Vida del pícaro Guzmán de Alfarache/III

II
Vida del pícaro Guzmán de Alfarache
de Mateo Alemán
III
IV

III

Era yo muchacho vicioso y regalado, criado en Sevilla sin castigo de padre, la madre viuda -como lo has oído-, cebado a torreznos, molletes y mantequillas y sopas de miel rosada, mirado y adorado, más que hijo de mercader de Toledo o tanto.

Hacíaseme de mal dejar mi casa, deudos y amigos; demás que es dulce amor el de la patria. Siéndome forzoso, no pude escusarlo. Alentábame mucho el deseo de ver mundo, ir a reconocer en Italia mi noble parentela.

Salí, que no debiera, pude bien decir, tarde y con mal.

Creyendo hallar copioso remedio, perdí el poco que tenía.

Sucedióme lo que al perro con la sombra de la carne. Apenas había salido de la puerta, cuando sin poderlo resistir, dos Nilos reventaron de mis ojos, que regándome el rostro en abundancia, quedó todo de lágrimas bañado. Esto y querer anochecer no me dejaban ver cielo ni palmo de tierra por donde iba. Cuando llegué a San Lázaro, que está de la ciudad poca distancia, sentéme en la escalera o gradas por donde suben a aquella devota ermita.

Hice allí de nuevo alarde de mi vida y discursos della. Quisiera volverme, por haber salido mal apercebido, con poco acuerdo y poco dinero para viaje tan largo, que aun para corto no llevaba. Y sobre tantas desdichas -que, cuando comienzan, vienen siempre muchas y enzarzadas unas de otras como cerezas- era viernes en la noche y algo oscura; no había cenado ni merendado: si fuera día de carne, que a la salida de la ciudad, aunque fuera naturalmente ciego, el olor me llevara en alguna pastelería, comprara un pastel con que me entretuviera y enjugara el llanto, el mal fuera menos.

Entonces eché de ver cuánto se siente más el bien perdido y la diferencia que hace del hambriento el harto. Los trabajos todos comiendo se pasan; donde la comida falta, no hay bien que llegue ni mal que no sobre, gusto que dure ni contento que asista: todos riñen sin saber por qué, ninguno tiene culpa, unos a otros la ponen, todos trazan y son quimeristas, todo es entonces gobierno y filosofía.

Vime con ganas de cenar y sin qué poder llegar a la boca, salvo agua fresca de una fuente que allí estaba. No supe qué hacer ni a qué puerto echar. Lo que por una parte me daba osadía, por otra me acobardaba. Hallábame entre miedos y esperanzas, el despeñadero a los ojos y lobos a las espaldas. Anduve vacilando; quise ponerlo en las manos de Dios: entré en la iglesia, hice mi oración, breve, pero no sé sí devota: no me dieron lugar para más por ser hora de cerrarla y recogerse. Cerróse la noche y con ella mis imaginaciones, mas no los manantiales y llanto. Quedéme con él dormido sobre un poyo del portal acá fuera.

No sé qué lo hizo, si es que por ventura las melancolías quiebran en sueño, como lo dio a entender el montañés que, llevando a enterrar a su mujer, iba en piernas, descalzo y el sayo del revés, lo de dentro afuera. En aquella tierra están las casas apartadas, y algunas muy lejos de la iglesia; pasando, pues, por la taberna, vio que vendían vino blanco. Fingió quererse quedar a otra cosa y dijo: «Anden, señores, con la malograda, que en un trote los alcanzo...» Así, se entró en la taberna y de un sorbito en otro emborrachóse, quedándose dormido. Cuando los del acompañamiento volvieron del entierro y lo hallaron en el suelo tendido, lo llamaron. Él, recordando, les dijo: «¡Mal hora!, señores, perdonen sus mercedes, que ¡ma Dios! non hay así cosa que tanta sed y sueño poña como sinsaborias».

Así yo, que ya era del sábado el sol salido casi con dos horas, cuando vine a saber de mí. No sé si despertara tan presto si los panderos y bailes de unas mujeres que venían a velar aquel día, con el tañer y cantar no me recordaran. Levantéme, aunque tarde, hambriento y soñoliento, sin saber dónde estaba, que aún me parecía cosa de sueño. Cuando vi que eran veras, dije entre mí:

«Echada está la suerte, ¡vaya Dios comigo!» Y con resolución comencé mi camino; pero no sabía para dónde iba ni en ello había reparado.

Tomé por el uno que me pareció más hermoso, fuera donde fuera. Por lo de entonces me acuerdo de las casas y repúblicas mal gobernadas, que hacen los pies el oficio de la cabeza. Donde la razón y entendimiento no despachan, es fundir el oro, salga lo que saliere, y adorar después un becerro. Los pies me llevaban; yo los iba siguiendo, saliera bien o mal, a monte o a poblado.

Quísome parecer a lo que aconteció en la Mancha con un médico falso. No sabía letra ni había nunca estudiado. Traía consigo gran cantidad de receptas, a una parte de jarabes y a otra de purgas. Y cuando visitaba algún enfermo, conforme al beneficio que le había de hacer, metía la mano y sacaba una, diciendo primero entre sí: «¡Dios te la depare buena!», y así le daba la con que primero encontraba. En sangrías no había cuenta con vena ni cantidad, mas de a poco más o menos, como le salía de la boca. Tal se arrojaba por medio de los trigos.

Pudiera entonces decir a mí mismo: «¡Dios te la depare buena!», pues no sabía la derrota que llevaba ni a la parte que caminaba. Mas, como su divina Majestad envía los trabajos según se sirve y para los fines que sabe, todos enderezados a nuestro mayor bien, si queremos aprovecharnos dellos, por todos le debemos dar gracias, pues son señales que no se olvida de nosotros. A mí me comenzaron a venir y me siguieron, sin dar un momento de espacio desde que comencé a caminar, y así en todas partes nunca me faltaron. Mas no eran éstos de los que Dios envía, sino los que yo me buscaba.

La diferencia que hay de unos a otros es que los venidos de la mano de Dios Él sabe sacarme dellos, y son los tales minas de oro finísimo, joyas preciosísimas cubiertas con una ligera capa de tierra, que con poco trabajo se pueden descubrir y hallar. Mas los que los hombres toman por sus vicios y deleites son píldoras doradas que, engañando la vista con aparencia falsa de sabroso gusto, dejan el cuerpo descompuesto y desbaratado. Son verdes prados llenos de ponzoñosas víboras; piedras al parecer de mucha estima, y debajo están llenas de alacranes, eterna muerte que con breve vida engaña.

Este día, cansado de andar solas dos leguas pequeñas -que para mí eran las primeras que había caminado-, ya me pareció haber llegado a los antípodas y, como el famoso Colón, descubierto un mundo nuevo. Llegué a una venta sudado, polvoroso, despeado, triste y, sobre todo, el molino picado, el diente agudo y el estómago débil. Sería mediodía. Pedí de comer; dijeron que no había sino sólo huevos. No tan malo si lo fueran: que a la bellaca de la ventera, con el mucho calor o que la zorra le matase la gallina, se quedaron empollados, y por no perderlo todo los iba encajando con otros buenos. No lo hizo así comigo, que cuales ella me los dio, le pague Dios la buena obra. Viome muchacho, boquirrubio, cariampollado, chapetón. Parecíle un Juan de buen alma y que para mí bastara quequiera.

Preguntóme:

-¿De dónde sois, hijo?

Díjele que de Sevilla. Llegóseme más y, dándome con su mano unos golpecitos debajo de la barba, me dijo:

-¿Y adónde va el bobito?

¡Oh, poderoso Señor, y cómo con aquel su mal resuello me pareció que contraje vejez y con ella todos los males! Y si tuviera entonces ocupado el estómago con algo, lo trocara en aquel punto, pues me hallé con las tripas junto a los labios.

Díjele que iba a la corte, que me diese de comer. Hízome sentar en un banquillo cojo y encima de un poyo me puso un barredero de horno, con un salero hecho de un suelo de cántaro, un tiesto de gallinas lleno de agua y una media hogaza más negra que los manteles. Luego me sacó en un plato una tortilla de huevos, que pudiera llamarse mejor emplasto de huevos.

Ellos, el pan, jarro, agua, salero, sal, manteles y la huéspeda, todo era de lo mismo. Halléme bozal, el estómago apurado, las tripas de posta, que se daban unas con otras de vacías. Comí, como el puerco la bellota, todo a hecho; aunque verdaderamente sentía crujir entre los dientes los tiernecitos huesos de los sin ventura pollos, que era como hacerme cosquillas en las encías.

Bien es verdad que se me hizo novedad, y aun en el gusto, que no era como el de los otros huevos que solía comer en casa de mi madre; mas dejé pasar aquel pensamiento con la hambre y cansancio, pareciéndome que la distancia de la tierra lo causaba y que no eran todos de un sabor ni calidad. Yo estaba de manera que aquello tuve por buena suerte.

Tan propio es al hambriento no reparar en salsas, como al necesitado salir a cualquier partido. Era poco, pasélo presto con las buenas ganas. En el pan me detuve algo más. Comílo a pausas, porque siendo muy malo, fue forzoso llevarlo de espacio, dando lugar unos bocados a otros que bajasen al estómago por su orden.

Comencélo por las cortezas y acabélo en el migajón, que estaba hecho engrudo; mas tal cual, no le perdoné letra ni les hice a las hormigas migaja de cortesía más que si fuera poco y bueno. Así acontece si se juntan buenos comedores en un plato de fruta, que picando primero en la más madura, se comen después la verde, sin dejar memoria de lo que allí estuvo. Entonces comí, como dicen, a rempujones media hogaza y, si fuera razonable y hubiera de hartar a mis ojos, no hiciera mi agosto con una entera de tres libras.

Era el año estéril de seco y en aquellos tiempos solía Sevilla padecer; que aun en los prósperos pasaba trabajosamente: mirad lo que sería en los adversos. No me está bien ahondar en esto ni decir el porqué. Soy hijo de aquella ciudad: quiero callar, que todo el mundo es uno, todo corre unas parejas, ninguno compra regimiento con otra intención que para granjería, ya sea pública o secreta. Pocos arrojan tantos millares de ducados para hacer bien a los pobres, antes a sí mismos, pues para dar medio cuarto de limosna la examinan.

Desta manera pasó con un regidor, que viéndole un viejo de su pueblo exceder de su obligación, le dijo:

-¿Cómo, Fulano N.? ¿Eso es lo que jurastes, cuando en ayuntamiento os recibieron, que habíades de volver por los menudos?

Él respondió diciendo:

-¿Ya no veis cómo lo cumplo, pues vengo por ellos cada sábado a la carnicería? Mi dinero me cuestan -y eran los de los carneros...

Desta manera pasa todo en todo lugar. Ellos traen entre sí la maza rodando, hoy por mí, mañana por ti, déjame comprar, dejaréte vender; ellos hacen los estancos en los mantenimientos; ellos hacen las posturas como en cosa suya y, así, lo venden al precio que quieren, por ser todo suyo cuanto se compra y vende.

Soy testigo que un regidor de una de las más principales ciudades de Andalucía y reino de Granada tenía ganado y, porque hacía frío, no se le gastaba la leche dél; todos acudían a los buñuelos.

Pareciéndole que perdía mucho si la cuaresma entraba y no lo remediaba, propuso en su ayuntamiento que los moriscos buñoleros robaban la república. Dio cuenta por menor de lo que les podían costar y que salían a poco más de a seis maravedís, y así los hizo poner a ocho, dándoles moderada ganancia. Ninguno los quiso hacer, porque se perdían en ellos; y en aquella temporada él gastaba su esquilmo en mantequillas, natas, queso fresco y otras cosas, hasta que fue tiempo de cabaña. Y cuando comenzó a quesear, se los hizo subir a doce maravedís, como estaban antes, pero ya era verano y fuera de sazón para hacerlos.

Contaba él este ardid, ponderando cómo los hombres habían de ser vividores.

Alejado nos hemos del camino. Volvamos a él, que no es bien cargar sólo la culpa de todo al regimiento, habiendo a quien repartir. Demos algo desto a proveedores y comisarios, y no a todos, sino a algunos, y, sea de cinco a los cuatro: que destruyen la tierra, robando a los miserables y viudas, engañando a sus mayores y mintiendo a su rey, los unos por acrecentar sus mayorazgos y los otros por hacerlos y dejar de comer a sus herederos.

Esto también es diferente de lo que aquí tengo de tratar y pide un entero libro. De mi vida trato en éste: quiero dejar las ajenas, mas no sé si podré, poniéndome los cabes de paleta dejar de tiralles, que no hay hombre cuerdo a caballo. Cuanto más que no hay que reparar de cosas tan sabidas. Lo uno y lo otro, todo está recebido y todos caminan a «viva quien vence». Mas ¡ay! cómo nos engañamos, que somos los vencidos y el que engaña, el engañado.

Digo, pues, que Sevilla, por fas o por nefas -considerada su abundancia de frutos y la carestía dellos-, padece mucha esterilidad. Y aquel año hubo más, por algunas desórdenes ocultas y codicias de los que habían de procurar el remedio, que sólo atendían a su mejor fortuna. El secreto andaba entre tres o cuatro que, sin considerar los fines, tomaron malos principios y endemoniados medios, en daño de su república.

He visto siempre por todo lo que he peregrinado que estos ricachos poderosos, muchos dellos son ballenas, que, abriendo la boca de la codicia, lo quieren tragar todo para que sus casas estén proveídas y su renta multiplicada sin poner los ojos en el pupilo huérfano ni el oído a la voz de la triste doncella ni los hombros al reparo del flaco ni las manos de caridad en el enfermo y necesitado; antes con voz de buen gobierno, gobierna cada uno como mejor vaya el agua a su molino. Publican buenos deseos y ejercítanse en malas obras; hácense ovejitas de Dios y esquílmalas el diablo.

Amasábase pan de centeno, y no tan malo. El que tenía trigo sacaba para su mesa la flor de la harina y todo lo restante traía en trato para el común. Hacíanse panaderos. Abrasaban la tierra los que debieran dejarse abrasar por ella. No te puedo negar que tuvo esto su castigo y que había muchos buenos a quien lo malo parecía mal; pero en las necesidades no se repara en poco. Demás que el tropel de los que lo hacían arrinconaban a los que lo estorbaban, porque eran pobres, y, si pobres, basta: no te digo más, haz tu discurso.

¿No ves mi poco sufrimiento, cómo no pude abstenerme y cómo sin pensar corrió hasta aquí la pluma? Arrimáronme el acicate y torcíme a la parte que me picaba. No sé qué disculpa darte, si no es la que dan los que llevan por delante sus bestias de carga, que dan con el hombre que encuentran contra una pared o lo derriban por el suelo y después dicen: «Perdone.» En conclusión, todo el pan era malo, aunque entonces no me supo muy mal. Regaléme comiendo, alegréme bebiendo, que los vinos de aquella tierra son generosos.

Recobréme con esto, y los pies, cansados de llevar el vientre, aunque vacío y de poco peso, ya siendo lleno y cargado, llevaban a los pies. Así proseguí mi camino, y no con poco cuidado de saber qué pudiera ser aquel tañerme castañetas los huevos en la boca. Fui dando y tomando en esta imaginación, que, cuanto más la seguía, más géneros de desventuras me representaba y el estómago se me alteraba; porque nunca sospeché cosa menos que asquerosa, viéndolos tan mal guisados, el aceite negro, que parecía de suelos de candiles, la sartén puerca y la ventera lagañosa.

Entre unas y otras imaginaciones encontré con la verdad y, teniendo andada otra legua, con sólo aquel pensamiento, fue imposible resistirme. Porque, como a mujer preñada, me iban y venían eruptaciones del estómago a la boca, hasta que de todo punto no me quedó cosa en el cuerpo. Y aun el día de hoy me parece que siento los pobrecitos pollos piándome acá dentro. Así estaba sentado en la falda del vallado de unas viñas, considerando mis infortunios, harto arrepentido de mi mal considerada partida, que siempre se despeñan los mozos tras el gusto presente, sin respetar ni mirar el daño venidero.