Velázquez
Nota: Se ha conservado la ortografía original. Excepto para el nombre de Velázquez
Nació Diego Rodríguez de Silva y Velázquez en Sevilla el año 1590. Niño aun, dio claras muestras de haber nacido para las artes; y apenas hubo concluido su educación escolar, cuando empezó á cultivarlas. Tuvo de muy joven por maestro á Francisco Herrera, de quien tomó ya la manera franca y atrevida que caracteriza sus obras; mas no pudo sufrir por mucho tiempo la aspereza de carácter de este artista, y pasó al estudio de Pacheco. Halló en Pacheco, si bien un conocedor del arte y un amigo de copiar los seres vivos, que estudiaba detenidamente los asuntos de sus cuadros y dibujaba correcta y graciosamente la figura, un hombre de frió corazón y apagada fantasía que no acertaba á dar alma a sus producciones; mas no por esto le abandonó en muchos años, bien porque contase con sus propias fuerzas para suplir lo que en él echaba de menos, bien porque le retuviesen los atractivos de la hija del maestro, con la cual contrajo mas tarde matrimonio, bien porque le cautivase la escogida sociedad de literatos, artistas y hombres de ciencia que frecuentaban aquel taller y le animaban con sus variadas é instructivas pláticas.
Dedicóse Velázquez con afán al estudio de la naturaleza viva; y ya que hubo alcanzado la seguridad de pincel, la corrección de dibujo y la verdad que tanto se echan de ver en sus figuras, se consagró con no menos ahinco al de la naturaleza muerta con el fin de rectificar y mejorar su colorido. Obtuvo por este medio brillantes resultados, con lo que se prendó tanto del mundo real, que casi nunca se elevó al de las ideas. Empleó sus grandes dotes primero en la pintura de bodegones, luego en la de cuadros de género; y aun cuando quiso trasladar al lienzo las divinidades del Olimpo ó las bellezas de la Biblia, lejos de buscarlas en las regiones del sentimiento, ni en las del pensamiento, lo hizo entre los seres que le rodeaban, sin detenerse muchas veces á escoger los tipos mas acomodados á la sublimidad de sus asuntos.
No habia salido aun de Sevilla, cuando tuvo ocasión de ver obras notabilísimas de las demás escuelas de España y de las de Italia; mas no halló en ninguna motivos para abandonar ni modificar esencialmente su sistema. No se enamoró de Rafael sino de Ribera, naturalista como él, que despues de haber seguido servilmente las huellas del sombrío Caravaggio, le corrigió y escedió ennobleciendo algún tanto el realismo ya grosero á que esto se habia lanzado por el deseo de presentar un vivo contraste con el idealismo de sus contemporáneos y predecesores. Tomó de Tristan de Toledo; pero solo colores.
Contaba, sin embargo, sobre veinte y tres años cuando resolvió pasar á la corte con el objetó de estudiar las obras de arte recogidas en los sitios reales y tal vez con el de probar fortuna. Halló en su compatriota Fonseca, ugier de Cámara, una protección decidida; mas no pudo lograr aun que se lo encargara el retrato de Felipe IV, distraído en los placeres que los primeros años de reinado suelen traer para los príncipes. Regresó á su patria después de algunos meses empleados en el examen de los cuadros del Escorial y el Prado; volvió tras algunos mas á Madrid, llamado ya por una carta del poderoso conde-duque de Olivares, entonces en el apogeo de su privanza. Aposentóse esta segunda vez en casa del mismo Fonseca, promovedor, como es de suponer, del llamamiento, y empezó por retratarle.
No bien tuvo concluido este retrato, cuando un hijo del conde de Peñaranda, camarero del Cardenal-Infante, lo llevó á Palacio, y dio motivo á que una hora después fuese su autor la admiración de la corte. No tardó en ser admitido al servicio de Felipe, que buscaba principalmente en las artes el consuelo de sus frecuentes desventuras. Recibió á poco Ja orden de retratar al infante don Fernando, luego la de retratar al Monarca mismo. Representó á Felipe armado y á caballo; y con tan buen acierto, que lleno este de entusiasmo, le dio por la obra trescientos ducados, lo prometió no dejarse reproducir por otro pincel sino el suyo, y trató hasta de reunir y destruir los retratos anteriores. No recibió menos ardientes elogios de los grandes y los poetas, que solían ver en aquel tiempo por los ojos de sus reyes, ni del pueblo entero de la corte, que tuvo ocasión de admirar el lienzo, espuesto en la callo Mayor frente las gradas de San Felipe. Fue nombrado desde luego pintor de cámara, agraciado con un donativo de otros trescientos ducados para la traslación de su familia, alojado en el Tesoro.
¿Podía su fortuna ser mayor ni mas rápida? Llegó Velázquez por segunda vez á Madrid al empezarla primavera de 1623, allá por el mes de marzo. Fue admitido con fecha de 6 de abril al servicio de palacio. Concluyó el retrato del rey en 30 de agosto. Obtuvo el despacho de pintor de cámara en 31 de octubre; las últimas gracias antes de concluir diciembre.
En medio del esplendor quo le rodeaba parecía que Velázquez, ya que intentase ejecutar alguna obra de arte para romper la monotonía á que le condenaba la orden de retratar á toda la familia de Felipe, habia de escoger por asunto alguno de los preclaros hechos de nuestros héroes ó cuando menos alguna de las costumbres de la alta aristocracia. Pintó con todo en el año 1624 un solo lienzo que no contenía un solo retrato, y este fue el de los borrachos, donde figura gente, no ya baja, sino abyecta. ¿Sentiriase arrastrado por la fuerza de sus primeros estudios? ¿Guardaría en su cartera los elementos de que se debia componer el cuadro?
No que por esto dejara de ganar en crédito y en buen nombre, porque el lienzo era á la verdad inimitable en originalidad, en vigor de espresion, en fuerza de colorido; mas no le dio tanta fama como cuando pintó por orden del rey la espulsion de los moriscos en competencia con Caxos, Nardi y Carducho. Entonces llevó ventaja sobre todos sus rivales, y obtuvo no solo el ugierato de cámara, premio del concurso, sino también la llave de gentil-hombre para sí y cargos judiciales para su padre, que rentaban unos tres mil ducados.
No paró aquí el favor de que gozó en la corte de Castilla. Estimulado por Rubens, que acertó avenir á Madrid en 1628 de enviado de la archiduquesa la infanta Isabel, gobernadora de los Paisos-Bajos, concibió la idea de pasar á estudiar los grandes modelos en Italia, y alcanzó de Felipe licencia por dos años y una gratifícacion de cuatrocientos ducados sobre los sueldos que tenia, de Olivares muchas cartas de recomendación, una medalla del rey y otros doscientos ducados de regalo.
Embarcóse Velázquez para Italia en el puerto de Barcelona el dia 10 de agosto de 1629. Tomó tierra en Venecia, donde se hospedó en el palacio del embajador de España; pasó de allí á Ferrara; de Ferrara á Bolonia; de Bolonia á Roma por el camino de Loroto. Rehusó en Roma el aposento que le ofreció en el Vaticano el Sumo Pontífice; viviólo mas del tiempo en la ciudad, sobre dos meses en la villa Médicis, edificada on los antiguos jardines de Lóculo, allá en las cumbres del Pincio, que domina completamente la en otro tiempo capital del mundo y su campiña. Cansado ya de Roma, se trasladó á Nápoles; de Nápoles á España. Solo en la ciudad de los Pontífices pasé un año; en Nápoles desde últimos de 1630 hasta la primavera de 1631; en Bolonia y en Ferrara dias; en Venecia meses.
¿Abjuró tampoco ni modificó esencialmente su sistema á la vista de tantas obras distintas de las suyas como enriquecían los museos y los templos de aquella región de las artes? No fué á modificarlo sino á fortalecerlo. Profirió la escuela de Venecia á la de Roma, la de Miguel Ángel á la de Rafael, la de Ribera á la de los sicilianos idealistas. Copió de Rafael, pero solo algunos frescos, ninguno de esos lienzos en que mas se refleja la dulzura de estilo y el idealismo del gran maestro. Sobre las pinturas de Garófalo, sobre las de la escuela de Bolonia detuvo apenas sus ojos. ¿Por qué ? Porque naturalista por carácter, por sistema, por orgullo, sentía cierta aversión á lo qué no era una reproducción fiel de la naturaleza; y los pintores boloñeses, Rafael, la escuela romana en general, hubieran llegado á creer que profanaban el arte si para sus grandes cuadros mitológicos y bíblicos no hubiesen creado tipos mas perfectos que aquellos con mas ideales.
Se creerá tal vez que exageramos; mas no rogamos al lector sino que eche una ojeada sobre la fragua de Vulcano. Compuso Velázquez este cuadro durante su permanencia en Roma. Su Vulcano ¿es acaso ese dios de talla gigantesca que nos ha pintado Homero forjando las armas de Aquiles? Los auxiliares de Vulcano, ¿son esos tremendos ciclopes que fraguaban el rayo para el Dios de los dioses? El Apolo, ¿es ese rey de la poesía que presidia el círculo de las musas junto á la fuente de Hipocrene ó dirigía los caballos del carro del sol en las alturas del Olimpo? No, no alumbrad fuego de la divinidad la frente de ninguna de sus figuras: su Vulcano y sus cíclopes son tan solo un herrero vulgar y sus mancebos. Vulcano, dice la fábula, se construyó en el cielo un palacio de bronce sembrado de estrellas relucientes; allí, añade, trabajó la armadura de Eneas, el cetro de Agamemnon, el collar de Hermione, la corona de Ariadna. ¿Es tampoco este palacio lo que ha escogido por escenario nuestro artista?
De vuelta á Madrid recibió Velázquez nuevos y mas señalados favores del Monarca. Pasó á vivir en el mismo alcázar real, en la galería del Norte, en aposentos cuyas ventanas miraban al monasterio de San Lorenzo. Era allí visitado todos los dias por Felipe, que poseía una llave particular de su estudio y se complacía en seguir paso á paso los progresos de sus obras; era allí halagado, era allí consultado por el rey-artista aun sobre los mas arduos asuntos del Estado.
Ejecutó por entonces otro retrato de Felipe IV, que sirvió de modelo para la hermosa estatua ecuestre que hoy embellece los jardines de la plaza de Oriente, los de Felipe III y la reina Margarita, los del mismo Felipe IV y la reina Isabel, su primera esposa, y el del conde-duque de olivares; retratos todos á caballo que hoy son la gala de las salas españolas del Museo. Por entonces también reprodujo las facciones del duque de Módena, Francisco I, que vino á Madrid á ser padrino de bautismo de la infanta María Teresa.
Admiran todos estos retratos; pero son retratos, no obras verdaderamente artísticas como la que luego compuso para las monjas de San Plácido. Ante la idea de pintar á Cristo no tuvo ya el valor de Caravaggio. Veía en Cristo al hijo de Dios hecho hombre; y sentiría tal vez hasta sublevarse su conciencia contra el pensamiento de ir á buscar el tipo del Verbo en la naturaleza. Buscólo en su propia alma, en la intensidad y en la pureza de sus mismos sentimientos religiosos; y creó esta figura noble y casi divina cuyo semblante velan sus propios cabellos y la sombra de la muerte. Cristo está muriendo en su cruz; y no parece sino que acaba de pronunciar el consummatum est y bajando la cabeza rendir el espíritu.
Acabó Velázquez esta obra maestra en 1639. Tres años después salió con el rey para Cataluña, sublevada en defensa de sus fueros; y de paso por Aranjuez, donde se detuvo la corte, copió en dos grandes lienzos uno de los mas bellos paseos de aquel sitio y una de las fuentes mas artísticas, ocultas bajo las frondosas y pintorescas alamedas del jardín de la Isla. Conocedor profundo de la naturaleza, es casi inútil decir que la copió y pintó como los mejores paisajistas de su siglo: no solo la naturaleza viva, sino la muerta eran esclavas de sus pinceles.
La espedicion de la corte á Cataluña no tuvo en aquel año efecto: el rey no llegó sino hasta el centro de Aragón, desde donde dio la vuelta para sus alcázares. Mas lo tuvo el año 1644, en que Felipe asistió personalmente á la toma de Lérida. Velázquez le acompañaba también; y allí tuvo que retratar por centésima vez á su orgulloso soberano, tal como se presentó en medio de la población enemiga, vestido de púrpura y oro, adornado de deslumbradora pedrería, con una gallarda pluma en el sombrero, apretando los hijares de un fogoso corcel napolitano. ¿De qué otro modo podía representarle ya á Felipe IV? Le pintó aun orando de rodillas sobre un lujoso almohadón de terciopelo.
Retrató Velázquez al regresar de aquella espedicion á muchos personajes notables de su época, á un don Francisco de Quevedo, á un Simón de Rojas, á un Pereira, á un Gaspar de Borja. Retratólos como por via de distracción y pasatiempo, porque tenia entonces concentradas las altas facultades de su espíritu en el cuadro de las lanzas, cuadro histórico lleno de sencillez y de verdad, donde supo personificar en la sola figura del marqués de Espinóla la cabal caballerosidad é hidalguía de nuestros mas esforzados capitanes.
Volvió por segunda vez el año 1648 á la poética Italia, donde le llevó una comisión de Felipe para recoger obras de arte. Embarcóse á la sazón en Málaga, y aportó después de una larga y penosa travesía en la ciudad de Génova. Ya que hubo estudiado allí al célebre Van-Dyck, recorrió ciudades y museos que aun no conocía. Examinó en Milán las grandes obras de la escuela lombarda, en Parma las de Coreggio, en Florencia las de Salvator Rosa, Pedro de Crotona y Dolce. Fué por fin á Roma, mas no á estudiar, sino á recibir plácemes y obsequios de grandes y de artistas. Retrató entre otros á Inocencio X; y mereció de él, ademas de los honores concedidos solo á los pintores mas ilustres, una cadena de oro y una medalla. No dejó á Roma hasta el año 1651, en que después de haber pasado algún tiempo en Nápoles, donde cultivó la amistad del temido Ribera, entonces en la cumbre de su grandeza, se embarcó, sin haber tampoco modificado sus ideas, para la ciudad de Barcelona.
Entró en Barcelona en junio de aquel mismo año y apenas hubo llegado á la corte, fue nombrado aposentador mayor de la casa real con tres mil ducados de sueldo. Traía consigo este cargo deberes incómodos, serviles e indignos de un artista; pero en aquellos tiempos se tenia por mas honrado al que servia de mas cerca á los príncipes, y era el oficio de aposentador, bajo este punto de vista, de los buenos entre los mejores. Desempeñólo Velázquez hasta el fin de su vida; y parte por sus atenciones en palacio, parte por las comisiones que le fueron confiadas de colocar los cuadros traídos de Italia en las galerías del alcázar y los de otros pintores en el monasterio de San Lorenzo, no pintó ya sino algunos retratos de la reina Ana y el famoso lienzo de las Meninas, donde la perspectiva lineal, la aérea, la ciencia del claro oscuro, la del diseño, la del colorido tocaron casi sus límites.
Valiéronle las Meninas, según fama, la última y mas alta distinción que recibió en su vida, la cruz de Santiago. Admirado el rey del efecto de aquel lienzo, dicen que cogió el pincel y la paleta, y lleno de entusiasmo, juntó aquella cruz en el pecho de la figura del artista que es una de las principales del cuadro. Si asi fue, no cabe por lo menos duda en que tanta magnanimidad no bastó para que Velázquez fuese, nombrado caballero. Tuvo que acreditar antes su nobleza; y por no ser suficientes las pruebas y documentos que adujo, impetrar de Alejandro VII una bula que no llegó á Madrid sino tres años después de concluidas las Meninas, cuando estaba ya muy entrado el de 1659. Celebróse el acto de su admisión en la Orden el de 29 de noviembre, en que le fue padrino el marqués de Malpica y le confirió las insignias el conde de Niebla.
Cuatro meses después tuvo que trasladarse nuestro artista á la frontera de Francia. Acababa de ajustarse la paz de los Pirineos, tan fatal para España; y se esperaba en la isla de los Faisanes á Luis XIV, que había de venir por la mano de la infanta María Teresa. Velázquez fue el encargado de dirigir en la isla la construcción del edificio donde debían verse y alojarse las dos familias reales. Cumplió su cometido, y figuró en aquellas suntuosas fiestas como uno de los caballeros mas notables de la corte de Castilla. Lozano aun, de cara agraciada y espresiva, de porte hidalgo, llamó la atención no menos por su figura que por la reputación de que gozaba. Vestía sobre una casaca ricamente bordada, una capa corta sobre que se destacaba una preciosa gorguera. Llevaba en la capa la cruz de Santiago, al cuello las insignias de la Orden que pendían de una cadena de oro y diamantes, en el cinto una espada con la empuñadura de plata y la vaina cincelada. Calzón y calceta de seda negra y unos lujosos zapatos completaban su trage.
Fueron aquellas jornadas verdaderos días de gloria para Velázquez; lo fueron todas las de su tránsito por las ciudades de Castilla que fue recorriendo lentamente con Felipe IV.
Llego á Madrid y murió. El 6 de agosto del mismo año 1660 era ya cadáver. Estuvo dos dias de cuerpo presente. Fue objeto de funerales espléndidos en la parroquia de San Juan, que ya no existe. Halló su tumba en la capilla de los Fuensalidas.
Hoy, causa rubor decirlo, se ignora donde descansan sus cenizas.
El grabado que trasladamos aquí está tomado de uno de sus mejores retratos, el de un enano de la corte de Felipe que se halla en el Real Museo de pinturas.