Viajes de Gulliver/Adición/Segunda parte/V
V
AMORES DE MORRICE Y DE SERMODAS, E HISTORIA DE UNA DAMA HOLANDESA Habiendo regresado a Sevarambia, el señor Morrice trabó relaciones con una viuda joven de ia ciudad, pasando de buen amigo a anunte correspondido. Como los primeros días de una pasión son deliciosos, ellos no pensaban en otra cosa que en verse, amarse y declarárselo inutuamente, olvidando tanto el uno como el otro todo lo demás, hasta que la reflexión volvió en ambos y trajo consigo el disgusto; entonces pararon la atención en que las severas leyes de los sevarambos ponían un obstáculo invencible a su unión. Morrice me confió sus penas y ne pidió consejo, confesándome que lo que inás le hacía desconfiar de su virtud era el haber relajado el amor la de su dama a término de no poder ya negarle nada.
Roguéle que resistiese una debilidad que no podía acarrearle otra cosa que perjuicios y adquirirnos el odio de los virtuosos sevarambos.
Y qué sabemos adónde podrán llegar sus resentimientos?-le añadí.-Lo menos que os amenaza es ir desterrado a la isla de los Adulteros sin esperanza de salir jamás.
Morrice me respondió que combatiría constantemente contra una pasión tan peligrosa, por ver si conseguía apagarla, pero que si no podía unirse con su dama por los vínculos del matrimonio terminarían sus desdichas con su muerte.
Al acabar de decir esto, la tristeza le puseyó, las lágrimas cayeron de sus ojos y a mí me conmovió.
Díjele que podía confiar en mi amistad, que no perdonaría fatiga por servirle, y que para principiar iba a hablar a los amigos que teníamos en la corte, que sin duda el rey condescendería a mi súplica si podía hacerlo sin violar las leyes de los sevarambos; y para animarle añadí que por lo menos le permitiría Su Majestad llevar aquella dama a Inglaterra, cuya gracia confiaba alcanzar de Sevaraminas.
¡Ojalá !-me respondió.-Yo sé que ella aceptaria el partido con gusto: mil veces me ha jurado que me seguiría contentísima al fin del mundo, prefiriendo siempre los trabajos en mi compañía a la prosperidad en mi ausencia. Mas no me atrevo a lisonjearme de que el Cielo me favorecerá hasta tal punto.
No puedo negar que el negocio me interesaba extremadamente, pues preveía que de un dia a otro nos expulsarían del reino; mejor diré del único clima donde hubiera querido acabar mis días: y así resolví hacer todo esfuerzo por dar satisfacción a Morrice, antes que se la tomase él mismo por un crimen que hubiera sublevado a los sevarambos contra él y contra todos nosotros. Fuí a buscar a Sermodas para exponerle este asunto y rogarle que nos ayudase con sus luces y su concepto; pero no me respondió cosa que pudiese consolarme mucho, sólo sí ofreció que hablaría conmigo a Zidi-Marabat y apoyaría mis razones cuanto le fuese dable. Pasamos a casa de este ministro, y quedó en proponer la cosa al rey delante de su Consejo, sin diferirlo de aquella tarde.
En esta suposición, volví a nuestro alojamiento lleno de inquietud, que tuve que ocultar hasta al mis+mo Morrice, porque siendo demasiado vivo no creyese la solicitud desesperada y tal vez se diese la muerte a sí propio. Entretanto vino a buscarme Sermodas y me propuso si quería salir de paseo, pues el tiempo estaba bueno y notaba en mí cierta agitación que cra preciso disipar. Cedí a los ruegos de aquel político sporundano, quien me condujo a las márgenes del rio inmediato a palacio, donde nos paramos algún tiempo sin hablar una palabra. Al fin, Sermodas interrumpió el silencio.
-General (pues así tenían costumbre de llamarme los sevarambos)-me dijo,-veo que sospecháis una denegación de nuestro soberano, y esto es sin duda lo que os inquieta. Ignoro lo que saldrá, no existiendo precedente de caso que se le asimile; y, como lo sabéis bien, es difícil de lograr una cosa que nunca ha sido pedida por ninguno; pero cuando el rey esté inexorable, hay un medio para hacer dichoso a vuestro amigo, tan infalible como que el mismo Sevaraminas dará la mano. Este consiste en llevar a la hermosa sevaramba a Sporunda, donde cuidaré yo de su fortuna y la de su esposo, con tal que vos y él me concedáis un favor de que depende mi sosiego. Me lo negaréis, pues?
No, mi amigo Sermodas-le respondi con presteza. Lo que depende de nosotros es un derecho de que podéis disponer a vuestro antojo. Tratad de mandarnos y nos obligaréis.
A estas palabras me miró con aire embarazado, y el rubor cubrió repentinamente su rostro. Por último, me dijo: -No sé qué concepto vais a formar de mí al escuchar lo que pasa en mi corazón; pero el destino me estrecha a revelaros lo que reservaría a cualquiera otro. Sabed, señor, que estoy enamorado de una extranjera de las que vinieron en vuestra compañía, y que yo no podré vivir contento mientras no me ame GULLIVER.
como yo la amo. En vano he buscado en la filosofía recursos contra las impresiones del amor; él ha triunfado de la razón.
Una declaración semejante no podía menos de sorprenderme, visto que no había entre nuestras mujeres ninguna cuya hermosura igualase a la de las sevarambas o sporundanas. Pero ¡qué hay que alegar contra el amor, ni qué fealdad no hace un hechizo cuando se empeña en ello! Pregunté a Sermodas cuál era la dichosa mortal que le había encantado.
- -La dama de Morrice-me respondió ;-no siendo ella no me hubiera atrevido a daros parte de mis sentimientos. Pues ama a otra, ¿qué le importa que yo le suceda en la que deja? No creo se oponga a una cosa que fundará mi fortuna sin turbar la suva.
Por lo que hace a lo demás, os protesto que jamás le he descubierto mi corazón, y que hubiera querido antes morir que hablar de esto si la mudanza de Morrice no autorizara mi conducta. Habladle vos en mi favor, asegurando que mis miras hacia su compañera son todas honrosas y que abandonaré a un olvido eterno lo que ha pasado entre él y ella.
Era una de aquellas damas que venían en nuestra compañía, a cuya hermosura me incliné en un principio; pero después no me volví a acordar de ella en ninguna manera. Entonces se me representó de nuevo, y principié a temer respecto a Sermodas o que no le pudiese arnar o que no quisiese vivir en Sporunda, y aun también que Morrice no quisiese acaso dar a su esposa sevaramba una compañera europea. Compadecí a Sermodas en mí mismo al verle enamorado, y de una europea; un hombre cuya terneza hubieran merecido mejor mil sporundanas, dispulándosela tal vez. Otra circunstancia que me interesaba no menos en su favor, fuera de sus bellas prendas y las infinitas obligaciones que todos le debíamos, era la inocencia y pureza de su pasión. Cualquiera empresa hubiera T ejecutado con gusto para curarle o para satisfacerle.
Finalmente le prometí sondear a Morrice en la primera ocasión, dejándole al mismo tiempo para ir a buscar a nuestro almirante, al cual encontré en su cuarto, solo y abismado en una taciturna contemplación.
-¿Qué es esto, amigo?-le dije. Siempre triste y pensativo. ¿Qué se ha hecho aquella jovialidad que os era natural y que ni un naufragio pudo arrancaros?
Vamos, buen ánimo, recobraos, confiad más en la fortuna y sabed sobreponeros a ella si no os fuere favorable.
-No-me respondió;-o casarme o morir.
--Bueno, bueno-le repliqué; -ya mudaréis de sentimientos. He conocido hombres no menos enamorados y que han sobrevivido al rigor de su destino, por más que hubiesen hecho esos mismos discursos.
¿Y vos mismo, de buena fe, hubierais muerto de dolor si la bella holandesa, vuestra dama, hubiera despreciado vuestras promesas?
-¿Qué decís?-me interrumpió.-¡Qué equivocado vivís! Jamás ha pasado entre nosotros nada que no fuese inocente y de que pudierais muy bien atestiguar. No niego que es hermosa y joven que me haya parecido bien que la amo, en una palabra, y que no hubiera dejado de admitirla con gusto por mi esposa. Su virtud sola, que no cede a la de las sevarambas, hubiera bastado para ganar mi corazón. Por otra parte, no puedo ocultar que soy de un temperamento y de una edad en que no es fácil mirar impunemente tantas gracias, ni que he vivido contento con el presente generoso que me hicisteis.
Mas tampoco es menos cierto que no hay entre nosotros sino una buena amistad. Sus ruegos y la compasión que sus desdichas me inspiraron, han conseguido de mí este esfuerzo.
Si no hubiera conocido bien al señor Morrice ni sabido adónde llegaba su honradez, hubiera mirado su relación como fabulosa y romancesca. Tenían para mí demasiada fuerza sus palabras, y además me ofreció que haría venir a la interesada y que me contase toda su historia.
-Bien sé que mi fisonomía me desmiente continuó-no dirá quien me vea que he podido así triunfar de mí; por esto convendría que un testigo depusiese en mi favor.
Un instante después me llevó su pretendida dama, a la cual recibí con toda la urbanidad debida a su sexo y a su hermosura. Pasados los primeros cumplimientos, se sentó en un canapé que le había indicado. Tardó largo rato en reprimir o limpiar las lágrimas que a pesar suyo corrían de su ojos, y por último, interrumpiendo su triste silencio, me habló así : -Mi general, el señor Morrice ha hecho tanto por mí, que no debo rehusarle nada de cuanto una mujer honrada puede conceder. Esta es la razón por que he cedido a las instancias con que me ha rogado os refiera mi deplorable historia; de otra manera, no me expondría a importunaros con una relación que sé no tiene nada de curiosa.
»Nací en Amsterdam de padres ricos y distinguidos. Habiendo sido depuesto el gobernador de Batavia a causa de sus excesos, fué nombrado mi padre sucesor suyo. No ignoráis que si hay un empleo de provecho y lucimiento a que un particular holandés pueda ascender, es el que he dicho. El esplendor, la magnificencia, el poder, las riquezas, todo se encuentra en él. En una palabra, un gobernador no es allí tanto un jefe de una sociedad de negociantes como un príncipe soberano. Mi padre apresuró su partida a Batavia, llevándome consigo, porque mi madre murió cuando me dió a luz. Educóme como podía hacerlo en unas circunstancias semejantes, y puedo decir sin vanidad que me adelantaba a las esperanzas de mis maestros y a los deseos de mi padre.
»Tenía cerca de once años cuando mi padre contrajo seguindas nupcias con la viuda del gobernador de Amboina, cuyas riquezas sonaban más que sus buenas cualidades, habiendo venido a Batavia por lucir su lujo en un paraje digno de ella. Los primeros días de este matrimonio se pasaron con satisfacción de todos. Trataba a mi madrastra como si fuera mi propía madre, y ella me correspondía como si fuera su propia hija. He aqui lo que me granjeé a costa de stimisión y condescendencia; pero esta tranquilidad no duró largo tiempo.
»Mi madrastra tenía un hijo, al cual amaba tanto cuanto menos lo merecía, y le había enviado a estudiar a Leiden, en Holanda. Este joven vino a Batavia como un viajero que con sus defectos trae los de los países que ha visto, y que aun no sabe ser vicioso con finura y aire natural. Tode era afectaciones ridículas, modales groseros, amor propio insufrible y un desenfreno que causaba horror. Imaginad ahora qué no sentiría cuando este indigno pariente puso los ojos en mí, declarándome una pasión que no convenía con nuestra afinidad. Respondíle de la manera que debía, mas su amor propio le hizo creer que yo no podría mirar su ternura sino como un favor insigne, y que si no un día otro decaería mi altivez, cuando Ilegase a perder aquel simple ceremonial de que se arma siempre el pudor de las jóvenes. En fin, fué preciso, para desengañarle, rechazar sus galanteos con desprecio y cargarle de desaires.
»Por este medio me libré de su importunidad, y creía haberse librado él también de su demencia; pero un día que me hallaba sola en mi cuarto y mi padre había salido al Consejo, entró a verme acompañado de su madre, cuyo aire embarazado denotaba tener que comunicarme algún negocio importante.
Desde luego me anunció el corazón lo de que se trataba. Después de haber pasado un rato en cosas indiferentes, me declaró que venía por dar gusto a su hijo que su carifio hacia mí crecía a cada instante, tanto que no podría vivir si no le amaba: que tuviese compasión de un joven enamorado hasta lo sumo y de una madre desconsolada por el estado en que veía a su hijo. Intenté satisfacerle con el obstáculo insuperable que ponía al medio nuestro parentesco para lo que deseaba. «No, no-me replicó apresuradamente, no es lo que os figuráis: en todas partes del mundo se hacen matrimonios en iguales circunstancias al que os propongo. Vuestro orgullo es el único obstáculo que se opone a sus deseos.» Mi madrastra era de un carácter fuerte y colérico ; yo reflexioné que el temor de exasperarme con amenazas o injurias, era sólo el que se las había hecho excusar. Así, bien que siempre firme en no casarme jamás con su hijo, a quien desde un principio había tenido una aversión invencible, le respondí que estaría siempre pronta a obedecer a mi padre. «Me agrada vuestra respuesta -me dijo: aunque nada le he declarado hasta ahora, yo me encargo de obtener su consentimiento, y entretanto aquí os dejo a mi hijo, joven amable y rico, que os hará feliz.» Acabado de decir esto, me abrazo y me dejó entregada a los ridículos galanteos de su muy querido hijo, el cual me tuvo una conversación tan afectada, que me dió a sospechar se amaba a sí mismo cuando menos tanto como a mí. Sin embargo, le contesté con más urbanidad que hasta entonces y que no merecía.
Sólo sí le supliqué tuviese la bondad de suspender la declaración de sus amores hasta que mi padre me mandase aprobarla.
>Al punto que me vi libre de su presencia me encerré en mi cuarto, abandonándome a mil cavilaciones. Tan presto imaginaba que mi padre no querrfa cooperar a un matrimonio tan contrario a la Naturaleza; tan presto creía que mi madrastra podría vencerle, y me sacrificaría a la pasión con que la miraba.
En seguida me acordaba de lo que había oído infinitas veces acerca de los casamientos forzados, y me representaba mil horrores más de los que me habian pintado. No hallaba otro consuelo que el no tener delante al que turbaba mi sosiego.
» Pasó algún tiempo en esta tregua, y un día que quise salir al campo por reflexionar más libremente sobre la desdicha de mi condición, no llevando conmigo sino algunas esclavas, como sabéis que es costumbre alll, estaba tan sumamente sumergida en mis tristes pensamientos que no vi un cocodrilo que salió del agua y que me hubiera devorado si los gritos de mis criadas no ine hubiesen avisado. Intenté huir, pero el miedo me quitó las fuerzas, caí acongojada, y cuando volví en mí me hallé en una barraca de pescadores, sobre una cama rodeada de las esclavas, entre las cuales estaba un hombre a quien no conocía. Pregunté lo primero cómo me había librado de la ferocidad de aquel animal voraz, y una de las negras me respondió que el joven que estaba a mi ladoera el que me había salvado: que habiéndome visto caer, salió de un matorral, donde buscaba una pieza que había matado, y me tomó en sus brazos, corriendo siempre en zigzag hasta el paraje donde me hallaba. No tengo que advertiros por qué afectaba esta figura, pues os juzgo instruído de que el cocodrilo no tiene juego en el espinazo, por cuya razón no puede volverse sino lentamente y con trabajo; de suerte que sería fácil librarse de él si el miedo permitiese la serenidad necesaria para huir en dicha forma.
Di gracias a mi libertador con todo el reconocimiento que exigía el servicio que acababa de hacerme. l'ero cómo había de detenerme allí sin darle también mi corazón en recompensa de la vida que le debía! Díjome que era hijo del fiscal de Batavia y que me amaba largo tiempo hacía, aunque nunca hubiese tenido la osadía de declarármelo. La sinceridad de esta declaración aparecía en sus ojos, y el amor daba a sus discursos una fuerza a que cedí sin violencia. Quiero confesarlo no contenta sólo con amarle y consentir que me amase, le declaré también que su cariño me era agradable, y aun le cité para el día siguiente en casa de una señora amiga de ambos.
»Me retiré a casa, y al punto mi primer amante fué a darme el parabién del peligro de que me había librado, poniéndose a maldecir la fortuna por haberle evitado la ocasión de demostrarine su pasión arriesgando su vida en favor mío. Prorrumpió en sandeces que daban lástima. Jamás me pareció tan despreciable, y el mismo aborrecimiento que le tenía aumentaba mi cariño hacia su rival, como este cariño mi aborrecimiento hacia él. Al día siguiente, sin ser conocida, mo hallé a la hora señalada en casa de mi amiga, y prometí un amor eterno a mi amante. No fuí menos feliz durante algunos meses. Veía diariamente al que amaba: no se me presentaba ya el objeto do mi odio: me lisonjeaba de que mi insensibilidad habría entibiado su constancia o que acaso mi padre habría resistido la poderosa persuasión de su esposa; finalmente, sólo pensaba en que mi amante no tardaría más en pedirme que en obtener el sí, pues su padre no era menos rico que el mío.
»De esta manera me consolaba de los malos ratos que mi hermanastro me había hecho pasar; cuando un día mi amante fué a buscarme en casa de nuestra amiga común con un aire de tristeza en sus ojos que me sobresaltó más de lo que yo puedo explicar.
Estuvo algún tiempo sin acertar a articular una palabra, y al cabo me declaró con un torrente de lágrimas, interrumpido por mil suspiros, que su padre le había prometido a una hija de un burgomaestre: que acababa de darle esta nueva, y al mismo tiempo le había mandado se dispusiese a partir dentro de un mes para casarse en Holanda. Este discurso fué para mí un rayo, sin poder ocultar la turbación ni aun pensar en hacerlo, pero mi amante la convirtió en alegría aprovechando la ocasión. «Ahora es cuando no puedo dudar de vuestra ternura me dijo :-vuestras promesas no han tenido tanta fuerza persuasiva como vuestro dolor: asentid desde luego, y sabremos estorbar que el destino que nos persigue tenga en adelante sobre nosotros el mismo imperio. No hay que hacer sino unirnos por un matrimonio secreto, y ponernos en manos de la Providencia. Todo cuanto puede suceder no es tan duro como el separarnos el uno del otro para siempre. Por otra parte, la pobreza no debemos temerla, pues, gracias al Cielo, sin los bienes de mi padre, tengo bastante para subsistir, si no con esplendor, por lo menos sin bajeza y con comodidad. Vuelvo a deciros que unáis vuestra suerte a la mía, y seré el más dichoso.» » Respondíle que la pérdida de los bienes era el menor de los males que podía acaecer a personas que bien se querían que la indignación de mi familia era un mal algo más pesado para mí. «¿Y es eso todo lo que os aflige?-me contestó.-Esos mismos parientes concurrirán a nuestros desposorios cuando se vean en la necesidad de hacerlo, o de subscribir a su deshonra. Tened resolución, no os pido más, la fortuna se pondrá de nuestra parte. Mi corazón atendía con demasiada viveza al partido de mi amante para que no me rindiera. Al día siguiente nos casamos en secreto delante de dos testigos: un amigo de su parte, y de la mía una criada que merecía mi confianza.
Tres semanas estuvo la cosa oculta, y nosotros en un sosiego envidiable, teniéndome por la mujer más feliz del mundo, y mi esposo, para colmo de nuestra satisfacción, tuvo noticia de que había muerto la que le destinaban en Europa. Entretanto, principiando a manifestarse el fruto de nuestro amor, tuve que decir a mi esposo que declarase nuestro matrimonio antes que por precisión lo declarase yo. Me prometió hacerlo así, pero al mismo tiempo mi padre me propuso el enlace con su entenado, añadiendo que aunque estaba resuelto a ello, había diferido decirmelo por ver si se enfriaba su pasión que el tiempo sólo había contribuído a robustecerlo y que no había otro arbitrio sino que me dispusiese a casarme en la próxima Pascua.
Juzgad, señor, cómo me quedaría con este discurso imprevisto. Rogué a mi padre no me impusiese la dura obligación de obedecerle en una ocasión en que iba mi desventura en hacerlo: mas estaba muy firme en su resolución para sufrir que le contradijera, y sin escuchar palabra, me dejó, advirtiéndome que contaba con una ciega y pronta obediencia de mi parte.
Era ésta una de las pesadumbres más pequeñas que me reservaba la Providencia. A la mañana siguiente, cuando fuí a buscar a mi esposo para informarle de las intenciones de mi padre, me informó él también de que acababa de sondear al suyo acerca de nuestro matrimonio, contra el cual se había dejado arrebatar en términos que no solía, protestando que no consentiría jamás que entrase en una familia con quien había estado siempre desavenido. El rato se pasó en quejarnos el uno al otro sin resolver nada, y la noche fué todavía más triste: yo experimenté todas las penas de un despecho que presagiaba las desdichas de que iba a verme agobiada.
»Al día siguiente, así que pude substraerme de mi familia, acudí a la consabida casa, donde encontré, no a mi inarido, sino una carta suya que abrí temblando. En ella me manifestaba que su padre, indignado de la propuesta de nuestro matrimonio, le había obligado a embarcarse en un navío que salía para Holanda, sin darle tiempo de decir adiós a nadie que sin embargo había podido hablar a un oficial, que se encargaba de entregarme aquella carta.
Que si le amaba cuanto debía para partir con él su fortuna, el mismo oficial me proporcionaría vestidos de hombre con que no fuese conocida, y me conduciria al navío. Ultimamente, que me rogaba, en este caso, que estuviese dispuesta para la tarde siguiente y que fuese sola.
»>El dolor de que me dejé poseer al leer esta carta es inexplicable. En medio de todo mi cariño no podía menos de determinarine a la huída, sin otro recelo que el de ser descubierta. Volví a la casa de mi padre y recogí una gran porción de pedrería que había heredado por muerte de mi madre y la di a guardar a la criada de mi confianza. Al día siguiente fuimos juntas a la casa de nuestras citas, y entonces la descubrí mis intenciones. Mas ella me protestó que si no la permitía acompañarme, no me dejaría salir, dando parte a mi padre. Yo la hubiera llevado gustosa conmigo, porque nos queriamos desde nuestra niñez, siempre que hubiera tenido vestidos con que disfrazarla y que el oficial hubiese accedido. Al fin, ella supo persuadirle con ruegos: nos vestimos, y con los ojos bañados en lágrimas partimos al navío, a cuyo bordo llegamos al concluir la noche, llevándonos inmediatamente el oficial a la bodega.
Hacía ya algún tiempo que estábamos allí y yo principiaba a desconfiar por no ver a mi marido, cuando mi conductor me llevó una segunda carta, que no podré olvidar jamás por las repetidas veces que la leí y relei. Esta es, palabra por palabra - Señora creo es ya tiempo de desengañaros del error a que una pasión imprudente os ha arrojado ; sabed, pues, que el que nos casó era uno de mis amigos, simple particular como yo, y que, lejos de ser ministro, acaso no habrá puesto en toda su vida tres veces el pic en la iglesia. Confieso que esta acción no ha sido la más decente; mas tengo que haceros saber todavía peores nuevas. En una palabra, me precisa deciros que vais a un lugar de donde no volveréis ja más. Si habéis perdido una fortuna considerable, también tenéis con qué consolaros de mi barbarie, pues lleváis con vos misma gracias que no dejarán de haceros feliz en un país donde vuestras semejantes no tienen comparación. Así, buen ánimo. Mi amigo cuidará de vos, sin que os haga falta ni partera ni nodriza, caso que diereis a luz en el navío, pues va lleno de mujeres que no desearán más que serviros.
»En cuanto a vuestro hijo, si fuere varón le deseo más probidad que tiene su padre, y si fuere mujercita más cordura que ha manifestado su madre.
Por lo que a mí hace, hoy mismo doy velas, según os manifesté, para ir a casarme a Holanda por disposición de mi padre. Bien creo que la que me espera no tendrá la mitad de vuestra hermosura; así me preparo a vivir con ella menos bien que con vos, y mucho menos tiempo; pero como allí hay más bellezas que en Batavia, me indemnizaré de los instantes que no pueda hurtarla. Respecto a lo demás, no ignoráis, señora, que salvándoos la vida adquirí un derecho incontestable a vuestra persona. En este supuesto, cuento con que me estaréis reconocida de no haber diferido más la renuncia.
IN »Vuelvo a exhortaros a que os recobréis un poco de vuestra sorpresa. He conocido dos o tres mujeres en la misma situación, que han sobrevivido a su aflicción y a más de un marido. El dolor se asemeja al amor cuanto más violento menos dura. Pero mi carta os cansa, señora. Concluyo aconsejándoos que me olvidéis, como yo trataré de hacer mientras sea » FEDERICO VANT NORT.D »Antes de llegar a la mitad de la carta caí desvanecida y mi fiel compañera me ha contado después que estuve algunas horas sin dar la menor señal de vida. Al fin volví en mí, si puede llamarse volver en si el estado de despecho en que entonces me ballaba.
La execrable ingratitud con que mi ternura era pagada ocupaba solamente mi espíritu. La muerte me parecía el único remedio de mis males; y hubiera querido en aquellos instantes que el que nos había conducido a bordo ne la diese. Pero, lejos de esto, sin olvidar nada, todo le parecía poco para mi consuclo diciéndome que el tiempo niitigaría mi pena; que él había contribuído a mi desdicha sin conocerme, ni saber siquiera de lo que se trataba que compadecía mi triste suerte; que acaso el Ciclo sería un día favorable a mi inocencia, y que aquel cuya pérdida lloraba no era digno de mis lágrimas. La compasión y el amor le hacían hablar de esta manera, sin que él lo advirtiera ni yo pusiese cuidado. La perfidia de Vant Nort me representaba su sexo insoportable.
Detestaba la credulidad con que me había rendido a sus engañosas protestas de amor, y me pesaba no haber sido devorada por el cocodrilo, de cuyas fauces me había arrebatado.
»Finalmente, mis penas agobiaron mi constancia, y caí enferma en la isla de Java, donde los vientos contrarios nos detuvieron siete meses cabales. Jamás nadie se alegró de su curación como yo me alegraba entonces de una enfermedad que miraba como una gracia del Cielo, que, apiadado, quería librarme de la vida. A pesar de mi dolor, di a luz un niño muerto, asistida de mi criada solamente; y recobré en seguida mis fuerzas, aunque no mi tranquilidad, después de haber echado al mar la criatura bañada con nuestras lágrimas.
»No era mi desdicha lo único que me afligía. La suerte de mi fiel compañera me hería igualmente, supuesto era su cariño el que la había arrastrado al precipicio, y habiendo podido ser feliz en Batavia si no me hubiera querido tanto; bien es verdad que sobrellevaba el infortunio con una constancia heroica. No parecía sensible sino para mí, hasta complacerse a menudo de que la Providencia la hubiese llevado allí para ayudarme a pasar trabajos. Pero cuanto menos se miraba a sí misma, más la miraba yo a ella, viendo la triste recompensa que recibía de su fidelidad y de su cariño.
»Todavía sufría otra mortificación más. Esta era la necia persecución del oficial mi conductor, a quien el recobro de lo que el llamaba mi belleza le tenía siempre a mi lado sin separarse un instante; no porque su condición y figura no mereciesen alguna atención, sino porque no habia ya hombre que pudiera agradarme de suerte que aun el no tratarle con rigor me costaba esfuerzos penosos. Por mi fortuna, el viento abonó y tuvo que saltar a tierra para comprar algunas provisiones a los javinos, con cuyo motivo recibió una herida mortal en una pendencia que tuvo con ellos. Puedo aseguraros que no lloré su muerte, porque me parecía un hombre capaz de hacer por violencia lo que el indigno Vant Nort había hecho a fuerza de artificios.
»Al día siguiente nos embarcamos. No hacía tres semanas que estábamos sobre el mar cuando nuestro.
navío principió a hacer agua. Todos se creyeron perdidos; solamente yo miraba con placer el término de mi vida, sin otro sentimiento que el de mi fiel com panera, cuya lealtad ha sido recompensada por su casamiento con De Hayes, uno de vuestros capitanes, el cual se ha solemnizado en Sporunda. Vos llegasteis a este tiempo y nos sacasteis de los brazos de la muerte. Después, no tengo que deciros lo que ha pasado; sólo añadiré a mi historia una declaración que debo a la virtud y urbanidad del señor Morrice, y es que, dueño de mi persona como era, ha sabido sacrificar su ternura a mis ruegos, y aun me ha ofrecido dejarme entre los sevarambos o sporundanos, únicos pueblos con quienes puedo resolverme a vivir.»> La historia de esta dama me sacó las lágrimas a los ojos, y vacilé algún tiempo sobre si convendría proponerle un esposo en las circunstancias lastimosas en que se hallaba; sin embargo, la amistad de Sermodas venció, declarándola sus sentimientos hacia ella. A pesar de la sorpresa que esta propuesta le causó, respondió con inás suavidad que yo esperaba de su aborrecimiento a los hombres. Aproveché la ocasión para estrecharla más y más, hasta hacerla ver que era el único medio de poder vivir con los sevarainbos. «En cuanto a su persona-le dije,-es un hombre distinguido, rico, bien formado, joven, virtuoso y hábil. "Para no usar de rodeos, él se tendría por dichoso en ser vuestro, y yo os creería dichosa enser suya.» Advertí que mis razones habían hecho su efecto, y fui a avisar inmediatamente a Sermodas, el cual vino corriendo a jurar un cariño eterno a la bella holandesa, dejándome la satisfacción de ver que le recibía con algo más que cortesanía. Conté después al sporundano las aventuras de su amada, que acabaron de interesarle en su favor, deponiendo alguna pena, Li tenía, por el pretendido comercio con Morrice. Enternecido me dió gracias por el servicio que le había hecho. Jamás vi hombre tan penetrado de un beneficio recibido, ni yo podía prometerme un regocijo tan dulce y puro como el que sentí en aquel lance.
Al día siguiente reunió el rey su Consejo para deliberar sobre la pretensión del señor Morrice. La resolución fué que Su Majestad asentiría al matrimonio, siempre que la dama sevaramba se aviniese a marchar con el esposo que había elegido. No esperaban los dos otra cosa. Inmediatamente se dispuso todo para su enlace y para el de Sermodas con la bella holandesa, que Sevaraminas mandó celebrar en el principal templo y honró con su presencia, ejecutándose la ceremonia con una magnificencia extraordinaria.
Sermodas se presentó primero con su esposa, vestido de una bata de tela de oro y ceñidas sus sienes de una guirnalda de flores. Morrice entró después con su sevaramba. Llevaba un vestido que le había re galado el rey y que sólo un rey podía llevar. Por cualquier lado que se le mirase no se veía otra cosa que oro, perlas y pedrería. Las dos desposadas no iban menos brillantes: llevaban vestidos de tela de plata bordada, de perlas, e iban coronadas de flores, según costumbre inmemorial de los sevarambos. Pero todavía las adornaban más su hermosura y su inocencia.
No creí hallar tanta gracia en la dama holandesa. El júbilo y el amor habían reanimado sus miradas y dado nueva vivacidad a su color; de suerte que no me pareció inferior en hermosura a ninguna de las sevarambas. Todos la colmaban de alabanzas y bendiciones cuando iban atravesando el templo.
Acabada la ceremonia, que fué semejante a la que hablamos visto entre los sporundanos, volvimos a palacio, adonde Sermodas había mandado que nos sirviesen una comida espléndida. Al dejar la mesa, el rey me hizo la honra de conversar conmigo y le referi la historia de nuestra holandesa, que la reina no pudo oir sin verter lágrimas. Entretanto, los desposados se habían retirado a sus respectivos cuartos, que el rey les había señalado en palacio, amueblados como el del mismo soberano. Luego que volvieron al salón, apareció repentinamente como por arte mágico un teatro, cuyas ostentosas y singulares decoraciones excedían con mucho a cuanto he visto de su clase en Italia. Representóse una comedia, y acabaron los regocijos de aquel día.
En el siguiente volvieron a empezar, y continuaron hasta veinte días sin interrupción; cosa que no se había visto hasta entonces en Sevarambia sino en las bodas de los reyes. Paseos, banquetes, conciertos, tragedias, comedias, óperas alternaban sin cesar. Me acuerdo de que entre otras representaron una vez los Amores de Marte y Venus, pues los sevarambos saben la mitologia de los griegos tan bien como nosotros. Las voces eran asombrosas, las palabras acomodadas a la música y el lenguaje muy parecido ai italiano por su dulzura. He aquí algunos versos que he retenido y que Marte cantaba a Venus en un bosque de cipreses donde la encontró, para que se pueda juzgar de la lengua sevaramba : Crema Splesso pil carmina Nil formoso pelte trano Spum fel trotso Croni tano Meluc causo tunc te fina.
Quiere decir (bien que su elegancia debe perder mucho en una traducción en prosa) que aparten de los ojos de Venus rayos que inflaman el corazón de Marte, y que son inextinguibles».
GULLIVER.