Veinte mil leguas de viaje submarino: Segunda Parte: Capítulo XIX
Ninguno de nosotros podrá olvidar jamás aquella terrible escena del 20 de abril. La he escrito bajo el imperio de una violenta emoción. He repasado luego mi relato, y se lo he leído a Conseil y al canadiense. Lo han encontrado lleno de exactitud en los hechos, pero insuficiente en su expresividad. Y es que para describir tales cuadros haría falta la pluma del más ilustre de nuestros poetas, el autor de Los trabajadores del mar.
He dicho que el capitán Nemo lloraba mirando al mar. Inmenso fue su dolor. Era el segundo compañero que perdía desde nuestra llegada a bordo. ¡Y qué muerte! Aquel amigo, aplastado, asfixiado, roto por el formidable brazo de un pulpo, triturado por sus mandíbulas de hierro, no debía reposar con sus compañeros en las apacibles aguas del cementerio de coral.
Lo que me había desgarrado el corazón, en medio de aquella lucha, fue el grito de desesperación del desgraciado, ese pobre francés que olvidando su lenguaje de convención había recuperado la lengua de su país y de su madre en su llamamiento supremo. Tenía yo, pues, un compatriota entre la tripulación del Nautilus, asociada en cuerpo y alma al capitán Nemo, que como éste huía del contacto con los hombres. ¿Sería el único que representara a Francia en esa misteriosa asociación, evidentemente compuesta de individuos de nacionalidades diversas? Éste era otro de los insolubles problemas que me planteaba sin cesar.
El capitán Nemo retornó a su camarote, y durante bastante tiempo no volví a verle. De su tristeza, desesperación e irresolución cabía hacerse una idea por la conducta del navío de quien él era el alma y al que comunicaba todas sus impresiones. El Nautilus no seguía ya ninguna dirección determinada; iba, venía y flotaba como un cadáver a merced de las olas. La hélice estaba ya liberada, pero apenas se servía de ella. Navegaba al azar. Parecía no poder arrancarse al escenario de su última lucha, a ese mar que había devorado a uno de los suyos.
Diez días transcurrieron así, hasta el 1 de mayo. Ese día, el Nautilus reemprendió su marcha al Norte, tras haber avistado las Lucayas, ante la abertura del canal de las Bahamas. Seguimos entonces la corriente del mayor río marino, que tiene sus orillas, sus peces y su temperatura propias. Hablo del Gulf Stream.
Es un río, en efecto. Corre libremente por el Atlántico, y sus aguas no se mezclan con las oceánicas. Es un río salado, más salado que el mar que le rodea. Su profundidad media es de tres mil pies y su anchura media de sesenta millas. En algunos lugares, su corriente marcha a la velocidad de cuatro kilómetros por hora. El invariable volumen de sus aguas es más considerable que el de todos los ríos del Globo.
La verdadera fuente del Gulf Stream, reconocida por el comandante Maury, o su punto de partida, si se prefiere, está situada en el golfo de Gascuña. Allí, sus aguas, aún débiles de temperatura y de color, comienzan a formarse. Desciende al Sur, costea el África ecuatorial, calienta sus aguas con los rayos solares de la zona tórrida, atraviesa el Atlántico, alcanza el cabo San Roque en la costa brasileña y se bifurca en dos brazos, uno de los cuales va a saturarse de las calientes moléculas del mar de las Antillas. Entonces, el Gulf Stream, encargado de restablecer el equilibrio entre las temperaturas y de mezclar las aguas de los trópicos con las aguas boreales, comienza a desempeñar su papel de compensador. Se calienta fuertemente en el golfo de México y luego se eleva al Norte a lo largo de las costas americanas hasta llegar a Terranova, donde se desvía por el empuje de la corriente fría del estrecho de Davis y reemprende la ruta del océano siguiendo sobre uno de los grandes círculos del Globo la línea loxodrómica; hacia el grado 43 se divide en dos brazos, uno de los cuales, ayudado por el alisio del Nordeste, vuelve hacia las Azores y el golfo de Gascuña, mientras el otro, tras templar las costas de Irlanda y de Noruega, llega más allá de las Spitzberg, donde su temperatura desciende a cuatro grados, para formar el mar libre del Polo.
Por ese río oceánico era por el que navegaba entonces el Nautilus. A su salida del canal de las Bahamas, el Gulf Stream, con catorce leguas de anchura y trescientos cincuenta metros de profundidad, marcha a ocho kilómetros por hora. Esta rapidez decrece a medida que avanza hacia el Norte. Es de desear que persista esta regularidad, pues si, como se ha creído notar, se modificaran su velocidad y su dirección, los climas europeos se verían sometidos a perturbaciones de incalculables consecuencias.
Hacia mediodía me hallaba en la plataforma con Conseil, a quien explicaba las particularidades del Gulf Stream. Terminada mi explicación, le invité a meter las manos en la corriente. Al hacerlo así, Conseil se quedó muy sorprendido de no experimentar ninguna sensación de frío o calor.
-Ello se debe -le dije -a que la temperatura del Gulf Stream al salir del golfo de México es poco diferente de la de la sangre. El Gulf Stream es una gran estufa que hace posible a las costas de Europa adornarse de un verdor perenne. De creer a Maury, si se pudiera utilizar totalmente el calor de esta corriente se obtendría el suficiente para mantener en fusión a un río de hierro tan grande como el Amazonas o el Missouri.
En aquellos momentos, la velocidad del Gulf Stream era de dos metros veinticinco por segundo. Su corriente es tan distinta del mar que la rodea que sus aguas comprimidas forman una especie de relieve y se opera un desnivelamiento entre ellas y las aguas frías. Oscuras y muy ricas en materias salinas, destacan por su azul puro de las aguas verdosas que las rodean. Tan neta es la línea de demarcación que el Nautilus, a la altura de las Carolinas, cortó con su espolón las aguas del Gulf Stream mientras su hélice batía aún las del océano.
La corriente arrastraba con ella a todo un mundo de seres vivos. Los argonautas, tan comunes en el Mediterráneo, viajaban por ella en gran número. Entre los cartilaginosos, los más notables eran las rayas, cuya cola, muy suelta, constituía casi la tercera parte de un cuerpo que tomaba la forma de un gran rombo de veinticinco pies de largo. Había también pequeños escualos, de un metro, con la cabeza grande, el hocico corto y redondeado, puntiagudos dientes dispuestos en varias hileras, y cuyos cuerpos parecían cubiertos de escamas.
Entre los peces óseos, anoté unos labros grises propios de esos mares; esparos sinágridos cuyo iris resplandecía como el fuego; escienas de un metro de largo, con una ancha boca erizada de pequeños dientes, que emitían un ligero grito; centronotos negros, de los que ya he hablado; corífenas azules con destellos de oro y plata; escaros, verdaderos arco iris del océano que rivalizan en colores con los más bellos pájaros de los trópicos; rombos azulados desprovistos de escarnas; bátracos recubiertos de una faja amarilla y transversal semejante a una t griega; enjambres de pequeños gobios moteados de manchitas pardas; dipterodones de cabeza plateada y de cola amarilla; diversos ejemplares de salmones; mugilómoros de cuerpo esbelto y de un brillo suave, como los que Lacepéde ha consagrado a la amable compañera de su vida, y, por último, un hermoso pez, el «caballero americano», que, condecorado con todas las órdenes y recamado de todos los galones, frecuenta las orillas de esa gran nación que en tan poca estima tiene a los galones y a las condecoraciones.
Por la noche, las aguas fosforescentes del Gulf Stream rivalizaban con el resplandor eléctrico de nuestro fanal, sobre todo cuando amenazaba tormenta como ocurría frecuentemente en aquellos días.
El 8 de mayo nos hallábamos aún frente al cabo Hatteras, a la altura de la Carolina del Norte. La anchura allí del Gulf Stream es de setenta y cinco millas y su profundidad es de doscientos diez metros. El Nautilus continuaba errando a la aventura. Toda vigilancia parecía haber cesado a bordo. En tales condiciones, debo convenir que podía intentarse la evasión, con posibilidades de éxito. En efecto, las costas habitadas ofrecían en todas partes fáciles accesos. Además podíamos esperar ser recogidos por algunos de los numerosos vapores que surcaban incesantemente aquellos parajes asegurando el servicio entre Nueva York o Boston y el golfo de México, o por cualquiera de las pequeñas goletas que realizaban el transporte de cabotaje por los diversos puntos de la costa norteamericana. Era, pues, una ocasión favorable, a pesar de las treinta millas que separaban al Nautilus de las costas de la Unión.
Pero una circunstancia adversa contrariaba absolutamente los proyectos del canadiense. El tiempo era muy malo. Nos aproximábamos a parajes en los que las tormentas son frecuentes, a esa patria de las trombas y de los ciclones, engendrados precisamente por la corriente del Golfo. Desafiar a bordo de un frágil bote a un mar tan frecuentemente embravecido era correr a una pérdida segura, y el mismo Ned Land convenía en ello Por eso, tascaba el freno, embargado de una furiosa nostalgia que sólo la huida hubiese podido curar.
-Señor -me dijo aquel día-, esto debe terminar. Voy a hablarle francamente. Su Nemo se aparta de tierra y sube hacia el Norte. Le digo a usted que ya tengo bastante con el Polo Sur y que no le seguiré al Polo Norte.
-Pero, Ned, ¿qué podemos hacer, puesto que la huida es impracticable en estos momentos?
-Vuelvo a mi idea. Hay que hablar con el capitán. Usted no le dijo nada cuando estuvimos en los mares de su país. Yo quiero hablar, ahora que estamos en los mares del mío. ¡Cuando pienso que, dentro de unos días, el Nautilus va a encontrarse a la altura de la Nueva Escocia, y que allí, hacia Terranova, se abre una ancha bahía, que en esa bahía desemboca el San Lorenzo, mi río, el río de Quebec, mi ciudad natal! ¡Cuando pienso en eso me enfurezco y se me ponen los pelos de punta! Mire, señor, creo que voy a terminar tirándome al mar. No me quedaré aquí. No aguanto más. Me asfixio aquí.
El canadiense había llegado evidentemente al límite de la paciencia. Su vigorosa naturaleza no podía acomodarse a tan prolongado aprisionamiento. Su fisonomía se alteraba de día en día. Su carácter se tornaba cada vez más sombrío. Yo comprendía sus sufrimientos, pues también a mí me embargaba la nostalgia. Casi siete meses habían pasado sin que tuviésemos noticia de la tierra. Además, el aislamiento del capitán Nemo, su cambio de humor, sobre todo desde el combate con los pulpos, su taciturnidad, me hacían ver las cosas de un modo diferente y ya no sentía el entusiasmo de los primeros tiempos. Había que ser un flamenco como Conseil para aceptar esa situación en ese medio reservado a los cetáceos y a otros habitantes del mar. Verdaderamente, si el buen Conseil hubiera tenido branquias en vez de pulmones habría sido un pez distinguido.
-Y bien, señor, ¿qué dice usted? -añadió Ned Land, al ver que yo no respondía.
-Bueno, Ned, ¿lo que usted quiere es que pregunte al capitán Nemo cuáles son sus intenciones para con nosotros? ¿Es eso?
-Sí, señor.
-Y eso ¿aunque ya nos las haya dado a conocer?
-Sí. Por última vez, quiero saber a qué atenerme. Si usted quiere, hable por mí solo, en mi nombre únicamente.
-El caso es que le encuentro muy raramente. Parece evitarme.
-Razón de más para ir a verle.
-Sea, le interrogaré, Ned.
-¿Cuándo?
-Cuando le encuentre.
-Señor Aronnax, ¿quiere usted que vaya yo mismo a buscarle?
-No, déjeme hacer a mí. Mañana...
-Hoy mismo.
-Sea, le veré hoy -respondí al canadiense, para evitar que actuara por sí mismo y lo comprometiera todo.
Me quedé solo. Decidida así la gestión, resolví llevarla a cabo inmediatamente. Yo prefiero lo hecho a lo por hacer. Volví a mi camarote. Desde allí, oí ruido de pasos en el del capitán Nemo. No debía dejar pasar la ocasión de encontrarle. Llamé a su puerta, sin obtener contestación. Llamé nuevamente y luego giré el picaporte. Abrí la puerta y entré. Allí estaba el capitán. Inclinado sobre su mesa de trabajo, parecía no haberme oído. Resuelto a no salir sin haberle interrogado, me acerqué a él. Entonces levantó bruscamente la cabeza, frunció las cejas y me dijo en un tono bastante rudo:
-¿Qué hace usted aquí? ¿Qué quiere de mí?
-Quiero hablar con usted, capitán.
-Estoy ocupado, señor, estoy trabajando. La libertad que le dejo a usted de aislarse, ¿no existe para mí?
La recepción no era muy estimulante, que digamos. Pero yo estaba decidido a oír cualquier cosa con tal de hablar con él.
-Señor -le dije fríamente-, tengo que hablarle de un asunto que no me es posible aplazar.
-¿Cuál, señor? -respondió irónicamente-. ¿Ha hecho usted algún descubrimiento que me haya escapado? ¿Le ha entregado el mar nuevos secretos?
Muy lejos estábamos del caso. Pero antes de que hubiese podido yo responderle, me dijo en un tono más grave, mientras me mostraba un manuscrito abierto sobre su mesa:
-He aquí, señor Aronnax, un manuscrito escrito en varias lenguas. Contiene el resumen de mis estudios sobre el mar y, si Dios quiere, no perecerá conmigo. Este manuscrito, firmado con mi nombre, completado con la historia de mi vida, será encerrado en un pequeño aparato insumergible. El último superviviente de todos nosotros a bordo del Nautilus lanzará ese aparato al mar. Irá a donde quieran llevarle las olas.
¡El nombre de ese hombre! ¡Su historia, escrita por sí mismo! ¿Quedaría, pues, desvelado su misterio un día? Pero en aquel momento yo no vi en esa comunicación más que una entrada en materia.
-Capitán, no puedo sino aprobar esa idea. El fruto de sus estudios no debe perderse. Pero el medio que piensa emplear me parece primitivo y arriesgado. ¿Quién sabe adónde los vientos llevarán ese aparato y en qué manos caerá? ¿No podría usted idear algo mejor? ¿No podría usted o uno de los suyos-... ?
-Jamás, señor -dijo vivamente el capitán, interrumpiéndome.
-Yo y mis compañeros estaríamos dispuestos a guardar ese manuscrito en reserva, y si usted nos devuelve la libertad...
-¡La libertad! -dijo el capitán Nemo, a la vez que se levantaba.
-Sí, señor, y lo que quería decirle es a propósito de esto. Llevamos ya siete meses a bordo de su navío, y le pregunto hoy, tanto en nombre de mis compañeros como en el mío propio, si tiene usted la intención de retenernos aquí para siempre.
-Señor Aronnax, le respondo hoy lo que le respondí hace siete meses. Quien entra en el Nautilus es para no abandonarlo nunca.
-Lo que usted nos impone es pura y simplemente la esclavitud.
-Déle usted el nombre que quiera.
-En todas partes, el esclavo conserva el derecho de recobrar su libertad y de usar de los medios que se le ofrezcan a tal fin, cualesquiera que sean.
-¿Quién le ha denegado ese derecho? Yo no le he encadenado a un juramento -me dijo el capitán, mirándome y cruzado de brazos.
-Señor -le dije-, hablar por segunda vez de este asunto no puede ser de su agrado ni del mío, pero puesto que lo hemos abordado vayamos hasta el fin. Se lo repito, no se trata tan sólo de mi persona. Para mí, el estudio es una ayuda, una poderosa diversión, un gran aliciente, una pasión que puede hacerme olvidar todo. Como usted, soy un hombre capaz de vivir ignorado, oscuramente, en la frágil esperanza de legar un día al futuro el resultado de mis trabajos, por medio de un aparato hipotético confiado al azar de las olas y los vientos. En una palabra, yo puedo admirarle, seguirle a gusto en un destino que comprendo en algunos puntos..., aunque hay otros aspectos de su vida que me la hacen entrever rodeada de complicaciones y de misterios de los que, mis compañeros y yo, somos los únicos de aquí que estamos excluidos. Incluso cuando nuestros corazones han podido latir por usted, emocionados por sus dolores o conmovidos por sus actos de genio o de valor, hemos debido sofocar en nosotros hasta el más mínimo testimonio de esa simpatía que hace nacer la vista de lo que es bueno y noble, ya provenga del amigo o del enemigo. Pues bien, es este sentimiento de ser ext-años a todo lo que le concierne a usted lo que hace de nuestra situación algo inaceptable, imposible, incluso para mí, pero sobre todo para Ned Land. Todo hombre, por el solo y mero hecho de serlo, merece consideración. ¿Ha considerado usted los proyectos de venganza que el amor por la libertad y el odio a la esclavitud pueden engendrar en un carácter como el del canadiense? ¿Se ha preguntado usted lo que él puede pensar, intentar, llevar a cabo-... ?
-Que Ned Land piense o intente lo que quiera, ¿qué me importa a mí? No soy yo quien ha ido a buscarle. No le retengo a bordo por gusto. En cuanto a usted, señor Aronnax..., usted es de los que pueden comprender todo, incluso el silencio. No tengo más que decirle. Salvo que esta primera vez que ha abordado el tema sea también la última, pues si vuelve a repetirse no podré escucharle.
Me retiré. Y a partir de aquel día nuestra situación se hizo muy tensa. Al informar a mis compañeros de la conversación, Ned Land dijo:
-Ahora sabemos que no hay nada que esperar de este hombre. El Nautilus se acerca a Long Island. Huiremos, haga el tiempo que haga.
Pero el cielo se tornaba cada vez más amenazador. Se manifestaban los síntomas de un huracán. La atmósfera estaba blanca, lechosa. A los cirros en haces sueltos sucedían en el horizonte capas de nimbo cúmulus. Otras nubes bajas huían rápidamente. La mar, ya muy gruesa, se hinchaba en largas olas. Desaparecían las aves, con excepción de esos petreles que anuncian las tempestades. El barómetro bajaba muy acusadamente e indicaba en el aire una extremada tensión de los vapores. La mezcla del stormglass se descomponía bajo la influencia de la electricidad que saturaba la atmósfera. La lucha de los elementos se anunciaba ya próxima.
La tempestad estalló en la jornada del 18 de mayo, precisamente cuando el Nautilus navegaba a la altura de Long Island, a algunas millas de los pasos de Nueva York. Puedo describir esta lucha de los elementos porque, por un capricho inexplicable, el capitán Nemo, en vez de evitarla en las profundidades, decidió afrontarla en la superficie.
El viento soplaba del Sudoeste a una velocidad de quince metros por segundo, que hacia las tres de la tarde pasó a la de veinticinco metros. Ésta es la cifra de las tempestades.
Firme frente a las ráfagas, el capitán Nemo se hallaba en la plataforma. Se había amarrado a la cintura para poder resistir el embate de las monstruosas olas que azotaban al Nautilus. Yo hice lo mismo. La tempestad y aquel hombre incomparable que la retaba se disputaban mi admiración.
Grandes jirones de nubes que parecían surgir del agua barrían la superficie convulsa del mar. Ya no eran visibles las pequeñas olas que se forman a intervalos en el fondo de las depresiones creadas por las grandes olas. únicamente se veían largas ondulaciones fuliginosas, tan compactas que sus crestas no reventaban. Aumentaba más y más su altura, como si se excitaran entre sí. El Nautilus, ya caído de costado, ya erguido como un mástil, cabeceaba y se balanceaba espantosamente.
Hacia las cinco de la tarde se desplomó una lluvia torrencial que no abatió ni al viento ni a la mar. El huracán se desencadenó a una velocidad de cuarenta y cinco metros por segundo, o sea, a unas cuarenta leguas por hora. Había alcanzado esa fuerza que le lleva a derribar las casas, a clavar las tejas de los tejados en las puertas, a romper las verjas de hierro y a desplazar cañones del veinticuatro. Y, sin embargo, el Nautilus estaba allí, justificando en medio de la tormenta la afirmación de un sabio ingeniero de que «no hay casco bien construido que no pueda desafiar a la mar». No era una roca resistente, a la que aquellas olas hubieran demolido, sino un huso de acero, obediente y móvil, sin aparejos ni mástiles, lo que desafiaba impunemente al furor del huracán.
Examinaba yo entretanto las desencadenadas olas. Medían hasta quince metros de altura sobre una longitud de ciento cincuenta a ciento setenta y cinco metros, y su velocidad de propagación era de quince metros por segundo. Su volumen y su potencia aumentaban con la profundidad del agua. Comprendí entonces la función de esas olas que aprisionan el aire en sus flancos y lo envían a los fondos marinos, a los que con ese oxígeno llevan la vida. Su extrema fuerza de presión -ha sido calculada -puede elevarse hasta tres mil kilos por pie cuadrado de la superficie que baten. Fueron olas como éstas las que en las Hébridas desplazaron un bloque de piedra que pesaba ochenta y cuatro mil libras. Las que, en la tempestad del 23 de diciembre de 1864, tras haber destruido una parte de la ciudad de Yeddo, en el Japón, se desplazaron a setecientos kilómetros por hora para romperse el mismo día en las costas de América.
La intensidad de la tempestad se acrecentó durante la noche. El barómetro cayó a 71º milímetros, como en 1860, en la isla de la Reunión, durante un ciclón.
A la caída del día había visto pasar un barco que luchaba penosamente. Capeaba a bajo vapor para resistir a las olas. Debía ser uno de los vapores de las líneas de Nueva York a Liverpool o al Havre. Desapareció pronto en la oscuridad.
Hacia las diez de la noche, el cielo era de fuego. Violentos relámpagos surcaban la atmósfera. Yo no podía resistir sus deslumbrantes fogonazos. El capitán Nemo, en cambio, los miraba de frente; parecía aspirar con todo su ser el alma de la tempestad. Un fragor terrible retumbaba en el aire, un ruido complejo que integraba el estrépito de las olas aplastadas, los mugidos del viento y los estampidos del trueno. El viento saltaba de un punto a otro del horizonte, y el ciclón, procedente del Este, volvía a él tras pasar por el Norte, el Oeste y el Sur, en sentido inverso de las tempestades giratorias del hemisferio austral.
¡Ah! Bien justificaba el Gulf Stream su nombre de rey de las tormentas. Es la corriente del Golfo la que crea estos formidables ciclones por la diferencia de temperatura de las capas de aire superpuestas a sus aguas.
A la lluvia sucedió un chaparrón de fuego. Las gotas de agua se transformaron en chispas fulminantes. Se hubiese dicho que el capitán Nemo, en busca de una muerte digna de él, quisiera hacerse matar por el rayo.
En cierto momento, el Nautilus, presa de un formidable movimiento de cabeceo, levantó al aire su espolón de acero, como la vara de un pararrayos, y vi cómo del espolón surgían numerosas chispas.
Roto, extenuado, repté hacia la escotilla, la abrí y descendí al salón. El temporal alcanzaba entonces su máxima intensidad. Era imposible mantenerse en pie en el interior del Nautilus.
El capitán Nemo descendió hacia la medianoche. Oí luego el ruido de los depósitos que se llenaban poco a poco, y el Nautilus se sumergió lentamente.
Por los cristales descubiertos del salón vi algunos grandes peces pasar como fantasmas por el agua en fuego. ¡El rayo golpeó a algunos bajo mis ojos!
El Nautilus continuó descendiendo. Yo pensaba que hallaría la calma a una profundidad de quince metros. No. Las capas superiores estaban demasiado violentamente agitadas. Hubo que descender hasta cincuenta metros en las entrañas del mar para hallar el reposo. Allí, ¡qué tranquilidad!, ¡qué silencio!, ¡qué paz! ¿Quién hubiese dicho que un terrible huracán se desencadenaba entonces en la superficie del océano?