XXXII

La brillante hazaña de Espartero sobre Guardamino fue presenciada por los caballeros de la trinca anglo-española. Marcharon en la retaguardia de la escolta, de tal modo fascinados, que no advirtieron el peligro hasta que no se hallaron en la imposibilidad de evitarlo. Tuvieron la suerte de salir ilesos, con excepción de Urrea, que recibió un balazo en el muslo, sin que le tocara el hueso. Perdió alguna sangre, continuó a caballo, y al fin de la jornada le curó veterinariamente un práctico del escuadrón. Hasta el día 13 no tuvo Calpena noticias de Ibero, que había sabido hartarse del manjar de su gusto: peligro, temeridad, gloria. Entre él con los de Luchana, y Echagüe con los Guías, habían tomado los parapetos que decidieron la victoria... El hombre no cabía en su pellejo. No quería grados, no buscaba recompensas. Bastábale el gozo de haber empujado a la Libertad hacia las altas cimas donde debía tener su asiento, de haber arrojado hacia los valles cenagosos al monstruo del obscurantismo.

Maroto se internó en Vizcaya; Espartero, fijando en Ramales su Cuartel General, dio descanso a sus tropas antes de emprender la ocupación del país vasco-navarro, contando con el desaliento del enemigo y con la descomposición y ruina de su antes poderosa unidad. Pasado el temporal de agua que en lo restante de Abril y principios de Mayo entorpeció los movimientos, avanzó el ejército cristino hacia Orduña, que fue ocupada sin disparar un tiro. Con pretexto de tratar de un nuevo canje de prisioneros, envió el de Luchana a su rival un parlamentario, al cual acompañaban el coronel Wilde, encargado por su Gobierno de hacer cumplir el convenio Elliot, y dos o tres personas más, afectas al servicio del militar extranjero. Recibioles Maroto un tanto displicente. Expuso el parlamentario, Brigadier Campillo, lo referente al canje; el inglés hizo presente su propósito de trasladarse a Tolosa para someter al elevado criterio del Rey los deseos del Gabinete británico, inspirados en sentimientos de humanidad y justicia; disuadioles Maroto de esta idea, brindándose a dar cumplimiento por sí mismo al convenio Elliot, pues poder y autoridad tenía para ello; y una vez retirados de su presencia los mensajeros con sus respectivos secretarios, mandó recadito al caballero español que en calidad de intérprete al coronel Wilde acompañaba. Encerrándose con él a media noche en la destartalada estancia del caserón donde tenía su alojamiento, solos, sin más luz que la del candil que alumbraba un cuadro negro de las ánimas del Purgatorio, hablaron lo que a renglón seguido con la posible fidelidad se reproduce:

«He leído la carta de Espartero que usted me trajo -dijo Maroto, paseándose, las manos en los bolsillos-, y empiezo por decirle que no me parece bien el abandono del disfraz, ¡porra!... aunque me sea muy grato verle a usted en su porte de caballero distinguido y llamarle por su verdadero nombre... Pero no es prudente, no. Estamos, estoy rodeado de espías infames... Tome usted asiento».

-No tema usted por mí, General -dijo Calpena, siguiendo a Maroto en su paseo-: yo sabré guardarme... y vamos al asunto.

-Pues al asunto. Veo que su jefe de usted está bien enterado como yo de las intrigas de los apostólicos contra mí.

-Europa entera conoce la rabia vengativa y el furor venenoso de ese bando que, aun después de vencido, se revuelve contra el hombre fuerte que le apartó del Rey...

-Todos los que D. Carlos desterró por exigencia mía... naturalmente, tuve que cuadrarme... plantear la cuestión en el terreno de la dignidad: O ellos o yo, ¡porra!... pues todos aquellos que eran la perdición y el descrédito de la Causa, en la frontera trabajan contra mí, con mil enredos y calumnias... Lo que yo digo: no necesitan volver a ganar el corazón del Rey, porque lo tienen bien ganado. Carlos V les ama y a mí me detesta. Eso lo sé, lo he visto muy claro. S. M. cedió a mi exigencia, porque no tenía corazón para resistirme. Yo apelaba a su dignidad, a su conveniencia, y a falta de estas, encontré su miedo... Pero el miedo aplaza, no resuelve. Estamos lo mismo: el Rey no se apea ni se apeará del burro de su intransigencia apostólica y absolutista... ¿Y sabe usted que ese danzante de Arias Teijeiro, en vez de largarse a Francia como el Rey le ordenó, se fue al Maestrazgo? Allá le tiene usted reconciliado con Cala, a quien acusó de venal, y partiendo un piñón con Cabrera. Entre todos arman grandes tramoyas contra mí. Nada conseguirán mientras yo tenga junto al Rey a mi gran aliado, el miedo; pero el día en que S. M. se recobre del susto que le di, y apoyado se vea por los brutos, que así califican a la fidelidad, perderé mi mando, y creo que la vida con él...

-La situación de usted, mi General, es harto difícil. Las circunstancias, los hechos, con su lógica incontrastable, imponen a todos la paz...

-La paz... Venga pronto, si ha de ser honrosa, como yo puedo admitirla y proponerla... Sentémonos, señor mío... Y ahora que me acuerdo. Felicite usted en mi nombre a Espartero por el nuevo título que le ha concedido su Reina: Duque de la Victoria... Es hermoso, y hasta cierto punto me lo debe a mí. No debe olvidar que le abandoné voluntariamente las posiciones de Ramales y Guardamino, por evitar el derramamiento de sangre...

-Me permitirá usted, mi General, que no exprese ninguna opinión sobre los hechos militares del pasado mes... Y no es porque no los conozca; que observé al ejército en todos sus movimientos, y seguí al Duque en su prodigiosa marcha sobre Guardamino.

-El fuerte hubiera resistido mucho tiempo. Se rindió porque yo se lo ordené.

-Cierto; pero...

-Pero... No discutamos. Sólo digo que el título de Duque de la Victoria en gran parte me lo debe a mí D. Baldomero, ¡porra!... Reconozco que es un militar valiente y un hombre honrado, que desea el bien de su patria... Yo también, ¡porra!, yo, sin llamarme Duque, quiero la felicidad de España.

Nervioso y exaltado, Maroto se levantó a poco de sentarse, diciendo con fuertes voces:

«Y me hará el favor de advertir a su jefe que no me mande parlamentario militar, so color de canje de prisioneros. Esto me compromete, ¡porra! No tardan mis enemigos en llevar el soplo a Tolosa... Que si andamos en arreglos, que si vendo al Rey... No, no quiero parlamentarios. Siempre que llega uno, tengo que dar a mi ejército una orden del día echando sapos y culebras... ¡porra!... para disimular el mal efecto... Y vamos al asunto».

-La ingratitud del Rey es tan manifiesta, lo mismo que su tenacidad en sostener el retroceso y la barbarie, que no insistirá usted, así lo creo, en las condiciones que me manifestó en Estella referentes a la familia Real.

-No, no insisto en ello; renuncio a mi propósito del enlace de los hijos; renuncio a conservar a D. Carlos las preeminencias de Rey padre... Que se vaya al extranjero, con título y calidad de Infante aburrido y de Pretendiente chasqueado, a comerse la pensioncilla que se le dará para que viva con decoro... No merece otra cosa; no ha nacido para más; aún saca más de lo que le corresponde por su menguada inteligencia...

-Espartero contaba con esta rectificación de las antiguas ideas de usted, y una vez de acuerdo en cosa tan importante, espera que la conformidad en los demás puntos no se hará esperar.

-Poco a poco -dijo el carlista, súbitamente acometido de una gran agitación-. Si cedo en lo de las personas Reales, no puedo ceder en los principios, pues no pretenderá Espartero que yo le entregue todo, la fuerza y las ideas... Eso no sería transigir: sería por mi parte una debilidad vergonzosa... ¿Qué quiere ese hombre? ¿Dejarme a mí un papel ridículo, y conservar él la gloria de la pacificación? Dígame usted: ¿qué papel hago yo, entregando mi ejército al masonismo y a la impiedad revolucionaria? Eso no puede ser, y no será... Antes moriremos todos... Asegure usted a su General que no suscribiré nunca una paz que no vaya fundada en un régimen político mucho más restringido que el existente.

-Pues el General Espartero -declaró Calpena con solemnidad- pone por condición primera que se ha de conservar el régimen político existente, la Constitución del 37, con todas sus consecuencias... ¿Le parece a usted justo que después de la sangre derramada por la libertad, ofendamos la memoria de los hombres heroicos que por ella han perecido? ¿Qué quiere usted? ¿Que el representante de las ideas liberales acepte y patrocine el absolutismo? Eso no será transacción. Será entregar nuestra bandera al enemigo vencido para que la pisotee.

-Pues quédese cada cual con su bandera, y perezcamos todos -gritó D. Rafael, no ya agitado, sino furibundo-. Sepa Espartero que trata con un General que manda fuerza considerable, no con un monigote sin decoro ni vergüenza. Corra la sangre; no haya humanidad ni compasión. Lo que no se hace por un Rey inepto, lo haremos por la defensa de los grandes principios.

-Veo, señor mío, que, obedeciendo a un destino fatal, será usted el instrumento del obispo de León, de Arias Teijeiro y del clérigo Echevarría. Usted les detesta, y al propio tiempo les ampara. Ellos pregonan la cabeza de Maroto, ignorando que al matarle, matarían a su mejor amigo.

-No, no defiendo yo el absolutismo -gritó Maroto fuera de sí, con fuertes voces-, ni las ideas de esa canalla. Defiendo un régimen templado, en que el Rey gobierne inspirándose en las necesidades positivas de los pueblos; un régimen sin tiranía del Soberano ni alborotos de los súbditos, con la unidad católica bien garantizada y los clérigos levantiscos bien sujetos; un régimen en que puedan hacerse oír los hombres ilustrados y callen los ignorantes y díscolos; un régimen de justicia, de gobierno paternal, con el consejo de un escogido número de personas graves que ilustren al Rey y enfrenen a la plebe... Eso quiero, eso propongo, y sin eso no habrá paz, no puede haberla, porque... denme todo lo que quieran, mi destitución, mi muerte; pero no pidan a Rafael Maroto que firme una paz a gusto de los masones y comuneros. Eso no puede ser... Yo le suplico a usted que no me contradiga, ¡porra!

-Bueno, mi General... Realmente, yo no contradigo a usted: no hago más que exponer las que creo ideas y propósitos de la persona en cuyo nombre hablo. Siento infinito volver allá con la triste obligación de comunicar el fracaso definitivo de las negociaciones.

-Pues comuníquelo usted... No hay paz, no puede haberla -dijo Maroto desplomándose en la silla, por una cesación súbita de aquel frenesí nervioso-. ¿Qué me importa? Si todo se hunde y se lo lleva el diablo, no es por culpa mía. Es culpa del señor Duque nuevo, que quiere arreglar todo a su gusto, para su sola gloria y provecho, dejándonos a los demás como trapos...

-No es eso: perdone usted...

-Es eso... y no me contradiga. Como trapos... ¡Bonito papel quiere asignarme!... ¡Y él, ¡porra!, el héroe, el pacificador, el niño bonito, el niño mimado!... Pretende el mangoneo universal, y ser el amo, y traernos a todos cogidos de la nariz... ¡Ay!

Este ¡ay!10 fue una exclamación dolorosa, como punzada en el corazón, el lamento de una naturaleza profundamente herida. «¡Ay! -repitió oprimiéndose el costado-. Puede usted creerme: deseo una muerte repentina que ponga fin a mis sufrimientos. No era esto lo que yo presentía, lo que yo soñaba al venir al carlismo. No era esto, no, lo que me impulsó al abandono de las posiciones de Ramales. Pensé yo que Espartero me comprendería, que sería generoso... Pero su egoísmo está bien manifiesto: quiere una paz que sea para él un triunfo, y un oprobio para mí... Lo peor es que... Siéntese usted: aún tenemos algo que hablar».

Con acento quejumbroso, de hombre enfermo, de un alma sumida en acerba pena, prosiguió así: «Y a pesar de todo, créame usted, deseo la paz... sí, señor, la deseo como soldado y como español... porque yo amo a mi patria... Bien sabe Dios que el absolutismo mío no es el régimen absurdo y tenebroso que predican los clérigos de Oñate. Espartero me conoce... No quiera hacer de mí un monigote... Si en ello se empeña, no habrá paz, y España se acabará... Más quiero verla muerta que en brazos del masonismo y de la revolución.

-Espartero -dijo Calpena compadecido del General carlista, por el lastimoso estado a que le habían traído sus errores- no pretende humillar a usted, ni apropiarse la gloria de este bien tan grande: la gloria será de los dos, para los dos la inmensa gratitud de España.

-Así debiera ser... -murmuró el carlista con emoción, que afeminó por un instante su voz varonil y guerrera-. Nadie me gana en el amor a este terruño donde hemos nacido... En mi larga vida militar y política no he tenido otro móvil que el bien de los españoles... Pero los buenos deseos son una cosa, y los buenos caminos otra... Cuestión de suerte, amigo mío; cuestión de acertar o no en los primeros pasos... ¡Oh, pues si yo lograra que España dijese: «a Maroto debo la paz»! Pero no me caerá esa breva, ¡porra! La fatalidad dice que no... que no... la fatalidad me ha tomado entre ojos...».

En la pausa que siguió a estas palabras, D. Fernando vio al General agobiado en el sillón, los codos en las rodillas, el rostro en las palmas de las manos, y respetó su dolor guardando silencio. Después sacó D. Rafael del bolsillo del capote un pañuelo grandísimo, y se sonó con estrépito. Tenía los ojos encendidos y húmedos.

«Mi General -le dijo Calpena, aprovechando con delicadeza la emoción que observaba-, me detendré aquí todo el tiempo que sea menester, si de la espera resulta que puedo llevar una proposición de concordia. Piense usted en ello un día, dos; considere su situación, la ansiedad del país, el deseo de todos los partidos...».

-¡Pero si estoy ya loco de tanto pensarlo!... No, no pienso más. Ya es cuestión de decidirse, de escoger la primera carta que salga.

Suspirando, volvió a su inquieto pasear por la estancia. De pronto se paró ante Calpena, diciéndole: «Puesto que no tiene usted prisa de volver a Orduña, ayúdeme a buscar una solución decorosa para mí. Verá usted lo que se me ocurre... Tenga paciencia, y hablaremos algo más».