Viajes de Gulliver/Adición/Segunda parte/IV

IV

EL AUTOR CON LOS SUYOS ACOMPAÑA AL REY DE LOS DESCRIPCIÓN DE LAS SEVARAMBOS A UN VIAJE.—COSAS MARAVILLOSAS QUE VIERON. CASTIGO DE UN MINISTRO DE ESTADO CORROMPIDO. REGRESO DEL AUTOR A SEVARAMBIA.

A la mañana siguiente, muy temprano, vino Sermodas a decirnos que el rey quería que le acompañáramos en un viaje. Montamos luego en las cabalgaduras que nos habían prevenido, muy parecidas a los camellos, a excepción de que tienen las orejas extremadamente largas y que, en lugar de brida, usan de una especie de corchete de oro o plata con que los unen. La viveza y altura de aquellos animales nos dio miedo; sin embargo, no nos costó mucho acostumbrarnos a ellos; y, a la verdad, no hay animal en el mundo más seguro de pies, en medio de andar hasta cien millas y más en un día.

Lo primero que hicimos fué presentarnos á Sevaraminas, quien nos preguntó cómo nos iba en su Imperio y si necesitábamos algo. Le dimos las gracias por los beneficios de que nos colmaba, y le respondimos que nada podía hacer falta a unos hombres que Su Majestad se había dignado proteger, aun cuando no se hallasen entre un pueblo humano y virtuoso como el de los sevarambos.

-Yo lo celebro-nos dijo,-pero ¿estaréis en condiciones de sufrir la fatiga de un viaje en mi compañia?

-El honor sólo de acompañar a Vuestra Majestad bastaría a sostenernos-le respondimos, además que nuestra salud jamás ha sido tan buena como ahora, gracias al aire puro de los sevarambos, a sus alimentos saludables y a los placeres inocentes de que gozamos sin cesar.

Esto supuesto, nos mandó volver a montar en nuestros camellos, y en menos de una hora llegamos a Magnandi, ciudad, situada dos leguas al Sud de la capital. Allí nos esperaban diferentes filósofos, habiendo inventado cada uno por su parte nuevas maravillas con que divertir a Sevaraminas, según la orden que les había enviado a prevención. Uno de ellos tomo una mosca a nuestra presencia, la cual se fué hinchando poco a poco, hasta que se puso como un camello de los que llevábamos. El sabio montó sobre esta criatura de su arte (si puedo explicarme así), lo hizo dar mil vueltas y caracolear; la mandó tomar paso, y, en una palabra, por su ciencia consiguió de ella cuanto el mejor jinete hubiera podido exigir de un verdadero camello.

A este prodigio siguió muy en breve otro. El segundo filósofo convirtió una pulga en un camello semejante al que llevaba el rey, que era el único blanco que había entre todos. Por el pronto, a pesar de la alta idea que tenía de la virtud de los sevarambos, no pude menos de mirar a aquellos dos hombres como mágicos versados en la negra ciencia de mandar a los demonios. Sermodas adivinó luego mi pensamiento por mi suspensión, y me dijo: -Señor, advierto que no conocéis bien a nuestros sabios. La ciencia, el talento y la virtud son aquí cualidades inseparables, y que se producen la una a la otra; sabed, pues, que estos filósofos no se distinguen menos del común de las gentes por su probidad que por su arte. Aun se puede decir que es una prueba el verles ejecutar prodigios, pues los demás sabios les quitarían bien pronto el poder si faltasen en lo más mínimo a los deberes de un hombre honrado, persuadidos de que la ciencia en los malos es como una espada en las manos de un loco.

En estos intermedios, apareció otro filósofo que levantó en el aire una estatua de mujer que llevaba, y pronunció algunas palabras en voz alta. Al instante principiaron a despojarse de sus vestidos cuantas mozas allí había, hasta quedar como las manos, y figuraron delante de nosotros diversos bailes, que no se llevaron toda atención de inuchos de nuestra gente. Por lo que a mí hace, aunque el espectáculo no me era nuevo, no había podido todavía acostumbrar mi imaginación, y condenaba al filósofo que había obligado a aquellas mujeres a dejar con los vestidos su pudor, tomándome la libertad de decírselo a Sermodas.

-Ya había yo extrañado-me respondió que no me hubieseis manifestado ese escrúpulo desde la primera vez; sé bien que sería general en vuestro mundo a cuantos profesan sentimientos de pundonor, mas no es lo mismo entre los sevarambos que entre los demás hombres.

Mientras esto decía, el filósofo cubrió su estatua con un velo, y al momento las bellas bailarinas voivieron a tomar sus ropas y se retiraron a sus casas, satisfechas de haber contribuído a divertir a su príncipe, que aquellos pueblos en cierto modo miran como una deidad.

El cuarto sabio tuvo una ocurrencia bastante graciosa. Tomó un gato en la vecindad y le ató al principio de la cola dos campanitas con un talismán, que en nada de tiempo le puso tan hinchado como una yegua flamenca. Después le comprimió suavemente el vientre y el aire salió, no como había entrado, sino con un ruido armonioso y esparciendo un olor que perfumó todo el del contorno." Los regocijos que nos proporcionaron en los demás tránsitos, fueron sobre corta diferencia de la misma especie. No habrá pueblos que tanto se alegren con la vista de su soberano; ni entramos en plaza alguna donde los habitantes no acudiesen en tropel, mucho antes de llegar, cargados de magníficos presentes para la comitiva. Los más inferiores de mi gente recibieron en barras de oro valor tal vez de mil libras esterlinas; los oficiales fueron tratados a su proporción, y aun yo mismo, que no me dejo tentar fácilmente de las riquezas del mundo, tuve que aceptar las pedrerías sin número y sin precio que me presentaron, por no desazonar a los sevarambos si las rehusabamus A la entrada de una ciudad vi dos estatuas de oro decoradas de guirnaldas de flores, que parecía adorar el pueblo; cosa que me sorprendió en extremo por lo que aquella nación aborrece la idolatría.

Cuando llegamos al palacio que tenían preparado al rey y su corte, pregunté a Sermodas qué debería pensar de aquello.

-Son dos estatuas-me respondió-que representan a dos amantes desdichados, llamados Zirico y Malimna, habitantes que fueron de esta ciudad. Sus padres se habían opuesto siempre a su unión, y las penas decretadas contra un amor criminal los detenían para no contraer un matrimonio secreto. Estos obstáculos no desalentaron su constancia; juráronse una fidelidad eterna, y vivieron juntos de esta manera hasta la edad de treinta años, esperando cansar con su firmeza la crueldad de su suerte y el capricho de sus padres.

» Entretanto, su pasión se fortificaba a medida que pasaba el tiempo, y cada día les descubría nuevas gracias en las personas de uno y otro. Al fin, determinaron dejar su patria para pasar a casarse en otros climas, si podían escapar de la vigilancia de los que guardan las fronteras. Trataban de buscar los medios fluctuando entre la esperanza y el temor, cuando uno de estos espíritus aéreos, que incesantemente se ocupan en engañar a los hombres, vino en figura de sevarambo a ofrecer a Zirico que él le transportaria i #con Malimna a una ciudad donde estaría en su mano el poder vivir desconocidos y tranquilos.

»Zirico y Malimna le mostraron su agradecimiento, quedando convenidos en que irían a buscarle a la embocadura del río Rocara, donde los esperaría un navío. Por desgracia, no se encontró bajel que los llevase a bordo, lo cual les alarmó cuanto es imaginable, fuera de que por lado ninguno descubrían el navío que se les había ofrecido. El demonio les dijo que no había en aquel paraje suficiente agua para un navio : que si se fiaban de él los llevaría sobre sus hombros, primero al uno y después al otro. Se querían demasiado para oponer dificultades. El demonio tomó a Malimna primeramente y muy presto se dejó ver en medio del río, donde sumergió su presa poniéndola el pie sobre la garganta hasta que acabó de expirar.

No hay palabras para explicar la desesperación de Zirico cuando oyó los clamores de su amada y vió la bárbara satisfacción con que se lisonjeaba el espíritu maligno de haberse así burlado de su credulidad. Aunque no sabía nadar, se arrojó al agua para salvar a su amada Malimna, si posible era pero había muerto ya, y en este estado la sacó a la ribera. Los amigos de uno y otro, que habían sospechado su designio y llegaron al mismo tiempo, por más que hacían, en vano miraban de consolarle. Les refiere la historia de sus deplorables amores, se pasa el pecho con un cuchillo y cae muerto sobre el cuerpo de su dama.

»Para conservar la memoria de tan tiernos y desdichados amantes, los ciudadanos de Butino erigieron las dos estatuas que habéis visto y las coronan de flores el día aniversario de su muerte. Esto era lo que estaban haciendo cuando aquí llegamos, y lo que habéis tenido por señal de un culto idólatra. Pero ya es hora de comer-añadió,-y el rey está en la mesa. D Habiendo entrado en la sala, vimos una rata blanca muy grande que se había aposentado sobre la mesa enfrente de Sevaraminas y le miraba cara a cara con una desvergüenza increíble.

Todos nos admiramos a medida que Su Majestad manifestaba su sorpresa del atrevimiento del animal, y mandó echarla fuera. Pero la rata, que hablaba por virtud de un talismán, respondió que no se movería de su puesto mientras que no hubiese satisfecho su apetito a costa del que había de ser su señor.

Entonces conocimos claramente que era obra de algún filósofo. El rey hizo varias preguntas a aquel maravilloso animal, que respondió a todas en términos acordes y breves, los cuales pudo comprender muy bien porque eran de los más usados, y ya sabía yo un poco de sevarambo. La rata familiar principió a probar de todos los platos, hasta que se fijó en el de Sevaraminas. Por último, el príncipe tuvo por conveniente decir: --Honrada rata, ruégote que te vayas.

--Vuestra compañía me complace demasiado para que me apresure a obedeceros-respondió clla;-además, que el reino tiene sobrado con qué mantenernos a los dos.

En seguida cayó la conversación sobre diferentes objetos y la rata se divirtió a costa de algunos de los espectadores, censurando sus defectos con más juicio que destreza. Pero, fuera de esto, aquellos diálogos no me dieron el mayor gusto, porque no hallé en en ellos estos rodeos finos, inherentes y envueltos de artificio, que en Europa saben dar a una chanza por un estilo picante para que agrade. En efecto, ZidiParabas me confesó que los sevarambos no tenian dos términos en su lengua que pudiesen significar una misma cosa, y que las palabras equívocas eran desconocidas entre ellos, de suerte que la verdad salía siempre de su boca con la misma simplicidad que había sido concebida en su ánimo; añadiendo que por esta razón no había cosa de que no se hablase entre ellos sin rodeos, hasta pronunciar una mujer de una virtud severa palabras cuyo sonido sonrojaría a cualquier europeo; y al cabo-concluyó,-¿por qué hemos de formar nosotros semejantes escrúpulos? ¿Es cometer un crimen nombrarle, o nombrar ciertos instrumentos?

Bien pudiera haberle respondido que esta libertad estaba bien a unos pueblos inocentes como los sevarambos, y no a la corrupción de nuestras costumbres, si no hubiera tenido que marchar a dar órdenes a la comitiva real. Nosotros salimos también un rato después, y llegamos temprano a Tistani, que es la segunda ciudad del reino por sus riquezas, por la herinosura de su situación y sus edificios. El príncipe Moriski, que era el gobernador, vino con su séquito magnifico y numeroso a presentar las llaves a Su Majestad, que se las volvió con mucho agrado.

Al día siguiente nos embarcamos en chalupas ricamente adornadas para pasar a la isla de Kristaze, o de las Zorras, distante dos leguas, donde tiene el rey un palacio soberbio. Allí estuvimos quince días, que se nos hicieron cuatro por la destreza con que Su Majestad sabía variar nuestros placeres y ordenar otros nuevos a cada instante.

De este delicioso tránsito pasó Sevaraminas a Timpiano, donde me hizo el honor de decirme que tenía negocios secretos, de que aun el mismo Consejo no sabía nada. No tardamos más que un día en el camino y en todo él Morrice y yo gozamos el privilegio de llevar en medio a Su Majestad, quien nos hizo varias preguntas sobre la naturaleza de nuestro comercio y régimen de gobierno. Todavía me acuerdo con gusto del que Su Majestad manifestó causarle la sabiduría de nuestras leyes; repitiéndome muchas veces que había ignorado que las hubiese tan perfectas en Europa.

Señor, es muy cierto-le respondí;-no habría en el mundo gobierno preferible al nuestro si nunca nos separásemos de sus máximas fundamentales; pero un ministro corrompido, un partido encarnizado contra el otro, bastan para trastornarlo todo, cuando faltase la travesura necesaria para acomodar las leyes mismas a sus delitos.

- Partidos! ¿qué entendéis por este término?me replicó el rey.

Tuve quo explicárselo como mejor pude, a lo cual repuso si no había algún medio para extinguirlos.

Respondí que no lo conocía, pues nunca faltarían a la cabeza de los negocios gentes ansiosas de su ele vación, mereciéndosela o no, y éste era un manantial de facciones interminables.

Do esta manera fuimos en conversación hasta que llegamos a Timpiano, no teniendo por convenienta desengañar al rey de las falsas ideas de que estaba preocupado en orden a nosotros. El gobernador salió a recibirnos con una grande comitiva. Se llamaba Suriamnas, y descendía de una rama de la familia real, que en parte había sido la causa de darle el mejor gobierno del reino.

Pero había degenerado de su ascendencia, lo cual se miraba entre los sevarambos como se miraría un fenómeno extraordinario en Europa: motivo por el cual le recibió el rey con frialdad y displicencia.

Apenas entramos en aquella soberana ciudad, las calles retumbaban con los ecos de marabi, marabi, que en sevarambo equivale a justicia, justicia. Los habitantes, indignados de la violenta opresión en que el gobernador los tenía, se habían quejado secretamente al rey, y ésta era la principal causa de su viaje, que había ocultado bajo el pretexto de enseñarnos su reino. Los imprevistos clamores sacaron al rostro la conmoción de Suriamnnas. Procuró disimularla como pudo, y tuvo valor para dirigirse al rey, que en un tono firme le preguntó qué significaban aquellas exclamaciones del pueblo. Mas antes que Suriamnas lograse disipar su turbación para responder, un habitante distinguido de la ciudad, por cuyo medio se había dado la queja, se presentó seguido de una turba de ciudadanos y se echó a los pies de Sevaraminas pidiendo audiencia. Su Majestad le mandó levantarse y exponer su comisión sin recelo, lo cual ejecutó el sevarambo en estos términos, que jamás han podido borrarse de mi memoria: Ilustre y glorioso monares: nosotros, vuestros leales vasallos, hemos sufrido males largos y crueles por la inhumanidad, la avaricia y desenfreno del príncipe Suriamnas, que indignamente ha puesto sobre el cadalso a nuestros padres y parientes, confiscado nuestros bienes sin la menor forma de juicio, arrebatado nuestras esposas, violado nuestras hijas y cometido otros crímenes infames, que acaso no podríamos nombrar sin incurrir en ellos. Varios de vuestros leales súbditos le han hecho prudentes reconvenciones, sin otro fruto que tratamientos vergonzosos y bárbaros, en vez de la justa satisfacción que creían poder prometerse. A no haberse dignado Vuestra Majestad venir a esta ciudad, y que no contásemos con vuestra equidad, nos hubiéramos visto precisados a buscar en otros climas una patria menos odiosa que la nuestra.

Antes que acabara su discurso, el gobernador, sintiéndose indispuesto, había caído en tierra acongojado y como muerto. El rey mandó que sus criados le levantasen, y que se suspendiese el juicio hasta el día siguiente. Entretanto, por no hospedarse en un palacio que los delitos del gobernador habían manchado, fué a pasar la noche en una casa de campo real, situada a dos leguas de la ciudad, donde los habitantes le siguieron en tropel con mil aclamaciones y vivas.

Por la tarde, luego que llegamos, me preguntó i el rey aparte qué penas dictaban en Europa las leyes contra los reos de un delito semejante. Di razón de nuestros procedimientos, y pareció quedar satisfecho.

Entonces añadí que si la justicia entre nosotros era ciega, en recompensa estaba dotada de un tacto muy fino que padecía frecuentemente sus indisposiciones, y para curarla no había mejor remedio que un cierto cordial, cuya virtud maligna la hacía a veces hablar hasta contra su propia idea. Sevaraminas no comprendió la alegoría, siendo una figura desconoci da de los sevarambos, gracias a la inocente simplicidad de sus costumbres. Me expliqué, pues, en términos sencillos, y añadi que sin embargo teníamos ministros de justicia que aborrecían estos detestables medios, lo cual oyó con más gusto.

Al siguiente día volvió temprano a Timpiano, y subió a un tribunal que había levantado con este fin en medio de la plaza principal. Al instante se vió rodeado de un sinnúmero de ciudadanos que acudían a acusar al gobernador, probando contra él crímenes cuya atrocidad hubiera irritado a los jueces más indolentes. Fué conducido a la presencia del príncipe.

Estaba pálido, abatido, aniquilado; y en sus ojos se veían los remordimientos de su conciencia con el temor del suplicio. No pudiendo alegar nada en su defensa, yo esperaba desde luego una sentencia digna de la justicia de los sevarambos, cuando Sermodas me dijo que la prueba no era suficiente.

Sin duda me preguntarán los que lean estos viajes qué especie de gentes son los sevarambos, a quienes no bastan unas delaciones demostradas por el silencio mismo del acusado para su condenación. Confieso que yo mismo hice esta reconvención a Sermodas; pero vi bien pronto en qué consistía que no le enviasen corriendo al suplicio. Un abogado se adelanta para alegar en favor de Suriamnas. Expone que

los acusadores han perdido la razón y que sin duda es un demonio aéreo el que les hace hablar: llama la atención de todos para que reconozcan que no tiene ninguna de las marcas visibles necesarias a la convicción del delincuente; y a continuación se extiende en exageraciones pomposas acerca del nacimiento y servicios del gobernador. El discurso estaba lleno de artificio y elocuencia, tanto que los que ignoraban la conducta de aquel príncipe principiaban a creer que podía muy bien ser inocente. Pero al mismo tiempo se llega un filósofo al oído del rey, que manda se desnude a Suriamnas inmediatamente y se busquen en su cuerpo los indicios de su crimen. No hallándose ninguno, fué preciso recurrir a la segunda prueba, reducida a poner al reo en un baño lleno de agua.

¡Qué no se vió en este instante! No había poro en su cuerpo que no estuviese cubierto de alguna mancha, tumor o úlcera, que un filósofo había hecho invisibles por medio de un talismán de virtud extraordinaria.

Entonces no quedó ya duda de la convicción de Suriamnas. Mas los sabios que acompañaban al rey, indignados de que hubiese entre ellos quien prostituyese y envileciese su ciencia, valiéndose de ella para ocultar los crímenes a la justicia, se unieron de común acuerdo para buscar al malvado y le obligan con su magia a comparecer en su presencia. El rey les permite que le juzguen ellos mismos y le impongan la pena que les parezca acomodada. No tardó en pagar su delito. Apenas le habían interrogado cuando le vimos subir en el aire con una rapidez extraordinaria, lanzando aullidos horrorosos, y con la misma volvió a caer, haciéndose mil pedazos. No pareció bien al rey tanta inhumanidad; pero los filósofos le hicieron presente que a no ser con un ejemplo semejante no se conseguiría el escarmiento de un delito como aquél.

El abogado su defensor fué castigado con menos rigor. Salió desterrado por Su Majestad a la isla de los Trapacistas, como indigno de vivir en una nación de la virtud de los sevarambos después de haber dedicado su ministerio a la defensa del crimen.

Restaba sólo ver la condenación de Suriamnas, que se esperaba con impaciencia. El rey le abandonó a la venganza del pueblo ofendido. Fué azotado cruelmente por las calles de la ciudad y después sumergido en una cuba de miel, de donde lo llevaron al campo para exponerle, atado en una alta columna, al hambre de los insectos, que en dos días le devoraron. Pero el furor de los ciudadanos se extendió basta sus huesos, reduciéndolos a cenizas y arrojándolas al mar, para que no quedase en el país ni vestigio de aquel hombre perverso. De esta manera concluyó la escena.

En los siguientes días Sevaraminas consagró sus desvelos a la reforma de los abusos introducidos por el gobernador, y nombró a Surcolis, su hijo, para sucederle. Este joven no pudo contener las lágrimas cuando se vió en un tribunal donde su padre se babía sentado pocos días antes. No porque hubiese tenido parte en sus delitos ni detestádolos menos que los demás: al contrario, había sido el único que había tenido la resolución de reprenderlos, y jamás se vió hijo menos parecido a su padre. Pero la Naturaleza quiso echar el resto en aquel triste instante.

El rey le habló en estos términos : -Surcolis, tú has visto con tus propios ojos de qué manera un príncipe justamente irritado hace castigar a un vasallo que le sirve mal, y sin duda, este ejemplo terrible no se apartará nunca de tu memoria. El crimen de tu padre hubiera justificado la extinción de tu familia, mas yo no permitiré en mis días que el inocente padezca por el culpado. Cuento sobre los principios de la virtud, arraigados en tu alma, con que estarás tan pronto a ejecutar el bien como tu padre lo estuvo para cometer el mal. Goza, pues, de las dignidades que estaban en tu familiay acuérdate de que hay premio para el bueno como suplicio para el malo.

Al día siguiente partimos de Timpauio para volver a Sevarambia, aunque por camino distinto, en cuya ruta los habitantes de las ciudades se esmeraron en demostrar su colo al rey y su magnificencia a los extranjeros que le acompañaban.