Viaje redondo
La madre y el hijo entraron en la iglesia. Era en el campo, a media ladera de una verde colina, desde cuya meseta, coronada de encinas y pinares, se veía el Cantábrico cercano. El templo ocupaba un vericueto, como una atalaya, oculto entre grandes castaños; el campanario vetusto, de tres huecos -para sendas campanas obscuras, venerables con la pátina del óxido místico de su vejez de munís o estilitas, siempre al aire libre, sujetas a su destino- se vislumbraba entre los penachos blancos del fruto venidero y los verdores de las hojas lustrosas y gárrulas, movidas por la brisa, bayaderas encantadas en incesante baile de ritmo santo, solemne. Del templo rústico, noble y venerable en su patriarcal sencillez, parecía salir, como un perfume, una santidad ambiente que convertía las cercanías en bosque sagrado. Reinaba un silencio de naturaleza religiosa, consagrada. Allí vivía Dios.
A la iglesia parroquial de Lorezana se entraba por un pórtico, escuela de niños y antesala del cementerio. En una pared, como adorno majestuoso, estaba el ataúd de los pobres, colgado de cuatro palos. Debajo dos calaveras relucientes como bajo-relieve del muro, y unas palabras de Job.
La puerta principal, enfrente del altar, bajo el coro, era, según el párroco, bizantina; de arco de medio punto, baja, con tres o cuatro columnas por cada lado, con fustes muy labrados, con capiteles que representaban malamente animales fantásticos. Aquellas piedras venerables parecían pergaminos que hablaban del noble abolengo de la piedad de aquella tierra.
El templo era pobre, pero limpio, claro; de una sencillez aldeana, mezclada de antigüedad augusta, que encantaba. En la nave, el silencio parecía reforzado por una oración mental de los espíritus del aire. Fuera, silencio; dentro, más silencio todavía; porque fuera las hojas de los castaños, al chocar bailando, susurraban un poco.
Dos lámparas de aceite, estrellas de día, ardían delante de altares favoritos. A la Virgen del altar mayor la iluminaba un rayo de sol que atravesaba una ventana estrecha de vidrios blancos y azules.
Sobre el pavimento, de losas desiguales y mal unidas, quedaban restos del tapiz de grandes espadañas por allí esparcidas pocos días antes al celebrar una fiesta; la brisa, que entraba por una puerta lateral abierta, movía aquellas hojas marchitas, largas, como espadas rendidas ante la fe; un gorrión se asomaba de vez en cuando por aquella puerta lateral, llegaba hasta el medio de la nave, como si viniera a convertirse, y al punto, pensándolo mejor, salía como una flecha, al aire libre, al bosque, a su paganismo de ave sin conciencia, pero con alegre vida.
En el presbiterio, a la derecha, sentado en un banco, el cura, anciano, meditaba plácidamente leyendo su breviario. No había más almas vivientes en la iglesia. El gorrión y el cura.
Entraron la madre y el hijo, santiguándose, húmedas las yemas de los dedos con el agua bendita tomada a la puerta.
A los pocos pasos se arrodillaron con modestia, temerosos de ser importunos, de interrumpir al buen sacerdote, que se creía solo en la casa del Señor.
En medio de la nave se arrodillaron. La madre volvió la cabeza hacia el hijo, con un signo familiar; quería decir que empezaba el rezo; era por el alma del padre, del esposo perdido. Ella rezaba delante, el hijo representaba el coro y respondía con palabras que nada tenían que ver con las de la madre; era aquel diálogo místico algo semejante a los cuadros de ciertos pintores cristianos de Italia, de los primitivos, en los que los santos, las figuras asisten a una escena sin saber unos de otros, sin mirarse, todos juntos y todos a solas con Dios. Así estaba el cura, sin saber del gorrión, que entraba y salía, ni de la madre y el hijo que oraban allí cerca.
Entonces comenzó el milagro.
Llegó el rezo a la meditación. Cada cual meditaba aparte. La madre, por el dolor de su viudez, llegaba a Dios en seguida, a su fe pura, suave, fácil, firme, graciosa.
El hijo... tenía veinte años. Venía del mundo, de las disputas de los hombres. La muerte de su padre le había herido en lo más hondo de las en entrañas, en el núcleo de las energías que nos ayudan a resistir, a esperar, a venerar el misterio dudoso. A veces le irritaba la resignación de su madre ante la común desgracia; sentía en sí algo de la hiel de Hamlet; veía en el fervor religioso de su madre el rival feliz de su padre muerto.
Era estudiante, era poeta, era soñador. Su alma no se había separado de la fe de su madre en arranque brusco, ni por desidia y concupiscencia; como el gorrión en la iglesia aldeana, su espíritu entraba y salía en la piedad ortodoxa... Leía, estudiaba, oía a maestros de todas las escuelas; su absoluta sinceridad de pensamiento le obligaba a vacilar, a no afirmar nada con la fuerza que él hubiera sabido consagrar al objeto digno de una adhesión amorosa definitiva, inquebrantable. Padecía en tal estado, consumía en luchas internas la energía de una juventud generosa; pero por lo pronto sólo amaba el amor, sólo creía en la fe, sin saber en cuál; tenía la religión de querer tenerla. Y en tanto, seguía a la madre al templo, donde sabía que estaba cumpliendo una obra de caridad sólo al complacer a la que tanto quería. Además, su alma de poeta seguía siendo cristiana; los olores del templo aldeano, su frescura, su sencillez, el silencio místico, aquella atmósfera de reminiscencias voluptuosas de la niñez creyente y soñadora le embriagaban suavemente; y, sin hipocresía, se humillaba, oraba, sentía a Jesús, y repasaba con las ideas las grandezas de diecinueve siglos de victorias cristianas. Él era carne de aquella carne, descendiente de aquellos mártires y de aquellos guerreros de la cruz. No, no era un profano en la iglesia de su aldea, a pesar de sus inconstantes filosofías.
La madre, del pensamiento del padre muerto pasaba al pensamiento del hijo... acaso amenazado de muerte más terrible, de muerte espiritual, de impiedad ciega y funesta. Recordaba las lágrimas de Santa Mónica; pedía a Dios que iluminase aquel cerebro en donde habían entrado tantas cosas que ella no había transmitido con su sangre, que no eran de sus entrañas. En sus dolorosas incertidumbres respecto de la suerte moral de su hijo, su imaginación se detenía al llegar a la idea de la posible condenación. Aquel infinito terror, sublime por la inmensidad del tormento, no llegaba a dominarla, porque no concebía tanta pena. ¡El infierno para su hijo! ¡Oh, no, imposible! Dios tomaría sus medidas para evitar aquello. Las almas eran libres, sí; podían escoger el mal, la perdición... pero Dios tenía su Providencia, su Bondad infinita. El hijo se le salvaría. ¡A la oración! ¡a la oración para lograrlo!
Los dos, absortos, llegaron a olvidarse del tiempo, a salir de la sombra del péndulo que va y viene, en la cárcel del segundo que mide, eterno presidiario. Aquel fue el milagro. La previsión, el temor que imagina vicisitudes futuras, se cuajaron en realidad; se les anticipó la vida en aquellos instantes de meditación suprema.
Para el hijo, el argumento poético de la fe se iba alejando como una música guerrera que pasa, que habla, cuando está cerca, de entusiasmo patriótico, de abnegación feliz, y después al desvanecerse en el silencio lejano deja puesto a la idea de la muerte solitaria. El no pensar en los grandes problemas de la realidad con el acompañamiento sentimental de los recuerdos amados, de la tradición sagrada, llegó a parecerle un deber, una austera ley del pensamiento mismo. Como el soldado en la guerrilla se queda solo ante el peligro, acompañado de las balas enemigas, ya sin la patria, que no le ve en aquella agonía, sin música animadora, sin arengas, sólo con la guerra austera, como la pinta Coriolano el de Shakespeare, así aquel pensador sincero se quedaba solo en el desierto de sus dudas, donde era ridículo pedir amparo a una madre, a la infancia pura, como lo hubiera sido en un duelo, en una batalla. Buena o mala, próspera o contraria, no había allí más ley que la ley del pensar. Lo que fuera verdadero, aunque fuera horroroso, eso había que creer. Como el valiente, que lo es de veras, no cree tener un amuleto que le libra de las balas, sino que se mete por ellas seguro de que pueden pasar por su cuerpo como pasan por el aire; así pensaba, con valor; pero la juventud se marchitaba en la prueba: el corazón se arrugaba, encogiéndose. Dudando así, escapaba la vida. Las ilusiones sensuales perdían el atractivo de su valor incondicional; al hacerse relativas, precarias, se convertían en una comedia alegre por su argumento, triste por la fatal brevedad y vanidad de sus escenas. No se podía gozar mucho de nada. La ilusión del amor puro, de la mujer idealizada, se desvanecía también; sólo quedaba de ella jirones de ensueño flotando dispersos, desmadejados a ras de tierra, como el humo de la locomotora, el que huye por los campos con patas de araña gigante, disipándose un poco más a cada brinco sobre los prados y entre los setos...
La lógica lo quería; si la gran Idea era problema, ensueño tal vez, la mujer ensueño era fenómeno pueril, vulgaridad fortuita en el juego sin sentido y sin gracia de las fuerzas naturales...
Quedaba la naturaleza. Y el pensador, que ya no esperaba nada del amor, del cielo vaporoso fantástico, se puso a amar el terruño y su producto con la cabeza inclinada al suelo. Fue geólogo, fue botánico, fue fisiólogo... el mundo natural sin la belleza de sus formas aparentes todavía puede mostrarse grande, poético, pero triste, a veces horroroso, en su destino, como un Edipo; la naturaleza llegó a figurársela como una infinita orfandad; el universo sin padre, daba espanto por lo azaroso de su suerte. La lucha ciega de las cosas con las cosas; el afán sin conciencia de la vida, a costa de esta vida; el combate de las llamadas especies y de los individuos por vencer, por quedar encima un instante, matando mucho para vivir muy poco, le producía escalofríos de terror; eterna tragedia clásica, con su belleza sublime, misterioso, sí, pero terrible.
Pasaba la vida, y como en una miopía racional, el espíritu iba sintiéndose separado por nieblas, por velos del mundo exterior, plástico; volvían con más fuerzas que en la edad de los estudios académicos, las teorías idealistas a poner en duda, a desvanecer entre sutilezas lógicas la realidad objetiva del mundo; y volvía también con más fuerza que nunca la peor de las angustias metafísicas, la inseguridad del criterio, la desconfianza de la razón, dintel acaso de la locura. Un doloroso poder de intuición demoledora de análisis agudo, como una fiebre nerviosa, iba minando los tejidos más íntimos de la conciencia unitaria, consistente: todo se reducía a una especie de polvo moral, incoherente, que por lo deleznable producía vértigo, agonía...
El pensamiento de la madre, en tanto, volaba a su manera por regiones muy diferentes, pero también siniestras, obscuras. El hijo se le perdía. Se apartaba de ella, y se perdía. Muy lejos, ella lo sentía, vivía blasfemando, olvidado del amor de Dios, enemigo de su gloria. Era como si estuviera loco; pero no lo estaba, porque Dios le pedía cuenta de sus actos. Era un malvado que no mataba, ni robaba, ni deshonraba... no hacía mal a nadie, y era un malvado para Dios. Y ella rezaba, rezaba, rezaba para sacarle de aquel abismo, para atraerle al regazo en que había aprendido a creer. Cosa rara; le veía en tierra, de rodillas, en un desierto, sin comer, sin beber sin flores que admirar, sin amores que sentir, triste, solo, de hinojos siempre, las manos levantadas al cielo, los ojos fijos en el polvo, esperando sin esperanza; maldito y a su modo inocente, réprobo sin culpa, absurdo doloroso para las entrañas de la madre y de la cristiana.
«¡Más vale enterrarlo», pensaba ella. «Que viva poco y de prisa, si ha de vivir así». Y ella misma le iba haciendo la sepultura, arrojando nieve en derredor del cuerpo inmóvil del anacoreta condenado; en vez de tierra, nieve. Ya caía nieve sobre él, ya le llegaba a los hombros, ya le cubría la cabeza... ¡Señor, sálvale, sálvale, antes que desaparezca bajo la nieve en que lo sepulto!
En una crisis del espíritu del hijo, las cosas empezaron a tener un doble fondo que antes no les conocía. Era un fondo así, como si se dijera, musical. Mientras hablaban los hombres de ellas, ellas callaban; pero el curioso de la realidad, el creyente del misterio, que, a solas, se acercaba a espiar el silencio del mundo, oía que las cosas mudas cantaban a su modo. Vibraban, y esto era una música. Se quejaban de los nombres que tenían; cada nombre una calumnia. La duda de la realidad era un juego de la edad infantil del pensamiento humano; los hombres de otros días mejores apenas concebían aquellas sutilezas. Todo se iba aclarando al confundirse; se borraban los letreros de aquel jardín botánico del mundo, y aparecía la evidencia de la verdad sin nombre. Ya no se sabía cómo se llamaba en griego el árbol de la ciencia, que ahora no servía de otra cosa que de fresco albergue, de sombra para dormir una dulce siesta, confiada, de idilio. Volvía, de otra manera, la fe; los símbolos seguían siendo venerables sin ser ídolos; había una dulce reconciliación sin escritura ni estipulaciones; era un trabado de paz en que las firmas estaban puestas debajo de lo inefable.
Lo que no volvía era el entusiasmo ardiente, la inocencia graciosa en el creer; había un hogar para el alma, pero el ambiente, en torno, era de invierno. Los años no se arrepentían.
La madre sintió que el alma se le aliviaba de un peso horrendo. Cesó la pesadilla. La brisa le trajo hasta el rostro los aromas del bosque vecino; en cuanto gozó aquella dulzura pensó en el hijo, no según le veía en los ensueños; en el hijo que meditaba a su lado. Volvió hacia él suavemente la cabeza. El hijo también miró a la madre... Apenas se conocieron. El hijo era un anciano de cabeza gris; la madre un fantasma decrépito, una momia viva, muy pálida. El hijo se puso en pie con dificultad, encorvado; tendió la mano a la madre y la ayudó a levantarse con gran trabajo; la pobre octogenaria no podía andar sin el báculo de su hijo querido, viejo también, si no decrépito.
La besó en al frente. Se santiguó con mano trémula frente al altar mayor: comprendía y agradecía el milagro. El hijo volvía a crecer, había hecho el viaje redondo de la vida del pensamiento; no había más sino que en aquella lucha se había ganado la existencia; él ya era un anciano, y ella, por otro portento de gracia, vivía en la extrema decrepitud, próxima al último aliento, pero feliz, porque había durado hasta ver al hijo otra vez en el regazo de la fe materna. Sí, creía otra vez; no sabía ella cómo ni por qué, pero creía otra vez. Se acercaron a la puerta de columnas labradas con extraños dibujos; tomó la madre agua bendita de la pila y la ofreció al hijo, que humedeció la mente arrugada y cubierta de nieve.
En el pórtico se detuvieron. La madre no podía andar abrumada por el cansancio. Sonrió, tendiendo la mano hacia el ataúd de los pobres, una caja de pino, sucia, manchada de lodo y cera, colgada en el muro blanco.
Y con voz apagada, al perder el sentido, la anciana feliz exclamó:
-¡E esa... mañana... en esa!...