en los Egipcios, se le opuso Antonio y lo contuvo. Habiendo ejecutado en las batallas y combates, que fueron grandes y frecuentes, muchas acciones ilustres de valor y prudencia militar, siendo las más señaladas el haber envuelto y cercado a los enemigos, poniendo así la victoria en manos de los que los combatían de frente, se le decretaron los premios y honores que le eran debidos. Ni dejó de ser sabida entre los Egipcios su humanidad con Arquelao, que murió en uno de aquellos encuentros; porque habiendo sido su amigo y huésped, por necesidad peleó contra él vivo; pero buscando su cadáver después de muerto, lo envolvió y enterró con aparato regio. Con estos hechos dejó gran memoria de sí en Alejandría, y adquirió nombre y fama entre los soldados romanos.

Agregábase a esto la noble dignidad de su figura, pues tenía la barba poblada, la frente espaciosa, la nariz aguileña, de modo que su aspecto en lo varonil parecía tener cierta semejanza con los retratos de Hércules pintados y esculpidos; y aun había una tradición antigua según la cual los Antonios eran heraclidas, descendientes de Anteón, hijo de Hércules; y además de parecer que se confirmaba esta tradición con su figura, según se deja dicho, procuraba él mismo acreditarlo con su modo de vestir, porque cuando había de mostrarse en público llevaba la túnica ceñida por las caderas, tomaba una grande espada y se cubría de un saco de los más groseros. Aun las cosas que chocaban en los demás, su aire jactancioso, sus bufonadas, el beber ante todo el mundo, sentarse en público a tomar un bocado con cualquiera y comer el rancho militar, no se puede decir cuánto contribuían a ganarle el amor y afición del soldado. Hasta para los amores tenía gracia, y era otro de los medios de que sacaba partido, terciando en los amores de sus amigos y contestando festivamente a los que se chanceaban con él acerca de los suyos. Su liberalidad y el no dar con mano encogida o escasa para socorrer a los soldados y a sus amigos fue en él un eficaz principio para el poder, y después de adquirido le sirvió en gran manera para aumentarlo, a pesar de los millares de faltas que hubieran debido echarlo por tierra. Referiré un solo ejemplo de su dadivosa liberalidad: mandó que a uno de sus amigos se le dieran doscientos cincuenta mil sestercios; esto los Romanos lo expresan diciendo diez veces. Admiróse su mayordomo, y como para hacerle ver lo excesivo de aquella suma pusiese en una mesa el dinero, al pasar preguntó qué era aquello, y respondiendo el mayordomo que aquel era el dinero que había mandado dar, comprendiendo Antonio su dañada intención, “Pues yo creía- le dijo- que diez veces era más; esto es poco, es menester que sobre ello pongas, otro tanto”.

Pero esto fue más adelante. Cuando la república se dividió en facciones, uniéndose los del Senado con Pompeyo que residía en Roma, y llamando de las Galias los del partido popular a César, que tenía un ejército poderoso, Curión, el amigo de Antonio, que, mudado el propósito, fomentaba la facción de César, se llevó a Antonio tras sí, y como además de tener por su elocuencia grande influjo sobre la muchedumbre gastase con profusión de los caudales enviados por César, hizo que Antonio fuera nombrado tribuno de la plebe y después sacerdote de los agüeros, a los que llaman Augures. Constituido Antonio en su magistratura, fue mucho lo que sirvió a los que estaban por César; porque, en primer lugar, poniendo el cónsul Marcelo a disposición de Pompeyo los soldados que ya se habían levantado, y dándole facultad para levantar más, lo estorbó Antonio escribiendo un edicto por el que se disponía que las fuerzas reunidas marchasen a la Siria en auxilio de Bíbulo, que hacía la guerra a los Partos, y que las que levantase Pompeyo no estuviesen a sus órdenes. En segundo lugar, como los del Senado rehusasen recibir las cartas de César, y no permitiesen que en él se leyeran, Antonio, valiéndose de su autoridad, las leyó e hizo que muchos mudaran de dictamen, pareciéndoles que César andaba moderado y justo en lo que proponía. Finalmente, habiéndose hecho en el Senado estas dos proposiciones: si parecía que Pompeyo disolviera el ejército y si parecía que lo disolviera César, como fuesen muy pocos los que opinaban que dejase las armas Pompeyo, y todos, a excepción de unos cuantos, estuviesen por que las dejara César, levantándose Antonio hizo esta otra proposición: si parecía que Pompeyo y César a un tiempo dejaran las armas y disolvieran los ejércitos; y esta opinión la abrazaron con ardor todos, y haciendo grandes elogios a Antonio deseaban que quedase sancionada. Repugnáronlo los cónsules, y de nuevo presentaron los amigos de César otras instancias que parecieron equitativas; pero se declaró contra ellas Catón, y el cónsul Léntulo expulsó del Senado a Antonio, el cual al salir hizo contra ellos mil imprecaciones, y vistiéndose las ropas de un esclavo, tomó alquilado un carruaje y con Quinto Casio marchó en busca de César. Presentados ante éste, decían a gritos que ya en Roma todo estaba trastornado y en desorden, pues ni aun los tribunos gozaban de ninguna libertad, sino que era desechado y corría gran peligro cualquiera que articulase una palabra en defensa de la justicia.

En consecuencia de esto, tomando César su ejército, entró con él en la Italia, y con alusión a esto dijo Cicerón en sus Filípicas que Helena había sido el principio de la guerra troyana, y Antonio de la civil, faltando conocidamente a la verdad; porque no era Gayo César un hombre tan manejable y tan fácil a perder con la ira el asiento de su juicio, que a no haber tenido de antemano resuelto lo que hizo se había de haber arrojado a hacer tan repentinamente la guerra a la patria, por haber visto a Antonio mal vestido, y que éste y Casio habían tenido que huir a él en un carruaje alquilado, sino que la verdad fue que, estando tiempo había deseoso de aprovechar cualquier motivo, esto le dio una apariencia y disculpa a su parecer decente para la guerra, y le arrastraron contra todos los hombres las mismas causas que antes a Alejandro, y en tiempos más remotos a Ciro, al saber: una codicia insaciable del mando y una loca ambición de ser el primero y el mayor, lo que no le era dado conseguir sino acabando con Pompeyo. Luego que puesta por obra su resolución se apoderó de Roma y arrojó a Pompeyo de la Italia, siendo su determinación ir primero contra las fuerzas de Pompeyo en España y, después de haber preparado una armada, marchar contra el mismo Pompeyo, dio el mando de Roma a Lépido, que era pretor, y a Antonio, tribuno de la plebe, el de los ejércitos y toda la Italia. Bien presto éste se hizo tan amigo de los soldados, ejercitándose con ellos, poniéndose para todo a su lado y haciéndoles donativos según podía, como odioso a todos los demás; porque con sus distracciones no cuidaba de dar oídos a los que sufrían injusticias, trataba mal a los que iban a hablarle, y no corrían buenas voces en cuanto a abstenerse de las mujeres ajenas. Así es que el imperio de César, que por él mismo cualquiera cosa podía parecer menos que tiranía, lo desacreditaron e infamaron sus amigos, entre los cuales Antonio, que fue el que cometió mayores violencias según el mayor poder que tenía, fue con justicia el más culpado de todos.

Sin embargo, cuando César volvió de España, pasó por encima de estos excesos; y en valerse de él para la guerra, como de un hombre activo, valiente y hábil, ciertamente que no la erró; pues pasando él desde Brindis al Mar Jonio con muy pocas fuerzas, despachó los transportes, enviando orden a Gabinio y a Antonio de que embarcaran las tropas y con toda celeridad se dirigieran a la Macedonia. No se determinó Gabinio a emprender aquella navegación, que era difícil en la estación del invierno, e hizo con el ejército un largo camino por tierra, pero Antonio, temiendo por César, que había quedado entre muchos enemigos, hizo retirar a Libón, que tenía guardada la boca del puerto, cercando las galeras de éste con multitud de lanchas, y embarcando en las naves que tenía preparadas ochocientos caballos y veinte mil infantes, se hizo a la vela. Habiendo sido visto y perseguido de los enemigos, pudo libertarse de este peligro porque un recio vendaval agitó impetuosamente el mar y combatió con furiosas olas las galeras de éstos; pero arrebatado al mismo tiempo con sus naves hacia rocas escarpadas y simas profundas, había perdido toda esperanza de salud, cuando repentinamente sopló del golfo un viento ábrego que repelió las olas de la tierra al mar, y apartándose él de ella, y navegando a todo su placer, vio la orilla llena de despojos de naufragio. Porque el viento había arrojado a ella las galeras que le perseguían, y muchas se habían estrellado. Apoderándose, pues, Antonio de no pocas personas y riquezas, tomó además a Liso e inspiró a César la mayor confianza, llegando oportunamente con tantas fuerzas.

Habiendo sido muchos y frecuentes los combates que allí se dieron, en todos se distinguió, y dos veces, saliendo al encuentro a los Cesarianos, que huían en desorden, los contuvo, y precisándolos a pelear de nuevo con los que los perseguían, alcanzó la victoria, por lo que después de César era grande su fama, en el ejército. El mismo César manifestó la opinión que de él tenía cuando, habiendo de dar en Farsalia la batalla última que iba a decidir de todo, tomó para sí el ala derecha, y la izquierda la confió a Antonio, como el mejor militar de los que tenía a su lado. Nombrado César dictador después de la victoria, fue en persecución de Pompeyo; pero, eligiendo tribuno de la plebe, a Antonio, lo envió a Roma, Es esta magistratura la segunda cuando el dictador está presente; pero en su ausencia la primera, o por mejor decir la única; porque cuando hay dictador, el tribunado queda, y todas las demás magistraturas desaparecen.

Era al mismo tiempo tribuno de la plebe Dolabela, joven todavía, que, aspirando por medio de novedades a darse a conocer, quiso introducir la abolición de deudas. Como fuese su amigo Antonio, y conociese su carácter, dispuesto siempre a complacer a la muchedumbre, le instaba para que le auxiliase y tomase parte en el proyecto. Sostenían lo contrario Asinio y Trebelio; y por una rara casualidad concibió a este tiempo Antonio contra Dolabela la terrible sospecha de que profanaba su lecho. Sintiólo vivamente, por lo que echó de casa a la mujer, que era asimismo su prima, como hija de Gayo Antonio, el que fue cónsul con Cicerón, y abrazando el partido de Asinio hizo la guerra a Dolabela, porque éste se había apoderado de la plaza con ánimo de hacer pasar la ley a viva fuerza; pero sobreviniendo Antonio, autorizado con la determinación del Senado de que contra Dolabela se emplearan las armas, trabó combate y le mató alguna gente, teniendo también pérdida por su parte. Decayó con esto de la gracia de la muchedumbre; y con los hombres de probidad y de juicio nunca la tuvo, como dice Cicerón, por su mala conducta, sino que le aborrecieron siempre, abominando sus continuas embriagueces, sus excesivos gastos y su abandono con mujerzuelas; por cuanto el día lo pasaba en dormir, en pasear y en reponerse de sus crápulas, y la noche en banquetes, en teatros y en asistir a las bodas de cómicos y juglares. Dícese que, habiendo cenado en cierta ocasión en la boda del farsante Hipias, y bebido largamente toda la noche, llamado a la mañana por el pueblo a la plaza, se presentó eructando todavía la cena, y allí vomitó sobre la toga de uno de sus amigos. Los que más favor tenían con él eran el comediante Sergio y Citeris, mujerzuela de la misma palestra, que era su querida, y a la que llevaba consigo por las ciudades en litera, con no menor acompañamiento que el que seguía la litera de su madre. Daba también en ojos verle llevar en los viajes, como en una pompa triunfal, vasos preciosos de oro, armar en los caminos pabellones, dar en los bosques y a las orillas de los ríos opíparos banquetes, llevar leones uncidos a los carros y hacer que dieran alojamientos en sus casas ciudadanos y ciudadanas de recomendable honestidad a bailarinas y prostitutas. Pues no podían sufrir que César pasara las noches al raso fuera de Italia, acabando de extirpar las raíces de tan molesta guerra a costa de grandes trabajos y peligros, y que otros en tanto vivieran por él en un fastidioso lujo, insultando a los ciudadanos.

Parecía que con estas locuras fomentara la sedición y relajaba la disciplina militar, dando rienda a los soldados para insolencias y raterías. Por lo mismo, César a su vuelta perdonó a Dolabela, y elegido tercera vez cónsul, no tomó por colega a Antonio, sino a Lépido. Había comprado Antonio la casa de Pompeyo, que había sido puesta a subasta, y porque se le pedía el precio se incomodó, llegando a decir que por esta causa no había tomado parte en la expedición de César al África, pues veía que no se daba la debida retribución a sus primeras hazañas y victorias. Con todo, parece que César corrigió en alguna parte su atolondramiento y disipación con no mostrarse del todo insensible a sus desaciertos. Porque haciendo alguna mudanza en su conducta, pensó en casarse, y contrajo segundo matrimonio con Fulvia, la que antes había estado casada con el alborotador Clodio; mujer no nacida para las labores de su sexo o para el cuidado de la casa, ni que se contentaba tampoco con dominar a un marido particular, sino que quería mandar al que tuviese mando, y conducir al que tuviese caudillo; de manera que Cleopatra debía pagar a Fulvia el aprendizaje de la sujeción de Antonio, por haberle tomado ya manejable, instruido desde el principio a someterse a las mujeres; y eso que también a ésta intentó Antonio hacerla con chanzas y bufonadas más jovial y festiva. A este propósito se dirigía lo siguiente: cuando César volvía de la victoria conseguida en España, salieron muchos a recibirlo, y salió él también; pero habiendo llegada repentinamente a la Italia la voz de que, muerto César, se aproximaban los enemigos, se volvió a Roma, donde, tomando el traje de un esclavo, se vino de noche a casa, y diciendo que traía una carta de Antonio para Fulvia, se entró desconocido hasta la habitación de ésta; la cual, sobresaltada, antes de tomar la carta, preguntó si vivía Antonio, y él, alargándosela sin decir palabra, luego que la abrió y la empezó a leer se arrojó en sus brazos, haciéndole las mayores demostraciones de cariño. Otros muchos sucesos semejantes hubo: pero nos ha parecido referir éste solo para ejemplo.

En esta vuelta de César desde la España todos los principales salieron a recibirle a muchas jornadas; pero Antonio logró ser distinguido en sus obsequios; porque caminando en carruaje por la Italia, a Antonio lo trajo consigo, y a la espalda a Bruto Albino, y al hijo de su sobrina, Octavio, el que más adelante tomó el nombre de César e imperó sobre los Romanos largo tiempo. Cuando de allí a poco fue César nombrado cónsul por la quinta vez, tomó desde luego por colega a Antonio, siendo su intento abdicar después en Dolabela, de lo que ya llegó a hacer relación al Senado; pero como se opusiese acaloradamente Antonio, diciendo mil pestes contra Dolabela, y oyendo otras tantas, avergonzado César de su poco miramiento, no insistió más por entonces. Iba al cabo de algún tiempo a ejecutar el nombramiento de Dolabela; pero diciendo en alta voz Antonio que los agüeros eran contrarios, cedió y tuvo que abandonar a Dolabela, que quedó muy resentido. Sin embargo de todo esto, parece que César no lo aborrecía menos que a Antonio; porque se dice que, habiéndole uno hablado mal en cierta ocasión de ambos, tratando de hacerlos sospechosos, le respondió que no temía a estos gordos y tragones, sino a aquellos descoloridos y flacos, indicando a Bruto y Casio, que eran los que habían de ponerle asechanzas y darle muerte.

Dióles a éstos el motivo, sin querer, Antonio. Celebraban los Romanos la fiesta llamada de los Lupercales, correspondiente a otra de igual nombre de los Griegos, y César, adornado de ropa triunfal, se sentó en la tribuna de la plaza pública para mirar de allí a los que corrían. Corren en esta fiesta los más de los jóvenes patricios y los más de los magistrados, y ungidos abundantemente dan por juego con unas correas de pieles sin adobar latigazos a los que encuentran. Era uno de los que corrían Antonio, y dejando a un lado las ceremonias patrias, y enredando una diadema en una corona de laurel, se encaminó a la tribuna, y levantado en alto por los que le acompañaban, la puso sobre la cabeza de César, queriendo dar a entender que le correspondía reinar. Haciendo éste por rompérsela y quitársela, lo vio el pueblo con grande alegría y muchos aplausos. Volvió Antonio a ponérsela, y César a quitársela; y habiendo así altercado largo rato, a Antonio le aplaudieron muy pocos, y éstos obligados de él; pero a César, por haberlo resistido, lo aplaudió todo el pueblo con grande algazara. Lo que había más que admirar en esto era que, sufriendo en las obras lo que sufren los que son dominados por reyes, sólo estaban mal con el nombre de rey, creyendo que en él estaba la ruina de la libertad. Levantóse, pues, César muy disgustado de la tribuna, y retirando la toga del cuello, gritó que lo presentaba al que quisiera herirle. Habían puesto la corona a una de sus estatuas y los tribunos de la plebe la hicieron pedazos, por lo que el pueblo les tributó también aplausos; pero César los privó de sus magistraturas.

Esto mismo fue lo que dio más aliento a Bruto y Casio, los cuales, reuniendo para tratar del hecho a los amigos que eran más de su confianza, dudaban en cuanto a Antonio; algunos querían asociarle, pero lo contradijo Trebonio, refiriendo que cuando salieron a recibir a César, que volvía de España, tuvieron un mismo alojamiento y caminaron juntos él y Antonio, y que habiendo tocado a éste la especie con mucho tiento y precaución, lo había entendido, mas no había admitido la confianza; aunque tampoco lo había dicho a César, sino que había reservado con la mayor fidelidad aquella conversación. En consecuencia de esto, deliberaron sobre acabar con Antonio cuando dieran muerte a César; pero lo resistió Bruto, diciendo que una acción que se emprendía en defensa de las leyes y de lo justo debía estar separada y pura de toda injusticia. Mas temiendo las fuerzas de Antonio y la dignidad de su magistratura, destinaron para él a algunos de los conjurados, con el objeto de que cuando César entrase en el Senado y se hubiera de ejecutar lo proyectado le hablaran a la parte de afuera y lo detuvieran fingiendo tener que tratar con él algún negocio.

Ejecutado todo como estaba resuelto, y habiendo quedado muerto César en el Senado, Antonio, por lo pronto, recurrió al medio de disfrazarse con las ropas de un esclavo, y se ocultó; pero cuando supo que los conjurados no pensaban en hacer mal a nadie, habiéndose refugiado en el Capitolio, les persuadió que bajasen, tomando en rehenes a su hijo, y aun él mismo tuvo a cenar a Casio, y Lépido a Bruto. Congregó el Senado, y él mismo habló en él de amnistía, y de distribuir provincias a Casio y Bruto; todo lo que confirmó el Senado, decretando que nada se alterase de lo hecho por César. Salió Antonio del Senado el hombre más satisfecho del mundo, por parecerle que había cortado de raíz la guerra civil, y que en negocios los más difíciles y arriesgados que podían presentarse se había conducido con la mayor habilidad y la más consumada prudencia; pero bien presto, apoyado en la opinión de la muchedumbre, mudó este plan para formarse el de aspirar a ser el primero con toda seguridad, quitando de en medio a Bruto. Sucedió además que, pronunciando en la plaza, según costumbre, el elogió de César, como viese que el pueblo le oía con interés y complacencia, se propuso, enseguida de las alabanzas, excitar la lástima y la indignación por lo sucedido; y como al terminar su discurso presentase y desenvolviese la túnica manchada en sangre y acribillada de cuchilladas, tratando a los autores de matadores y asesinos, encendió al pueblo de tal manera en ira que, recogiendo por todas partes escaños y mesas, quemaron el cuerpo de César allí mismo, en la plaza, y tomando después tizones de la hoguera, corrieron a las casas de los conjurados, determinados a allanarlas e incendiarlas.

Saliendo, pues, de la ciudad Bruto y los demás conjurados, los amigos de César acudieron a Antonio, y su mujer Calpurnia, poniendo en él su confianza, le llevó en depósito, la mayor parte de sus intereses, que sumados ascendían a cuatro mil talentos. Ocupó también Antonio los libros de César, entre los cuales se hallaban los registros de sus determinaciones y resoluciones, y añadiendo él a su voluntad lo que le pareció, a muchos los designó magistrados, a muchos los hizo senadores, a algunos los restituyó del destierro, o estando presos los puso en libertad, como si así lo hubiese tenido ordenado César. Así, a todos éstos los llamaban los Romanos, con una chistosa alusión, Caronitas, porque para defenderse de sus cargos acudían a los registros de un muerto. Otra infinidad de cosas hizo Antonio con igual despotismo, valiéndose de que era cónsul y de que tenía por colegas a sus hermanos, siendo Gayo pretor, y Lucio tribuno de la plebe.

En este estado de los negocios llegó a Roma el nuevo César, hilo, como se ha dicho, de una sobrina del dictador, y nombrado heredero por éste, al tiempo de cuya muerte residía en Apolonia. Desde luego se dirigió a saludar a Antonio como amigo paterno; pero al mismo tiempo le hizo conversación del depósito, porque tenía que distribuir setenta y cinco dracmas a cada ciudadano romano, según César lo había mandado en su testamento. Despreciábalo al principio Antonio, viéndole tan muchacho, y decía que no tenía juicio en querer cargar, careciendo del talento necesario y de amigos, con el insoportable peso de la herencia de César; pero como aquel no cediese a tales especies y continuase reclamando sus intereses, pasó a decir y hacer mil cosas en su ofensa. Porque presentándose a pedir el tribunado de la plebe, le hizo oposición, y queriendo poner en el teatro la silla curul del padre, como estaba decretado, le amenazó de que lo haría llevar a la cárcel si no desistía de la idea de querer hacerse popular. Mas como este joven se pusiese en manos de Cicerón y de los demás enemigos declarados de Antonio, por medio de los cuales puso de su parte al Senado, mientras por sí mismo iba ganando al pueblo y reuniendo los soldados de las colonias, entrando ya en temor Antonio, tuvo con él una conferencia en el Capitolio, y se reconciliaron. Mas en aquella misma noche, estando durmiendo, tuvo en sueños una visión extraña: por parecerle que un rayo le hería la mano derecha; de allí a pocos días corrió la voz de que César pensaba atentar contra su vida, y aunque éste se defendió de semejante imputación, no quiso creerle. Con esto volvió a enconarse la enemistad, y al recorrer ambos la Italia, procuraban a porfía atraerse con dádivas a los soldados veteranos establecidos en las colonias, y poner cada uno de su parte a los que todavía estaban con las armas en la mano.

Era entonces Cicerón el de mayor poder y autoridad en la república, y como trabajase por inflamar todos los ánimos contra Antonio, alcanzó por fin del Se- nado que le declarara enemigo público, que a César se le enviaran las fasces y todas las insignias de pretor y que se diera a Pansa e Hircio el encargo de arrojar a Antonio de la Italia. Eran éstos a la sazón cónsules, y viniendo a las manos con Antonio junto a Módena, acompañándolos César y peleando a su lado bien, quedaron vencedores en aquel encuentro, pero murieron ambos. Tuvo que huir Antonio, y en aquella huida se vio en mil apuros, de los que el mayor fue el hambre; pero en la adversidad se hacía mejor de lo que era por naturaleza, y cuando padecía infortunios podía pasar por bueno. Común es a todos conocer el precio de la virtud cuando caen en cualquiera desgracia o aflicción; pero no es de todos el imitar lo que aprueban y huir de lo que vituperan, haciéndose fuertes contra la mala fortuna; y antes algunos ceden de sus buenos discursos, y por debilidad se dejan arrastrar de sus hábitos y costumbres; mas Antonio en esta ocasión fue un admirable ejemplo para sus soldados, pasando de tanto regalo y opulencia a beber sin melindres agua corrompida y a mantenerse de raíces y frutos silvestres; y aun, según se dice, comieron cortezas y se resolvieron a usar de carnes nunca antes gustadas al pasar los Alpes.

Su intento era tratar con las tropas que allí había, mandadas por Lépido, que parecía ser amigo de Antonio, a causa de haber disfrutado por su mediación del favor de César para muchos negocios. Llegando, pues, y acampándose cerca, cuando vio que no se hacía con él demostración ninguna de amistad, se decidió a tentarlo todo. Llevaba el cabello desgreñado, y en el tiempo que había mediado desde la derrota, le había crecido una espesa barba; tomó además la toga de duelo, y llegando en esta disposición muy cerca del valladar de Lépido, empezó a hablarle. Como muchos se hubiesen conmovido al verle y mostrasen ablandarse con sus palabras, temió Lépido y, haciendo tocar trompetas, evitó con el ruido que pudiera ser oído Antonio. Mas en los soldados aun fue mayor por esto la compasión, y habiendo hablado en secreto unos con otros, le enviaron a Lelio y Clodio disfrazados con las ropas de unas mujerzuelas, para que dijesen a Antonio que acometiera sin miedo al valladar, porque había muchos que le recibirían y si quería darían muerte a Lépido. En cuanto a éste, no permitió Antonio que se le tocase; pero teniendo su ejército pronto a la mañana siguiente, tentó pasar el río, y entrando él el primero, marchó denodado a la orilla opuesta; mas a este tiempo ya vio a muchos de los soldados de Lépido que le alargaban las manos y derribaban el valladar. Entrando, pues, y haciéndose dueño de todo, trató a Lépido con la mayor consideración, porque le saludó apellidándole padre; y aunque en la realidad él lo mandaba todo, éste conservaba el nombre y honores de emperador; esto hizo que también se le agregara Munacio Planco, acantonado no muy lejos de allí con bastantes tropas. Fortalecidos de esta manera, volvió a pasar los Alpes hacia Italia, trayendo diecisiete legiones de infantería y diez mil caballos; y además de esto todavía dejaba de guarnición en la Galia seis legiones con un tal Vario, amigo y camarada suyo, al que por apodo llamaban Cotilón.

Ya César se desentendía de Cicerón viéndole decidido por la libertad, y por medio de sus amigos llamaba a Antonio a conciertos. Reuniéndose, pues, los tres en una isleta que formaba el río, tuvieron tres días de conferencias; y en todo lo demás se convinieron fácilmente, repartiendo entre sí toda la autoridad como pudieran una herencia paterna; pero en la contienda sobre qué ciudadanos eran los que habían de perder se detuvieron mucho, y les costó gran trabajo el avenirse, queriendo cada uno acabar con sus enemigos y salvar a sus allegados. Finalmente, abandonando los que eran aborrecidos a la ira de los que los aborrecían, sin tener cuenta del deudo y honor del parentesco ni de la gratitud de la amistad, César dejó a Cicerón en manos de Antonio, y en las de César éste a Lucio César, que era tío suyo por parte de madre; a Lépido se le permitió matar a su hermano Paulo; otros dicen que Lépido cedió en cuanto a Paulo, siendo los otros los que pedían su muerte. Lo cierto es que no puede verse una cosa más atroz y cruel que estos cambios; porque permutando muertes por muertes, del mismo modo que a los que recibían mataban a los que entregaban; pero siempre eran más injustos con los amigos, a quienes daban muerte sin aborrecerlos.

Los soldados que asistieron a estos tratados pidieron que aquella amistad se confirmara con un casamiento, tomando César por mujer a Claudia, hija de Fulvia, la mujer de Antonio. Acordado también esto, fueron trescientos los proscritos a quienes dieron muerte, y ejecutada la de Cicerón, mandó Antonio que le cortaran la cabeza y la mano derecha, con que había escrito las oraciones que compuso contra él. Traídas que le fueron, las estuvo mirando con el mayor placer, dando grandes y repetidas carcajadas, y cuando ya se hubo saciado, mandó se pusieran sobre la tribuna en la plaza, queriendo insultar a un muerto, y no echando de ver que era su propia fortuna a la que insultaba y que él mismo era el afrentado en manifestar semejante poder. Lucio César, su tío, a quien anduvieron buscando y persiguiendo, se había refugiado en casa de su hermana, la cual, cuando los matadores llegaron, como pugnasen por entrar en su cuarto, se puso en la puerta, y extendiendo los brazos les gritó muchas veces: “No mataréis a Lucio César si no me matáis primero a mí, que he dado a luz a vuestro general.” Habiendo sido mujer de esta resolución, con ella logró ocultar y salvar al hermano.

Hacíase en general molesto e insufrible este triunvirato, echándose de ello la culpa más principalmente a Antonio, por ser de más edad que César y de más poder e influjo que Lépido; pero él lo que hizo, luego que aflojó en los negocios, fue retroceder a aquella vida muelle y disoluta de sus primeros años. Agregábase además a la mala opinión que de él se tenía el odio no pequeño que contra él resultaba por la casa de su habitación, que había sido de Pompeyo Magno, varón no menos admirable por su sobriedad y por su tenor de vida, tan sencillo como el de cualquier particular, que por sus tres triunfos. Porque se disgustaban de verla por lo común cerrada a los generales, a los pretores y a los legados, despedidos ignominiosamente desde la puerta, y llena de farsantes, de charlatanes y aduladores crapulentos, con los que gastaba la mayor parte de una riqueza adquirida por los medios más violentos e intolerables, pues no sólo vendían las haciendas de los proscritos y se valían de todo género de exacciones, sino que, noticiosos de que en el colegio de las Vírgenes Vestales existían depósitos de extranjeros y de ciudadanos, entraron y se apoderaron de ellos. Viendo, pues, César que a Antonio nada le bastaba, propuso que se repartieran los caudales; lo que así se hizo, y repartieron también el ejército, dirigiéndose ambos a la Macedonia contra Bruto y Casio, y dejando a Lépido mandando en Roma.

Luego que, habiendo desembarcado, pusieron mano a la guerra y estuvieron al frente del enemigo, oponiéndose Antonio a Casio, y César a Bruto, ninguna hazaña notable se vio de César, sino que a Antonio era a quien se debían las victorias y los triunfos. Porque en la primera batalla, derrotado César por Bruto, perdió el campamento, y fue muy poco lo que en la fuga se adelantó a los que iban en su alcance; aunque, según escribió en los Comentarios, habiendo tenido uno de sus amigos un ensueño, se retiró antes de la batalla; Antonio, en cambio, venció a Casio, no faltando, sin embargo, quienes escriban que Antonio no se halló en la batalla, sino que después de ella alcanzó a los que perseguían a los enemigos. A Casio, Píndaro, uno de sus más fieles libertos, a petición y ruego suyo lo pasó con la espada, porque no sabía que Bruto había quedado vencedor. Al cabo de pocos días se dio otra batalla, y siendo vencido Bruto, se quitó la vida, debiéndose principalmente a Antonio la gloria de este triunfo: bien que César se hallaba a la sazón enfermo. Puesto ante el cadáver de Bruto, por un momento le echó en cara la muerte de su hermano Gayo a quien la había dado Bruto en Macedonia en venganza por Cicerón; pero diciendo que más bien que Bruto era culpable Hortensio de la muerte del hermano, mandó que Hortensio fuese pasado a cuchillo sobre su sepultura; y encima del cadáver de Bruto arrojó su manto de púrpura, que era de grandísimo precio, y encargó a uno de sus propios libertos que cuidara de darle sepultura. Supo más adelante que éste no había quemado el manto con el cadáver, y que había escatimado alguna parte de la suma que se decía invertida en el entierro, e hizo darle muerte.

Después de estos sucesos, César se, restituyó a Roma, creyéndose que, según su debilidad, su vida no sería larga; pero Antonio, dirigiéndose a las provincias de Oriente para adquirir fondos, pasó por la Grecia al frente de un numeroso ejército, porque, habiendo prometido a cada soldado cinco mil dracmas, se veía en la precisión de recoger cuantiosas sumas y hacer grandes exacciones. Sin embargo, con los Griegos no se portó dura y molestamente, y más bien les fueron agradables su genio festivo en las conversaciones con los eruditos, su asistencia a los juegos y a las iniciaciones y su blandura en los juicios complaciéndose en oírse apellidar amigo de los Griegos, y todavía más amigo de los Atenienses, a cuya ciudad hizo muchos donativos. Como quisiesen con este motivo los de Mégara mostrarle alguna cosa apreciable en contraposición de Atenas, y deseasen, sobre todo, que viese su casa de consejo, subió allá; y preguntándole después de haberla visto qué le parecía: “Pequeña- les respondió-, pero vieja”. Pasó también a medir el templo de Apolo Pitio, con ánimo de restaurarlo, porque así lo había ofrecido al Senado.

Después que, habiendo dejado a Lucio Censorino por gobernador de la Grecia, pasó al Asia, empezó a participar de aquellas riquezas, frecuentando reyes su casa y compitiendo las mujeres de éstos entre sí en dones y atractivos para ganarle, y al mismo tiempo que César era fatigado con sediciones y guerras, gozaba él de gran sosiego y paz y era de sus antiguos afectos impelido otra vez a la acostumbrada vida. Los llamados Anaxenores, grandes guitarristas; los llamados Xutos, célebres flautistas; el bailarín Metrodoro, y toda la comparsa de juglares asiáticos, que en desvergüenza e insolencia se dejaban muy atrás a las pestes de Italia, corrieron y se apoderaron de su palacio, y ya nada quedó que fuera tolerable, entregados todos a este desconcierto. Porque toda el Asia, a manera de aquella ciudad de Sófocles, estaba a un tiempo llena de sahumerios aromáticos. Y de cantos a un tiempo y de lamentos. Al entrar, pues, en Éfeso, las mujeres le precedían disfrazadas de Bacantes, y los hombres de Sátiros y Panes; y estando la ciudad sembrada de hiedra, de tirsos, de salterios, de oboes y de flautas, le saludaban y apellidaban Baco el benéfico y melifluo, y ciertamente para algunos lo era, siendo para los más cruel y desabrido: porque despojaba a los honestos habitantes de sus haciendas para darlas a aduladores y bribones, y pidiéndole algunos las haciendas de hombres que vivían, como si hubiesen muerto, las alcanzaban. La casa de un ciudadano de Magnesia la dio a un cocinero, en premio de haberle dado gusto en una cena. Finalmente, impuso a las ciudades dos tributos; sobre lo que, hablando Hibreas en defensa del Asia, se atrevió a decirle con demasiada aspereza, aunque al gusto de Antonio, según su genio: “Si puedes recoger dos veces, en un año el tributo, podrás hacer que haya dos veces verano y dos veces otoño”. Haciendo después la cuenta de que el Asia le había contribuido con doscientos mil talentos, le dijo también con arrojo y confianza: “Si no los has percibido, pídelos a los que los recogieron, y si los percibiste y ya no los tienes, somos perdidos”; expresión que llamó mucho la atención a Antonio, el cual ignoraba lo más de lo que pasaba, no tanto por ser negligente y descuidado como porque sencillamente se fiaba demasiado de los que le rodeaban. Pues realmente tenía un gran fondo de sencillez, y no daba fácilmente en las cosas; pero luego que advertía sus faltas, era vehemente en sentirlas, y no se detenía en dar satisfacción a los ofendidos. Era además excesivo en la retribución y en el castigo, aunque más salía de medida en el recompensar que en el castigar. Las chanzas y burlas que a los otros hacía, llevaban en sí mismas la medicina, porque no había mal en volvérselas y en chancearse también, y no menos se divertía con que se le burlasen que con burlarse; cosa que en muchos negocios le fue perjudicial. Porque no sospechando que los que tenían libertad para las burlas le adulaban en los negocios serios, le cogían fácilmente como con sebo con las alabanzas, no advirtiendo que algunos mezclaban la libertad como tina salsa astringente con la lisonja para quitar la saciedad al atrevido y demasiado hablar de los festines, y para disponer también el que cuando ceden y se aquietan en los negocios, parezca que no es en obsequio de la persona, sino a causa de darse por vencidos de su prudencia y su juicio.

Siendo éste el carácter de Antonio, se le agregó por último mal el amor de Cleopatra, porque despertó e inflamó en él muchos afectos hasta entonces ocultos e inactivos, y si había algo de bueno y saludable con que antes se hubiese contenido lo borró y destruyó completamente. El enredarse en él fue de esta manera: Habiendo de emprender la guerra Pártica, le envió orden de que pasara a verse con él en la Cilicia, para responder a los cargos que se le hacían sobre haber socorrido y auxiliado largamente a Casio para la guerra. Delio, que fue mensajero, luego que vio su semblante y en sus palabras descubrió su talento y sagacidad, al punto se impuso de que Antonio no haría mal ninguno a una mujer como aquella, sino que más bien sería, desde luego, la que privase con él. Conviértese, pues, a obsequiar y ganarse aquella egipcia persuadiéndola, según aquello de Homero, a que fuera a la Cilicia “compuesta y adornada”, y no temiera a Antonio, que era el más dulce y humano de todos los generales, Creyó Cleopatra a Delio, y conjeturó por César y por el hijo de Pompeyo, a quienes siendo todavía mocita había tratado, que le había de ser muy fácil el apoderarse de Antonio, porque aquellos la habían conocido de muy joven y sin experiencia de mundo, y a éste iba a verle en aquella edad en que la belleza de las mujeres está en todo su esplendor y la penetración en su mayor fuerza. Previno, pues, dones, riquezas y adornos, cuales convenía llevase yendo a tratar grandes negocios de un reino opulento, y, sobre todo, puso en sí misma y en sus arterias y atractivos las mayores esperanzas; y así emprendió su viaje.

Como hubiese recibido además diferentes cartas, así del mismo Antonio como de otros amigos de éste que la llamaban, le miró ya con tal desdén y desenfado, que se resolvió a navegar por el río Cidno en galera con popa de oro, que llevaba velas de púrpura tendidas al viento, y era impelida por remos con palas de plata, movidos al compás de la música de flautas, oboes y cítaras. Iba ella sentada bajo dosel de oro, adornada como se pinta a Venus. Asistíanla a uno y otro lado, para hacerle aire, muchachitos parecidos a los Amores que vemos pintados. Tenía asimismo cerca de sí criadas de gran belleza, vestidas de ropas con que representaban a las Nereidas y a las Gracias, puestas unas a la parte del timón, y otras junto a los cables. Sentíanse las orillas perfumadas de muchos y exquisitos aromas, y un gran gentío seguía la nave por una y otra orilla, mientras otros bajaban de la ciudad a gozar de aquel espectáculo, al que pronto corrió toda la muchedumbre que habla en la plaza, hasta haberse quedado Antonio solo sentado en el tribunal; la voz que de unos en otros se propagaba era que Venus venía a ser festejada por Baco en bien del Asia. Convidóla, pues, a cenar: mas ella significó que desearía fuese Antonio quien viniese a acompañarla; y como éste quisiese darle desde luego pruebas de deferencia y humanidad, se prestó al convite y acudió a él. Encontróse con una prevención y aparato superior a lo que puede decirse; pero lo que le dejó parado sobre todo fue la muchedumbre de luces, porque se dice fueron tantas las que había suspendidas y colocadas por todas partes, y dispuestas entre sí con tal artificio y orden en cuadros y en círculos, que la vista que hacían era una de las más hermosas y dignas de mirarse de cuantas han podido transmitirse a la memoria de los hombres.

Al día siguiente la convidó a su vez; y aunque se esforzó a aventajarse en esplendidez y en delicadeza, quedó inferior en ambas cosas; y viéndose en ellas vencido, fue el primero en burlarse de su torpeza y rusticidad. Cleopatra, que en la misma befa que de sí hacía Antonio echó de ver que ésta no tenía nada de fina, y se resentía de lo soldado, usó también con él de chanzas sin reserva y con la mayor confianza: pues, según dicen, su belleza no era tal que deslumbrase o que dejase parados a los que la veían; pero su trato tenía un atractivo inevitable, y su figura, ayudada de su labia y de una gracia inherente a su conversación, parecía que dejaba clavado un aguijón en el ánimo. Cuando hablaba, el sonido mismo de su voz tenía cierta dulzura, y con la mayor facilidad acomodaba su lengua, como un órgano de muchas cuerdas, al idioma que se quisiese: usando muy pocas veces de intérprete con los bárbaros que a ella acudían, sino que a los más les respondía por sí misma, como a los Etíopes. Trogloditas, Hebresos, Árabes, Sirios, Medos y Partos. Dícese que había aprendido otras muchas lenguas cuando los que la habían precedido en el reino ni siquiera se habían dedicado a aprender la egipcia, y algunos aun a la macedonia habían dado de mano.

De tal manera avasalló n Antonio que, a pesar de haberse puesto en guerra con César Fulvia su mujer por sus propios negocios y de amenazar por la Macedonia el ejército de los Partos, del que los reyes habían nombrado generalísimo Labieno, y con el que iban a invadir la Siria, se marchó, arrastrado por ella, a Alejandría, donde, entretenido en las diversiones y juegos propios de un muchacho dado al ocio, desperdiciaba y malograba el gasto de mayor precio de todos, como decía Antifón, que es el tiempo: porque seguían la que llamaban comunión de vida inimitable; y convidándose alternativamente por días, hacían un gasto desmedido. Refería a mi abuelo Lamprias el médico Filotas, natural de Anfisa, que a la sazón se hallaba él en Alejandría, joven aún y aprendiendo su profesión, y habiéndose hecho conocido de uno de los jefes de cocina de palacio, le persuadió éste a que pasara a ver la suntuosidad y aparato de uno de aquellos banquetes, que introducido a la cocina, entre otras muchas cosas vio ocho cerdos monteses asados, lo que le hizo admirarse del gran número de convidados, a lo que se rió el cocinero, y le dijo que los convidados no eran muchos, sino unos doce: pero que era preciso que estuviera en su punto cada cosa que había de ponerse a la mesa, y, pasado éste, se echaba a perder: pues podía suceder que entonces mismo pidiese Antonio la cena, o de allí a poco, si le ocurría, o dilatarlo más, pidiendo un vaso para beber, o por moverse alguna conversación; por lo cual no parecía que era una cena sola, sino muchas las que se preparaban, a causa de que no podía preverse la hora. Refería, pues, estas cosas Filotas, y también que al cabo de algún tiempo vino a ser uno de los dependientes del hijo mayor de Antonio, tenido en Fulvia, con el que cenaba en confianza con otros amigos, cuando aquel no cenaba con el padre, y que en una de estas ocasiones a cierto médico insolente que les mortificaba con disputas mientras cenaban, le hizo callar con este sofisma: “Al que está algo calenturiento se le ha de dar de beber frío; todo el que tiene calentura está algo calenturiento; luego a todo el que tiene calentura se le ha de dar de beber frío”; que con esto se había quedado aturdido aquel hombre sin hablar palabra, y celebrándolo el hijo de Antonio, se había echado a reír, y le dijo: “Todas aquellas cosas ¡oh Filotas! te las doy de regalo” (señalando un aparador lleno de muchas y preciosas piezas de plata); que él le agradeció el buen deseo, estando muy distante de pensar que aquel joven pudiera tener facultad de hacer un presente tan cuantioso; pero allí a poco tomó todas las piezas uno de los criados, y se las llevó en un canasto, diciendo que lo sellase por suyo: que él lo repugnó y temía recibirlo; pero el criado había replicado de esta manera: “Miserable, ¿en qué te detienes? ¿No sabes que el que te lo regala es hijo de Antonio, y que podría darte otras tantas piezas de oro? Aunque, si a mí me crees, lo mejor será que no las cambies por dinero, porque quizá el padre deseará alguna de estas piezas por ser obra antigua y de primorosa hechura”. Decíame, pues, mi abuelo que Filotas hacía frecuente esta relación.

Cleopatra, usando de una adulación no cuádruple, como dice Platón, sino múltiple, ora Antonio estuviese dedicado, a cosas serias, ora para juegos y chanzas, siempre le tenía preparado un nuevo placer y una nueva gracia con que le traía embobado, sin aflojar de día ni de noche. Porque con él jugaba a los dados, con él bebía y con él cazaba, siendo su espectadora si se ejercitaba en las armas. Cuando de noche se acercaba a las puertas y ventanas de los particulares para hacer burlas a los que se hallaban dentro, ella también corría con él las calles, y le acompañaba, tomando el traje de una esclava, porque él se disfrazaba de la misma manera; de aquí es que siempre se retiraba habiendo sufrido por su parte algunas burlas, y a veces hasta golpes, lo que a muchos los inducía a sospechar de él. Con todo, los Alejandrinos no dejaban de divertirse con su humor festivo, y de usar chanzas y juegos, no del todo sin gracia y sin chiste, celebrando su genio y diciendo que con los Romanos usaba de la máscara trágica, y con ellos de la cómica. Referir muchos de sus juegos y burlas no dejaría de parecer bien insulso; mas vaya el siguiente: Estaba una vez pescando con mala suerte, y enfadándose porque se hallaba presente Cleopatra, mandó a los pescadores que, metiéndose sin que se notara debajo del agua, pusieran en el anzuelo peces de los que ya tenían cogidos; y habiendo sacado dos o tres lances, no dejó la egipcia de comprender lo que aquello era. Fingió, pues, que se maravillaba, y haciendo conversación con sus amigos, les rogó que al día siguiente concurrieran a ser espectadores. Embarcáronse muchos en las lanchas, y luego que Antonio echó la caña, mandó a uno de los suyos que nadara por debajo del agua y adelantándose, colgara del anzuelo pescado salado del Ponto. Cuando Antonio creyó que había caído algún pez, tiró, y siendo el chasco y la risa tan grande como se puede pensar, “Deja- le dijo-, ¡oh Emperador!, la caña para nosotros los que reinamos en el Faro y en Canopo; vuestros lances no son sino ciudades, reyes y provincias”.

Mientras con tales juegos y puerilidades se entretenía Antonio, le sobrecogieron dos mensajes: uno de Roma, por el que se le avisaba que Lucio, su hermano, y Fulvia, su mujer, primero habían reñido y altercado entre sí, y después, poniéndose en guerra abierta con César, lo habían echado todo a perder y huido de la Italia. El otro en nada era más favorable y llevadero que éste, porque se le decía que Labieno, al frente de los Partos, había subyugado el Asia desde el Éufrates y la Siria hasta la Lidia y la Jonia. Vuelto, pues, con dificultad en sí como del sueño o de la embriaguez, movió primero para hacer frente a los Partos, y llegó hasta Fenicia; pero enviándole Fulvia cartas llenas de lamentos, se dirigió hacia Italia, conduciendo doscientas naves. Tropezó por suerte en la travesía con aquellos de sus amigos que habían huido, y supo que la causa de la disensión había sido Fulvia, mujer de carácter inquieto y violento, que había esperado sacar a Antonio de los lazos de Cleopatra si se suscitaba algún movimiento en la Italia. Sucedió por casualidad que Fulvia, que iba en su busca, enfermó en Sicione, y murió, con lo que hubo más proporción para su reconciliación con César. Pues luego que llegó a la Italia, como se viese que César no tenía contra él ninguna queja y que de las que contra él había, echaba la culpa a Fulvia, no le permitieron sus amigos que exigiese explicaciones, sino que los pusieron bien al uno con el otro, y partieron el imperio, poniendo por límite el mar Jonio: de manera que las regiones de Oriente quedaran para Antonio, las de Occidente para César, y el África se le dejara a Lépido, disponiéndose además que, si no les agradase ser cónsules, lo fueran amigos de ambos alternativamente.

Aunque esto parecía haberse concluido a satisfacción, siendo necesario darle mayor consistencia, la fortuna la proporcionó: porque Octavia era hermana mayor de César, bien que no de la misma madre, pues era hija de Ancaria, y éste nacido después de Acia. Amaba sobremanera a la hermana, que se dice haber sido ejemplo maravilloso de mujeres. Hallábase viuda de Gayo Marcelo, muerto poco había, y parecía que, habiendo fallecido Fulvia, se hallaba también viudo Antonio; pues, aunque no negaba sus relaciones con Cleopatra, no confesaba estar casado, siendo esto lo único en que parecía haber lidiado contra el amor de la Egipciaca. Insistían todos en esta otra boda, esperando que, reuniendo Octavia con una gran belleza una admirable gravedad y juicio, si se enlazaba con Antonio y era de él amada como a sus sobresalientes calidades correspondía, había de ser un poderoso vínculo para la salud y concordia de unos y otros. Luego que se pusieron de acuerdo, subieron a Roma para celebrar el matrimonio de Octavia, y no permitiendo la ley que la mujer viuda se casara antes de los diez meses de la muerte del marido, el Senado, por un decreto, le dispensó el tiempo que faltaba.

Estaba Sexto Pompeyo apoderado de la Sicilia, y talaba la Italia por medio de muchas naves corsarias, mandadas por el pirata Menas y por Menécrates, con lo que hacía el mar intransitable: y habiéndose portado benignamente con Antonio, porque había dado hospedaje a su madre, huída de Roma con Fulvia, les pareció conveniente avenirse también con él. Reuniéronse al efecto en el promontorio Miseno y punta de él que da sobre el mar, arribando Pompeyo con su escuadra, y siendo escoltados Antonio y César por su infantería. Convenidos en que Pompeyo tendría la Cerdeña y la Sicilia, bajo la condición de limpiar el mar de piratas y de enviar a Roma una cantidad determinada de trigo, se convidaron a cenar recíprocamente, y sorteando quien sería el primero que agasajara a los otros, le cupo la suerte a Pompeyo. Preguntóle Antonio dónde cenarían, y le respondió: “Aquí (señalando la galera capitana de seis órdenes); porque esta es -añadió- la casa paterna que le ha quedado a Pompeyo”; lo que decía para zaherir a Antonio, que se había hecho dueño de la casa del padre de Pompeyo. Aferrando, pues, la nave con las áncoras, y formando una especie de puente desde el promontorio, les hizo el más amistoso recibimiento. Estaban en lo mejor del convite y en la fuerza de los dichos punzantes lanzados contra Cleopatra y Antonio, cuando el pirata Menas se acercó a Pompeyo de manera que los otros no lo oyeron, y “¿Quieres- le dijo- que pique los cables de la nave, y te haré señor, no sólo de Sicilia y Cerdeña, sino del imperio de los Romanos?” Al oírlo Pompeyo se quedó pensativo por algún tiempo, y luego le respondió: “Valía más, Menas, que, lo hubieras hecho sin prevenírmelo; ahora debo respetar el estado presente, porque no es de mi carácter el ser un perjuro”. Habiendo sido convidado del mismo modo después de ambos, navegó la vuelta de Sicilia.

Antonio, después del convenio, envió a Ventidio al Asia para que detuviera a los Partos, no dejándoles pasar más adelante, y habiendo sido nombrado, por hacer obsequio a Octavio César, sacerdote de César el Dictador, continuaron tratando en buena compañía y amistad de los más graves negocios; mas cuando se juntaban a divertirse y jugar, Antonio se sentía mortificado de que siempre era el que libraba peor; y es que tenía a su lado un Egipcio dado a la adivinación, de aquellos que examinan el signo, el cual, o instruido de Cleopatra, o teniéndolo por cierto, estaba diciendo continuamente a Antonio con sobrada libertad que, siendo su fortuna la más grande y brillante, se marchitaba al lado de la de César, y le aconsejaba que se alejara cuanto más pudiera de aquel joven. “Porque tu genio- le decía- teme al suyo; y siendo festivo y altanero cuando está solo, se queda tamañito y abatido luego que aquel parece”; y los hechos parece que venían en apoyo del Egipcio. Porque si se echaban suertes sobre cualquiera cosa a ver a quién le tocaba, o si jugaban a los dados, siempre era Antonio el que perdía. Echaban muchas veces a reñir gallos o codornices adiestradas, y siempre vencían los de César: con lo que recibía manifiesto disgusto Antonio; y bien por esta causa, o más bien por haber dado oídos al adivino, marchó de la Italia, dejando al cuidado de César sus cosas domésticas: aunque a Octavia la llevó en su compañía hasta la Grecia, habiendo ya tenido en ella una niña. Hallábase de invernada en Atenas cuando le llegaron las nuevas de las victorias de Ventidio, a saber: que había derrotado a los Partos en una batalla, en la que habían muerto Labieno y Farnapates, que era el mejor general de los del rey Hirodes. Por estos sucesos dio un banquete público a los Griegos, y combates a los Atenienses; para lo que, dejando en casa las insignias del mando, salió en ropa y calzado de confianza, con las batas de que usan los presidentes de los juegos, y por sí mismo separó, tomándolos del cuello, según costumbre, a los jóvenes combatientes.

Habiendo de partir para la guerra, tomó una corona del olivo sagrado, y llenando, según cierto oráculo, un odre lleno de agua de la Clepsidra, lo llevó también consigo. En esto, cargando Ventidio sobre Pácoro, hijo del rey, que de nuevo invadía la Siria con un poderoso ejército, le derrotó en la región Cirréstica, con gran matanza de los enemigos, siendo Pácoro uno de los primeros que murieron. Este suceso, entre los más celebrados de los Romanos, dio a éstos la más completa satisfacción por los infortunios de Craso y encerró otra vez dentro de los términos de la Media y la Mesopotamia a los Partos, vencidos tres veces consecutivas en batalla campal. Contúvose Ventidio de seguirles más lejos el alcance por temor de la envidia de Antonio; mas sojuzgó a todos los que se habían rebelado, y cercó a Antíoco Comagenes en la ciudad de Samosata. Proponiéndole éste que entregaría mil talentos y quedaría a las órdenes de Antonio, le mandó acudiera a Antonio mismo, el cual ya se hallaba cerca, y no permitía que Ventidio concluyera el tratado con Antíoco, queriendo que este acto tomara de él el nombre, y no sonara todo hecho por Ventidio. Prolongábase el sitio, y los de adentro, luego que desconfiaron de la paz, se defendían vigorosamente; por lo que, viendo Antonio que nada adelantaba, avergonzado y arrepentido a un tiempo, se dio por contento de concluir el tratado con Antíoco en trescientos talentos. Arregló enseguida en la Siria algunos negocios y, regresando a Atenas, dispensó a Ventidio los honores que le eran debidos, y lo envió a obtener los del triunfo. Hasta ahora éste es el único que hubiese triunfado de los Partos: hombre de nacimiento oscuro, y que sólo debió a la amistad de Antonio la ocasión de emprender grandes hazañas; con lo que se confirmó lo que se decía de Antonio y de César: que eran más afortunados mandando por medio de otros que por sí mismos, pues también Sosio, general de Antonio, se distinguió por sus hechos en la Siria, y Canidio, a quien había dejado por su lugarteniente en la Armenia, venciendo a los de esta región y a los reyes de los Iberes y los Albanos, había llegado hasta el Cáucaso, con lo que el nombre y fama del poder de Antonio se habían difundido entre aquellos bárbaros.

Indispuesto de nuevo contra César por algunos chismes, navegó con trescientas galeras a la Italia, y no habiéndole querido recibir los de Brindis, se dirigió a Tarento. Navegaba con él desde la Grecia Octavia, que se hallaba a la sazón encinta, y había dado antes a luz otra niña. Rogóle, pues, ésta que la enviara a tratar con el hermano; y habiéndose hallado en el camino con César, a quien acompañaban sus amigos Agripa y Mecenas, se lamentó mucho con ellos, y les hizo repetidos ruegos sobre que no la abandonaran en ocasión que de la más dichosa había venido a ser la más infeliz de las mujeres. “Porque ahora- decíatodos me tienen la mayor consideración por ser mujer y hermana de los emperadores; pero si las cosas paran en mal y se rompe la guerra, en cuanto a vosotros es incierto a quién tiene prescrito el hado el vencer o ser vencido; cuando para mí lo uno y lo otro es miserable y triste”. Vencido César con estas razones, se encaminó de paz a Tarento, donde gozaron los habitantes del magnífico espectáculo de ver en tierra un numeroso ejército, muchas naves surtas en el puerto y los recibimientos y abrazos recíprocos de unos y otros. Túvolos el primero a cenar Antonio, concediendo también esto César al amor de la hermana. Convínose entre ellos que César daría a Antonio dos legiones para la guerra Pártica, y Antonio a César cien naves bronceadas; y Octavia sobre esto recabó del marido veinte buques menores para el hermano, y mil soldados más de éste para aquel. Terminada así su desavenencia, César al punto se dirigió a Sicilia a la guerra contra Pompeyo, y Antonio, encomendándole a Octavia con los hijos habidos de ella y los que tenía de Fulvia, se dio a la vela para el Asia.

La más terrible peste, que había estado callada por largo tiempo, es decir, el amor de Cleopatra, que parecía adormecido y debilitado por mejores consideraciones, se encendió y estalló de nuevo al acercarse a la Siria; y por fin el caballo indócil y desbocado del apetito, como se explica Platón, hollando y pisando todo lo honesto y saludable, hizo que enviara a Fonteyo Capitón para conducir a la Siria a Cleopatra. Llegado que hubo, le concedió y añadió a sus provincias, no una cosa pequeña y despreciable, sino la Fenicia, la Celesiria, Chipre y gran parte de la Cilicia, y además todavía la parte de Judea que produce el bálsamo, y de la Arabia Nabatea todo lo que toca al mar exterior. Incomodáronse los Romanos en gran manera con estas donaciones, sin embargo de que a personas particulares daba provincias y reinos de grandes naciones, y a muchos les quitaba también los reinos, como al judío Antígono, al que, traído a su presencia, hizo decapitar, no habiéndose impuesto antes esta pena a ningún rey; pero lo que más insufrible se les hacía era el pasar por la vergüenza de los honores dispensados a Cleopatra. Subió de punto este oprobio habiendo tenido de ella dos hijos gemelos, de los cuales al uno llamó Alejandro y a la otra Cleopatra, y por sobrenombre a aquel, Sol, y a ésta, Luna. Era singular en hacer gala de sus excesos y liviandades; así, decía que la grandeza del imperio de los Romanos no resplandecía en lo que adquirían, sino en lo que donaban, y que la nobleza se dilataba con las sucesiones y descendencias de muchos reyes, y de este modo era como su progenitor venía de Hércules, que no limitó su sucesión a una mujer sola, ni temió a las leyes de Solón y a la cuenta que había de darse de la procreación, sino que se propuso dar a la especie muchos principios y orígenes de familias y linajes.

Habiendo Fraates dado muerte a su padre Hirodes, fueron muchos los Partos que tomaron la huída, y de ellos vino a acogerse a Antonio Moneses, varón muy principal y poderoso, al cual, como asemejase sus infortunios a los de Temístocles y comparase su propio poder y magnanimidad con los de los reyes de Persia, le hizo donación de tres ciudades, Larisa, Aretusa y Hierápolis, llamada antes Bambise. Envió el rey de los Partos quien ofreciera a Moneses su diestra en señal de reconciliación, y Antonio manifestó placer en mandarle, porque tiraba a engañar a Fraates con la idea de la paz, para ver si así recobraría las insignias que tomaron a Craso y los soldados que todavía sobreviviesen. Remitió por entonces a Cleopatra a Egipto, y marchando por la Arabia y la Armenia, donde se le reunieron sus tropas y las de los reyes aliados, que eran muchos, y el más poderoso de todos, Artavasdes, rey de Armenia, que se presentó con diecisiete mil caballos y siete mil infantes, hizo el alarde de su ejército. De los Romanos eran los infantes sesenta mil, y diez mil hombres de caballería de Españoles y Galos incorporados a los Romanos; y de las demás naciones, entre caballería y tropas ligeras, treinta mil hombres. Todo este aparato y este poder, que infundió terror hasta en los Indios de la otra parte de la Bactriana y conmovió toda el Asia, dicen que se inutilizó en su mano a causa de Cleopatra; porque apresurándose a ir a pasar con ella el invierno, precipitó la guerra antes de tiempo, y todo lo hizo arrebatada y tumultuariamente, como hombre que no estaba en su acuerdo, sino que, como con hierbas o hechizos, tenía siempre los ojos puestos en ella, y atendía más a volver cuanto antes a su lado que a domar a los enemigos.

Porque, en primer lugar, debiera haber invernado en la Armenia, para dar descanso a las tropas, fatigadas con una marcha de ocho mil estadios, y haber ocupado la Media en el principio de la primavera, antes que los Partos movieran de sus cuarteles de invierno; y no teniendo paciencia para esperar tanto tiempo, marchó desde luego con el ejército, dejando a la izquierda la Armenia, y tocando en la región Atropatena, se puso a talar el país. Después de esto, conduciendo en trescientos carros las máquinas de sitio, entre las que había un ariete de ochenta pies de largo, y de las cuales ninguna que se destruyese podía ser reparada con tiempo, por no producir todo aquel país superior sino maderas ruines y blandas, con la prisa las dejó como estorbos de su ligera marcha encomendadas a una guardia, de la que era comandante Estaciano, y se fue a poner sitio a Fraata, ciudad populosa, en la que se hallaban los hijos y las mujeres del rey de la Media. La necesidad le convenció bien presto del error que había cometido en dejar las máquinas, teniendo que recurrir al medio de levantar contra la ciudad grandes trincheras a costa de mucho tiempo y trabajo. Bajó en esto con poderoso ejército Fraates, y enterado de que habían quedado atrás los carros de las máquinas, envió contra ellos una gruesa división de caballería, por la que, sorprendido Estaciano, murió en la acción, y diez mil hombres con él. Tomaron además los bárbaros las máquinas, y las destruyeron e hicieron gran número de cautivos, siendo uno de ellos el rey Polemón.

Mortificó este suceso, como era indispensable, a todo el ejército de Antonio, por haber sufrido tan inesperado descalabro, y Artavasdes, rey de Armenia, abandonando el partido de los Romanos, se retiró con sus tropas, a pesar de que había sido el principal instigador de aquella guerra. Acudieron con intrepidez los Partos contra los sitiadores, haciéndoles injuriosas amenazas, y no queriendo Antonio que estando el ejército en inacción prendiera y se aumentara en él el desaliento, tomó diez legiones, tres cohortes pretorias de infantería y todos los caballos, y marchó con estas tropas a acopiar víveres, pensando que así atraería mejor a los enemigos y vendrían a una batalla campal. Había hecho un día de marcha, y viendo que los Partos le iban alrededor, buscando el caer sobre él en el camino, puso en el campamento la señal de batalla, y levantando después las tiendas, como si no hubiera de pelear, pasó por delante de la hueste de los bárbaros, que estaba formada en media luna, dando la orden de que cuando se viera que los más avanzados de los enemigos estaban al alcance de los legionarios, les diera una carga de caballería. A los Partos, que se mantenían a distancia, les pareció superior a todo elogio la formación de los Romanos, y observaban atentos cómo iban pasando con ciertos claros compasados, sin desorden y en silencio, blandiendo las lanzas. Dada la señal, acometió con algazara la caballería; los Partos se defendieron en sus puestos, aunque desde luego estuvieron al alcance de los dardos; mas cuando acometió la infantería, espantados los caballos de los Partos con sus gritos y el estruendo de las armas, y asustados también estos mismos, dieron a huir antes de venir a las manos. Siguióles Antonio el alcance concibiendo esperanza cierta de que con aquella batalla, o se daba fin a la guerra, o se estaba cerca de él; pero cuando, después de haberlos perseguido los infantes por espacio de cincuenta estadios y la caballería por tres tantos más, se halló, al hacer el recuento de los muertos y cautivos, que éstos no eran más que treinta y aquellos no pasaban tampoco de ochenta, fue grande la incertidumbre y desaliento en que cayeron, al hacer la triste reflexión de que, si vencían, no acababan sino con un número muy corto, y si eran vencidos, tenían una pérdida tan terrible como la que tuvieron en la acción en que perdieron los carros. Movieron al día siguiente para volver al sitio y campamento delante de Fraata; y al principio dieron en el camino con unos cuantos enemigos, después con muchos más, y por fin con todos, que como invictos y con nuevas fuerzas los provocaban e intentaban acometerles por todas partes; tanto, que no sin gran dificultad y trabajo pudieron llegar salvos al campamento; y como los Medos de adentro hubiesen hecho una salida contra las trincheras y hubiesen infundido terror en las avanzadas, irritado Antonio recurrió a la pena de diezmar a los que se habían manifestado cobardes, porque, formándolos por decenas, de cada una pasó por las armas al que le tocó la suerte, y a los que quedaron mandó que, en lugar de trigo, les distribuyeran cebada.

Hacíase a unos y a otros difícil esta guerra, y lo futuro les infundía igual miedo: a Antonio, porque temía el hambre y no veía el modo de hacer acopios sin heridos y muertos, y a Fraates, porque sabía que los Partos todo lo podían sufrir menos la intemperie y pasar las noches al raso en el invierno; por lo que tenía el recelo de que, si los Romanos aguantaban y permanecían, lo abandonasen sus tropas, pues ya habían empezado los fríos apenas pasado el equinoccio de otoño. Discurrió, pues, el siguiente ardid: aquellos Partos más conocidos, cuando se encontraban con los Romanos a ir a buscar víveres o a otros menesteres, los trataban con más blandura, y aun disimulaban cuando los veían tomar algunas cosas, celebrando su valor como de unos buenos guerreros, admirados con razón aun de su mismo rey. Con esto ya luego se llegaban más cerca, y parando los caballos, motejaban a Antonio de que, estando Fraates dispuesto a la paz por lástima de tantos y tan valientes soldados, no se prestaba aquel, ni daba la menor ocasión, sino que se estaba muy tranquilo, dando lugar a que sobrevinieran otros enemigos más terribles, el hambre y el invierno, de los que les sería difícil librarse, aun cuando los Partos se propusieran acompañarlos. Como muchos acudiesen a Antonio con estas relaciones, empezó a ceder y ablandarse con la esperanza; mas, sin embargo, no se resolvió a entrar en tratados con el Parto sin haber antes averiguado de aquellos bárbaros, que tan benignos se mostraban, si el rey pensaba como ellos. Contestáronle que sí, y aun exhortaron a que no se tuviera ningún recelo o desconfianza; ya con esto Antonio envió a algunos de sus más allegados con la proposición de que le entregara los cautivos y las insignias, para que no pareciese que lo que únicamente buscaba era salvarse y huir. Respondiéndole el Parto que sí, dejadas a un lado aquellas reclamaciones, se retiraba, al punto tendría seguridad y paz; tomó en pocos días sus disposiciones, y se puso en marcha. Mas con ser el más elocuente de su tiempo para mover al pueblo y llevarse tras sí un ejército, de vergüenza y aburrimiento no se atrevió a alentar por sí mismo a las tropas, sino que dio este encargo a Domicio Enobarbo, con lo que algunos se incomodaron, teniéndolo a desprecio; pero los más lo llevaron a bien, y reflexionando el motivo, por lo mismo creyeron que debían ser más sumisos y obedientes al general.

Su intención era regresar por el mismo camino, que era llano y despejado de árboles; pero un Árabe del país de los Mardos, que en gran parte había contraído la costumbre de los Partos, y que ya se había mostrado fiel a los Romanos en la batalla de las máquinas, se llegó a Antonio y le previno que se retirara llevando siempre los montes a la derecha, y no expusiera un ejército, en su mayor parte de infantería y armado pesadamente, en un terreno desnudo y abierto a las cargas y a las saetas de una caballería tan numerosa; pues ésta había sido la intención de Fraates en hacerle abandonar el sitio bajo condiciones tan benignas, y que él mismo le guiaría por un camino mucho más corto, y en el que tendría mayor abundancia de víveres. Antonio, al oírle, se puso a reflexionar, y aunque por una parte no quería que pareciese desconfiaba de los Partos después del tratado, por otra le era muy grato el atajo del camino y el que la marcha fuese por aldeas habitadas; así, pidió al que quería ser conductor alguna prenda para creerle. Prestóse él a que le tuvieran aprisionado hasta haber puesto el ejército en la Armenia, y por dos días fue de guía atado sin que ocurriese novedad; pero al tercero, cuando ya Antonio no pensaba en los Partos, y por la misma confianza caminaba sin la menor cautela, observó el Mardo que una presa que había en el río estaba recientemente rota, y el agua se derramaba con abundancia por el camino que había de llevar, lo que le hizo comprender que aquello era obra de los Partos, con el objeto de que el río los enredara y detuviera. Hizo, pues, que Antonio lo viese y observase, para que viniera en conocimiento de que los enemigos estaban cerca, y aun no había acabado de formar sus tropas, disponiendo una carga de los ballesteros y honderos contra los enemigos, cuando ya se presentaron los Partos, y corrieron a envolver y cortar por todos lados el ejército. Marcharon contra ellos las tropas ligeras; y causando en éstas muchas heridas con sus tiros, y no recibiéndolas menores de las saetas y pelotas de plomo que se les arrojaban, se retiraron. Repitieron otra vez el mismo choque, hasta que, volviendo los Celtas contra ellos sus caballos, los acometieron con viveza y los dispersaron, sin que en todo aquel día volvieran a parecer.

Viendo con esto Antonio cómo debía conducirse, protegió con muchos ballesteros y honderos, no sólo la retaguardia, sino también uno y otro flanco, y caminando con su hueste en cuadro, dio orden a la caballería de que los acometiera y rechazara, y rechazados no les siguiera lejos el alcance; de manera que los Partos, habiendo experimentado en cuatro días seguidos que nada habían podido adelantar, ni habían causado más daño que el que habían recibido, empezaron a aflojar, y pensaban en retirarse, poniendo la estación por excusa; pero al quinto día Flavio Galo, buen militar, emprendedor y que se hallaba con mando, se llegó a Antonio y le pidió que le permitiera tomar mayor número de tiradores de retaguardia y algunos caballos de los del frente, como para hacer una cosa memorable, dióselos, y al cargar los enemigos los rechazó, no como antes, retirándose luego a incorporarse con la infantería, sino permaneciendo y trabando un combate, reñido. Viendo los comandantes de retaguardia que se había desunido, lo enviaron a llamar, pero él no hizo caso. Dícese que el cuestor Ticio, echando mano a las insignias, retrocedió, y reconvino con denuestos a Galo de que no hacía mas que perder a los mejores y más valientes soldados; pero éste le volvió las injurias, y mandando a su tropa que permaneciese, Ticio se retiró; mas Galo, arrojándose denodadamente sobre los enemigos que tenía al frente, no observó que le cercaban y envolvían muchos por la espalda. Herido, pues, y acosado por todas partes, envió a pedir auxilio; los capitanes que mandaban la infantería, de los cuales era uno Canidio, hombre de grande influjo y poder cerca de Antonio, cometieron, como lo puede juzgar cualquiera, un grandísimo yerro, pues cuando debían acometer con toda la hueste apiñada, enviando de auxilio partidas pequeñas, y vencidas aquellas, otras, no vieron que de aquella manera iban a poner en derrota y en fuga todo el ejército; y así habría sucedido, a no haber acudido el mismo Antonio desde el frente con la infantería, y haber mandado a la legión tercera que por entre los que huían penetrase contra los enemigos, con lo que los contuvo en su persecución.

Murieron sobre unos tres mil hombres, y se condujeron a las tiendas cinco mil heridos; entre ellos el mismo Galo, pasado de frente por cuatro saetas; pero éste no sanó de las heridas. A los demás los visitó y alentó Antonio, llorando sobre sus males y mostrándose compadecido; ellos, contentos, tomándole la diestra, le rogaban al retirarse que se cuidara y no se afligiese, saludándole con el dictado de emperador y diciéndole que se tenían por salvos con que él tuviera salud. Porque puede decirse que ni en robustez ni en sufrimiento ni en edad mandó general ninguno de los de aquella época un ejército más brillante que el suyo; así como, por otra parte, en el respeto al general, en la obediencia unida con el amor y en el preferir todos unánimemente, ilustres, plebeyos, caudillos y particulares, el ser honrados y apreciados de Antonio a su propia salud, a ninguno de los antiguos romanos concedía ventaja. Concurrían para esto las muchas causas que hemos dicho: su ilustre origen, su facundia y elocuencia, su munificencia y liberalidad, y su gracia y humor festivo para los chistes y para el trato. Entonces, condoliéndose y sintiendo con los que padecían, y dando a cada uno lo que le hacía falta, todavía más prontos para todo que los sanos a los enfermos y heridos.

Cuando ya los enemigos desmayaban y cedían, de tal modo los engrió esta victoria, y hasta tal punto despreciaron a los Romanos, que aun por la noche se acercaron a su campamento, esperando saquear de un momento a otro sus tiendas vacías y sus equipajes abandonados. A la mañana se reunieron en mucho mayor número, pues se dice que no bajaban de cuarenta mil caballos, enviando el rey hasta los de su guardia, como a una victoria cierta y segura, pues él en persona no se encontró en ninguna batalla. Queriendo Antonio hablar a los soldados, pidió la toga de duelo para comparecer a sus ojos en estado más abatido; pero habiéndose opuesto a ello sus amigos, les arengó con el mando de general, alabando y aplaudiendo a los vencedores e improperando a los fugitivos, a lo que contestaron los primeros dándoles nuevas seguridades e inspirándole mayor confianza, y los segundos excusándose y ofreciéndose a que si quería los diezmase o los castigase de cualquier otra manera, no queriendo otra cosa sino que dejara de estar triste y desconsolado. Entonces, tendiendo al cielo las manos, hizo a los dioses la plegaria de que si por su anterior prosperidad tenían resuelto tomar alguna, venganza, toda recayera sobre él, dando al ejército salud y la victoria.

Al día siguiente continuaron su marcha mejor defendidos; y los Partos, cuando se presentaron a quererlos acometer, se encontraron con una extraña novedad; porque cuando creían que eran venidos a saquear y robar, y no a una batalla, cayó sobre ellos una nube de dardos, y viendo a los Romanos valerosos y esforzados, volvieron otra vez a desalentarse. Al bajar éstos de unos collados bastante pendientes, repitieron su ataque, acometiéndolos en la lenta marcha que llevaban; entonces, volviéndose la infantería, encerró dentro de su formación a las tropas ligeras, y poniendo los primeros la rodilla en tierra, presentaron sus escudos. Los que formaban después pusieron sus escudos sobre éstos, y lo mismo respecto de éstos los otros; y esta disposición, que es muy semejante a la forma de un tejado, sobre ofrecer una vista teatral, es la más fuerte de las formaciones para hacer que se resbalen los dardos. Los Partos, cuando vieron a los Romanos poner la rodilla en tierra, creyeron que aquello era darse por perdidos y efecto del cansancio, por lo que no quisieron valerse ya de los arcos, sino que echando mano a las lanzas, se fueron a combatir de cerca; mas entonces los Romanos, levantándose de repente y alzando grande gritería, los rechazaron con sus chuzos, y habiendo dado muerte a los primeros que se presentaron, pusieron en desordenada fuga a todos los demás; otro tanto sucedió los días siguientes, siendo muy poco lo que adelantaban en su marcha. Fatigó en esto el hambre al ejército, que sólo combatiendo se proporcionaba algún poco de trigo, y que estaba además falto de utensilios para la moltura, porque había sido preciso dejar los más a causa de ser muchas las acémilas que habían muerto y ser conducidos en las restantes los enfermos y heridos. Dícese que un quenix de trigo llegó a costar cincuenta dracmas, y que el pan de cebada se vendía a peso de plata. Recurrieron en este apuro a las hierbas y a las raíces, y como encontrasen pocas a las que estuviesen acostumbrados, siéndoles preciso hacer pruebas con las que no habían gustado antes, dieron con una hierba que los volvía locos, y después de la locura les causaba la muerte; porque el que la comía no se acordaba ni tenía ya conocimiento de nada, y todo su afán era mover y remover cuantas piedras veía, como si se ocupara en una cosa de importancia. Estaba, pues, llena toda la llanura de hombres inclinados al suelo para arrancar y mudar las piedras, y, por último, morían con vómitos de bilis, por cuanto les faltaba el vino, que era el único remedio. Como muriesen, pues en gran número y los Partos no los dejasen respirar, se dice que Antonio exclamó muchas veces: “¡Oh diez mil!”, maravillándose de los que se retiraron con Jenofonte, pues que con haber hecho un camino más largo desde Babilonia, y teniendo que pelear con muchos más enemigos, al fin se salvaron.

Los Partos, no pudiendo romper el ejército ni hacerles perder su formación, vencidos y puestos en fuga muchas veces, volvían a acercarse pacíficamente a los Romanos, que iban a proveerse de trigo o de forraje, y mostrándoles flojas las cuerdas de los arcos, les decían que ellos tenían determinado retirarse, que aquel era ya el término de la guerra y que sólo algunos Medos los seguirían a una o dos jornadas, no para incomodarlos, sino para dar protección a las aldeas más retiradas. Acompañaban a estas palabras salutaciones y otros cumplimientos; de manera que los Romanos llegaron a tranquilizarse, y habiéndolo oído Antonio, pensó en descender más a la llanura, por decirse que el camino por las montañas carecía de agua. Cuando iba a ponerlo en ejecución, llegó al campamento uno de los enemigos, llamado Mitridates, sobrino de aquel Moneses que se acogió a Antonio y a quien éste hizo la donación de las tres ciudades. Pidió que fuera a hablar con él alguno que supiera explicarse en la lengua pártica o siriaca, y ejecutándolo Alejandro de Antioquía, que era amigo de Antonio, les descubrió quién era, y poniendo aquel favor a cuenta de Moneses, le preguntó si veía aquellos montes continuados y altos allá lejos: respondió que sí los veía. “Pues al pie de aquellos- le dijo- están en acecho los Partos con un grande ejército; porque tras aquellos montes hay grandes llanuras, y esperan acabar en ellas con vosotros, llevándoos allá engañados con haceros dejar el camino de los montes. En éste tenéis sed y trabajo, cosas ya conocidas; pero si Antonio marcha por aquel, sábete que le aguarda la misma suerte que a Craso.”

Dicho esto, se retiró. Antonio, encontrándose en gran perplejidad y confusión, hizo llamar a sus amigos y al árabe que le servía de guía, el cual pensaba de aquella misma manera; pues aun sin enemigos, sabía que aquellas llanuras carecían de senda cierta, y eran muy expuestas a perderse y andar errantes en ellas, mientras que el atajo no ofrecía otra dificultad que la de haber de carecer de agua por una jornada. Mudando, pues, de propósito, marchó por este camino en aquella misma noche, mandando que se proveyesen de agua. Faltábanles a muchos vasijas, por lo que llenaron de agua los morriones, y algunos hasta la tomaron en las pieles con que se cubrían. Cuando ya estaban en marcha, tuvieron de ello aviso los Partos, y, contra su costumbre, se pusieron a perseguirlos de noche, y al salir el sol alcanzaron a los últimos, que se hallaban muy mal parados con la vigilia y la fatiga, pues habían andado en aquella noche doscientos cuarenta estadios; así, tanto por esto como por el aparecimiento repentino de los enemigos, cayeron en gran desmayo, y el combate mismo contribuía a acrecentar la sed, porque sobre la marcha misma tenían que defenderse. Los que iban de vanguardia llegaron a un río de agua abundante y fresca, pero salada y dañosa; pues, bebida, movía el vientre con grandes dolores e inflamaba más la sed; y sin embargo de habérselo prevenido el árabe, bebían, desprendiéndose de los que querían contenerlos. Recorría Antonio las filas, y les rogaba que aguantaran por muy poco tiempo, pues, no estaba lejos otro río de agua saludable, y el resto del camino era ya áspero e inaccesible a la caballería, con lo que del todo se verían libres de enemigos; al mismo tiempo hizo llamar a los que todavía peleaban, y dio la señal de acampar, para que siquiera gozaran de sombra los soldados.

Puestas las tiendas y retirados los Partos, según solían, volvió otra vez Mitridates, y saliendo Alejandro a hablarle, lo exhortó a que, haciendo un ligero descanso el ejército levantara el campo y se apresurara a ponerse al otro lado del río, porque, los Partos no le pasarían, ni los perseguirían más que hasta allí. Habiéndolo anunciado a Antonio, Alejandro le llevó de parte de aquel muchos vasos y tazas de oro, de los que tomó Mitridates cuánto pudo ocultar bajo sus ropas, y se marchó. Todavía era de día cuando hizo levantar el campo, y marchaban sin ser molestados de los enemigos; pero ellos mismos hicieron aquella noche la más terrible y congojosa de todas, porque robaban y mataban a los que tenían oro o plata, y saquearon los equipajes. Finalmente, poniendo sus manos hasta en los cofres de Antonio, hacían pedazos la vajilla y mesas de gran precio, y se lo repartían. Como con este motivo fuese grande la turbación y alboroto que se apoderó de todo el campamento, porque creían que, habiéndolos sorprendido los enemigos, se habían entregado a la fuga y a la dispersión, llamando Antonio a Ramno, uno de los libertos que tenía en su guardia, le hizo jurar que cuando le diera la orden lo había de pasar con la espada y le había de cortar la cabeza, para no caer vivo en poder de los enemigos ni ser de ellos conocido después de muerto. Lamentándose con esta ocasión sus amigos, el árabe sosegó y tranquilizó a Antonio, diciéndole que estaban ya muy cerca del río, porque el ambiente era húmedo, y un aura más fresca y suave hacía agradable y dulce la respiración, además de que el tiempo le hacía conocer que estaban al fin de la marcha, pues que restaba poco de la noche. Informáronle otros al mismo tiempo que el alboroto no había tenido otro origen que la injusticia y latrocinio de algunos soldados, por lo que, queriendo recoger y apaciguar la tropa desordenada y dispersa, mandó dar la señal de acampar.

Vino en esto el día, y cuando el ejército empezaba a tomar algún orden y descanso, encontrándose los de la retaguardia molestados por las saetas de los Partos, se dio a las tropas ligeras la señal de batalla. La infantería volvió a formar tejado con los escudos y a esperar en esta disposición a los enemigos, que no se atrevían a acercarse. A poco que así caminaron los de vanguardia se descubrió ya el río, y formando Antonio su caballería al frente de los enemigos, pasó primero los enfermos. Después ya tuvieron facilidad y seguridad para beber aun los que habían combatido, pues los Partos, luego que vieron el río, aflojaron las cuerdas de los arcos, y decían a los Romanos que pasaran tranquilos, celebrando mucho su valor. Pasaron, pues, sosegadamente, y luego que se hubieron repuesto, continuaron su marcha, no fiándose todavía de los Partos. Al sexto día después del último combate, llegaron al río Araxes, que divide la Media de la Armenia. Parecióles más profundo y rápido en su curso, y corrió la voz de que allí les tenían armada celada los enemigos para cuando pasasen; pero le pasaron sin ser inquietados, cuando pisaron el suelo de la Armenia, como si acabaran de tomar tierra saliendo del mar, lo besaron, llorando de gozo y abrazándose unos a otros. Como marchasen entonces por una región abundante y lo tuviesen todo de sobra después de la mayor miseria y escasez, enfermaron de hidropesía y cólicos.

Hizo entonces Antonio otra vez un recuento, y halló que había perdido veinte mil infantes y cuatro mil caballos, no todos a manos de los enemigos, sino como la mitad de este número de enfermedades. Su marcha desde Fraata había sido de veintisiete días, y había vencido a los Partos en dieciocho batallas; pero estas victorias no habían tenido grandes consecuencias ni dado seguridad, porque el alcance seguido a los enemigos había sido siempre corto y de muy poco fruto; en lo que se veía bien claro que el rey de Armenia, Atavasdes, había privado a Antonio de dar fin a aquella guerra. Porque si hubieran permanecido dieciséis mil soldados de a caballo que trajo de la Media, armados como los Partos y acostumbrados a pelear contra ellos, cuando los Romanos los hubieran rechazado en la batalla, éstos los habrían acabado en la fuga, y vencidos no se habrían rehecho y vuelto con osadía al combate tantas veces. Así es que todos acaloraban a Antonio para que castigara al rey de Armenia; pero él, haciéndose cargo de la situación presente, ni lo reconvino por su traición, ni disminuyó en lo más mínimo los honores y obsequios que solía hacerle, hallándose entonces con poca gente y falto de todo. Más adelante, entrando en la Armenia, y atrayéndole con promesas y llamamientos a que viniera a sus manos, lo prendió, y conduciéndolo atado a Alejandría, triunfó de él; cosa que disgustó mucho a los Romanos, por ver que con las hazañas y proezas de la patria hacía obsequios a los Egipcios por consideraciones a Cleopatra. Pero esto, como se ha dicho, fue más adelante.

Entonces, caminando sobre nieves y en medio de un invierno de los más crudos, perdió otros ocho mil hombres en la marcha, y bajando hasta el mar con muy poca gente, en una fortaleza situada entre Berito y Sidón, y llamada Leucecome, determinó esperar a Cleopatra. Como tardase, eran grande su desazón e inquietud, y aunque recurrió a sus desórdenes de beber hasta la embriaguez, no fue de manera que aguantase y se estuviese sentado, sino que se levantaba en medio de los brindis e iba a mirar muchas veces, hasta que por fin arribó al puerto, trayendo mucho vestuario y cuantiosos fondos para los soldados, bien que algunos dicen que trajo efectivamente Cleopatra el vestuario, pero que el dinero repartido lo puso Antonio de su propio caudal, como si lo hubiera dado ésta.

Suscitóse a este tiempo riña y desavenencia entre el rey de los Medos y el parto Fraates, nacida, según dicen, con ocasión del botín hecho a los Romanos, y fue tal que en el Medo engendró sospecha y recelo de que éste le despojara del reino. Por tanto, envió a llamar a Antonio, prometiéndole que le auxiliara en la guerra con todo su ejército. Infundió esto grandes esperanzas a Antonio, porque veía que aquella sola cosa en que se consideraba inferior para domar a los Partos, que era la fuerza de la caballería y los arqueros, se le venía a las manos, pareciendo que hacía favor en lugar de pedirlo. Disponíase, pues, a subir otra vez por la Armenia, y juntándose con el rey de los Medos en el río Arajes, dar desde allí principio a la guerra.

Queriendo Octavia navegar desde Roma a unirse con Antonio, se lo permitió César; los más creen que no por condescender con su deseo, sino para que, desatendida y abandonada, diera causa justa para la guerra. Llegada a Atenas, recibió carta de Antonio en que le daba orden de permanecer allí, hablándole de la expedición. Sintiólo Octavia, y no dejó de conocer el pretexto; pero, con todo, le escribió, preguntándole adónde quería que le enviase los efectos que le traía: eran gran copia de vestuario para los soldados, muchas acémilas, caudales y regalos para los caudillos y amigos que tenía a su lado, y fuera de esto, dos mil soldados escogidos para las cohortes pretorianas, equipados de las más primorosas armaduras. Dióle de esto noticia, enviado al efecto por ella, un tal Níger, amigo de Antonio, el que añadió los más completos como los más debidos elogios. Mas llegó a entender Cleopatra que Octavia iba a ponerse en contraposición con ella, y temerosa de que, uniendo a la gravedad de sus costumbres y al poder de César la dulzura del trato y la complacencia a voluntad de Antonio, se le hiciera invencible y del todo se apoderara de éste, fingió que estaba perdida de amores por Antonio; y para ello debilitaba el cuerpo con tomar escaso alimento, y en su presencia ponía la vista como espantada, y cuando se apartaba de ella, caída y triste. Hacía de modo que muchas veces se la viera llorar, y de repente se limpiaba y ocultaba las lágrimas, como que no quería que él lo advirtiese. Usaba de todas estas simulaciones cuando Antonio estaba para partir de la Siria al punto convenido con el rey de los Medos, y los aduladores, interesados por ella, motejaban a Antonio de duro e insensible, porque iba a acabar con una pobre mujer que en él solo tenía puestos sus sentidos; porque Octavia había venido con motivo de los negocios, enviada del hermano, y ya disfrutaba del nombre de legítima mujer, mientras que Cleopatra, reina de tantos pueblos, se contentaba con llamarse la amante de Antonio, y no tenía a menos o desdeñaba este nombre mientras veía a éste y le tenía a su lado; y luego que se mirase abandonada, era seguro que no sobreviviría. Finalmente, de tal manera le ablandaron y afeminaron que, por temor de que Cleopatra se dejase morir, se volvió a Alejandría y dio largas al rey de los Medos hasta el verano, sin embargo de decirse que había entre los Partos sediciones y alborotos. Con todo, habiendo subido después, trabó amistad con él, y tomando para mujer de uno de los hijos de Cleopatra a una de las hijas del mismo rey, que todavía era muy niña, volvió con esta afinidad cuando ya iba a entrar en la guerra civil.

Cuando Octavia volvió de Atenas, mirándola César como despreciada y ofendida, le dio orden de que se fuese a vivir a su casa; pero ella le respondió que no dejaría la del marido, y rogaba al hermano que si no había determinado hacer la guerra a Antonio por otra causa, no hiciese alto en sus querellas, pues ni siquiera era decente que se dijese de los dos mayores generales que el uno por el amor de una mujer y el otro por celos, habían introducido la guerra civil entre los Romanos. Y esto que decía lo confirmaba con las obras; porque ocupaba la casa de Antonio como si éste se hallara presente, y cuidaba con la mayor diligencia y decoro, no sólo de los hijos que en ella misma había tenido, sino de los que había tenido en Fulvia, y si venían algunos amigos recomendados por Antonio para las magistraturas o por otros negocios, los recibía con aprecio y los protegía en lo que deseaban obtener de César. Mas sucedía que con esto mismo perjudicaba más, contra su intención a Antonio; pues que era aborrecido por tratar mal a una mujer tan envidiable, y lo era además por el repartimiento que en Alejandría hizo a los hijos, y que pareció teatral, orgulloso y antirromano. Porque introdujo un gran gentío en el Gimnasio, donde sobre una gradería de plata hizo poner dos tronos de oro, uno para él y otro para Cleopatra, y otros más pequeños para los hijos. De allí, en primer lugar proclamó a Cleopatra reina del Egipto, de Chipre, del África y de la Siria inferior, reinando en unión con ella Cesarión, el cual era tenido por hijo de César el Dictador, que había dejado a Cleopatra encinta. En segundo lugar, dando a los hijos nacidos de él y de Cleopatra el dictado de reyes, a Alejandro le adjudicó la Armenia, la Media y el reino de los Partos para cuando fuesen sojuzgados, y a Tolomeo la Fenicia, la Siria y la Cilicia. Al mismo tiempo, de los hijos presentó a Alejandro en traje medo, llevando la tiara derecha, a la que llaman también cítaris, y a Tolomeo adornado con el calzado, el manto y el sombrero con diadema, que es el ornato de los reyes sucesores de Alejandro, así como aquel lo es de los Medos y los Armenios. Luego que los hijos saludaron con ósculo a los padres, al uno se le puso guardia de Armenios y al otro de Macedonios. Porque Cleopatra ya entonces, y siempre en adelante, no salía en público sino con la ropa sagrada de Isis, y como una nueva Isis daba oráculos.

Dio cuenta César al Senado de estos sucesos, y denunciándolos muchas veces al pueblo, irritó a la muchedumbre contra Antonio. Envió por su parte éste quien hiciera cargos a César, siendo los principales capítulos: Primero, que habiendo despojado de la Sicilia a Pompeyo, no le había dado parte ninguna en aquella isla. Segundo, que habiendo recibido del mismo Antonio prestadas naves para la guerra, le había dejado enteramente sin ellas. Tercero, que habiendo expelido del mando a su colega Lépido, dejándolo infamado, César se había tomado su ejército, sus provincias y las rentas que a aquel le habían sido asignadas. Sobre todo, que había repartido a sus soldados podía decirse que toda la Italia, no dejando nada para los de Antonio. Defendíase de estas acusaciones César, diciendo que Lépido había tenido que abdicar un mando del que no usaba sino en agravio de los ciudadanos, que lo que había adquirido por la guerra lo partiría con Antonio cuando éste partiera con él la Armenia, y que si sus soldados: no participaban de la Italia, era porque poseían la Media y la Partia, que habían adquirido para los Romanos, combatiendo valerosamente con su emperador.

Hallándose Antonio en la Armenia cuando tuvo noticia de estas cosas, dispuso que al punto bajara Canidio al mar con dieciséis legiones; él, con Cleopatra, se trasladó a Éfeso, donde reunía una poderosa armada, haciendo venir naves de todas partes, pues con los transportes llegaban a ochocientas, de las cuales había dado doscientas Cleopatra, veinte mil talentos y víveres para todo el ejército durante la guerra. Antonio, a persuasión de Domicio y de algunos otros, resolvió que Cleopatra se retirara al Egipto a estar en expectación de los sucesos de la guerra; pero ella, temerosa de que se hicieran nuevos conciertos por medio de Octavia, ganó con grandes dádivas a Canidio, para que en su favor hiciera presente a Antonio que ni era justo alejar de aquella guerra a una mujer que tanto había contribuido para ella, ni convenía tampoco amortiguar al interés de los Egipcios, que tan considerable parte eran de aquellas fuerzas, fuera de que no veía que Cleopatra valiera para el consejo menos que los otros reyes aliados, siendo una mujer que por sí misma había gobernado largo tiempo un reino tan extenso, y a su lado se había formado para los mayores negocios. Al cabo esto prevaleció, porque estaba en los hados que todo el imperio había de venir a reunirse en las manos de César. Juntando, pues, aquellos sus fuerzas, se dirigieron a Samos, donde se entregaron a toda diversión y regalo; pues así como dieron órdenes a todos los reyes, potentados y tetrarcas, y a todas las naciones y ciudades comprendidas entre la Siria, la Meótide, la Armenia y el Ilirio para que enviaran y condujeran toda especie de preparativos de guerra, del mismo modo se impuso precisión a todo cómico, farsante y juglar de acudir a Samos; y mientras casi toda la tierra estaba en aflicción y llanto, una sola isla cantó y danzó por muchos, días, estando llenos los teatros y compitiendo entre sí los coros. Concurrieron al sacrificio todas las ciudades, enviando cada una un buey; los reyes iban entre sí a porfía en los convites y dádivas, de manera que llegó a decirse: “¡Cómo celebrarán éstos la victoria, cuando tales fiestas hacen para los preparativos de la guerra!”

Pasada esta furia de diversiones, a toda aquella comparsa de artífices de Baco les señaló para su residencia la ciudad de Priena, y se encaminó a Atenas, donde volvió otra vez a los regocijos y teatros. Cleopatra, envidiosa de los honores dispensados a Octavia, porque esta se había hecho mucho lugar en Atenas, procuró ganar a aquel pueblo con toda especie de obsequios, y los Atenienses, habiéndole decretado los honores que apetecía, diputaron embajadores que le llevaran los decretos, siendo uno de ellos Antonio, como ciudadano de Atenas; y puesto ante ella, le dirigió un discurso en nombre de la ciudad. Envió a Roma encargados para echar a Octavia de su casa, de la que dicen salió, llevando en su compañía a todos los hijos de Antonio, a excepción del mayor tenido en Fulvia, que se hallaba con el padre; salió llorando y lamentándose de que pareciese que era ella una de las causas de aquella guerra. Compadecíanla los Romanos; pero aún compadecían más a Antonio, sobre todo los que habían visto a Cleopatra, que ni en edad ni en belleza se aventajaba a Octavia.

Al oír César la celebridad y grandeza de tales preparativos se sobresaltó, por temor de tener que hacer la guerra en aquel verano; pues eran muchas cosas las que le faltaban, y los pueblos llevaban a mal las exacciones de tributos. Porque precisados unos a dar la cuarta de sus frutos, y los de condición libertina la octava de cuanto poseían, clamaban contra él, y había sediciones y tumultos en casi toda la Italia. Así es que se tiene por uno de los mayores errores de Antonio el haber dilatado la guerra, por cuanto dio tiempo a César para prevenirse y para que apaciguara las sediciones; pues si los hombres cuando se les exige se alborotan, después de haber contribuido y pagado se aquietan. Ticio y Planco, varones consulares, amigos de Antonio, insultados de Cleopatra porque en muchas cosas se le habían opuesto mientras estaban en el ejército, huyeron de él, y pasándose a César, le denunciaron el testamento de Antonio, del que tenían conocimiento. Hallábase depositado en poder de las vírgenes Vestales, y a la petición que César les hizo se negaron, respondiendo que si quería, fuera y lo tomase. Hízolo así, y primero leyó para sí solo lo en él escrito, anotando algunos lugares que daban más margen a acusación. Reuniendo después el Senado, los leyó con ofensa e indignación de muchos; porque parecía cosa dura y terrible que se hiciera cargo a nadie en vida de lo que disponía para después de su muerte. Sobre lo que principalmente insistía era sobre la cláusula relativa a su entierro, en la que mandaba que, si moría en Roma, su cadáver, llevado en procesión por la plaza, fuera enviado a Cleopatra a Alejandría; y Calvisio, amigo de César, añadió, como crímenes de Antonio en sus amores con Cleopatra, los siguientes: que había cedido y donado a ésta las bibliotecas de Pérgamo, en las que había doscientos mil volúmenes distintos; que en un convite a presencia de muchos se había levantado y le había hecho cosquillas en los pies, por cierto convenio y apuesta entre ellos; que había sufrido que los de Éfeso llamaran a su vista señora a Cleopatra; que muchas veces, estando administrando justicia a reyes y tetrarcas, había recibido de ella billetes amorosos escritos en cornerinas y cristales, y puéstose a leerlos; y que hablando en una causa Furnio, hombre de grande autoridad y el más elocuente entre los Romanos, había pasado Cleopatra por la plaza conducida en silla de manos, y Antonio, luego que la había visto, había marchado allá, dejando pendiente el juicio, y pendiente de la silla de manos la había acompañado.

Se cree que la mayor parte de estas inculpaciones habían sido inventadas por Calvisio. Los amigos de Antonio andaban por Roma haciendo ruegos al pueblo, y enviaron a uno de ellos, que era Geminio, con el encargo de que hiciera presente a Antonio no se descuidase y diera lugar a que se le despojara del mando y se le declarara enemigo público de los Romanos. Pasó Geminio a la Grecia, y desde luego se hizo sospechoso a Cleopatra de que iba ganado por Octavia. Era, por tanto, continuamente escarnecido durante la cena y colocado en los puestos de menos honor; pero él aguantaba, esperando la ocasión de poder hablar a Antonio, hasta que, precisado en la misma cena para que dijese cuál era el objeto de su viaje, respondió que lo demás que tenía que decir pedía estar cuerdo; pero que, cuerdo o bebido, lo que sabía era que sería muy conveniente que Cleopatra se marchase a Egipto. Enfadóse Antonio al oírlo; pero Cleopatra lo que dijo fue: “Ha hecho muy bien Geminio en confesar la verdad sin que le dieran tormento.” Geminio, pues, huyó de allí a pocos días y regresó a Roma. A otros muchos de los amigos de Antonio echaron de allí los aduladores de Cleopatra, por no poder aguantar sus insultos y provocaciones, siendo de este número Marco Silano y Delio el Historiador. De éste se dice que temió además las asechanzas de Cleopatra, dándole aviso Glauco el médico; y es que había picado a Cleopatra, diciéndole en la cena que a ellos se les daba a beber vinagre, mientras Sarmento bebía en Roma vino Falerno. Este Sarmento era un muchachito de los que servían al entretenimiento de César, a los cuales los Romanos les llamaban delicias.

Cuando César se hubo preparado convenientemente, se decretó hacer la guerra a Cleopatra y privar a Antonio de una autoridad que abandonaba a una mujer, añadiendo que Antonio, emponzoñado con hierbas, ni siquiera era dueño de sí mismo, y que los que les hacían la guerra eran Mardión el Eunuco, Potino, Eira, peinadora de Cleopatra, y Carmión, por quiénes eran manejados la mayor parte de los negocios de la comandancia general de Antonio. Dícese que precedieron a esta guerra las señales siguientes: la ciudad de Pisauro, colonia establecida por Antonio y situada sobre el Adriático, habiéndose hundido el suelo, desapareció. Una de las estatuas de piedra de Antonio, puestas en la ciudad de Alba, se cubrió por muchos días de sudor, del que no se vio libre aun cuando algunos quisieron enjugarla. Hallándose el mismo Antonio en Patras, el templo de Hércules fue abrasado de un rayo; en Atenas, el Baco de la Gigantomaquia, arrancado del viento, fue llevado hasta el teatro; y es de advertir que, como hemos dicho, Antonio se jactaba de pertenecer a Hércules por el linaje y a Baco por la emulación de su tenor de vida, haciéndose llamar el nuevo Baco. El mismo huracán soplando con igual violencia sobre los colosos de Éumenes y Átalo, que eran llamados los Antonios, entre los demás, a ellos solos los derribó al suelo. Llamábase asimismo Antonia la nave capitana de Cleopatra, y se notó en ella un prodigio extraño, porque habían hecho nido unas golondrinas en la popa, y habiendo venido otras, lanzaron a éstas, y les mataron los polluelos.

Cuando ya estaban próximos a dar principio a las hostilidades, las naves de guerra de Antonio no bajaban de quinientas, en las que había muchas de ocho y de diez órdenes, adornadas con mucho lujo y magnificencia, y su ejército se componía de cien mil infantes y doce mil caballos. Los reyes que estaban a sus órdenes y le auxiliaban eran Boco, rey de los Africanos; Tarcondemo, de la Cilicia superior; Arquelao, de la Capadocia; de la Paflagonia, Filadelfo; de la Comagena, Mitridates, y Sadalas, de la Tracia; éstos asistían a su lado. Polemón envió tropas del Ponto; Maleo, de la Arabia; Herodes, de Judea, y también Amintas, rey de los Licaonios y los Gálatas. Había venido asimismo auxilio del rey de los Medos. César, de naves para combate tenía doscientas cincuenta, y su ejército se componía de ochenta mil infantes y de otros tantos caballos como el de los enemigos. Irnperaba Antonio desde el Éufrates y la Armenia hasta el Mar Jonio y los Ilirios, y César, en todo el país situado desde los Ilirios hasta el Océano occidental, y después, volviendo de éste hasta el mar de Toscana y de Sicilia. Estaban además sujetas a César el África, la Italia, la Galia y la España hasta la columna de Hércules, y las tierras desde Cirene hasta la Etiopía a Antonio.

Estaba de tal modo pendiente de aquella mujer, que, siendo les fuerzas de tierra aquellas en que considerablemente se aventajaba a su contrario, se decidió por el combate naval a causa de Cleopatra; y eso que veía que por falta de marinería arrebataban los capitanes de navío en la oprimida Grecia a los viajeros, arrieros, segadores y a todo joven, y que ni aun así estaban bien tripuladas las naves, y sólo con gran dificultad y trabajo se sostenían en el mar. César, que con naves no equipadas por el aparato y la ostentación, sino ágiles, prontas y bien provistas y tripuladas, ocupaba con su armada a Tarento y Brindis, envió a decir a Antonio que no se perdiera tiempo, sino que viniera con todas sus fuerzas; pues él proporcionaría a su armada radas y puerto contiguos, y con su propio ejército se retiraría dentro de Italia la carrera de un caballo, hasta que el mismo Antonio hubiera hecho su desembarco y acampándose con toda seguridad. Antonio, contestando a una fanfarronada con otra, lo envió a desafiar, sin embargo de que él era más viejo; y si esto no le acomodaba, le proponía que combatieran en Farsalo con sus ejércitos, como antes lo habían hecho César y Pompeyo. Adelantóse César, mientras Antonio se hallaba surto en Accio en el sitio en que ahora está edificada Nicópolis, a pasar el Mar Jonio y ocupar una aldea del Epiro, llamada Torine. Como esto suscitase grande revuelta y alboroto entre las gentes de Antonio, porque su ejército estaba muy rezagado, Cleopatra, haciendo de chistosa, dijo: “¿Qué mucho que haya esta revuelta, si César se ha apoderado del cucharón?”

Antonio, habiéndose puesto en movimiento desde muy temprano las naves de los enemigos, temeroso de que tomaran las suyas vacías de marinería, armó a los remeros y los formó sobre cubierta precisamente para vista; y suspendiendo y colocando los remos en forma de alas a uno y otro lado de las naves, las tuvo puestas de proa en la boca del puerto de Accio, como si estuvieran bien equipadas y preparadas para la defensa; César, engañado con esa estratagema, se retiró. Parece que también obró con grande arte en interceptar el agua con ciertas obras de fortificación, y privar así de ella a los enemigos, por no tener sino poca y mala los pueblos del contorno. Trató asimismo con consideración e indulgencia a Domicio, contra la voluntad de Cleopatra; porque habiéndose embarcado éste estando ya con calentura en un barquichuelo, y pasándose a César, Antonio lo llevó muy a mal, y, sin embargo, le envió todo su equipaje, y juntamente sus amigos y esclavos; mas Domicio, arrepentido por lo mismo de ver que su infidelidad y su traición eran notorias, se murió al punto de pesar. Hubo igualmente defección en algunos reyes, como en Amintas y Deyótaro, que se pasaron a César. Desengañado, por fin, Antonio de que la armada no se hallaba, en estado de servir y de prestarle los prontos auxilios que necesitaba, se creyó en la precisión de recurrir al ejército, y Canidio, comandante de éste, también mudó de parecer cuando ya se estuvo en los momentos de conflicto, aconsejando a Antonio que convenía despedir a Cleopatra y, retirándose a la Tracia o a la Macedonia, dirimir con las fuerzas de tierra aquella contienda. Porque Dísomes, rey de los Getas, ofrecía auxiliarle con poderoso ejército, y no podría parecer mal que, habiéndose ejercitado César en la guerra de Sicilia, le cediese en el mar, cuando por el contrario sería cosa muy dura y muy necia que, siendo mayor la pericia de Antonio en los combates terrestres, no hiciera uso de la fuerza y superioridad de su numerosa infantería, repartiéndola y perdiéndola en las naves; mas con todo aun volvió a prevalecer Cleopatra para que la guerra se terminara por medio de un combate naval, poniendo ya la vista en la fuga, y ordenando sus cosas, no del modo en que hubieran de ser más útiles para la victoria, sino en el que hubieran de estar más prontas para el retiro si la acción se perdía. Había unos ramales que desde el campamento iban a la armada, y por ellos acostumbraba Antonio a pasar de una parte a otra sin recelo. Como dijese, pues, un esclavo a César que era fácil echarle mano cuando fuese por los ramales, puso al efecto hombres apostados, los cuales se condujeron de manera que, acelerándose un poco en la operación, cogieron al que iba delante de Antonio, y él con gran dificultad pudo librarse corriendo.

Resuelto al combate naval, quemó todas las demás naves egipcias, a excepción de sesenta, y tripuló las mejores y de más porte, desde las de tres hasta las de diez órdenes, embarcando en ellas veinte mil infantes y dos mil ballesteros. Dícese que uno de aquellos infantes, hombre que era de los que hacían de guías en la formación y que había sostenido muchos combates a las órdenes de Antonio, teniendo su cuerpo pasado de heridas, exclamó en presencia de éste, y dijo: “¿Por qué, ¡oh emperador!, desconfías de estas heridas y de esta espada, y pones tus esperanzas en unos malos leños? Peleen en el mar los Egipcios y Fenicios; pero a nosotros danos tierra, en la que estamos acostumbrados a mantenernos a pie firme hasta morir o vencer a los enemigos.” Y que a esto nada respondió Antonio, y sólo con la mano y el rostro pareció exhortarle a que tuviera buen ánimo, y pasó de largo, no estando él mismo muy confiado; pues que queriendo los capitanes de las naves dejar las velas, los precisó a embarcarlas y llevarlas, diciendo que no se debía dejar escapar a ninguno de los enemigos que huyese.

En aquel día y en los tres siguientes, alterado el mar con un recio viento, impidió el combate; pero al quinto, restituida la calma y la serenidad, se prepararon a él. Tenían Antonio y Publícola el ala derecha; Celio, la izquierda, y en el centro se hallaban Marco Octavio y Marco Insteyo. César dio a mandar el ala izquierda a Agripa, tomando para sí la derecha. Formadas a la orilla del mar unas y otras tropas de tierra, mandadas las de Antonio por Canidio y las de César por Tauro, se estuvieron en reposo. De los generales, Antonio corría en una falúa de una parte a otra, exhortando a los soldados o que por la pesadez de sus naves pelearan firmes como en tierra, y dando orden, a los capitanes de los buques de que, como si estuvieran sobre las anclas, así recibieran sin moverse los choques de las contrarias, guardando la boca del puerto para no ser envueltos. De César se dice que, dando también vuelta por las naves antes de hacerse de día, se encontró con un hombre que conducía un borriquillo, y habiéndole preguntado su nombre, como le conociese, le respondió: “Yo me llamo Éutico, y el borriquillo Nicón”, por lo que, adornando después con los espolones aquel lugar, puso en él las estatuas de bronce del hombre y del borrico. Reconociendo lo que restaba de las escuadras, conducido para ello en una lancha hasta volver a su ala derecha, se maravilló de ver a los enemigos inmóviles en el estrecho; porque la vista era de naves que estaban aferradas en sus áncoras, y habiendo estado largo rato en esta persuasión, detuvo las suyas, que aun se hallaban a ocho estadios de distancia de las enemigas. Siendo la hora sexta y levantándose algún viento de mar, mal hallados los caudillos de Antonio con la detención, y confiados en la altura y mole de sus naves, con las que se tenían por invencibles, movieron el ala izquierda. Alegróse César al verlo, y contuvo aún su derecha, deseando que los enemigos se separaran más, fuera ya del golfo y de aquellos estrechos, para meterse con sus naves prontas y ligeras por entre aquellas que con su mole y falta de tripulación eran torpes y pesadas.

Cuando ya se trabó el combate y vinieron a las manos, no había choques ni roturas de naves, porque las de Antonio, por su pesadez, no tenían ímpetu, que es el que hace más poderosos los golpes de los espolones, y las de César, no solamente se guardaban de ir a dar de proa contra unos espolones firmes y agudos, sino que ni siquiera se atrevían a embestir a las contrarias por los costados, porque las puntas de los suyos se rompían tan pronto como daban en unas naves hechas de grandes maderos cuadrados, compaginados unos con otros con abrazaderas de hierro. Era, pues, parecida esta pelea a un combate de tierra o, por decirlo mejor, a un combate mural; porque tres o cuatro naves acometían a una de Antonio, y usaban de chuzos, de lanzas, de alabardas y de hierros hechos ascua, y los de Antonio lanzaban también con catapultas armas arrojadizas desde torres de madera. Mas extendiendo Agripa la otra ala con el objeto de envolver a los contrarios, precisado Publícola a hacer otro tanto, quedó desunido el centro. Causó esto en él algún desorden, combatido como se hallaba por las naves del Arruncio; cuando todavía la batalla era común y se mantenía indecisa, se vio de repente a las sesenta naves de Cleopatra desplegar las velas para navegar y huir por medio de los que combatían, porque estaban formadas a espaldas de las naves grandes, y al partir tur- baron su formación. Mirábanlas los enemigos, asombrados al ver que con viento favorable se dirigían hacia el Peloponeso. Vióse allí claramente que Antonio no se condujo ni como general ni como hombre que hiciera uso de su razón para dirigir los negocios, sino que hubo así como quien dijo por juego que el alma del amante vive en un cuerpo ajeno; fue él arrastrado por aquella mujer como si estuviera adherido y hecho una misma cosa con ella; pues no bien hubo visto su nave en huída, cuando, olvidado de todo, abandonando y dejando en el riesgo a los que por él peleaban y morían, se trasladó a una galera de cinco órdenes, no llevando consigo más que a Alejandro, Siro y a Escelio, y se fue en seguimiento de aquella perdida, que al fin había de perderle.

Conocióle ésta, e hizo señal desde su nave, a la que alcanzó, y fue en ella recibido: pero ni vio a Cleopatra ni se dejó ver de ella, sino que, pasando a la proa, se sentó allí sin hablar palabra, apoyando la cabeza sobre entrambas manos. Viéronse en esto buques ligeros de los de César que iban en su alcance, y haciendo volver de proa su nave, consiguió que se retiraran los demás; pero el lacedonio Euricles continuaba en acometerle con denuedo, blandiendo una lanza desde la cubierta en actitud de arrojársela. Levantóse en esto Antonio, y preguntando: “¿Quién es el que persigue a Antonio?”, le respondió aquel: “Yo soy Euricles, hijo de Lácares, que, ayudado de la fortuna de César, vengo la muerte de mi padre.” Había sido Lácares condenado por Antonio en causa de piratería a ser decapitado. Con todo, no acometió Euricles a la nave de Antonio, sino que, embistiendo con la bronceada punta a la otra de las naves capitanas, porque eran dos, le hizo dar una vuelta en redondo, y habiendo caído de costado, la tomó, así como a una de las otras, en que había alhajas de valor, de las que sirven al uso cotidiano, Retirado éste, volvió Antonio a su anterior postura, y en ella permaneció taciturno. Pasó tres días solo en la proa, o por enfado o por tener vergüenza de presentarse a Cleopatra, y así arribó a Ténaro. Allí, las mujeres que eran más de su confianza hicieron que primero se hablasen, y después que comiesen y reposasen juntos. En tanto iban ya llegándoles muchos de los transportes, y algunos de los amigos que escaparon de la derrota, los cuales les informaban de que la escuadra se había perdido; pero creían que el ejército se mantenía en pie. Envió Antonio mensajeros a Canidio con orden de que sin dilación se retirara con el ejército por la Macedonia al Asia, y pensando en dirigirse desde Ténaro al África, escogió uno de los transportes, cargado de mucho dinero y de muchas alhajas de oro y plata de las de palacio, y lo dio a sus amigos, diciéndoles que lo partieran y se pusieran en salvo. Resistíanse éstos con clamores y llanto; pero consolándolos con la mayor bondad y afecto, e interponiendo súplicas, al cabo los despidió, escribiendo a Teófilo, su mayordomo residente en Corinto, para que les proporcionase seguridad y los tuviese ocultos hasta que pudieran alcanzar clemencia de César. Era este Teófilo padre de Hiparco, que alcanzó gran poder con Antonio, y fue el primero de sus libertos que se pasó a César, el cual más adelante se fue a habitar a Corinto.

Esto en cuanto a Antonio. En Accio la armada resistió a César largo tiempo, y a pesar de haber padecido mucho, a causa de una fuerte marejada que le hería por la proa, no desistió hasta la hora décima. Los muertos no pasaron de cinco mil; pero fueron tomadas trescientas naves, según lo notó el mismo César en sus Comentarios. Pocos eran los que sabían haber huido Antonio; Y los que oían la noticia, disputaban al principio con los que la daban, haciéndoseles increíble que se hubiera marchado dejando diecinueve legiones de tropas no vencidas y doce mil caballos, como si antes no hubiera experimentado muchas veces los reveses de fortuna y no estuviera ejercitado en las vicisitudes de mil combates y batallas. Los soldados conservaban con respecto a él deseo y esperanza, pareciéndoles que iba a llegar de un momento a otro, y dieron pruebas de tal fidelidad y virtud, que aun después de ser notoria su fuga, se le mantuvieron leales siete días, no haciendo cuenta de los mensajes de César, hasta que, por último, habiendo huido de noche el comandante Canidio y abandonado el campamento, viendo el desamparo en que todos los dejaban y la traición que les habían hecho sus jefes, abrazaron el partido del vencedor. Marchó enseguida César a Atenas y, reconciliándose con los Griegos, repartió los víveres sobrantes de la guerra con las ciudades que se hallaban en gran miseria, despojadas de sus haberes, de sus esclavos y de sus ganados. Refería mi bisabuelo Nicarco que todos los ciudadanos habían sido precisados a llevar sobre sus hombros la cantidad de trigo señalada hasta el mar de Anticira, haciéndoles andar aprisa, a latigazos; y que de esta manera habían hecho un viaje, y cuando ya estaba medido el trigo y todo dispuesto para hacer el segundo, llegó la noticia de haber sido vencido Antonio; con lo que se había salvado la ciudad, porque inmediatamente huyeron los comisionados y soldados de Antonio, y los ciudadanos se repartieron el trigo.

Llegado Antonio al África, envió a Cleopatra al Egipto desde Paretonio, quedando él en una grandísima soledad, contristado y errante con sólo dos amigos, el uno griego, que era Aristócrates el Orador, y el otro romano, que era Lucilio; de quien en otra parte hemos escrito que en Filipos, para facilitar la fuga de Bruto, se entregó a sí mismo por éste a los que le perseguían. Salvóle entonces Antonio, a quien fue siempre agradecido y fiel hasta los últimos momentos. Cuando también le abandonó el que estaba encargado de las fuerzas que en África tenía, intentó darse muerte; pero se lo impidieron sus amigos; conducido a Alejandría, se halló con que Cleopatra había emprendido una obra grande y extraordinaria. Porque intentó pasar a brazo la armada por el istmo que separa el Mar Rojo del Mar de Egipto, y que se dice ser el término y aledaño entre el Asia y el África por aquella parte en que es más estrechado de ambos mares, y tiene menor latitud, que no es más quede trescientos estadios, y trasladando las naves al golfo Arábigo con grandes caudales y toda especie de riqueza, establecerse al otro lado, huyendo de la esclavitud y de la guerra. Mas por haber sucedido que los habitantes de la Arabia llamada Pétrea dieron fuego a las primeras naves que se pasaron y por estar Antonio en la creencia de que se sostenía su ejército de Accio, dio de mano a la empresa, contentándose con guardar las bocas del Nilo. Antonio, dejando la ciudad y la compañía de los amigos, se dispuso una habitación en el mar junto al Faro por medio de una calzada que se prolongaba mar adentro, y se fijó allí, separado del comercio de los hombres, diciendo que elegía y se proponía imitar la vida de Timón, pues que le había sucedido lo mismo que a éste; el cual, agraviado y mal correspondido de sus amigos, había llegado a desconfiar de todos los hombres y a mirarlos con aversión.

Timón era ateniense y vivió por el tiempo de la guerra del Peloponeso, como se colige de las comedias de Aristófanes y Platón, pues en ellas es satirizado como áspero y aborrecedor de los hombres. Huía todo encuentro y trato con ellos; pero a Alcibíades, siendo todavía muy mocito y muy resuelto, le saludó y besó un día con grande empeño; y como se admirase Apemanto y le preguntase la causa, le dijo que amaba a aquel joven, porque veía que había de ser para los Atenienses causa de muchos males. Si trataba con Apemanto solo, era porque se le asemejaba e imitaba su tenor de vida; y con todo, en una ocasión, celebrándose la solemnidad llamada Coes, comieron juntos los dos, y diciendo Apemanto: “¡Bello convite es este nuestro, Timón!”, “Sí- le respondió éste-, si tú no te hallaras en él”. Dícese que, hallándose los Atenienses en junta pública, subió un día a la tribuna, y fue grande el silencio y expectación en que todos se pusieron por lo extraño del suceso; y él les dijo: “Tengo un solar reducido, ¡oh Atenienses!, y en él salió una higuera, en la que se han ahorcado muchos ciudadanos; teniendo, pues, resuelto edificar en aquel sitio, me ha parecido prevenirlo en público, para que si alguno de vosotros quiere ahorcarse, lo ejecute antes de arrancar la higuera.” Murió, y fue enterrado en territorio de Hales, orilla del mar, y habiéndose hundido ésta, cubrió el agua la sepultura y la hizo inaccesible a los hombres. Había sobre ella esta inscripción: Yago aquí despedida el alma triste; mi nombre no os diré, sí mi deseo: perezcáis malamente los malvados. Esta inscripción se dice haberla hecho el mismo Timón; pero esta otra, que es la que todos tienen de memoria, es de Calímaco: Timón el misántropo soy. ¿Qué guardas? Maldíceme a tu gusto cuanto quieras sólo con que te quites de delante.

De lo mucho que de Timón podría decirse, nos ha parecido escoger esto poco. En cuanto a Antonio, llegó el mismo Canidio a ser portador de la noticia de haberse perdido el ejército de Accio; por otras partes supo que Herodes, rey de Judea, que tenía algunas legiones y cohortes, se había pasado a César y que todos los demás potentados le habían abandonado igualmente, sin que le hubiese quedado nada fuera del Egipto. Mas no por esto se mostró alterado, sino que aun pareció que se alegraba de deponer la esperanza, para deponer también el cuidado. Dejó asimismo aquella habitación marítima, a que había dado el nombre de Timoneo, y arrastrado por Cleopatra al palacio, hizo renacer en la ciudad el gusto a los banquetes, el beber y a la distribución de donativos, con motivo de empadronar entre los mozos al hijo de Cleopatra y César y de vestir la toga viril a su hijo Antilo, tenido en Fulvia; pues con esta ocasión estuvo Alejandría entregada por muchos días a los festines, francachelas y fiestas. Habían ya disuelto aquella confraternidad que llamaban de la inimitable vida, e instituyeron otra que no cedía a ésta en el lujo, en el regalo y en la suntuosidad, intitulándola la de los que mueren juntos, porque se suscribían los amigos para morir a un tiempo y lo pasaban alegremente en banquetes que se daban por turno. Cleopatra juntó diferentes suertes de venenos mortales, y para probar el grado de dolor con que cada uno ocasionaba la muerte los hizo propinar a los presos de causas capitales; mas habiendo visto que los que eran prontos causaban la muerte acompañados de dolores, y que los más benignos obraban con lentitud, quiso hacer experiencia de los animales ponzoñosos, viendo ella por sí misma cuándo se picaban unos a otros, lo que ejecutaba todos los días. Encontró, pues, que entre todos sólo la picadura del áspid producía sin convulsiones ni sollozos un sopor dulce y una especie de desmayo, en virtud del que, con un blando sudor del rostro y amortiguamiento de los sentidos, perdían poco a poco la vida los que habían sido picados, sin que fuera fácil despertarlos y hacerles volver en sí, a manera de los que tienen un sueño profundo.

Enviaron de consuno embajadores a César, que se hallaba en el Asia: Cleopatra, pidiendo que conservase a sus hijos el imperio en el Egipto, y Antonio, que le permitiera vivir como particular, si en el Egipto no podía ser, en Atenas. No teniendo amigos fieles de quienes valerse por los continuos abandonos y defecciones, dieron este encargo al maestro de sus hijos, Eufronio; porque Alexas Laodicense, que en Roma había hecho conocimiento con Antonio por medio de Timágenes, siendo de los Griegos el de mayor influjo con aquel y el principal instrumento de que se valía Cleopatra para tener embaucado a Antonio y quitarle del todo del pensamiento a Octavia, enviado a Herodes para retraerle de la deserción, se había mudado también, siendo traidor a Antonio, y confiado en Herodes, se había atrevido por fin a presentarse a César. Mas de nada le valió Herodes, porque puesto al punto en prisión por César, y conducido atado a su patria, allí le hizo dar muerte. De este modo sufrió en vida de Antonio la pena de su perfidia.

César no pudo sufrir los ruegos de Antonio; y en cuanto a Cleopatra, respondió que no le faltaría en nada de lo que fuese razonable si daba muerte a Antonio o le echaba de su lado: y le envió al mismo tiempo a Tirso, uno de sus libertos, hombre que no carecía de talento y propio para inspirar confianza, hablando por un nuevo caudillo a una mujer orgullosa y muy preciada de su belleza. Como se detuviese en conversación con ella más que los otros, y recibiese mayores obsequios, excitó sospechas en Antonio, quien, poniéndole mano, le hizo dar azotes, y se lo remitió a César, escribiéndole que con su entonamiento y su vanidad le había irritado, siendo ahora más irritable con sus males. “Y si tú- añadía- no lo llevas en paciencia, ahí tienes a mi liberto Hiparco; cuélgale y azótale para que estemos iguales”. Cleopatra, de resultas, para aquietarle en sus quejas y sospechas, le obsequiaba todavía con mayor esmero; así es que, habiendo celebrado su propio día natal sin pompa ni aparato, como a su presente fortuna convenía, para festejar el de Antonio salió de medida en el esplendor y el gasto; de manera que, habiendo venido pobres a la cena, muchos de los convidados volvieron ricos. A César, en tanto, le llamaba Agripa a Roma, escribiéndole continuas cartas, porque los negocios exigían su presencia.

Dilatóse, por tanto, entonces la guerra; pero luego que se pasó el invierno, César marchó por la Siria, y sus generales por el África; y tomada la ciudad de Pelusio, corrían voces de que Seleuco la había entregado, de acuerdo con Cleopatra; mas ésta puso en manos de Antonio la mujer y los hijos de Seleuco para que les diera muerte. Había hecho Cleopatra construir a continuación del templo de Isis sepulcros y monumentos magníficos en su belleza y elevación, y a ellos hizo llevar desde palacio las cosas de mayor valor: oro, plata, esmeraldas, perlas, ébano, marfil y cinamomo, y con todo esto gran porción de materias combustibles y estopas; con lo que, temeroso César de que aquella mujer, en un momento de desesperación, destruyera y quemara toda aquella riqueza, se esforzaba a darle continuamente lisonjeras esperanzas, según se iba acercando con el ejército a la ciudad. Cuando ya estuvo en las inmediaciones del circo, salió Antonio y peleó valerosamente, derrotando la caballería de César y persiguiéndola hasta el campamento. Engreído con la victoria, se dirigió a palacio y saludó amorosamente a Cleopatra, armado como estaba, presentándole el soldado que más se había distinguido. Dióle Cleopatra en premio una coraza y un morrión de oro, y habiéndolos recibido, en aquella misma noche se pasó a César.

Envió Antonio a César otro nuevo cartel de desafío; pero respondiendo éste que Antonio tenía muchos caminos por donde ir a la muerte, reflexionando que ninguno era preferible al de morir en una batalla, resolvió acometer por mar y por tierra. Dícese que en la cena excitaba a los esclavos a que en comer y beber le regalaran más opíparamente aquella noche; porque no se sabía si podrían ejecutarlo al día siguiente, o si ya servirían a otros amos, y él estaría hecho esqueleto y reducido a la nada. Como viese que al oír esto lloraban sus amigos, les dijo que no los llevaría a una batalla en la que más bien iba a buscar una muerte gloriosa que no salud y victoria. Se cuenta que en aquella noche, como al medio de ella, cuando la ciudad estaba en el mayor silencio y consternación con el temor y esperanza de lo que iba a suceder, se oyeron repentinamente los acordados ecos de muchos instrumentos y gritería de una gran muchedumbre con cantos y bailes satíricos, como si pasara una inquieta turba de bacantes: que esta turba movió como de la mitad de la ciudad hacia la puerta por donde se iba al campo enemigo, y que saliendo por ella, se desvaneció aquel tumulto, que había sido muy grande. A los que dan valor a estas cosas les parece que fue una señal dada a Antonio de que era abandonado por aquel Dios a quien hizo siempre de parecerse, y en quien más particularmente confiaba.

Al amanecer, habiendo formado sus tropas de tierra en las alturas inmediatas a la ciudad, se puso a mirar las naves que zarpaban del puerto, dirigiéndose hacia las enemigas, y, esperando ver alguna acción importantee se paró; pero sus gentes de mar, no bien estuvieron cerca, cuando saludaron a las de César con los remos, al corresponderles éstas al saludo, se les pasaron, y la armada, reducida ya a una sola con todas las naves, volvió las popas hacia la ciudad. Estaba viéndolo Antonio, cuando también lo abandonó su caballería, pasándose a los enemigos; y vencida su infantería, se retiró a la ciudad, diciendo a gritos que había sido entregado por Cleopatra a aquellos mismos a quienes por ella hacía la guerra. Temiendo Cleopatra su cólera y furor, se refugió al sepulcro, dejando caer los rastrillos, asegurados con fuertes cadenas y cerrojos, y envió personas que dijesen a Antonio quo había muerto. Creyólo éste, y diciéndose a sí mismo: “¿En qué te detienes, Antonio”, la fortuna te ha quitado el único motivo que podías tener para amar la vida”, entró en su habitación, y desatando y quitándose la coraza: “¡Oh Cleopatra!exclamó-; no me duele el verme privado de ti, porque ahora mismo vamos a juntarnos, sino el que, habiendo sido tan acreditado capitán, me haya excedido en valor una mujer”. Tenía un esclavo muy fiel, llamado Eros, del que mucho tiempo antes había exigido palabra de que le había de quitar la vida si se lo dijese y entonces le pedía el cumplimiento de esta promesa. Desenvainó él la espada y la levantó como para herir a Antonio; pero, volviendo el rostro, se mató a sí mismo. Al caer a sus pies: “Muy bien- exclamó Antonio, ¡oh Eros!, pues que no habiendo podido tú resolverte a ello, me muestras lo que debo hacer”; y pasándose la espada por el vientre, se dejó caer en el lecho. No, había sido la herida de las que causan la muerte al golpe; y como se hubiese contenido la sangre luego que se acostó, recobrando algún tanto, pedía a los que se hallaban presentes que lo acabaran de matar; mas ellos huyeron de la habitación, por más que Antonio gritaba y se agitaba, hasta que llegó de parte de Cleopatra su secretario Diomedes, con encargo de llevarle al sepulcro donde aquella se hallaba.

Informado de que vivía, pidió con encarecimiento a los esclavos que le tomaran en brazos, y así lo llevaron a las puertas de aquel edificio. Cleopatra no abrió la puerta, sino que, asomándose por las ventanas, le echó cuerdas y sogas con las que ataron a Antonio; ella tiraba de arriba con otras dos mujeres, que eran las únicas que había llevado al sepulcro. Dicen los que presenciaron este espectáculo haber sido el más miserable y lastimoso, porque le subían del modo que referimos, bañado en sangre, moribundo, tendiendo las manos y teniendo en ella clavados los ojos. Porque la obra no fue tampoco fácil para unas pobres mujeres, sino que Cleopatra misma, alargando las manos y descolgando demasiado el cuerpo, con dificultad pudo tomar el cordel, animándola y ayudándole los que se hallaban abajo. Luego que le hubo recogido de esta manera y que le puso en el lecho, rasgó sobre él sus vestiduras, se hirió y arañó el pecho con las manos, y manchándose el rostro con su sangre, le llamaba su señor, su marido y su emperador, pudiéndose decir que casi se olvidó de los propios males, compadeciendo y lamentando los de Antonio. Hízola éste suspender el llanto, y pidió le dieran un poco de vino, o porque tuviera sed, o esperando acabar así más presto. Bebió, y la exhortó a que, si podía ser sin ignominia, pensara en salvarse, poniendo de los amigos de César su mayor esperanza en Proculeyo; y en cuanto a él, que no llorase por las mudanzas que acababa de experimentar, sino que antes le tuviese por dichoso, a causa de los grandes bienes que había disfrutado, pues había llegado a ser el más ilustre y de mayor poder entre los hombres; y si entonces era vencido, lo era noblemente romano por romano.

En el momento mismo de expirar llegó Proculeyo de parte de César; pues luego que Antonio, habiéndose herido mortalmente, fue llevado adonde se hallaba Cleopatra, uno de los ministros que le asistían, llamado Derceteo, tomó y ocultó su espada, y se fue corriendo a César, para ser el primero que le anunciase la muerte de Antonio, mostrándole la espada ensangrentada. César, habiéndolo oído, se retiró a lo más interior de su tienda y lloró por un hombre que era su deudo y su colega, y con quien tanta comunidad había tenido de combates y de negocios. Después, tomando las cartas y llamando a sus amigos, se las leyó para que viesen que él le había escrito con moderación y justicia, y Antonio, en las respuestas, siempre había estado insolente y altanero, y en seguida envió a Proculeyo con orden de que hiciera cuanto le fuese posible para apoderarse de Cleopatra viva. Porque, en primer lugar, temía por la pérdida de tanta riqueza, y en segundo, creía que el conducir a Cleopatra realzaría mucho la gloria de su triunfo. Resistióse, pues, ésta a que pudieran echarle mano; y el modo de hablarse en el edificio en que se hallaba fue que, acercándose Proculeyo por la parte de afuera a una puerta que estaba al piso, cerrada con la mayor seguridad, aunque de modo que daba paso a la voz, por allí conferenciaron, reduciéndose la entrevista, de parte de Cleopatra, a pedir el reino para sus hijos, y de parte de Proculeyo, a exhortarla a tener buen ánimo y ponerse confiadamente, en manos de César.

Hecho cargo Proculeyo del sitio, dio parte de él a César, por quien fue enviado Galo para que también le hablase, y dirigiéndose a las puertas, alargó de intento su plática. En tanto, Proculeyo arrimó una escala a la ventana por donde las mujeres habían subido a Antonio, y al punto bajó con dos servidores que llevaba consigo a la misma puerta donde Cleopatra estaba en conversación con Galo. A esta sazón, una de las mujeres encerradas con Cleopatra gritó: “Desgraciada Cleopatra, te cogen viva”. Volvióse a esta voz, y habiendo visto a Proculeyo, fue a darse muerte, porque llevaba ceñido un puñal de los que usan los piratas; pero acudió corriendo Proculeyo, y teniéndola con ambas manos: “Injurias- le dijo-¡oh Cleopatra! a ti y a César, quitando a éste la ocasión de dar pruebas de su bondad, y calumniando al más benigno de los generales de infiel e implacable”. Quitóle al mismo tiempo el puñal, y le sacudió la ropa por si tenía oculto algún veneno. Fue también enviado de parte de César su liberto Epafrodito, con encargo de poner la mayor diligencia en que se conservase en vida y en todo lo demás se mostrase indulgente y condescendiente hasta lo sumo.

Encaminóse ya César a la ciudad, hablando con el filósofo Areo, a quien dio la derecha, para que inmediatamente se hiciera visible a los ciudadanos y causara admiración la distinción con que lo trataba. Entró después en el Gimnasio, y subiendo a una tribuna que le habían formado, cuando todos estaban poseídos de miedo y postrados por tierra, les mandó que se levantaran, asegurándoles que el pueblo estaba perdonado de toda culpa, en primer lugar, por Alejandro su fundador; en segundo, por la belleza y extensión de la ciudad, que le habían admirado, y en tercero, por hacer aquella gracia a su amigo Areo. Tanto fue el honor que alcanzó Areo de César, de quien obtuvo además el perdón para muchos; siendo uno de ellos Filóstrato, el más hábil de los sofistas para hablar extemporalmente, pero empeñado contra toda razón en ingerirse en la Academia; por lo que, desaprobando César su conducta, no daba oídos a los ruegos; mas él, dejando crecer su barba blanca y tomando el vestido negro, seguía por doquiera a Areo, recitando este verso: Los que son sabios a los sabios salvan; y César, cuando llegó a entenderlo, accedió por fin, más bien por libertar a Areo de envidia que a Filóstrato de miedo.

De los hijos de Antonio, a Antilo, el tenido en Fulvia, le quitaron la vida, habiendo sido entregado por su ayo Teodoro, y al cortarle los soldados la cabeza, el ayo le quitó una piedra de mucho valor que llevaba al cuello y la guardó en el ceñidor. Él lo negó; pero habiendo sido descubierto, fue puesto en una cruz. Los hijos de Cleopatra, custodiados con los encargados de su crianza, fueron tratados con decoro. A Cesarión, el que se decía haber tenido de César, lo envió la madre con gran cantidad de riquezas a la India por la Etiopía; pero su ayo Rodón, semejante a Teodoro, le hizo volver, engañándole con que César le llamaba al reino. Deliberaba César acerca de él, y se refiere haberle dicho Areo: No es la policesarie conveniente.

A éste le quitó más adelante la vida, después de la muerte de Cleopatra. Eran muchos los reyes y generales que pedían el dar sepultura a Antonio; pero César no quiso privar a Cleopatra de su cadáver; así es que ella le sepultó regia y magníficamente por sus propias manos, habiéndosele permitido tomar al efecto cuanto quiso. Mas del pesar y de los dolores, pues de resultas de los golpes que se dio en el pecho se le inflamó éste y se le formaron llagas, se le levantó calentura; ocasión de que ella se valió con gusto para ir cercenando el sustento y acabar de este modo la vida. Tenía un médico de confianza, que era Olimpo, a quien manifestó la verdad y de quien se valía como consejero y auxiliador para su designio, como lo dijo el mismo Olimpo, habiendo publicado una historia de estos sucesos: pero tuvo de ello sospecha César, y le hizo amenazas y miedo con los hijos, con lo que como una batería la sujetó, y hubo de prestarse a que la curaran y alimentaran del modo conveniente.

Aun pasó él mismo después de algunos días a visitarla y consolarla. Hallábase acostada humildemente en el suelo, y al verle entrar, corrió en ropas menores y se echó a sus pies, teniendo la cabeza y el rostro lastimosamente desaliñados, trémula la voz y apagada la vista. Descubríase también la incomodidad que en el pecho sufría, y en general se observaba que no se hallaba mejor de cuerpo que de espíritu; sin embargo, la gracia y engreimiento de su belleza no se habían apagado enteramente, sino que por en medio de aquel lastimoso estado penetraban y resplandecían, mostrándose en los movimientos del rostro. Mandóle César que volviera a acostarse, y habiéndose éste sentado cerca de ella, empezó a disculparse con atribuir lo ocurrido a la necesidad y al miedo de Antonio; pero contestándole y replicándole César a cada cosa, al punto recurrió a la compasión y a los ruegos, como podría hacerlo quien estuviese muy apegado a la vida. Por último, teniendo formada lista del cúmulo de sus riquezas, se la entregó; y como Seleuco, uno de sus mayordomos, la acusase de que había quitado y ocultado algunas cosas, corrió a él y, asiéndole de los cabellos, le dio muchas bofetadas. Rióse de ello César, y procurando aquietarla: “¿No es cesa terrible, ¡oh César!- le dijo-, que habiéndote tú dignado venir a verme y hablarme en esta situación, me acusen mis esclavos si he separado alguna friolera mujeril, no ciertamente para el adorno de esta desgraciada, sino para tener con qué hacer algún leve obsequio a Octavia y a tu Livia, y conseguir por este medio que me seas más favorable y propicio?” Daba esto gran placer a César, por creer que Cleopatra deseaba conservar la vida; diciéndole, pues, que se lo permitía y que sería tratada en todo decorosamente, más de cuanto ella pudiera esperar, se retiró contento, pensando ser engañador, cuando realmente era engañado.

De los amigos de César, era uno el joven Cornelio Dolabela, el cual se había agradado de Cleopatra, y entonces, por hacerle este obsequio, condescendiendo con sus ruegos, le participó reservadamente que César se disponía a marchar por tierra por la Siria, y a ella y sus hijos tenía determinado enviarlos a Roma de allí a tres días. Recibido este aviso, lo primero que hizo fue pedir a César que le permitiera celebrar las exequias de Antonio, y habiéndoselo otorgado, marchó al sepulcro, y dejándose caer sobre el túmulo con las dos mujeres de su comitiva: “Amado Antonio- exclamó-, te sepulté poco ha con manos libres; pero ahora te hago estas libaciones siendo sierva, y observada con guardias para que no lastime con lloros y lamentos este cuerpo esclavo, que quieren reservar para el triunfo que contra ti ha de celebrarse. No esperes ya otros honores que estas exequias, a lo menos habiendo de dispensarlos Cleopatra. Vivos, nada hubo que nos separara; pero en muerte, parece que quieren que cambiemos de lugares: tú, romano, quedando aquí sepultado, y yo, infeliz de mí, en Italia, participando sólo en esto de tu patria; pero si es alguno el poder y mando de los dioses de ella, ya que los de aquí nos han hecho traición, no abandones viva a tu mujer, ni mires con indiferencia que triunfen de ti en esta miserable, sino antes ocúltame y sepúltame aquí contigo, pues que con verme agobiada de millares de males, ninguno es para mí tan grande y tan terrible como este corto tiempo que sin ti he vivido”.

Habiéndose lamentado de esta manera, coronó y saludó el túmulo, mandando luego que le prepararan el baño. Bañóse, y haciéndose dar un gran banquete, estando en él, vino del campo uno trayendo una cestita; y preguntándole los de la guardia qué traía, abrió la cesta, quitó las hojas, e hizo ver que lo que contenía eran higos. Como se maravillasen de lo grandes y hermosos que eran, echándose a reír les dijo que tomasen, con lo que le creyeron y le mandaron que entrase. Después del banquete, teniendo Cleopatra escrita y sellada una esquela, la mandó a César, y dando orden de que todos se retiraran, a excepción de las dos mujeres, cerró las puertas. Abrió César el billete, y viendo que lo que contenía eran quejas y ruegos para que se le diese sepultura con Antonio, al punto comprendió lo que estaba sucediendo; y aunque desde luego quiso marchar él mismo a darle socorro, se contentó por entonces con enviar a toda prisa quien se informara; pero el daño había sido muy pronto, pues por más que corrieron, se hallaron con que los de la guardia nada habían sentido, y abriendo las puertas, vieron ya a Cleopatra muerta en un lecho de oro, regiamente adornada. De las dos criadas, la que se llamaba Eira estaba muerta a sus pies, y Carmión, ya vacilante y torpe, le estaba poniendo la diadema que tenía en la cabeza. Díjole uno con enfado: “Bellamente, Carmión”, y ella respondió: “Bellísimamente, y como convenía a la que era de tantos reyes descendiente”; y sin hablar más palabra, cayó también muerta junto al lecho.

Dícese que el áspid fue introducido en aquellos higos y tapado por encima con las hojas, porque así lo había mandado Cleopatra, para que sin que ella lo pensase le picase aquel reptil; pero que cuando le vio, habiendo tomado algunos higos, dijo: “¡Hola, aquí estaba esto!”, y alargó el brazo desnudo a su picadura. Otros sostienen que el áspid había estado guardado en una vasija, e irritado y enfurecido por Cleopatra con un alfiler de oro, se le había agarrado al brazo; pero nadie sabe la verdad de lo que pasó. Porque se dijo también que había llevado consigo veneno en una navaja hueca, y la navaja escondida entre el cabello. Mas ello es que no se notó mancha ni cardenal ninguno en su cuerpo, ni otra señal de veneno; pero tampoco se vio aquel reptil dentro, y sólo se dijo que se habían visto algunos vestigios de él en la orilla del mar, por la parte del edificio que mira a éste y hacia donde tiene ventanas. Algunos dijeron asimismo que en el brazo de Cleopatra se habían notado dos junturas sumamente pequeñas y sutiles, a lo que parece dio crédito César, porque en el triunfo llevó la estatua de Cleopatra con el áspid agarrado al brazo. Así es como se dice haber pasado este suceso. César, aunque muy disgustado con la muerte de Cleopatra, no pudo menos de admirar su grandeza de alma, y mandó que su cuerpo fuera enterrado magnífica y ostentosamente con el del Antonio. Hízose también, un honroso entierro a las esclavas por disposición del mismo César. Murió Cleopatra a los treinta y nueve años de edad, de los cuales había reinado veintidós, y había imperado al lado de Antonio mas de catorce. De Antonio dicen unos que vivió cincuenta y seis años, y otros que cincuenta y tres. Sus estatuas fueron derribadas: pero las de Cleopatra se conservaron en su lugar, por haber dado Arquibio, su amigo, mil talentos a César, a fin de que no tuvieran igual suerte que las de Antonio.

Dejó Antonio de tres mujeres siete hijos, de los cuales a sólo Atilo, que era el mayor, hizo dar muerte César. De los demás se encargó Octavia, y los crió con los suyos propios; y a Cleopatra, tenida en Cleopatra, la casó con Juba, el más culto de todos los reyes: a Antonio, hijo de Fulvia, lo hizo tan grande, que para con César el primer lugar lo tenía Agripa; el segundo, los hijos de Libia, y el tercero, parecía ser, y era realmente, de Antonio. Teniendo Octavia de Marcelo dos hijas y un hijo del mismo nombre, a éste lo hizo César hijo y yerno a un tiempo, y de las hijas dio la una en matrimonio a Agripa. Murió Marcelo muy poco después de este matrimonio, y no viéndose disposición de que entre los otros amigos suyos eligiera César yerno de su confianza, le hizo presente Octavia que sería lo mejor casase Agripa con la hija de César, dejando la suya. Abrazando primero el pensamiento César, y después Agripa, recogió Octavia su hija y la casó con Antonio, y Agripa casó con la de César. Habiendo quedado dos hijas de Antonio y Octavia, tomó en mujer la una Domicio Enobarbo, y la otra, llamada Antonia, muy celebrada por su honestidad y belleza, Druso, hijo de Livia y entenado de César. De este matrimonio fueron hijos Germánico y Claudio, de los cuales éste fue emperador más adelante. De los hijos de Germánico, a Gayo, habiendo imperado infamemente por corto tiempo, le dieron muerte, juntamente con su hija y su mujer. Agripina, que de Enobarbo tuvo en hijo a Lucio Domicio, casó en segundas nupcias con Claudio César; y habiendo éste adoptado al hijo que aquella tenía, le llamó Nerón Germánico, el cual, habiendo imperado en nuestro tiempo, dio muerte a su propia madre, y estuvo en muy poco que por necedad y locura no acabase con el imperio romano, habiendo sido el quinto desde Antonio, según el orden de la sucesión.