Viaje al interior de Tierra del Fuego/Capítulo VII
CAPÍTULO VII
Habiendo terminado los trabajos de aquel campamento sobre la orilla occidental del lago Ch'eépel, aparejamos y emprendimos la marcha á las 4.35 con el desco de llegar, rumbo al Oeste, al pié de la sierra que en aquella dirección parecía ser la parte occidental de la cadena Norte del lago, á cuyo pico mayor, llamé cerro Escalada.
El monte estaba completamente seco, debido en parte, á un pasado incendio; á los líquenes y musgos que destruyen los árboles; al viento, á los coruros, que son indudablemente una importante causa destructora y á las mismas lluvias que los derrumban.
Como en todos los bosques, abundaban los colosos caídos. El terreno se elevaba paulatinamente y á los diez minutos de andar, estábamos á veinte metros sobre el nivel del lago. Pronto la selva muerta desapareció, encontrándonos en una planicie cubierta de matas ralas, de pastos ya secos, una que otra planta de calafate, pequeñas, no alcanzando á formar arbustos y continuos limpiones de pedregullo.
Las cuevas de coruro, como siempre.
A nuestra espalda, el cerro Escalada, visto por sus términos orientales, presentaba sus flancos totalmente cubiertos de coibos; las cadenas que rodeaban el lago, dejaban ver amplias hondonadas y el lago, extendido en el valle que ellas forman, lejos de ser aquel turbulento Ch'eépel, cuyas aguas viéramos revueltas como las del mar, era una sábana inmóvil y azul.
Cruzamos un montecillo también de robles muertos y nos detuvimos.
Era imposible continuar con los cargueros y recién estábamos al pié, casi, del cerro aquel.
A nuestro frente, el terreno subía de nuevo.
Un chorrillo que venía del Sur, bajando de las cadenas del Fagnano y que llevaba sus aguas á una de las lagunas que antes habíamos visto al NO. del Ch'eépel, engrosadas sus aguas por las de algunos hilos que bajaban frecuentes de las cerros, nos presentaba sus orillas, formadas por paredes verticales de más de 1 1/2 y 2 metros, las que habríamos podido saltar con nuestros caballos, pero esto hubiera sido difícil para los cargueros, que por ser el fondo del chorillo pantanoso, nos habría dado gran trabajo en caso de caer.
Acampamos, pues, en un bosquecillo de robles jóvenes, para explorar el lugar en busca de buen paso hacia el Fagnano. La tarde y la mañana del siguiente día, se perdieron en excursiones inútiles. Saií con dos gendarmes y, al fin, por el aspecto, tuve que convencerme de que ya—como en el primer momento me había parecido—los cargueros no podrían seguir.
Estábamos al pié de este cerro, que hacía ya algunos dias, veíamos.
Era el cerro Hedición.
Con el objeto de ver mayor escenario y aún, con la esperanza de descubrir un paso que por allí me permitiera aproximarme al Fagnano, me dispuse á cruzar con los gendarmes el riacho aquel y la vega que forma, emprendiendo la ascensión por su lado Este.
Pocas veces se presentan al viajero, perfiles y rasgos más caracteterísticos, que aquellos que forman el cerro Hedición. A su pié, me convencía una vez más de que este y el Escalada, constituyeron anteriormente una sola cadena, dívidida en los tiempos relativamente modernos en que se formó esa abra que hoy permite la entrada por entre ellos sin necesidad de hacer ascensiones. Abra de más de legua y media, á penas ocupada por las lomas que forman la parte Oeste del cerro Escalada y que se extienden hasta morir junto al chorrillo, en cuyas márgenes habíamos acampado. Allí, á pocas cuadras de nosotros, se alzaba la falda oriental del Hedición, en la cual, por este lado, terminaba.
Visto su contorno longitudinal, tanto desde el Norte como desde el Sur, esta cadena, como digo, se determina claramente. Es una masa de contornos curvos en la distancia, un cerro—bola, como lo llamaría un paisano de las provincias del Norte—y en su continuación hacia el Oeste, disminuyendo con la perspectiva, una sucesión de picos semejantes entre sí. Los bosques, como los del cerro Escalada, por su constitución, trepan hasta las cimas, dejando algunos limpiones, debidos á ser aquellos lugares, demasiado empinados. Por su costado oriental, la selva estaba muerta. Divisábamos con los anteojos el inmenso hacinamiento de árboles secos y descortesados.
A pesar de lo empinado que el terreno se presentaba, lo preferí para trepar, pues ya por experiencia, sabia cuán dificultosas son las marchas dentro de los grandes bosques de aquel territorio.
Después de buscar una angostura en que pudiéramos saltar el riacho, cosa que hicimos á poco andar, entramos á una esplanada en que el terreno, pantanoso, estaba invadido por el champon (azorella) y éste á su vez, por la mutilla. Era un terreno cuya vegetación lo preparaba para convertirlo en turbal.
Terminado el llano, dimos principio á la ascensión.
Trepábamos lentamente, saltando troncos de árboles, que en otra hora fueron de veinticinco y treinta metros y que yacían tendidos, sin ramas y sin raíces, vidas cuya duración de deceuios de años, se cortaron al soplo de los vientos . . .
Aquí descansaban entre las piedras, mas allá amontonados unos sobre otros; teníamos que trepar cuatro; cinco, seis troncos, para volver á pasar otros. Todo hacinado, todo revuelto en confusión, todo sumido en la sempiterna mudez de la selva sin hojas y sin nidos. Las rocas también se desmoronaban, bajando lentamente al llano. Y no era éste su primer desprendimiento; otro anterior las despedazó trayéndolas allí y confundiendo el gneis con cuarzos, granitos y masas de esquistos arcillosos.
Pero sin embargo, éstas se correspondían y eran las mismas del Cerro Escalada, pues como él, pertenece la armazón del cerro á la formación terciaria, habiendo recibido ambos, los mismos aluviones.
Llegamos á los 150 metros. Los gendarmes se detuvieron.
Entre los troncos, habíau encontrado un filón de rocas en el que crecían numerosas plantas de frutilla, con los frutos maduros. Son éstos los lugares en que esta especie crece. Mientras ellos descansaban juntando aquellas ricas frutillas que tienen delicado perfume y algo de la frambuesa, yo me tendí á contemplar el paisaje que á medida que subiamos, dilataba el horizonte.
El derrumbadero en que nos hallábamos, era un resultado de los vientos y las lluvias que al encontrar liviano aquel terreno, fácil y rápi damente llevan á cabo allí su tarea destructora. A pesar de esto, la desaparición del monte aquí, no parece haber sido lenta, sino que todo se hubiera derrumbado en un solo momento; sin duda algún vendabal, de esos frecuentes en el Sur, encontró el suelo ablandado por las aguas ó las nieves y consumó la obra, dejando uno que otro árbol, de los que aún algunos se conservan, pero que, sin hojas ni corteza, pronto caerán en el montón que los rodea.
Próximos á la cumbre, nos detuvimos á descansar, preparándonos para el último esfuerzo.
Muy poco habia de aumentarse el panorama en el corto trecho que nos faltaba. Pronto entraríamos al bosque, así es que aproveché para contemplarlo.
Tierra del Fuego se tendía á todos lados, en un cuadro policromo de lagos, vegas y bosques.
Al Norte y Noroeste, las ondulaciones que siguiéramos durante las marchas anteriores, disminuídas por la distancia y las arboledas que las cubrían, nos presentaban la llanura, hasta el mar casi, pero que no alcanzábamos á ver y á los otros rumbos, las cadenas aquí verdes, más allá eternamente blancas, de la cordillera Carlos de Rumanía.
Por un amplio claro de la cadena que se tiende por la margen Norte del Fagnano, á nuestro Sudeste veíamos un pedazo de aquel y sus aguas iluminadas por el sol del medio día, se extendían de brillante blanco.
El lago Ch'eepel se mostraba próximo á nosotros, en casi toda su extensión; los dos peñascos del centro, perfectamente visibles desde la altura, son uno de sus detalles característicosgos.
Dentro de la región montañosa, no se alcanzaba á ver otros laEn la parte llana, apenas percibíamos Río del Fuego, encerrado entre las lomas, pero las lagunas del valle próximo, comunicadas por un enjambre de chorrillos que adivinábamos entre el pasto, erau desde allí, fáciles de observar.
Era aquel, un soberbio mirador que la naturaleza nos proporcionaba y el terreno desplegaba sus esplendores á groso modo, abundantes doquiera llegaba la mirada, pero también, doquiera, se extendía la desolación de sus desiertos.
Era sin embargo el Sur, lo que más me atraia, pues por aquel lado debía divisar el paso hacia el Fagnano.
Una ancha y prolongada vega se internaba en aquella dirección. El riacho del campamento bajaba por ella á las Lagunas Suecas, viniendo de muy lejos, quizás de las montañas del Fagnano, hasta las cuales la vega se aproximaba. Pero, aunque cubiertos de exhuberantes pastos, eran en ella los turbales abundantes de manera tal, que la marcha con los cargueros me pareció imposible.
Un momento después, llegamos á la cumbre.
Los gendarmes me pidieron permiso para hacer una fogata.
—¿Para qué?—Les pregunté.
—Es que todavía no hemos visto indios y tampoco sabemos donde Ellos se avisan y buscan con humaredas que hacen en las cumbres y cuando vean la nuestra, contestaránestán.
Siendo razonable el pedido, los dejé entretenidos en amontonar leña, y me interné en el bosque de la cima.
Estaba compuesto de robles y de coibos; los robles, más hermosos que los del llano, crecían indiferentemente, mezclados, á veces, con los coibos.
Estos se desarrollaban, sobre todo, en los lugares abrigados y ensenadas, iguales en tamaño á los que antes viéramos caidos en el derrumbadero y á los del cerro Escalada y muy semejantes en su fisonomía. pero aquí, bajo los coibos, eutre los trozos de gneis, que es la roca que en la cima se encuentra, abundaban las frutillas, lo que no sucede en el cerro anterior.
Vi frecuentes rastros de guanacos, hacienda vacuna y yeguariza.
Esto me llamó la atención. Pregunté á los gendarmes, que me contestaron que al Sr. José Menendez (ra Argentina) se le habían alzado algunas vacas y toros finos y, también una tropilla de yeguas con un padrillo que le había costado cinco mil pesos.
Las vacas se han aumentado dentro de los bosques y en el día se calcula que ha de haber libres, cerca de mil.
De Río del Fuego suelen salir los gendarmes á cazarlas. No deja de ser una suerte, porque con ellas se aumentan los medios de vivir del indio.
Cuando me reuní con los gendarmes, estos estaban esperando la respuesta de los indios.... aún no han contestado.
Nuestra bajada fué casi fantástica. Diestros ya, descendíamos saltando como kangurus. Los golpes eran frecuentes. El derrumbadero se extendía bajo nosotros. Los gendarmes, á veces, alzaban piedras de algunos kilos, las tiraban contra otras, repercutía el choque en la falda y, rebotando en saltos cada vez más prolongados, se detenían en el llano.
Un viaje semejante, habían hecho las piedras, que cayendo de las faldas, elevaban el nivel del pie del cerro.
Al fin, también nosotros, en ese descenso, no menos golpeados que las piedras, llegamos al llano y después de un momento, nos reunimos á los compañeros.
No había que vacilar: el partido á tomar era uno solo; para seguir era necesario dejar los cargueros. A las 4.30 p. m. del mismo día, emprendimos la marcha, encargando á los gendarmes Mezquita y Quinteros del cuidado del campamento, yendo nosotros en lo montado y llevando solo lo indispensable.
Los ponchos de goma,—la prenda más útil que puede llevar el viajero en la Tierra del Fuego, venían en las cabezadas, y no pudiendo llevar carpa, cargamos con todos los abrigos que nos fué posible, distribuyendo ias provisiones para cuatro días, en nuestras alforjas.
Costeando la márgen derecha del arroyo aquel que corre á las Lagunas Suecas, y que á nuestra salida llevaba escaso caudal de agua, emprendimos la marcha con rumbo al Sur, que era la dirección que el arroyo traía y en la que se extendía el valle por el que este corre.
Desde el cerro Hedición, esta vega parecía llegar hasta las mismas cadenas del Fagnano. ¡Cuánto cambia el aspecto desde la altura! Aliora íbamos por el llano, entre un laberinto de arboledas y nuestra tarea se reducía á descifrarlo, ayudados solo por la suerte.
En algunos lugares, el suelo es sólido, en otros la vega, que en la parte plana es más bien ciénaga, () nos engañaba á cada paso y los caballos se enterraban hasta los garrones.
Al llegar á los turbales, era necesario detenerse mientras el gendarme indio, buscaba paso.
Estos turbales, son bien característicos, pues su color rojizo claro en conjunto, los destaca entre los pastizales, en manchones de dimensiones variables.
Se extienden á uno y otro lado del arroyo.
Los coruros en este valle son mucho menos abundantes, lo que no deja de llamar la atención, pues por su composición, el terreno es igualmente liviano.
Como el terreno es más alto aquí que en lo anteriormente recorrido, la estación hace el efecto de estar más avanzada. Marzo terminaba. Ya se estaban marchitando las hojas de los árboles y en su verde aceitunado se veían las manchas rojas de las ramas secas. Las plantas jóvenes, que crecen en los términos del bosque y en las vegas, tenían ya sus hojas de brillante rojo.
Fácilmente saltamos varias veces el arroyo. cada vez más angosto, y el terreno siempre pantanoso á pesar de su suave pendiente—iba disminuyendo en su ancho, aproximándose el bosque á ambos lados.
Al doblar un montecillo, dejamos de costear el cauce, prefiriendo continuar la marcha en la misma dirección.
Los matorrales de mutilla estaban cargados de frutos, lo que hacía las delicias del goloso gendarme indio.
() Aunque todos dan el nombre de vegas á los pastizales, las partes próximas al agua, en todas partes, son más bien, ciénagas.
El pasto aislado en pequeños matorrales que indicaban haber estado cubiertos de nieve, mostraba sus tallos rígidos y amarillos.
De pronto, la vega quedó cerrada por el bosque á nuestro frente y después de una marcha de tres minutos bajo los árboles, fuimos á salir á otra más pequeña, pero más pantanosa. Este trecho, lo hicimos sin dificultad, pues los robles, de buena altura, abrían sus ramas arriba, lo que era un indicio de su vejez. Pero después de cruzar esta vega, nos encontramos con un accidente del terreno muy semejante al que en la marcha del primer día, nos mostró inesperadamente la llanura en que dobla el Río del Fuego.
El suelo se inclinaba bruscamente; habíamos subido mucho y ahora teníamos que apearnos para descender.
Eran las 7.10 p.m.
El crepúsculo de la tarde invadía el interior del monte y en él, ya nada se veía.
Nos parecía estar junto á un valle, de cuyo fondo llegaba rumor de aguas.
El suelo estaba húmedo y como siempre, pantanoso.
Bajamos. Unas veces saltábamos grandes troncos de árboles, otras, caíamos. A saltar y á caer, pronto se acostumbra el viajero en aquellos lugares.
La noche nos sorprendió al pié del barranco. Prendiendo fósforos pudimos continuar, por entre un colchón de helechos y gramillas hasta detenernos todos, tan sorprendidos como admirados.
El rumor del agua, era de un torrente, en cuya orilla acabábamos de hacer alto. Y aquel río inesperado casi, que en la tiniebla nos parecia más ancho, un verdadero río de las montañas, pasaba haciendo turbulentos remolinos, bajo los robles y los coibos.
Más á pesar de su belleza, no nos detuvimos á contemplarlo; el dia había sido lluvioso y ya era tiempo de pensar en nosotros.
Después de una de esas cenas de marcha, en que el menú no es muy condimentado, ni variado que digamos, nos envolvimos en nuestros ponchos é impermeables como mejor nos fué posible y nos dispusimos á pasar la noche de cualquier manera.
—Ya no va á llover más dijo el gendarme indio.
—Por qué?
—Porque ha salido la luna.
—Ah! Con que tú crees que la luna disipa las nubes?
— Se las traga. (1) —Si eso fuera cierto—¡Qué bien dormiríamos!
Pero á pesar de los pronósticos meteorológicos del hijo de la tierra y á pesar de la luua, llovió toda la noche, amaneciendo empapados y más cansados aún.
Las primeras claridades del día nos permitieron ver el río, que con velocidad de cuatro metros en cinco segundos ó sean cuarenta y ocho metros por minuto, pasaba junto á nosotros viniendo del Oeste y ale—jándose con rumbo al Este.
(1) Es esta una creencia de los indios Su ancho, poco variable, es de veinte á veinte y dos metros; su lecho de pedregullo, permite el paso por todas partes y apenas llega á loscentímetros de profundidad en el centro.
En ambas márgenes, las gramillas no son ni altas ni tupidas, pero á pocos metros crecen compactas.
Los coibos y los robles, muy semejantes aquí en su forma, crecen mezclados, ofreciendo el hecho raro de crecer próximos al agua, hermosos y abundantes. Es el único río en cuyas orillas los he visto.
A pocos metros, veíamos extensos matorrales de plantas de violeta, constituyendo una alfombra tupida, y bajo los troncos en descomposición y las charcas, crecían helechos, alcanzando sus frondas á 0.50 centimetros y un metro de longitud.
La zarzaparrilla, abundante en todas partes, es aquí el arbusto que predomina y entre los claros de las plantas, como siempre, el suelo se nos ofrecía cubierto de hojas secas.
La presencia del río aquel, llevó nuestros espíritus á lugares lejanos; mis compañeros se acordaron de su tierra; yo pensé que era muchisimo más pintoresco que nuestros riachos del Delta paranense, y que, cuando los hogares de los obrajeros se alcen en sus orillas, será éste, el más hermoso rincón del suelo argentino, pues nada igual había visto en todo lo que ya llevo recorrido.
Pero el asunto era seguir, tratando de conservar los caballos mieutras nos fuera posible, así que echando á andar, lo pasamos llegandonos el agua á penas á los piés, y una vez del otro lado, emprendimos la ascensión de una cuchilla, que aunque cubierta de bosque, tenía la ventaja de dirigirse al Sur, es decir, al Fagnano.
Dije que habíamos amanecido empapados y así continuamos. A la mojadura, hay que agregar el cansancio de las marchas anteriores y lo mal comidos que estábamos, pues todos, en el deseo de llegar cuanto antes al lago, habíamos preferido no desayunarnos con unas suculentas costillas de guanaco, que solían asomar en las alforjas del Dr. Lehmann Nitsche. Con esta advertencia el lector conoce nuestra situación, y ahora, puede seguirnos.
La lluvia continuaba fina y constante, envolviendo en brumas de plata las copas de los coibos y robles, de las que también caían gotas y estas mojaban mejor, porque eran grandes y pesadas.
Sobre las rocas se extendía una gruesa capa de arcilla, en la que más que caminar, lo que hacíamos era patinar.
Sobre la arcilla, se asentaba una finísima capa de humus. La falda de la cuchilla era empinada y al clavar sus cascos los caballos, la capa esa, sin consistencia alguna, se deshacía y los pobres animales resbalaban á cada paso.
Como caerse y quedar apretado entre un caballo y un tronco debe ser poco agradable, tuvimos que apearnos y continuar á pié la asceución pero la sierra no era alta y pronto la trepamos. Más, cuando llegamos á la cima, el bosque se hizo más tupido y no pudiendo continuar con los animales, resolvimos seguir á pie.
La lluvia continuaba.
La cima se corría á nuestro frente, en una sucesión de ondulaciones que nos parecían más causadoras aún.
A nuestra izquierda, se abría una profunda quebrada, en cuyo fondo, un torrente bullicioso, describiendo remolinos y saltos, enviando sus continuos rumores hasta la altura, se precipitaba serpenteando en dirección al río que cruzáramos un momento antes. Otros más reducidos, bajaban á él por las faldas de la quebrada, cuyas rocas de color gris azulado daban extraña fisionomía al paisaje.
Estas faldas, casi completamente á pique, presentaban el aspecto de profundos derrumbaderos, entre los que, en algunos puntos, solian crecer pequeños montecillos, expuestos á caer el día menos peusado.
El suelo fueguinc, pronto iba á darnos una muestra curiosa de su originalidad.
Había observado que eu la altura, el calafate era abundante y me había reducido á tomar nota de ello, pero á renglón seguido, apunté en mi libreta: es insoportable, odioso ».
En aquel momento de la marcha, el filo del cerro se enangostaba bruscamente, viéndonos en la necesidad de pasar un trecho—relativamente corto, con precipicio á ambos lados y allí, cuando ya empezábamos á olvidar los turbales del llano, donde las aguas encontraban fácil salida por ambos lados y hubiéramos considerado imposible la formación de tan desagradable estorbo, nos veíamos precisados á pasar algo, sino peor, por lo menos, semejante.
En aquella altura, la mutilla se desarrollaba como en terreno propicio, alcanzando los matorrales una densidad y altura mayor de la hasta entonces observada, y entre ella, el calafate se enredaba y crecía formando una ramazón tupida, sobre la que inevitablemente nos veíamos obligados á pasar.
Y pasamos. Pero cómo! Haciéndonos pedazos la ropa y las carnes, con las espinas de esta planta. Era un buen obsequio que la montaña nos daba, en esa marcha que nunca olvidaré.
Y la lluvia seguía, tenue y fria.
Mis compañeros estaban realmente cansados y cada trecho representaba un esfuerzo.
Hoyos y arroyuelos, en los que saltábamos ó nos metíamos; arbustos, piedras; el suelo hecho una alfombra resbalosa; vueltas, subidas, bajadas, todo esto rendía; y la selva, la selva sempiterna de coibos en que más de la mitad estaban derrumbados, tendidos á nuestro paso, obstáculos que había que franquear en una gimnasia intermitente, no muy fatigosa donde un solo tronco era el caído, pero sí, muchas veces un problema casi para las piernas que empezaban á flaquear, cuando eran cuatro, cinco, seis, tumbados unos sobre otros, fofos y falsos, bajo las botas que se enterraban en su madera, ya en pleno proceso de descomposición.
—Un esfuerzo más y lleg unos al Fagnano!
—Vana esperanza. . . Allí mismo los árboles se separaban para mostrarnos al fondo, otra cadena; más alta, más larga aún, cubierta totalmente de árboles y á la que para llegar era necesario, antes, bajar la que pisábamos.
Esa cadena, pues, era indudablemente el cordón que costea la costa Norte del Fagnano.
—Llegar?—Imposible!
Ya apenas quedaban fuerzas para volver; no se podía abandonar los caballos que quedaron atados entre los árboles; los abrigos habían ido quedando en el camino y con los caballos estaban todas las provisiones.
¡Cómo nos habian engañado las montañas!
Todos nosotros, al salir, estábamos seguros de ver el gran lago desde esta cuchilla y sólo encontrábamos esa cadena enorme que se alzaba delante.
Sobre un tronco caído, uos sentamos en fila, á descansar.
Al llegar á este punto se ocurrirá preguntar porqué era mi empeño en llegar al Fagnano.
La respuesta, es sencilla.
Este lago está considerado como una de nuestras más hermosas joyas, por todos los que lo han podido ver que son contados. Claro que, nosotros también, estando tan cerca, deseáramos visitarlo.
Existía, además de esto, un motivo mayor.
Estando la parte llana cubierta de robles, eu su mayor parte inexplotables en el estado actual de la industria en el Sur, y extendiéndose los mejores montes en el interior, pero inexportables por la clase y extensión del terreno que es necesario recorrer para llegar á los puertos, no teniendo otra salida más económica que el Fagnano mismo, lo primordial; es conocer las facilidades con que las maderas pueden salir á las costas de dicho lago.
El viaje de mi predecesor Nordenskjöld, tuvo por uno de sus principales resultados, determinar la existencia de valle ó abra, que se extiende desde el Sur del lago Ch'eépel hasta el Fagnano mismo, lo cual, aunque no encontrado con el objeto con que yo buscaba las comunicaciones, establece claramente un camino fácil para la salida de las maderas, pero dada la longitud del lago, este no es suficiente, por lo que las salidas más al Oeste, ó sea, más próximas á la desembocadura del lago, beneficiando á la parte occidental del territorio, disminuyen el camino de su riqueza.
Era esta la principal razón.
—Volvamos?
—Sí, pero antes quiero hacer constar una observación.
Muchos de los mapas argentinos de Tierra del Fuego, traen escrita —sobre el lugar que estamos pisando, esta anotación: Montañas y bosques, casi impenetrables...» Como Vds. ven, esto es perfectamente accesible. Si nosotros no llegamos al Fagnano, no ha sido por culpa de la naturaleza, sino de la mojadura que desde ayer tenemos encina. Hemos hecho la parte más penosa en estación muy avanzada, pero la hemos hecho. Volvemos, precisamente, desde el punto en que el camino empieza á hacerse más fácil, pues que ahora baja. Sin embargo, hemos elejido la parte más difícil. También, cuando se hagan á un lado los árboles caídos y esto esté transitado, las marchas por aquí, no tendrán nada de dificultosas.
Como se ve, las maderas pueden salir por las cuchillas de los cerros, por las quebradas y los valles.
Desde el cerro Hedición hasta donde nos encontramos, otro podrá llegar fácilmente en dos días, tres á lo más y hasta con cargueros, si ha cesado unos días de llover. () Ahora, ya podemos regresar.
—Sin ver el Fagnano! ¡Haber llegado tan cerca!—También yo me sentía mortificado. Por entre los árboles, llegaba hasta nosotros un rumor lejano... como de agua...
—Quizá el lago no está lejos, se siente como ruído de olas...
—Quizá—dijo el indio—es el viento entre los árboles de las otras montañas.
Y emprendimos la marcha de regreso, con la esperanza perdida de llegar por alli al Fagnano, pero, como siempre la desgracia de los demás es un consuelo, volviamos recordando que otras expediciones tampoco habían llegado por esta dirección y que éramos nosotros, hasta la fecha, de los pocos que por alli, se internaron.
Al cruzar el río nuevamente y que quedaba anotado en nuestro mapa, lo llamé Río General Cerri, recordando al jefe del ejército argentino, cuya vida ha sido y es como este rio, que empezando por un hilo en las faldas de la montaña, avanza cada vez más grande y torrentoso, pero llevando siempre en su carrera, aguas cristalinas.
(") Hicimos la marcha por lo alto del cerro. siguiendo un rastro bieu claro de indios y gnanicos, que por muy gastado. indica la frecuencia con que se le recorre.