XV

Llegados, entrada la noche, a media legua de Pipaón, pueblo perteneciente a la hermandad de Peñacerrada (que hermandades y cuadrillas son allí las divisiones territoriales), hizo alto la columna al amparo de unas casas destruidas, y D. Fernando descansó junto a su amigo Ibero, el cual le dijo que D. Martín tenía órdenes de destruir, o molestar por lo menos, a todas las columnas carlistas que llevaran provisiones a Peñacerrada, y, por último, de hacer un esfuerzo para ocupar a Baroja, lugar al Norte de dicha plaza, y perteneciente a su hermandad. La tradición designaba aquel territorio con el histórico título de Tierras del Conde, por haber pertenecido en tiempos muy antiguos a un D. Gómez Sarmiento, repostero del Rey de Castilla D. Enrique II. Como país montuoso, en los habitantes de la hermandad dominaban las ideas de retroceso, así como en las tierras bajas crecía lozana la planta de la libertad. Trabajillo había de costarle a Espartero la destrucción de aquel baluarte que últimamente habían armado entre peñas los soldados del absolutismo, con la intención bien clara de dominar los pasos del Ebro y amenazar las puertas de Castilla.

En tanto, D. Martín hizo saber a los cinco individuos de la cuadrilla de D. Fernando que si querían continuar agregados a la división, y participar de sus víveres y ampararse de ella, era forzoso que estuviesen a las agrias y a las maduras, afiliándose resueltamente como soldados de Isabel II, a lo que accedió el caballero en nombre de todos, enorgulleciéndose de combatir a las órdenes de Zurbano por la gloriosa causa de la Reina. En los tiradores de caballería encajaron admirablemente D. Fernando y Urrea, buenos jinetes y excelentes escopeteros. Iturbide y Zoilo prefirieron servir como infantes, y Sabas, que aunque valiente no manejaba el fusil con la necesaria destreza, pidió que le agregaran a la ambulancia. He aquí, pues, a los cinco expedicionarios metidos en militar danza por ley de la fatalidad o de la Providencia, que el nombre no altera el sentido o filosofía del hecho. Ninguno de ellos sospechaba, al salir de Miranda, que iban a pelear por Isabel agregándose a su ejército. Pero Dios lo había dispuesto así, sin duda porque, deseando terminar la guerra, quería que a esto se llegara echando toda la carne en los respectivos asadores. La incorporación en las filas fue acogida por D. Fernando sin repugnancia ni entusiasmo, como un deber impuesto por circunstancias ineludibles, y lo mismo puede decirse de Urrea, que en todo reflejaba los sentimientos de su amo. Sabas se resignaba; Iturbe parecía contento, y Zoilo estaba como demente, poseído de un frenesí de militar gloria.

Quince o más días duraron las operaciones de la brigada y sus veloces marchas en el quebrado país que separa las Tierras del Conde del territorio de Campezu, los montes de Isquiz, el valle del Ega, los pueblos de Marquínez y Apellániz. El objeto era interceptar los convoyes que el carlista traía de Estella, y embarazar toda comunicación de Álava con Navarra. Brillante fue aquella página militar, y los prodigios de valor y agilidad que la formaron apenas caben en la historia, que por hallarse bien repleta de tales hazañas ya no tiene hueco para más. Firme en su puesto, y atento a su deber, Calpena no se propuso nunca hacer el héroe, ni señalarse por el desmedido ardor guerrero: cumplía con su deber, y nada más. En cambio, Zoilo era el propio espíritu de Marte; su ambición de brillar y distinguirse nunca se saciaba; hallábase poseído de una loca temeridad; sus hazañas eran, no ya extraordinarias, sino inverosímiles. La envidia hubo de trocarse al fin en general admiración.

Había D. Martín tomado afecto a Calpena, con quien echaba párrafos entretenidos en los cortos ratos de descanso, y hablando de Zoilo le dijo: «¿Pero de dónde ha sacado usted ese diablete? Nunca he visto mejor madera de militar, ni creo que haya en el mundo quien se le iguale. ¡Maño!, en cuanto vea al General he de proponerle para alférez, y aún me parece poco». Esto era muy grato a D. Fernando, que, sin saber por qué, sentía que el bilbaíno ganaba terreno en su corazón. Verdad que Zoilo le mostraba un afecto sincero; contábale con infantil sencillez sus actos de heroísmo, y parecía olvidado de todos los asuntos que les hicieron rivales. Si no hablaba nunca de lo pasado, Calpena hubo de recordárselo en una ocasión que es forzoso referir.

«Ven acá, chiquillo -le dijo, haciéndole sentar a su lado la noche antes de incorporarse la brigada al ejército de Espartero-. Quiero darte la buena noticia de que serás pronto teniente, quizás capitán. Pero, pues has lucido bastante tus dotes guerreras, en las cuales ya hemos visto que no tienes semejante, debo decirte que no expongas tu vida con tan desmedida bravura... Tiemblo por ti, hijo. Obligado estoy a devolverte a tu familia, por compromiso que contraje con mi conciencia. No me haría ninguna gracia verte espanzurrado el mejor día en el campo de batalla... ¿Y tú no temes morir? ¿No piensas en la pena de los tuyos cuando sepan que has perecido? ¿No te acuerdas ya de tu mujer?».

Nublose el rostro de Zoilo al oír esto, y la contestación no se hizo esperar. «Sí que me acuerdo -dijo al fin-. ¡Pues no he de acordarme, si Aura es mi vida, la vida que he dejado allá...!».

-Pues tienes que volver a su lado y hacerte dueño de su afecto absoluto, sin alternativas lunáticas, ¿sabes? Yo haré cuanto deseas, morirme o casarme... Todo es cortar la esperanza y hacer liquidación de lo pasado.

-Ya ve -declaró Zoilo- cómo hemos venido a ser amigos usted y yo. Desde que nos metimos en la guerra se me fue del alma el rencor contra usted... Porque yo tengo dos vidas, dos amores: mi mujer y la guerra. Guerreando la quiero más, si más es posible, y se me quitan todos los resquemores. Valgo yo más que nadie, y no se ofenda... Y también le digo que no tenga cuidado por mí, porque no hay bala que me mate, ni enemigo que me venza... Si me hacen capitán de ejército, ya no hay quien me separe de la vida militar. Y si consigo curar a mi mujer y quitarle los malos recuerdos, ¿qué más puedo desear?... Como esas dos cosas quiero, las he de conseguir.

-En cuanto sea posible -dijo Calpena-, hemos de procurar comunicarnos con nuestras respectivas familias. Tú anunciarás a la tuya mi muerte o acabamiento, y yo a la mía la conquista de tu amistad. Son dos buenas noticias, y cada una hará su efecto. Voy pensando, como tú, que querer es poder. Queramos y podremos.

Poco más hablaron, porque Zoilo, rendido de cansancio, se caía de sueño. D. Fernando durmió también tranquilamente, y gozoso fue el despertar, porque recibieron orden de marchar a reunirse con Espartero.

El primer amigo que Calpena encontró en el ejército del Conde de Luchana fue Juanito Zabala, ya coronel, que mandaba cuatro escuadrones de una brillantísima caballería, dos de húsares tiradores y dos de lanceros. Mucho se alegraron uno y otro de verse, y no esperó D. Fernando a que Zabala le interrogase para contarle el cómo y cuándo de andar en aquellos trotes. Previo consentimiento de Zurbano, pasaron Fernando y Urrea al cuerpo adventicio que se había formado con paisanos de Rioja y con desertores de la expedición de Negri; pero a Zoilo no quiso D. Martín soltarle, aunque le dieran en oro molido, o sin moler, lo que aquel endiablado chico pesaba.

Y comenzaron, ¡vive Dios!, vigorosas operaciones contra Peñacerrada. Una de las divisiones, compuesta de tropas de la Guardia Real, la mandaba el general Ribero; la otra, que era la tercera del Norte, el General Buerens. Entre ambos reunían 18 batallones, distribuidos en tres brigadas por cada división. Mandaba la artillería el brigadier D. Joaquín de Pont, y la caballería el que ya conocemos. Zurbano se apoderó de Baroja, y Espartero se posesionó de las alturas de Larrea, que al punto fueron atrincheradas. Desde allí podía batir el castillo de Peñacerrada a tiro corto de cañón. Tres días de furiosos combates precedieron al asalto. Los carlistas, mandados por Gergué, se batían con indomable valor, intentando destruir las líneas que Espartero iba formando para emplazar su artillería. Ventajas obtenían los unos, ventajas los otros, disputándose el terreno palmo a palmo. Los batallones alaveses hicieron gallarda salida con un empuje que la caballería de Zabala pudo contener. Y tras aquellos terribles días, otros tres se emplearon en escalar con vigor de gigantes los muros del castillo, ganando ahora un montón de piedras, para después perderlo y volverlo a ganar con horrendo sacrificio de vidas. Incansable, buscando siempre el primer puesto en el peligro, Espartero era el gran soldado, el caudillo que de su magnánimo corazón sacaba la increíble fuerza que a su gente infundía. Creciéndose con las dificultades, cada tropiezo era escalón donde afianzaba el pie para seguir adelante. Quedó por fin bajo la enseña de Isabel el formidable castillo, con sus murallas hechas polvo y sus piedras salpicadas de sangre.

En tan terrible cuanto gloriosa ocasión, D. Fernando, que asistido había con ardor y curiosidad a todas las peripecias del combate, peleando también siempre que funcionaba la caballería contra los alaveses, fue herido en la cabeza y hubo de retirarse. Urrea le llevó a Baroja, donde pasó un día con las facultades turbadas a causa del golpe, y tres o cuatro en completa inutilidad para la guerra. Su herida no era grave; mas no le permitía volver a las andadas en algún tiempo. Pasó dos días devorado de impaciencia y de sed, asistido del capellán Ibraim y de un físico muy experto, sin formar cabal idea de las sucesivas peripecias militares, pues tomado el castillo, obstináronse los carlistas en defender la plaza a estilo zaragozano, disputando muro por muro y casa por casa, y fue menester echar contra ellos todo el coraje de acá y la inagotable energía del jefe y de su tropa. Oía Calpena el continuo cañoneo, y ansiaba conocer el resultado de tan fiero batallar. Por fin, una noche entró Urrea en el establo donde yacía, y le dijo: «Peñacerrada es nuestra, señor. Hemos cogido el hueso, y allá van corriendo hacia Toloño los perros que lo tenían». No tardó Zabala en darle las albricias. Todo era júbilo en Baroja, y la línea desde este pueblo a la plaza ganada ardía en entusiasmo.

La inquietud mayor del caballero al abandonar su mísero alojamiento era no saber de Zoilo ni de Sabas, pues Zurbano había salido en persecución de los fugitivos. Zabala, que también les fue a los alcances, volvió sin satisfacer las dudas de D. Fernando respecto a sus amigos. Si poco temía del arrojo de Sabas, no podía desechar la idea de que el bilbaíno pagaba a la muerte el tributo que su desmedida ambición de gloria le debía. En estas ansiedades le cogió D. Baldomero, que de Larrea, después de la entrada oficial en Peñacerrada, trasladó su cuartel a Baroja. Mandole llamar, y mientras tomaba en el Ayuntamiento un frugal tente-en-pie, del cual no participó Calpena por la radical inapetencia que sufría, hablaron de lo humano y lo divino. Enterado el de Luchana de diversos particulares interesantísimos, y hasta cierto punto novelescos (por revelaciones que le hizo D. Beltrán no lejos de Medina, en Febrero último), se arrancó a felicitar al caballero con la confianza militar que gastar solía, y díjole después: «Pero, amigo mío, ¿en qué estaba usted pensando cuando consintió que su madre se estableciera en Medina de Pomar? Si todo aquel país no ha sido hasta hoy de los más castigados, pronto le veremos arder... No, no; allí no está bien. Debió usted llevarla a Logroño, donde ella y Jacinta se habrían acompañado lindamente. Allá la seguridad es completa. Nuestra casa es grandísima: buenos alimentos, buenas aguas. A Logroño han ido a parar muchas familias de estas hermandades, entre ellas las niñas de Castro, que creo son amigas de usted».

Diole el caballero las gracias con efusión, añadiendo que procuraría trasladar a su madre a Logroño, si la guerra duraba...

«¡Que si dura...! Esto no se acaba nunca... esto es un bromazo terrible... -clamó Espartero dando rienda suelta a la franqueza militar y española, que iguala en la indiscreción a pequeños y grandes-. ¿Y qué quiere usted que pase con el desbarajuste de ese Gobierno?... Yo pregunto: ¿quién aconseja a esa buena señora...? Cada día más retroceso, más errores, más desconfianza de la libertad y del pueblo, cuando el pueblo, la masa... en fin, no quiero hablar de esto... Usted fíjese... ¿Ha visto el país una situación más desatinada? Les he dicho cuanto hay que decir... No hacen caso: ellos se lo saben todo... y ahora nos quieren traer mayores enredos y conflictos con esa contrarrevolución que han inventado, la bandera de Paz y fueros... ¡Otro disparate, Señor! ¡En qué cabeza cabe...! Créame usted: si el patriotismo no me amarrara a este puesto, si no creyera yo que me debo a mi patria, al pueblo sano y liberal, ya me habría ido a mi casa... ¡Ah, sí...!».

Asintiendo a todo, D. Fernando aprovechó las franquezas del General para pedirle que le facilitara medios de enviar una carta a Medina de Pomar, y tuvo la dicha de que Espartero colmara sin tardanzas sus deseos, pues al siguiente día pensaba enviar comunicación a Castañeda, que operaba por allá. Pidió permiso Calpena para retirarse a escribir, y lo hizo con calma y amor. Desde aquella hora todo fue bien, pues a poco de soltar la pluma, en el rincón del establo donde había hecho su vivienda, tuvo razón de Luchu, y al siguiente día le vio llegar tan famoso, radiante de orgullo, en toda la gallardía teatral de su heroísmo auténtico, contando sus hazañas sin atenuarlas con modestias anodinas. «Sepa usted, Sr. D. Fernando, que D. Martín me ha dicho: 'Animal, eres capitán'».