Viajes de Gulliver/Tercera parte/III
III
FENÓMENO EXPLICADO POR LOS FILÓSOFOS Y ASTRÓNOMOS MODERNOS.-LOS LAPUTIENSES SON GRANDES ASTRÓNOMOS.-CÓMO APACIGUA EL REY LAS SEDICIONES.
Obtuve licencia del rey para ver las curiosidades de su isla con orden de que me acompañase uno de sus cortesanos, y siendo mi principal objeto saber a qué principio natural o del arte dependía esta variedad de movimientos, voy a dar al lector una relación exacta y filosófica.
La isla volante es perfectamente redonda, su diámetro de siete mil ochocientas treinta y siete medias toesas, esto es, cerca de cuatro mil pasos, y por consiguiente contiene diez mil acres a corta diferencia.
Su profundidad es de ciento cincuenta toesas. El suelo o superficie inferior, según parece mirada desde abajo, es como un dilatado diamante pulido y cortado en forma regular, que hace reflejar la luz a cuatrocientos pasos. Encima tiene muchos minerales situados por el orden general de las minas, y además un terreno fértil de diez o doce pies de profundidad.
La inclinación de las partes de la circunferencia hacia el centro de la superficie superior es la causa natural de que todas las lluvias y rocíos que caen sobre la isla vayan en pequeños arroyos al medio, donde se recogen en cuatro famosos estanques, cada uno de casi media milla de circuito, que están a doscientos pasos de distancia del centro de ella; y como esta agua es atraída continuamente por el sol durante el día, nunca se experimentan inundaciones: a más de que estando en la mano de aquel monarca el levantar su isla sobre la región de las nubes y vapores terrestres, puede evitar que caigan en ella la lluvia y el rocío cuando quiere. Esto es lo que no puede hacer ningún potentado de Europa, que sin depender de nadie depende siempre de la lluvia y del buen tiempo.
En el centro de la isla hay un agujero como de veinticinco toesas de diámetro, por el cual bajan los astrónomos a una espaciosa bóveda que por esta razón es llamada Flandona Gagnolé o Cueva de los Astrónomos, situada a la profundidad de cincuenta toesas por bajo de la superficie superior del diamante.
Están luciendo incesantemento en esta cueva veinte lámparas, que por la reverberación del diamante esparcen una gran luz a todos lados, y todo su adorno consiste en sextantes, cuadrantes, telescopios, astrolabios, y otros instrumentos astronómicos; pero la mayor curiosidad, y de donde depende la suerte de la isla, es una piedra imán de prodigiosa magnitud, labrada en figura de lanzadera: tiene tres toesas de largo y en su mayor grosura no baja de toesa y media.
Este imán está suspendido de un grueso eje de diamante que pasa por el medio de la piedra, sobre la cual juega tan ajustadamente que la mano más delicada puede hacerle dar vueltas. Le rodea un círculo de diamante también redondo y cóncavo, al modo de un cilindro hueco, el cual tiene cuatro pies de profundidad, mucho más de grueso, y seis toesas de diámetro, y está colocado horizontalmente y sostenido por ocho pedestales todos de diamante de tres toesas de altura cada uno. Del lado cóncavo del círculo hay una mortaja de doce pulgadas de profundidad, y en ella descansan las extremidades del eje, que voltea cuando es menester.
No hay fuerza que alcance a dislocar la piedra, porque el círculo y sus pies con el cuerpo del diaman-' te que forma la base de la isla, es todo una pieza.
En la virtud y uso de este imán consiste que la isla suba o baje, o mude de lugar; pues con respecto a aquella parte de la tierra en que preside el principe, está dotada la piedra en uno de sus extremos de un poder atractivo, y en el opuesto de un poder repulsivo, de suerte que mandando volver el imán hacia la tierra por el polo amigo la isla baja, y volviéndole por el polo enemigo sube la isla estando oblicua la posición de la piedra, el movimiento de la isla es igual, porque en este imán obran siempre las fuerzas en línea paralela a su dirección, y de este mismo movimento oblicuo es del que se valen para conducir la isla a diferentes parajes de los dominios de Su Majestad.
El gobierno de la piedra está al cargo de ciertos astrónomos, que a su tiempo le dan el movimiento y dirección que el rey ordena. Estos astrónomos pasan la mayor parte de su vida en contemplar el cielo y observar los astros por medio de telescopios algo mejores que los nuestros. Así es que han hecho bastantes descubrimientos más que nuestros matemáticos de Europa han conseguido percibir distintamente diez mil estrellas fijas mientras que nosotros, infelices europeos, apenas hemos podido descubrir cinco mil han logrado la fortuna de distinguir claramento alrededor del planeta Marte dos pequeños satélites, de los cuales el más próximo a nosotros dista del centro del planeta exactamente el triple de su diámetro, y el más elevado está a la distancia de un quintuplo.
El primero acaba su revolución en el término de diez horas, y el segundo tarda veintiuna y treinta minutos (cosa admirable y curiosa); de manera que, comparado el tiempo de su revolución con su distancia dei centro del planeta, se manifiesta evidentemente que estos satélites siguen la misma ley de gravitación que los demuas cuerpos celestes. Y, en fin, ellos han observado además noventa y tres cometas diferentes, calculando su carrera con una exactitud envidiable.
¡Oh! cuánto debieramos desear que nos diesen parte de sus admirables observaciones. Qué ventajas no sacaría la Europa! ¡Qué progresos no haríamos en el importante estudio de los cometas, siendo así que estamos tan atrasados en una materia de tanto interés !
El rey sería el príncipe más absoluto del Universo si pudiese empeñar a sus ministros en una ciega condescendencia; pero, teniendo éstos sus haciendas abajo en el continente y considerando que el manejo de los negocios es pasajero, se guardan bien de perjudicarse a si mismos olvidando la comodidad de sus compatriotas.
Si alguna ciudad se subleva, o se resiste al pago de los tributos, tiene el rey dos medios de sujetarla.
El primero y más moderado, es parar su isla encima de los rebeldes y sus tierras vecinas para privarios del sol y del rocío, cuya falta les ocasiona enfermedades y una gran mortandad; pero, cuando el delito lo nierece, los hunde a pedradas, y no muy llojas, desde lo alto de la isla, sin dejarles otro refugio que el de encerrarse en sus cuevas o bodegones, donde pasan el tiempo en beber fresco mientras los techos de sus casas se van cayendo a polazos. Si temerariamente prosiguen en su obstinación y levantamiento, entonces recurre el rey al último remedio, que es dejar caer su isla a plomo sobre ellos, y acaba de un golpe con casas y moradores. Sin embargo, rara vez procede a tan terrible extremo, que los ministros tampoco se atreven a aconsejarle, porque un proceder semejante los haría odiosos al pueblo y además les tocaría su parte, teniendo, como se ha dicho, sus haciendas en el continente, que la isla pertenece enteramente al rey, pues no tiene otras posesiones.
Pero aun hay otra razón más fuerte, que siempre ha detenido a aquellos reyes para determinar el último castigo, no siendo la necesidad absoluta, y es que si la población que pretenden destruir está situada al pie de algunas elevadas rocas (que no faltan en el país, como en Inglaterra, a la inmediación de las principales ciudades edificadas ex profeso en tales sitios) o si abunda de campanarios y chapiteles, la isla real padecería en su descenso, que sería lo más terrible, y el pueblo no lo ignora, habiendo observado que aun cuando Su Majestad está más indignado, siempre hace bajar su isla muy serenamente como para excusar la total destrucción de aquél; mas los filósofos opinan que si sucediera tal fracaso, el imán no podría sostenerla después, y daría en el suelo.