Vergara/XXXVIII
XXXVIII
En los mismos 30 y 31 de Agosto, D. Carlos continuaba emitiendo proclamas desde Andoaín y desde Lecumberri, en las cuales hablaba del rebelde Espartero como de un enemigo insignificante; echaba la culpa de sus desgracias a la intriga, a las malas artes de los pérfidos; delataba planes maquiavélicos de los dos Generales compañeros en las revoluciones de América; atribuía la defección de Maroto al oro que había recibido de los constitucionales, y, por fin, hacía postrer llamamiento a sus fieles súbditos para que se acogieran a su paternal benevolencia, ofreciendo olvido de lo pasado si volvían a la defensa del Trono y la Religión. A los leales les llamaba la más preciosa joya de su corona. ¡Y con estas retóricas sermonarias, con este lamentar de pastores, pretendía el pobre hombre congregar de nuevo su disperso rebaño! La desbandada se inició al tener conocimiento del abrazo de los Generales, que fue tiernísima reconciliación de los dos ejércitos. El sálvese el que pueda resonó en los valles, que había ensordecido el estruendo guerrero de seis años de lucha fratricida. Cada cual pensó en salvar lo que poseía, y en último caso la pelleja, que es la más preciosa joya de cada mortal. Los restos de los sublevados de Irurzun y Vera, de aquel flamante ejército apostólico y neto, que, levantando bandera por la integridad de los derechos de Carlos, puso a su frente al canónigo Echevarría, se desbordó en la más horrible desmoralización, convirtiéndose los valientes navarros en vulgares ladrones y desalmados homicidas. So color de castigar traidores, acosaban a los infelices ojalateros, que iban buscando su salvación por los caminos de Francia, y les arrebataban cuanto tenían. El pillaje y el asesinato, la persecución de hombres y el atropello de infelices mujeres fueron la campaña postrera de aquellos degenerados vestigios de un grande ejército. El mismo Echevarría estuvo a punto de perecer a manos de sus soldados ebrios; D. Basilio y Guibelalde, puestos en capilla, escaparon de milagro. Menos dichoso el General González Moreno, de lúgubre memoria, el verdugo de Málaga, caudillo inepto en Mendigorría, hombre de quien puede decirse que fue una de las más negras fatalidades del bando carlista, pereció cerca de Urdax, de un modo desastroso y vil, digno término de una ruin vida. Dieron en creer los forajidos que iban llenas de dinero las cajas que el General llevaba en su presurosa fuga, y como a un cerdo (así lo cuenta un testigo presencial) le mataron en medio de las calles.
La que aún se llamaba Corte, el fracasado Rey y los fieles que le seguían continuaban en Elizondo sin saber dónde meterse ni por qué resquicios escurrir el bulto. Incansable, corrió allá Espartero; D. Carlos oyó el galopar de su caballo, y acercose más a la frontera. Allí quemó el absolutismo su postrer cartucho. El batallón cántabro, último en la fidelidad, primero en el valor, defendió con estoica bravura las posiciones de Urdax contra las fuerzas triplicadas que allí mandó el Duque de la Victoria. Batiéndose con desesperación, mártires de la fe del deber, los cántabros pudieron decir a su expugnador: morituri te salutant. Una columna de cazadores y una sección de tiradores de la Princesa, mandados por Zabala, dominaron el terreno, dando por terminada la acción, y con ella la guerra del Norte. Antes de que sonaran los últimos tiros, montaron a caballo el Rey, la Reina y demás personas de la familia y servidumbre, y a todo correr emprendían la fuga sin parar hasta Francia. Había entrado Carlos seis años antes por el mismo boquete de la frontera, siendo recibido por Zumalacárregui; se retiraba escoltado por algunos números de su guardia, solo, triste, más abatido que desengañado, sin ninguna gloria personal. La corona de la dignidad con que supo sobrellevar su destierro fue la única que poseyó en su vida.
D. Fernando Calpena y D. Santiago Ibero, testigos de la última refriega con los valientes cántabros, admiraron el tesón de estos y les colmaron de alabanzas. De regreso al Cuartel General de Elizondo, expresaron los dos amigos su alegría por la terminación feliz de tan dura, enconada campaña, y cada cual dijo lo que le sugería su conocimiento de hombres y cosas.
«Hemos acabado una guerra -declaró Ibero con melancolía-, y yo me felicito de este descanso que pronto disfrutaremos. Un descanso, por corto que resulte, siempre es de agradecer. Pero le diré a mi amigo con franqueza que no creo en la paz... Soy ateo de esta religión que ahora fanatiza a mis compatriotas... No creo, no creo...».
-Yo tampoco. La grande obra de nuestro General es una tregua que debemos alargar todo lo que podamos. Las treguas son necesarias. Así nos prepararemos para dar al problema, en otro día, solución más segura y radical.
-Yo estoy triste... no sé por qué... Lo diré sin rebozo... Me gustaba el delirio, la barbarie, la guerra, en fin.
-Es realmente un estado muy vital, y además interesante y pintoresco.
-Si vivimos, no envejeceremos en la paz.
-Seremos siempre jóvenes, es decir, guerreros.
-El Convenio, el abrazo, no son más que la fórmula del cansancio.
-Del descanso, querrá usted decir.
-Eso. Se nos permite echar una siesta en día caluroso, el día del siglo.
-Durmamos un poquito.
-Y descansemos, que buena falta nos hace.
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En la opinión del carlismo, quedó Maroto como el prototipo de la traición y la perfidia. No era justo. A sus defectos, con ser grandes, toca menos responsabilidad que a su destino cruel, y a la disparidad entre su carácter y el personal absolutista, entre sus ideas y la causa que defendió. El brazo eclesiástico, firme apoyo de la facción (descoyuntado en Vergara, recompuesto después), no perdonó a Maroto su cooperación en la obra de la paz, como se verá por este hecho rigurosamente histórico. Recompensado por el Gobierno de Isabel con un alto cargo militar, residió D. Rafael algún tiempo en España. Su hija Margarita, joven de acrisoladas virtudes, que no se descuidaba en sus prácticas religiosas, fue a confesar una mañana, una tarde (no importa la hora), en una iglesia que no hace al caso. Cumplió serena y contrita, declarando sus pecados, que no debían de ser graves, y cuando terminaba, le preguntó el sacerdote su nombre. La pobre niña, tímida y pura, ¿qué había de hacer? Se lo dijo... Lo mismo fue oírlo el cura que de un bote se levantó iracundo, y con destempladas voces la despidió, negándose a darle la absolución. Atribulada, llorosa, salió la penitente de la iglesia y no paró hasta su casa. ¿Se pone en duda este hecho? Pues de él puede dar testimonio Doña Margarita Maroto, viuda de Borgoño, anciana respetabilísima, que aún vive. Reside en Valparaíso.
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Santander-Madrid, Octubre-Noviembre de 1899.