Viajes de Gulliver/Primera parte/II

II

EL EMPERADOR DE LILLIPUT, ACOMPAÑADO DE ALGUNOS DE SU CORTE, VISITA AL AUTOR EN SU PRISIÓN.—DESCRIPCIÓN DE LA PERSONA Y TRAJE DE SU MAJESTAD.—SABIOS NOMBRADOS PARA INSTRUIR EN SU IDIOMA AL AUTOR.—GRACIAS QUE CONSIGUE POR SU DULZURA.—COMISIÓN PARA EL REGISTRO DE SUS FALTRIQUERAS.

Salió un dia el emperador a caballo, y por querer verme pudo costarle muy caro. Espantado el caballo de mi presencia, se encabritó, pero aquel príncipe, que era diestrísimo jinete, se tuvo firme sobre los estribos hasta que llegó la comitiva y agarraron las bridas. Su Majestad echó pie a tierra, y sumamente sorprendido estuvo observándome por todos lados, midiendo al mismo tiempo mi cadena con su vista.

La emperatriz, los príncipes y princesas de la sangre, acompañados de numerosas damas, sentáronse en unos canapés algo distantes. El emperador es más corpulento que ninguno otro de su corte, y esto le hace más temible a los que le miran. Sus facciones son toscas y esforzadas, los labios gruesos, la nariz aguileña. El color aceitunado; es airoso y bien proporcionado de miembros; tiene gracia y majestad en todas sus acciones. Ya había pasado la flor de su juventud, tenía cerca de veintinueve años, y estaba en el séptimo de su reinado. Para mirarle con más comodidad me acostaba de un lado, de suerte que mi cara quedaba paralela con la suya a distancia de toesa y media. Pero, pasado algún tiempo, le tuve diferentes veces en la palma de la mano, y por esta razón no puedo equivocarme en el retrato que acabo de hacer. Su vestido era sencillo, y todo de un solo color, la mitad a lo asiático y la otra mitad a lo europeo; y en la cabeza llevaba un ligero casco de oro guarnecido de preciosas joyas, con un penacho magnífico. Tenía armada su diestra de una espada desnuda en estado de defensa, por si acaso quebrantaba yo las prisiones: esta espada era de tres pulgadas de largo con puño y vaina de oro y diamantes. La voz era áspera, pero clara e inteligible, por lo que podía yo oirla sin trabajo aunque estuviese en pie. Las damas y cortesanos estaban todos soberbiamente vestidos, de suerte que el terreno que ocupaban parecía a mis ojos un hermoso brial bordado y tendido sobre el suelo con figuras de oro y plata. Su Majestad Ilustrísima me honraba con su conversación a cada instante, pero no nos entendíamos el uno al otro.

Al cabo de dos horas se retiró la corte, dejándome una fuerte guardia para estorbar la importunidad dei populacho, o acaso malicia, con que indiscretamente se atropellaban por acercarse a mí. Algunos tuvieron la temeraria vilantez de tirarme flechas, una de las cuales se me hundió en el ojo izquierdo; pero el coronel hizo arrestar a seis de los principales de aquella canalla, y no hallando otra pena más proporcionada a su delito, los entregó en mis manos bien atados y seguros. Yo los tomé con la derecha, y guardándome cinco en el bolsillo de la casaca, me quedé con el sexto fingiendo que quería tragarle vivo. El pobre hombrecillo daba unos alaridos tan horribles, que excitaban ya la compasión del coronel y sus oficiales, especialmente cuando me vieron sacar mi cortaplumas. Pero no quise llevar más adelante su desconsuelo con mucha humanidad y dulzura corté prontamente los cordeles que le oprimían, le puse en el suelo con cuidado, y echó a correr. Io nismo hice con los demás sacándolos uno a uno del bolsillo, y nolé con sumo gusto que tanto la tropa como el paisanaje habían quedado muy satisfechos y conmovidos de acción tan generosa, la cual pintaron en la corte con términos tan ventajosos que me hacían mucho honor.

Extendióse por todo el reino la noticia de mi prodigiosa estatura, y quedaron limpias las provincias de gente curiosa y desocupada. Aun las aldeas se despoblaban de suerte que la agricultura hubiera padecido mucho si Sn Majestad Ilustrísima no lo hubiese evitado por medio de repetidas órdenes y edictos. Mandó, especialmente, que todos aquellos que ya me hubiesen visto so retirasen inmediatamente a sus casas y no volviesen al lugar de mi residencia sin permiso especial. No se sabe las sumas tan considera bles que ganaron los oficiales de la secretaría de Estado con motivo de estas circulares.

El emperador reunió muchas veces su Consejo para determinar lo que deberían hacer conmigo; después he sabido cuánto les embarazó este negocio. Temían que algún día rompiese mis prisiones y quedasc absolutamente libre. Decían que mi excesivo consumo dejaría el reino exhausto de víveres, y convenían en que era preciso matarme de hambre o con flechas envenenadas; pero hallaban el reparo de que la putrefacción de un cuerpo como el mio infestaria la corte y toda la tierra. Estando en estos discursos, llegaron a la puerta del salón donde estaba reunido el Consejo imperial varios oficiales del ejército, y entrando dos de ellos dieron cuenta de la acción que acababa de ejecutar con los seis criminales de que he hablado, y su relato causó una impresión tan favorable en el ánimo de Su Majestad y de todo su Consejo, que sin esperar más fué expedido un decreto imperial obligando a todas las aldeas de cuatrocientas cincuenta toesas a la redonda a que aprontasen cada día por la mañana seis vacas, enarenta carneros, y otros viveres necesarios para mi sustento con cantidad proporcionada de pan, vino, y otras bebidas. Y para el más pronto reintegro de estos gastos, hizo Su Majestad la asignación sobre su propio tesoro.

Aquel principe no tiene otras rentas que las del patrimonio real, y solamente en urgencias muy interesantes impone tributos a sus vasallos, que tienen obligación de seguirle a la guerra a expensas propias. Asimismo destinaron para mi asistencia seiscientas personas con buenos sueldos, y abonada la construcción de tiendas de campaña muy cómodas, que pusieron a los dos lados de la puerta. También se decretó que trescientos sastres me hiciesen un vestido al uso del país; que seis literatos de los más sabios del imperio se encargasen de instruirme en su idioma; y por último, que los caballos del emperador, los de la nobleza, y las compañías de guardías hiciesen con frecuencia el ejercicio delante de mí para acostumbrarlos a mi figura. Todos estos artículos fueron exactamente cumplidos. Yo hice rápidos progresos en el conocimiento del idioma de Lilliput, y entretanto el emperador no solamente me honraba con repetidas visitas, sino que algunas veces ayudaba a mis maestros.

Las primeras palabras que aprendí fueron las más precisas para pedirle mi libertad con el mayor ahinco, y todos los días se las repetía puesto de rodillas; pero siempre me respondía que tuviesc paciencia basta que pasase algún tiempo, porque así convenía, que no podía determinar por sí solo este negocio sin consultar a su Consejo; y que en el caso de conformarse era preciso exigirme un solemne juramento de guardar paz inviolable con él y con sus vasallos; que no me apresurase, y sería tratado con toda la benignidad posible; y que entretanto procurase conservar su estimación, y la de sus súbditos con la resignación, y una buena conducta. También me previno que no tuviese a mal si acaso daba orden a dos oficiales para que me registrasen; porque verosimilmente podía llevar conmigo algunas armas ofensivas y perjudiciales a la seguridad de sus dominios. Yo le respondi que estaba pronto a desnudarme en su presencia y vaciar todos mis bolsillos: a esto me replicó que por leyes del Imperio era forzoso que hiciesen el reconocimiento dos comisarios; que bien sabía no podía ejecutarse sin consentimiento mío, y que en prueba del buen concepto que de mi había formado vería cómo ponía sin recelo á sus comisarios en mis manos. Que si éstos me recogían alguna cosa, me sería devuelta fielmente cuando me retirase del país, o se me pagaría completamente su valor por el precio que yo mismo pusiese.

Con efecto, vinieron los dos comisarios a hacer la visita, y yo mismo los introduje en un bolsillo de la casaca, y sucesivamene en los demás.

Estos oficiales iban prevenidos de papel, tintero y plumas, hicieron un inventario muy exacto de todo cuanto vieron, y luego que acabaron me pidieron los volviese al suelo para ir a dar cuenta de su comisión al emperador.

El inventario estaba concebido en estos términos:

«Primeramente en la faltriquera derecha de la casaca del gran hombre montaña (doy esta significación a las palabras qumbus flestrin) habiendo practicado un minucioso registro, no hemos encontrado más que un retazo de tela ordinaria, que puede muy bien servir de alfombra en el salón de respeto de Vuestra Majestad. En la izquierda hemos encontrado un cofre de plata muy grande con su tapadera del mismo metal, la enal no pudimos levantar, suplicamos a dicho hombre montaña que la abriese, y habiendo entrado en él uno de nosotros los comisarios, se halló atollado en polvo hasta las rodillas, de suerte que no dejó de estornudar en dos horas, y el otro en siete minutos. En la faltriquera derecha de su chupa encontramos un paquete disforme de substancias blancas y delgadas, dobladas una sobre otra, cuyo volumen seria como el de tres hombres de nosotros, y estaban atadas con una cuerda fortísima por unas figuras negras que tenían, discurrimos serían escrituras. En la izquierda había una gran máquina plana, armada de unos dientes gruesos y muy largos, al modo de las empalizadas que resguardan los jardines de Vuestra Majestad. En la faltriquera grande del lado derecho de su tapa-medio (asi traduzco la palabra ran fulo, con que pretendían explicar mis calzones) vimos un pilar enorme de hierro, hueco, unido a una gruesa pieza de madera de mayor anchura, que tenía a un lado otras varias piezas también de hierro trabajadas de relieve, y terminaban con un guijarro cortado en declive; no supimos lo que era esto. Y en la faltriquera compañera había otra máquina de la misma especie. En la faltriquera pequeña del lado derecho había varias piezas redondas y llanas de metal rojo y blanco de diferentes tamaños; algunas de las blancas que nos parecieron de plata eran tan anchas y pesadas que entre los dos apenas podíamos levantarlas. Item, dos alfanjes de bolsillo bien afilados, cuya hoja se doblaba sobre un canal que tenia la empuñadura, y estaban colocados en una gran caja o estuche. Aun faltaban dos faltriqueras que registrar, a las cuales llamaba él secreto; éstas eran dos cortaduras en la parte superior de su tapa-medio, pero muy estrechas por razón del vientre que las oprimia : por fuera del secreto de la derecha colgaba una terrible cadena de plata, y al extremo interior tenía una máquina sumamente prodigiosa. Le pedimos que sacase todo lo que correspondía a dicha cadena, y vimos salir una especie de globo, la mitad de plata, y la otra mitad de un metal transparente, con algunas figuras muy extrañas delineadas en circulo; creímos poder tocarlas; pero nos detuvo los dedos una substancia luminosa. Aplicamos el oído a dicha máquina, y oímos un ruido continuo, poco menos que en nuestros molinos de agua. Juzgamos que esto no puede ser otra cosa que algún animal desconocido, o la deidad que él adora; pero nos inclinamos más a esto último, porque nos aseguró (si es que pudimos entenderle, pues se explica muy imperfectamente) que rara vez hacía alguna cosa sin consultarle primero: llamábale su oráculo, y decía que le señalaba el tiempo para cada acción de su vida. Del secreto colateral sacó una red capaz de poder servir a un pescador, con sola la diferencia de que se abría y se cerraba; dentro de ella encontramos diferentes piezas macizas de un metal amarillo, que si son de verdadero oro, su valor será inestimable.

»Después de registradas sus faltriqueras con toda escrupulosidad, en cumplimiento de las órdenes de Vuestra Majestad, reconocimos también una faja que tenía alrededor de su cuerpo, la cual parece de la piel de algún animal exquisito, y pendía de ella al lado izquierdo una espada de largo de seis hombres. Al lado derecho tenía una bolsa o faltriquera con dos senos, capaz cada uno de encerrar en sí tres robustos vasallos de Vuestra Majestad. En uno de ellos había muchos globos o balas de un metal muy pesado, casi tan gordas como nuestra cabeza, de suerte que para levantarlas es uenester mucha fuerza.

»Esto es cuanto resulta de la visita que nosotros los comisarios hemos hecho al dicho hombre montaña, e inventario practicado en su consecuencia, ha biéndonos recibido con toda la urbanidad y respeto correspondiente a la comisión de Vuestra Majestad.

Firmado y sellado el cuarto día de la luna ochenta y nueve del muy feliz reinado de Vuestra Majestad.

»Flessen Frelok.—Marsi Frelok.»


Leído que fué en presencia del emperador, me mandó con mucha cortesanía que le entregase todos estos efectos uno por uno. Lo primero que me pidió fué la espada. A prevención había dado orden para que a distancia proporcionada guarneciesen su puesto tres mil hombres escogidos entre sus guardias, armados de arco y flechas; mas no lo había yo advertido por el pronto, porque tenía mis ojos fijos en Su Majestad. Presenté mi sable. Díjome nue le desnudase, obedecí, y aunque algo ultrajado del agua del mar conservaba bastante brillantez. Causó tal alboroto entre la tropa, que al instante me mandó envainarlo, y que sin dar golpe lo tirase en el suelo como a seis pics de distancia de donde alcanzaba mi cadena. Después me pidió uno de los pilares de hierro huecos, que así llamaban a mis pistolas de bolsillo; saqué las dos, y queriendo saber cuál era su uso se lo expliqué como pude; advertí a Su Majestad que no se asustase, y cargándolas con pólvora sola, las disparé al aire. La sorpresa general no tiene punto de comparación con la que experimentaron cuando saqué el sable; todos cayeron de espaldas como tocados de un rayo; y aun el mismo emperador, que era en extremo animoso, no volvió en sí hasta pasado algún tiempo. Le entregué ambas pistolas del mismo modo con la provisión de pólvora y balas que llevaba, le advertí que no la acercase al fuego si no quería ver volar por los aires su palacio imperial; esto le dejó más aturdido. También le presenté el reloj, que estuvo examinando con mucha admiración, y mandó que lo llevasen colgado de un gran palo sostenido en los hombros de dos soldados los más esforzados de su guardia, al modo que llevan un barril los mozos de la cerveza en Inglaterra. Pero lo que más le pasmaba era aquel ruido continuo y el movimiento del minutero que seguía con la vista sin la menor molestia, pues aquellos naturales la tienen mucho más perspicaz que nosotros. Consultó largamente a sus doctores, y cada uno le daba distinta opinión como puede imaginarse el lector.

Sucesivamente fuí entregando las monedas de plata y cobre, el bolsillo del oro con nueve piezas de las mayores que tenemos y algunas otras pequeñas, o peine, la caja de plata, el pañuelo y el libro de memorias o diario. El sable, pistolas, pólvora y balas fué todo al arsenal de Su Majestad, pero los demás efectos quedaron en mi alojamiento. Y a pesar de la diligencia de los comisarios, pude reservar en otra faltriquera secreta que no me encontraron un par de anteojos, de que me servía alguna vez por tener cansada la vista, un telescopio, y otras varias bagatelas de ninguna importancia para el emperador, y para mí muy necesarias si llegaba a verme algún día en libertad, evitando por este medio que las extraviasen o rompieran.