Viaje a la Patagonia Austral/XI
EN EL LAGO ARGENTINO
Febrero 15.—¡Qué delicioso despertar! Aún resuenan agradablemente en mis oídos las armonías que el Espíritu de las Aguas hace entonar por las olas del lago que ruedan sobre las piedras, al aparecer la aurora de este día. ¡Qué espléndidos mirajes se reflejan en mi mente al mirar desde mi arenoso lecho estas aguas verdosas que han arrullado mi sueño!
Los vientos de la noche han calmado; el lago está tranquilo. Los destellos del gran incendio oscilan en las montañas del sur. El fondo de la llanura misteriosa de Fitz-Roy, para nosotros, lago grandioso, permanece soñoliento, envuelto en la bruma que anuncia el día. Sobre él, en las alturas, los eternos y mágicos espejos de hielo que coronan los picos que rasgan altivos el velo de las nieblas, reflejan ya, en medio de sus colores, el naciente sol de nuestra bandera. ¡Mar interno, hijo del manto patrio, que cubre la cordillera, en la inmensa soledad, la naturaleza que te hizo, no te dió nombre: la voluntad humana desde hoy te llamará «Lago Argentino»! ¡Que mi bautismo te sea propicio; que no olvides quién te lo dio y que el día en que el hombre reemplace al puma y al guanaco, nuestros actuales vecinos; cuando en tus orillas se conviertan en cimientos de ciudades los trozos erráticos que tus antiguos hielos abandonaron en ellas; cuando las vedas de los buques se reflejen en tus aguas, como hoy lo hacen los gigantes témpanos y dentro de un rato la vela de mi bote; cuando el silbido del vapor reemplace al grito del cóndor que hoy nos cree fácil presa; le recuerdes los humildes soldados que le precedieron, para revelarte a él y que en este momento pronuncian el nombre de la patria bautizándote con tus propias aguas!
Inmediatamente de levantados, descargamos el bote para organizar nuestro almacén de provisiones que debe quedar en tierra al cuidado de Isidoro y Abelardo, mientras me interno al Oeste con el bote; las malas condiciones marineras de este no permiten conducir nuestras riquezas alimenticias a través de las aguas, pues sería perderlas.
Levantamos al lado del matorral la carpa que nos queda, habiéndose destrozado completamente la otra, y colocamos dentro de ella todo lo que tenemos de más precioso; es decir, la fariña, el azúcar y la yerba, mi baúl de libros y las colecciones. En el bote quedan algunas conservas y provisiones para quince días, y dos guanacos charqueados, para el caso que, en las montañas, no podamos obtener caza, y hacemos en él las reparaciones indispensables, sobre todo en el timón que se ha hecho pedazos durante el trabajo de subir el río. Cuando está todo listo y almorzamos para embarcarnos, el tiempo se descompone, y los chubascos que desde ayer tarde se formaban en los desfiladeros del oeste, se desencadenan barriendo la superficie del lago, inquietándolo, y el viento aumenta rápidamente, de tal manera, que en vez de salir a navegar con el bote, tenemos que retirarlo de las aguas y vararlo sobre la playa lo más lejos posible de ellas, pues las olas ya se estrellan y pueden destrozarlo.
El día de hoy no ha sido perdido; lo hemos empleado en examinar el desagüe que forma el Santa Cruz, y la ribera hacia el norte, donde la quebrada nos ha indicado la probable existencia de un río.
Desde el punto en que nos encontramos dominamos el canal con rompientes en el centro, por donde el lago envía al océano, a través de cien leguas de desierto que acabamos de atravesar, la exuberancia de sus aguas. En vano el ventisquero andino se grieta y siembra con sus fragmentos las profundas aguas; estas nunca rebosarán ni cubrirán totalmente las áridas orillas, pues el curso del Santa Cruz las vaciará en el Atlántico, unas veces con lentitud, otras con increíble rapidez, como sucede en estos momentos.
El canal, desde cierta distancia no se distingue, y media milla antes de llegar al lago no se sospecharía su proximidad, por el poco aumento de la velocidad de las aguas que descienden por él, comparándola con la de otros puntos, ya señalados en nuestro trayecto, pero una vez que se llega frente a su principio, los trozos erráticos, al estorbar el tranquilo paso de las aguas, hacen rugir sordamente éstas, refrescando sus pulidos bordes con la blanca espuma que produce el choque y recuerdan involuntariamente al viajero el serio peligro que correría, si dentro del lago, las corrientes arrastraran su embarcación hacia el desagüe.
El río Santa Cruz no nace inmediatamente de la gran cuenca del lago; le precede una pequeña ensenada, con recodos tranquilos, abrigados por médanos y lujosos matorrales, donde los botes que lleguen a ese punto, en momentos de malos tiempos que no permitan pasar por sobre las piedras de la entrada, pueden anclar o sujetarse en la costa, antes de entrar, sin temor alguno. Luego que una embarcación haya entrado en el lago, operación que siempre deberá hacerse con buen tiempo, no encontrará fácilmente reparo: en el paraje donde me encuentro ahora estará siempre expuesto a los vientos del N. O. hasta S. S. O. y creo que inmediato a la boca del río, ningún abrigo ofrecerá buen refugio, pues en lo que alcanzo a distinguir no veo sino una playa desamparada, limitada en un lado por un médano y en otro por la intranquila línea blanca que forma la ola al derramarse sobre el cascajo.
Este lago, en tiempos no muy remotos, ha debido tener una extensión bastante mayor, y esto en la época geológica actual. Las mesetas que dominan la llanura, baja medanosa, han sido la muralla contra la cual, en los tiempos a que me refiero, batían las aguas del lago; tanto detritus amontonado con lentitud, pero también incesantemente por las olas, han llenado ese espacio; le han levantado sobre el nivel del agua, sembrándolo de rocas y polvo de ellas, que han formado los médanos sobre los cuales hemos instalado el campamento.
He recorrido a caballo la pequeña extensión situada al norte del paradero; el camino es incómodo por la gran cantidad de médanos elevados, algunos de diez metros, y sumamente sueltos, y el paisaje, ahora que la tormenta nos oculta el horizonte montañoso, es parecido al del océano Atlántico, en las inmediaciones de la bahía San Blás; pero aquí, los arbustos (que son algo distintos de los que allí se encuentran) adquieren mayor tamaño. El calafate y el matorro blanco son los principales; aún que el último parece preferir terreno más sólido, abundando con mayor profusión en las mesetas. La costa es corrida N. S. con sólo pequeñas entradas bajas, donde acuden en vano, en busca de alimento, algunas gaviotas que, engañadas, chillan tristemente. A cierta distancia, los médanos cesan, reemplazados por colinas glaciales de altas pendientes y que muestran en sus flancos inmensos trozos de rocas; el agua baña su pie batiéndolo suavemente.
El lago concluye en este punto; pasando una corriente que baja del norte, se divisa, desde la colina al oeste una planicie inundada, luego una ensenada profunda, que se interna hacia el norte; en seguida una lengua de tierra que adelanta al sur y más lejos elevadas mesetas y montañas lo bordean en línea casi recta al oeste, inclinándose algo al sur.
La corriente que desciende a nuestros pies desde el norte, es un río; desemboca en el inmenso bañado que tenemos en frente y sus aguas que corren por la pendiente, se dividen en infinidad de brazos, por el delta que les ha formado la inundación; pero entre ellos se distinguen dos canales, que cuando bajen las aguas, serán indudablemente los únicos por donde descarga sus aguas este río, que creo es el que Viedma vió salir del lago que lleva su nombre y que los indios, que le acompañaban, le dijeron ser el Santa Cruz. Galopando más hacia el norte, veo que este río aumenta de velocidad en su descenso, la que es mayor que la del Santa Cruz.
La vista del territorio es diferente ya aquí; aunque es un desierto, hay algo de pintoresco en las barrancas que dominan este río, donde hay más arbustos y pastos, bien distintos de las áridas barrancas y médanos movedizos que han fatigado la vista en la comarca recientemente recorrida; algunos pequeños vallecitos me parecen risueños, a pesar de ser solitarios, y un trozo errático de esplendida blancura hace creer a mis ilusos sentidos, que tienen delante una pequeña morada humana en los flancos escondidos de la quebrada.
El aspecto geológico de la meseta inmediata, que cae casi a plomo sobre dicho río, el cual corre encajonado, sin valle, es distinto al de las mesetas dominan el Santa Cruz; se elevan gradualmente hasta una altura de más o menos 1.500 pies, y en su límite superior, bajo el manto glacial, se ve una capa verdosa amarillenta en estratificación poco visible, grietada, con grandes derrumbes que han sembrado su base de peñascos enormes. La roca es blanquizca y amarillenta cerca del río. Este no corre directamente de norte, y forma una vuelta al salir del cajón de las mesetas, con un desagüe ancho.
Ningún ser viviente vimos en estos parajes, a no ser dos zorros que nuestros perros no pudieron cazar. a pesar de haberlos perseguido con encarnizamiento. A la noche regresamos al paradero, sin traer carne, y sí solo la noticia de que aunque no hemos visto ningún guanaco ni avestruz, los rastros de estos animales son muy comunes; Isidoro dice que mañana saldrá a campearlos. Si bien no los hemos visto vivos, en cambio, es inmensa la cantidad de osamentas de guanacos que hay entre los médanos, al abrigo de las grandes matas.
Febrero 16.—El día ha amanecido tranquilo; las pesada nubes que ocultaban el oeste se han disipado y las cumbres de los Andes despiden entre la bruma rosada, destellos dignos de esos eternos gigantes; el lago, hermoso en su calma, nos convida a internarnos en él mientras su Espíritu agitador duerme. No hay tiempo que perder y tratamos que el primer rayo de sol refleje en el bote, navegando, izada la blanca vela y el pabellón al tope. Como el deseo no tiene en cuenta los obstáculos, ya nos hemos embarcado; mentalmente, la embarcación flota ondulando y se sacude gozosa, sintiendo llena de aire la lona; creemos vernos en el centro del lago, atracados a un témpano, saciando la sed en la nieve, que como cana cabellera, cubrió, durante siglos, la montaña, y que la tempestad de ayer ha hecho rodar hasta las profundas aguas; cuando el Walichu del lago despierta y parece ordenar a los vientos, que nos son favorables, que se tornen en contrarios. Tristes, volvemos a desembarcar y sirgamos el bote desde la costa, durante un trayecto de dos millas hasta colocarnos en posición aparente para que aprovechando el viento del O. S. O. que sopla, cruzar a la orilla del noroeste frente al río que baja del norte.
El viento arrecia, pero no nos acobardamos. Francisco y yo nos mojamos completamente y el bote casi se llena de agua, pues al varar sobre un banco, una ola lo cubre y lo tumba. Nos embarcamos nuevamente y tratamos de dirigirnos a la desembocadura del río del norte, lo que recién conseguimos después de repetidas tentativas, pues tenemos que luchar contra el viento y la correntada que nos arrastra con fuerza hacia el desagüe y que al mismo tiempo nos impide, no pudiéndola vencer, de ganar camino hacia el punto de desembarque. El bote es sumamente pesado, de malas condiciones marineras y no se levanta con facilidad al cruzar la ola, y ésta penetra dentro de él o choca con violencia, y como es sumamente angosto se tumba con facilidad, poniéndonos en peligro de parecer ahogados. Además, cuando en las viradas el viento nos es contrario, tenemos que emplear sólo los dos remos, pues la vela es inútil. Entonces la embarcación no obedece bien al timón y las corrientes que hacen bullir el agua y blanquean de espuma la superficie del lago, juegan con él arrastrándolo fuera de rumbo. Los remolinos que forman estas corrientes encontradas en sus choques y que nos ponen en serios peligros, tienen acción sobre el fondo del lago, el que en ciertos puntos, como por ejemplo el paraje que cruzamos, no debe ser muy profundo, y comunican a los hilos de corrientes, con los detritus que levantan, un color parecido al del río de la Plata. Estas fajas plomizas, de color siniestro, forman contraste con las aguas que a cierta distancia divisamos azuladas, meciéndose, pero sin sacudir sus cabelleras.
Recién a medio día podemos, a fuerza de remos, llegar a la costa y desembarcar en una caleta angosta y profunda (25 pies), protegida contra todos los vientos, suerte rara, pues los abrigos parecen ser muy escasos en este inhospitalario lago.
He satisfecho una de mis más grandes aspiraciones; es decir, navegar en el lago, y pisar tierra virgen de planta humana; ni salvajes ni civilizados han impreso sus plantas en la fina arena de esta playa, pues no creo que los antiguos patagones fueran navegadores.
Mis compañeros, al pisar tierra, piensan probablemente en el cumplimiento de mi promesa al salir de Pavón: «Navegaréis donde flotan témpanos; hollaréis tierras vírgenes». ¡Qué gran satisfacción experimento!
En este ancón escondido, pero desde el cual se distinguen bien el lago y sus imponentes costas, no sopla el viento y el agua clara está tranquila. Los patos, las avutardas y las gallaretas la rayan con animado buril, mientras el blanco casco del bote se refleja en ellas. La bandera que mis amigos me entregaron al embarcarme en Buenos Aires, sube al mástil; la pequeña que ha flameado constantemente en tierra y en agua, sobre el basalto y sobre el lago, se coloca en la costa sobre un remo y armamos campamento sobre esta virgen tierra argentina, no hollada aún ni por sus mismos dueños.
Luego que ponemos a secar nuestras ropas y las mantas que forman nuestras camas, dejo a cargo de Estrella el desembarque de los víveres que están completamente averiados y salgo con Moyano hacia el norte a visitar el país y buscar objetos. El aspecto del suelo no varía mucho del de la costa del este; las mismas plantas, los mismos pájaros, los mismos médanos.
Caminando hacia el norte, llegamos hasta el nuevo río, frente a la meseta elevada del este; el río parece descender con una pendiente muy grande y veo que es imposible emprender, con la clase de embarcación que llevo, su ascensión a la sirga, pues los rápidos son en doble número que en el Santa Cruz, y siempre aumentan con la inundación. Es más angosto aquí, y tiene en su aspecto general cierto parecido con el Limay, aunque la formación geológica de la comarca es distinta.
Ya tarde, a la noche entrada, regresamos al paradero, que nos es señalado por grandes fogatas encendidas para indicarme el camino y para anunciar a los dos expedicionarios que vigilan el almacén de provisiones, en la margen este del lago, el punto donde hemos acampado y al mismo tiempo la feliz nueva de haber cruzado el lago. Después de comer un humilde puchero con fariña, y festejado el acontecimiento con un trago de hesperidina, que es el último licor que nos queda en el bote, encontramos en nuestra cama humilde descanso de las fatigas del día, bajo la inmensa bóveda austral celeste y plateada. Los cinco tripulantes del bote dormimos orgullosos y contentos; somos los primeros navegantes del Lago Argentino.
Febrero 17.—El tiempo no nos favorece; los ventarrones que bajan de los Andes, alborotan el lago durante la noche; sus olas han rugido, y hoy, cuando lo miramos a la claridad del día, lo encontramos encrespado, rompiendo ruidosamente contra la estrecha península que se va inundando, y saltando sobre las grandes piedras glaciales. Él viento nos es contrario para hacernos a la vela; juzgo, pues, conveniente disfrutar un día más de esta soledad que hoy debiéramos abandonar.
Paso parte del día sobre una colina cubierta de despojos glaciales que domina parte del lago y el río del norte y desde la cual distingo en frente a Isidoro, que busca los guanacos cuyos rastros vimos hace algunos días. Es un punto aparente para orientarse y tomar direcciones para formar el croquis de la región.
Frente a este sitio, hacia el S. O., se ve en el lado sur del lago un elevado promontorio blanco amarillento, o negruzco, según el estado del cielo, y que se adelanta hacia el agua, despertando cierto interés por visitarlo. Parece ser un contrafuerte de las mesetas elevadas que en ese costado bordean en una línea casi recta, que asciende en escalones desde el Atlántico hasta los Andes, en dirección E. O. Desde este mamelón se ve la pequeña ensenada donde está amarrado el bote.
Siguiendo al oeste, encuentro una larga llanura cuya costa se inclina al N. O. hasta casi encontrarse con la meseta alta. Allí, un brazo del lago se interna y forma una preciosa bahía casi circular, en cuyo fondo norte y este, se elevan murallas altas que le dan un aspecto agreste. Toda esta región, a partir del punto donde la meseta elevada que sigue desde el este, es casi paralela a la que he mencionado en el sur, y que se interrumpe, para dar paso al río del norte. Continuando luego hasta el borde de la citada bahía redonda, el terreno es bajo, exceptuando el mamelón que me sirve de observatorio y que ha sido formado por los materiales glaciales; está tan sembrado de arbustos, como de trozos erráticos, sobre los cuales veo parados infinidad de caranchos y chimangos. Al norte, el río, que baja de esa dirección, aparece entre quebradas; el lado este es más elevado que el contrario, donde una hilera de colinas precede una meseta inclinada y deja ver su cumbre, sembrada de amarillento pasto que doran los rayos solares, alegrándola. Más al oeste, otras mesetas más o menos uniformes, pero más elevadas, se siguen hasta Castle-Hill, cuya cumbre, que imita restos de geológica torre, elevada por fuerzas gigantes y destruida por los hielos eternos, los indios la creen morada de espíritus. A su pie se eleva una montaña más baja, puntiaguda, que creo es la que Fitz-Roy llama Hobler Hill, aunque su posición geográfica no concuerda del todo con la que el marino inglés le asigna en el mapa.
El viento va calmando en el bajo y ha tornado al sud y luego al sud-oeste como ayer, lo que muestra que la virazón aquí es a la inversa de la de Buenos Aires, pero en el cielo se nota gran agitación en las nubes. Son imponentes los blancos y plomizos chubascos que naciendo tras de Castle-Hill, en una nubecilla blanca, van aumentando de volumen hasta cubrir la mitad del cielo y pasan veloces, regando al mismo tiempo que sombreando, un gran espacio, mientras a corta distancia los rayos solares, que cruzan por el firmamento azul despejado de nubes, alumbran otros parajes que parecen recibir más brillo a causa del contraste. Cuando la luz y la sombra se alternan sobre la superficie del lago, se diseñan en él inmensos fantasmas.
Esta tarde el viento calma y el tiempo, de crudo que ha sido durante el día, se torna agradable. Hace feliz a quien lo disfruta; el sol se hunde tras los Andes, entre nubes de púrpura, y sus rayos, aunque colorean los bordes de ellas, hacen resaltar la blancura del hielo de sus picos, que aparecen y desaparecen, agujereando altivos las capas de rosadas nubes para presentarse gallardos ante el azul del firmamento. El lago calla sus enojos, ya no alborota entre las rocas; todo me anuncia para mañana un buen día, para ir a buscar lo que encierra el otro costado. Soy feliz aquí; puedo abandonarme libremente a mis pensamientos. Me siento sólo en este inmenso pero escondido templo de la naturaleza, y en una niebla intelectual dejo transcurrir las horas de la tarde que siguen a la humilde cena, hasta que el sueño me sorprende.
Febrero 18.—A medio día, un viento favorable nos ayuda y abandonamos el campamento para hacernos a la vela en dirección al fondo del lago, a rebuscar en los ancones del pie de Castle-Hill y en los residuos de los antiguos ventisqueros, los bosques que han producido los troncos y las hojas que boyan sobre las aguas. Al principio, la corriente nos empuja nuevamente hacia el desagüe, pero el viento arrecia y ciñendo la vela, a la que tomamos rizos, vamos contentos, saltando de ola en ola, hacia los témpanos. Estos parecen islas de claro cristal en medio de las aguas; unas veces brillan, otras permanecen pálidos y tristes. La incidencia de la luz, producida por las nubes, les comunica alegrías o tristezas. Cuando alumbrados por el sol, proporcionan contento; hay entonces algo de suave dulzura en esas inmensas moles congeladas que balancean sobre el celeste del agua, pero cuando un negro chubasco oculta el rayo vivificante, pierden ese aspecto, adquieren un color equívoco, terroso, severo, y parece que reflejan las nubes pardas.
A lo lejos, vemos inclinarse una enorme masa blanca, que se hunde momentos después con estruendo y produce una gran ola que viene rodando hasta estrellarse contra nuestra embarcación. Donde ha desaparecido, vemos alzarse blancos conos que se diseminan y balancean al impulso del agua alborotada con el choque. Son los restos del gótico monumento, tallado y desprendido por la hábil naturaleza en el flanco del ventisquero. ¡Qué cruel es el destino de este! La nieve vetusta que lo forma, anciana de siglos y siglos, ha avanzado lentamente hacia el lago, coronada de ligeros capullos y de rocas que han desprendido, a su lento pero majestuoso paso, del flanco de la montaña, y de este modo ha ido creciendo el campo de hielo que cubre los valles, o sirve de cintura cristalina al pico de granito. Pero las aguas del lago hijas de otros hielos anteriores, baten con sus olas los flancos congelados, lo carcomen, lo grietan por su base, desgajan grandes trozos y dan nacimiento al grandioso témpano; así la bulliciosa onda triunfa, y en un instante desaparece la obra del cierzo helado de los siglos, que se disipa a los primeros rayos del sol de enero. La montaña flotante es un pedazo del ventisquero; los pequeños conos que vemos son los fragmentos en que se ha convertido ella, con su hundimiento, en el seno de las aguas.
¡Qué multitud de recuerdos se despiertan en mí, mientras dirijo el timón hacia los hielos! Recién ahora comprendo las obras de los navegantes polares, que tantas veces he hojeado y que otras tantas me han producido sensaciones desconocidas con su lectura: de asombro, de admiración y de incredulidad algunas, lo confieso, ante la sublime abnegación de esos hombres que oponen solo el ardiente entusiasmo de la ciencia, al espantoso frío del polo, donde los lleva la progresión del pensamiento que no reconoce barreras. Recién, cuando tengo delante un pálido reflejo, me imagino las bellezas sublimes, pero terribles, que ostenta el mundo en sus extremos.
Lo mismo que los lagos alpinos, estos lagos de los Andes deben tener grandes profundidades, en relación con su tamaño, pero me encuentro desprovisto de los elementos necesarios para hacer sondajes;, sin embargo, cuando hemos largado el plomo, nos ha dado honduras que varían entre 17, 32, 56, 65, 78 pies a corta distancia del paradero de donde hemos salido, y a dos millas de la costa, la línea de sonda que mide 120 pies, no encuentra fondo en las varias veces que tentamos buscarlo.
Al creernos ya próximos al canal que se extiende al pie de los cerros de Castle-Hill, en dirección al N. O. de esas montañas, y que es uno de los canales por donde bajan los hielos, nos encontramos con vientos sumamente violentos, que ponen por un momento en peligro nuestra embarcación y nos obligan a retroceder y buscar punto de desembarco en la margen sur. Estos tufones y las corrientes, nos arrojan a una pequeña playa rodeada de rocas, y en la cual varamos el bote, que las grandes olas y el viento hacen chocar contra el fondo, llenándolo de agua, lo que nos hace perder otra parte de las provisiones.
El arribo a estas playas desabrigadas y sin fondeaderos, equivale casi a un naufragio. Necesitamos hacer esfuerzos serios para poner el bote a salvo, haciéndolo rodar por sobre ramas de árboles que la casualidad nos proporciona, hasta la mitad de la barranca, donde, aunque las olas al estrellarse barran sus costados, no hay peligro de que lo arrastren.
Febrero 19.—Mal tiempo; es imposible navegar a causa de la agitación de las aguas. Salgo a caminar hacia el promontorio y después de curiosear largo rato entre los derrumbes que caen casi a pique sobre el lago, hago un descubrimiento interesante.
Las barrancas verticales están cubiertas de siggnos trazados por mano de hombre. Tengo delante más o menos los mismos vestigios que en medio de las lujuriosas selvas y al lado de las fragosas cataratas del Orinoco, revelaron al ilustre Humboldt la existencia de un gran pueblo antiguo y extinguido. Estas inscripciones, aunque más humildes y menos complicadas que aquellas, revelan aquí, al borde del gran lago austral, el paso, y quizás también la prolongada morada de hombres más perfectos moralmente que el tehuelche, que no tiene otra idea del dibujo que las informes rayas y puntos que traza al reverso de sus quillangos.
Estas inscripciones se extienden en la escarpa del promontorio, en grupos aislados, representando cada uno una combinación de distintas figuras; adelantaré que en el primer grupo, si se exceptúan unas dobles sucesiones prolongadas de puntos rojos que en un extremo se unen y que probablemente en un principio hicieron parte de un tosco dibujo de forma animada y que se hallan situadas a ambos extremos del fragmento de barranca sobre el cual han sido pintadas, se nota gran semejanza en estas combinaciones de signos con las que han sido descubiertas en el territorio del Colorado, en Arizona y Nuevo Méjico, y que allí han sido trazadas en peñascos de estructura igual a los que menciono. Esas manos rojas estampadas son idénticas, lo mismo que ciertas combinaciones de puntos y líneas. Encuentro también cierto parecido con algunas figuras informes de animales, formadas con puntos rojos, que se notan en otro peñasco, y más adelante veo figuras humanas, trazadas tan toscamente que algunas podríanse tomar por imágenes de lagartos y que son del mismo género que las ya citadas de Norte América. En más de cien signos que copio, noto analogías más o menos exactas con las que Schomburgk y Brown citan de las Guayanas, con las de Ceará en el Brasil, descritas por J. Whitfield, con las que se encuentran en el Perú, Bolivia, República Argentina y Chile, hallando muchas parecidas a las de Norte América. Hasta los mismos colores de las últimas se encuentran en esta; el rojo predomina, pero hay algunas purpúreas, blancas, amarillas y hasta verdes.
Este descubrimiento me demuestra que las inscripciones que asombraron a Humboldt no están ya encerradas en centenares de leguas, sino en decenas de miles; me hace ver que, con corta diferencia, se encuentran los mismos signos en todo el nuevo mundo, desde las islas de Vanconver cerca del círculo boreal, hasta este «Lago Argentino», y que las figuras pintadas que copio de las paredes abruptas y verticales de Punta Walichu, nombre que le he dado a este promontorio, son iguales a las que los exploradores americanos han señalado al norte de Méjico, y que las piedras grabadas en remotos siglos, por los habitantes de Méjico, Centro América, Guayanas, Brasil, Perú, Bolivia, Chile y República Argentina parecen haber sido trabajadas por individuos, sino de la misma raza, a lo menos provistos de igual cultura.
La descripción de estos signos, que será clave del conocimiento de una raza extinguida, es materia de arduos estudios; la interpretación de los signos antiguos americanos está por principiarse, y largos años pasarán antes que pueda bosquejarse siquiera el plan de ellos; pero dato etnográfico bastante importante es el encontrarse signos iguales en regiones tan apartadas.
Más adelante hacia el oeste, al llegar a un pequeño ancón abrigado por grandes fragmentos de peñascos caídos de los flancos de la barranca, hago un hallazgo aún más valioso, en una pequeña cueva, de paredes con figuras pintadas y que mide ocho metros de ancho por tres de profundidad, siendo su altura, en el frente, de dos y medio, disminuyendo gradualmente hasta tener sólo veinte centímetros en el fondo. Las excavaciones que emprendo en ella, son coronadas de buen éxito; a poco rato, la pala y el pico dan con un objeto que impresiona al brasilero, quien huye, abandonando la tarea que le he confiado, mientras copio los signos estampados en la piedra. Con algún trabajo prosigo yo mismo la investigación y tengo la felicidad de extraer del fondo de la cueva, un cuerpo humano bastante bien conservado, que ha sido inhumado, envuelto en cueros de avestruz y cubierto luego con pasto y tierra, sobre la cual he recogido dos cuchillos de piedra y una punta de flecha de la misma materia.
El cuerpo está pintado de rojo; la posición en que se encuentra es análoga a la de las momias del Perú y a la disposición en que las tribus pampeanas sepultan sus muertos. La pierna derecha ha sido replegada sobre el cuerpo de una manera tan forzada que poco ha faltado para que la cabeza del fémur abandone la cavidad catilóidea.
El fémur izquierdo ha desaparecido, lo mismo que gran parte del costado del mismo lado, que ha sido descubierto y comido por algunos carnívoros, quizás zorros; se conserva, sin embargo, el resto de la pierna y la posición del pie que es igual a la de su congénere me indica que esta pierna ha tenido, en el cadáver fresco, la misma colocación que la otra. Congeturo que los pies han sido colocados de manera que los dedos grandes se tocaran. El brazo izquierdo está doblado y la mano cubre la cara y los ojos. ¿Es esto un signo de dolor, o de meditación eterna?
Entre este brazo y el cuerpo encuentro cruzada una bella pluma negra de cóndor, que también ha sido pintada; ¿es un signo de poder, señala el rango que en vida revistió en la tribu, perpetúa la memoria de un cazador atrevido, o es un simple adorno con que el deudo o el amigo sencillo ha querido ataviar al muerto? Tampoco sabré decirlo.
El brazo derecho ha sido colocado casi verticalmente entre ambas piernas; la mano crispada, parece que araña la tierra y el plumoso sudario en que ha sido envuelto y del cual sólo quedan restos y que también ha sido pintado de rojo. La posición del cuerpo, en la tierra, en relación a la disposición de la caverna, es curiosa: no ha sido colocado sentado como en vida, como sucede con las momias peruanas; por el contrario, la encuentro con la cara vuelta hacia abajo y dirigida hacia el punto más obscuro de la cueva. Junto con los cuchillos, recojo huesos de guanacos, tallados; son los alimentos con que los sirvientes han querido alimentar al que ha muerto, en el tránsito a la vida futura.
Esta momia tiene el cabello cortado casi a la raíz, y esto, junto con la pintura roja con que ha sido cubierto el cuerpo, en vida o después de la muerte, me hace pensar que quizás ella pertenezca a un fueguino, no de los que habitan la gran isla sino de los del continente, que vivían en el tiempo en que Francisco Sarmiento de Gamboa hizo su memorable expedición al estrecho de Magallanes (año 1580). Este navegante menciona mujeres con el pelo cortado y el cuerpo pintado de rojo. Sin embargo, creo que la momia en cuestión es un hombre, y de muy elevada estatura.
Otros antiguos navegantes descubrieron también huesos humanos en algunas cavernas, en la costa del Pacífico, en la región patagónica; los antiguos habitantes del archipiélago de Chonos, que probablemente pertenecían a la misma raza, que los que menciona Sarmiento, también enterraban sus muertos de la misma manera, y añadiré que los tehuelches me han dicho que sus abuelos les contaron que en estas regiones habitaban en otro tiempo fueguinos.
No hay duda que esta momia no pertenece a los tehuelches, pues la forma de su cráneo es suficiente para demostrarlo. Aunque deformado artificialmente, tienen mucha más semejanza con él los de otros antiguos patagones, que los de los actuales.
Más al oeste es imposible seguir por el pie de la barranca porque el agua nos corta el camino; ascendemos el cerro, dominamos el lago, aunque sin distinguir sus contornos, pues la tormenta lo alborota, oscureciéndolo, y bajamos nuevamente a la playa, para prolongar las pesquisas que continúan con buen éxito.
Siguiendo la barranca, me encuentro en un trance apurado; la roca es a pique, pero tal es el entusiasmo, que sin fijarme en ello, sigo adelante, indicando el camino al señor Moyano que continúa detrás de mí. Llega un momento en que las ramas en que me he asido se desprenden de la roca y me hacen rodar más de 30 pies hacia el abismo. Felizmente un peñasco se encuentra a mi paso, puedo sujetarme a él, y quedar suspendido al borde del precipicio, profundo de casi cien pies, y donde las olas saltan estrepitosamente sobre las puntiagudas rocas terciarias. Tenemos que retroceder y esto ya de noche, pues con los felices hallazgos, no nos hemos fijado en el tiempo que ha transcurrido; llegamos a las diez de la noche al paradero donde la tripulación se halla alarmada de nuestra ausencia.
Estamos muy fatigados, y encontramos exquisito el poco de fariña y arroz que compone nuestra comida, pues un golpe de ola nos ha arrebatado el charque que por descuido de Patricio había quedado secándose sobre el bote.
Dormimos profundamente al reparo de los remos y de algunas pequeñas tablas del bote, que son un exiguo abrigo contra el temporal.
Febrero 20.—En una excursión verificada esta mañana, a los matorrales inmediatos a los elevados cerros terciarios que dominan la ondulada llanura, sobre la cual nos encontramos, he recogido una punta de flecha perfectamente trabajada de la forma que comúnmente se reconoce con el nombre de «laurel». Un hermoso huevo de avestruz, proporciona además, un nuevo manjar con que aumentar nuestro humilde almuerzo.
Los temporales han dado mala cuenta de nuestras provisiones y sólo haciendo economías, a expensas de nuestros estómagos, podremos continuar la exploración; de manera que cada nuevo contingente que recibimos es bien acogido; pues en estas circunstancias no nos cuidamos de ser muy delicados; más de una vez me ha sacado de apuro un hallazgo semejante, que es el gran recurso del viajero en el desierto. Los huevos que han sido puestos antes del momento en que el macho forma la nidada, y que las hembras han dejado diseminados en el campo, duran largo tiempo, pues nunca son empollados; sólo el zorro, el gato o el puma los destruyen.
La manera patagónica como se les prepara permite que no quede ningún desperdicio y que el feliz descubridor los aproveche enteramente. Se le hace en un extremo un pequeño agujero de una pulgada de diámetro, y después de haberle sacado una parte de la clara, se le coloca entre la ceniza cuidando de mantenerlo vertical y de revolver su contenido; así, a fuego lento, se asa sin que la cáscara se quiebre. Cocinados de esta manera son excelentes. Si se ha cuidado bien, la cáscara puede servir después de taza para te o café y hasta de mate. El contenido de este huevo se divide entre los cinco que forman la tripulación del bote; es una ayuda a la fariña con porotos que ha preparado Patricio, quien ha sido nombrado cocinero de la expedición.
Continúo el reconocimiento de las cuevas de punta Walichu, poro sólo encuentro cuchillos de piedra.
Pasando este promontorio se extiende una llanura, cubierta de médanos donde inútilmente perseguimos algunos avestruces.
Hay al oeste de la punta una bahía, casi circular, mayor que la que he mencionado en el lado norte y la que, con la inundación adquiere mayor tamaño; sus quietas aguas sirven de estanque a millares de pájaros que casi la cubren, matizándola armoniosamente; las bandurrias, los flamencos, los gansos, los patos, las gallaretas, vuelan gozosas en todas direcciones, arrojándose luego sobre los pequeños pescados, y en una isla, peñón terciario, que domina la entrada, miles de blancas gaviotas alborotan con sus gritos agudos la solemne majestad del lago.
El incendio de las montañas va disminuyendo y podemos ver en el S. O. las blancas cumbres, entre las nubes que corren impulsadas por los vientos polares, atravesando el humo y dominando las altas llamaradas.
Febrero 21.—Continúa el mal tiempo. Las rocas pertenecen a la formación terciaria. El terreno tiene gran cantidad de pedregullo grueso o sumamente fino. En punta Walichu hay una capa, al parecer de un metro de grueso, de arcilla verde azulada, pero es imposible reconocerla de cerca por ser un precipicio el paraje donde se encuentra. No he podido descubrir ningún fósil, en esta tarde que he empleado en investigar los peñascos.
Febrero 22.—Este temporal se prolonga demasiado; es necesario salir de aquí lo más pronto posible, pues perdemos un tiempo precioso. Vuelvo a subir la punta Walichu, sin tener en cuenta las ramas espinosas y los cactus que me maltratan los pies, pues el calzado está completamente destrozado. Desde la cumbre descubro, en el centro del lago, una inmensa mole de hielo que viaja empujada por el temporal. Un rayo de sol que cruza por las rasgaduras de los chubascos, hace resaltar su azulada blancura. Se distinguen fácilmente las columnas cristalinas, sosteniendo una cúpula colosal, elevada aparentemente de cien pies, y la luz juega entre las bóvedas formadas por el agua congelada; aquello parece un foco gigante de luz eléctrica, aunque no daña la vista de quien se recrea con ese espectáculo.
Esta tarde, notando que la entrada del sol tras los picos andinos enrojece unos y amarillea otros, entre nubes plomizas y renegridas, anunciándonos un día nada bueno para mañana, decido tentar la suerte, lanzándonos en las aguas intranquilas del lago. Desde temprano hemos distinguido humos sobre las montañas del noreste al pie del cerro inclinado, que me anuncian la llegada de los indios a nuestro paradero en busca de los víveres que les prometí llevarles a estos parajes; y más tarde, en el punto donde ha quedado acampado Isidoro, vemos grandes hogueras, que son la señal convenida para indicamos el arribo de los tehuelches. La contesto encendiendo la falda montuosa de un cerrito vecino, operación que en esta clase de telégrafo patagónico, dice a mis lejanos compañeros—¡allá vamos!
Si los elementos se oponen a que continúe por ahora la exploración hacia el oeste, hay que tentarla al norte. Allí se extienden otros lagos que esperan nuestra visita.
Lanzamos el bote; las olas que ruedan lo hacen golpear sobre la playa, pero haciendo esfuerzos, nos desprendemos de la costa después de haber acondicionado los preciosos objetos coleccionados.
El viento continúa soplando fuerte y el lago se encrespa a su impulso; tomamos tres rizos a la vela y ciñéndola, volamos, tratando de alcanzar la ribera norte, antes que nos sorprenda la noche que va a llegar. Desgraciadamente sobreviene la calma, no una calma plácida que nos asegure una marcha lenta pero sin peligros, sino la que precede a la tempestad. El cielo torna un aspecto imponente; las nubes se convierten en círculos y en esferas plomizas, divididas por estratas variadas, y cirros veloces cruzan en diversas direcciones; podría decirse que se arremolinea la espesa atmósfera, en un combate de vientos. Negras nubes descienden de las montañas del oeste y se hallan tan bajas que parece que reposan sobre las aguas; el aire andino se acerca salpicándolas, y a las siete de la tarde se declara el temporal, rugiendo sordamente. Nuestro bote no resiste la vela mayor y sólo dejamos el pequeño foque para aprovechar la furia del viento, pues los remos apenas tocan las olas que se ondulan. La noche llega y con ella el temor de ser estrellados contra el gran témpano que no debe hallarse a mucha distancia, pues el viento y las corrientes han debido empujarlo hacia el punto por donde navegamos; lo sentimos cerca, pues algo truena; son los fragmentos que le arrebata el furioso chubasco del noroeste. No hay tiempo que perder; podemos chocar con ellos, y nuestra ruina sería entonces segura. Las corrientes aumentan la excitación de las aguas, que alborotadas, se lanzan dentro del bote, continuando así hasta más de medianoche, hora en que nos encontramos, a merced de la corriente en el centro del lago, balanceados por una marejada sumamente gruesa y que no nos permite adelantar nada, mojados completamente y extenuados del trabajo de desagotar el agua que embarca el bote cada vez que una oleada choca contra sus costados. A las dos de la mañana, creemos distinguir tierra inmediata; la superficie del lago está blanca de espuma, que hierve; conjeturo que nos encontramos en las inmediaciones de la desembocadura del río del Norte. Momentos después una veloz correntada nos arrastra, haciendo dar vueltas a la embarcación, que recibe de costado el viento y el oleaje.
Cerca de nosotros se elevan sombrías barrancas que podemos distinguir a pesar de la obscuridad, mientras escuchamos el estruendo de las olas que chocan; calculo que vamos arrastrados hacia la naciente del Santa Cruz. Las rompientes rugen estruendosamente; las olas encontradas se abalanzan y casi llenan la embarcación; no veo más remedio que poner la proa a la costa y si es necesario, naufragar allí; esto es preferible a perecer destrozados contra las rocas glaciales del centro de la boca del río. Al acercarnos a la costa, las olas embravecidas con el choque que las repele, tumban al bote, dándonos sólo tiempo a lanzarnos todos al lago, exponiéndonos a quedar aplastados bajo la embarcación; y rodando entre las arrolladas aguas, tomamos tierra en el instante en que una gran ola arroja el bote sobre la playa, llenándolo de cascajo que la fuerza de la marejada arranca de la costa y deposita dentro de él. Hemos embicado al píe de los médanos, sobre una playa de pedregullo sumamente pendiente, lo que pone en serio peligro la embarcación, que se encuentra rodeada por un furioso oleaje que la barre en todo sentido; con inmenso y peligroso trabajo, maltratados por las piedras rodadas que nos golpean las espaldas, al ser bañados por las olas, conseguimos salvarla descargándola, habiendo perdido el timón y el palo pintado y una gran parte de las colecciones que el agua arrebata. Los víveres están casi completamente inutilizados; sólo la momia se ha salvado, habiéndola preservado un espeso sudario de lona, con el cual la había envuelto.
El gran peso del bote no nos permito sacarlo más afuera de las aguas que continúan batiéndolo, y acompañado de Moyano salgo, siguiendo la costa, en busca del campamento de Isidoro. Encontramos que se halla muy cerca de nosotros, a 500 metros. Esto me dice que si hubiera tardado algunos minutos más en embicar, habríamos perecido todos.
Nuestra presencia alarma a la gente dormida; la sorpresa de los indios, que ya han llegado, se traduce en gritos; quizás nos creen fantasmas; ¿quién puede figurarse que en una noche semejante hayamos cruzado el lago?
Los perros hambrientos nos atacan y tenemos que refugiarnos nuevamente entre las olas, de las cuales hemos salvado tan milagrosamente. Nos cuesta hacer comprender a nuestros amigos que venimos del otro lado del lago; María, Bera, su mujer y la madre, la coqueta Losha, que son las recién llegadas en busca de las provisiones prometidas, lloran prorrumpiendo en alaridos. Me echan en cara mi tentativa sacrílega contra el «agua que hierve» de Shehuen y dicen que este temporal es un castigo del Agschem.
El buen Isidoro, siempre dispuesto, toma caballo y se dirige al galope, sin cuidarse de los médanos y pozos, a prestar auxilio a los que quedan con el bote; pero no consigue gran cosa a pesar de sus esfuerzos y tenemos que dejar el trabajo del salvamento del bote hasta que calme un poco el temporal.
Cada uno carga con sus mantas mojadas y se acuesta sobre la arena, molido de cansancio, pero feliz de haber navegado en el lago.