Veinte mil leguas de viaje submarino: Segunda Parte: Capítulo XII



Durante la noche del 13 al 14 de marzo, el Nautilus prosiguió su derrota hacia el Sur. Yo creía que a la altura del cabo de Hornos haría rumbo al Oeste, dirigiéndose a los mares del Pacífico para acabar su vuelta al mundo, pero no lo hizo así y continuó su marcha hacia las regiones australes. ¿Adónde quería ir? ¿Al Polo? Era, sencillamente, insensato. Empecé a pensar que la temeridad del capitán justificaba sobradamente los temores de Ned Land.

Desde hacía algún tiempo, el canadiense no me hablaba ya de sus proyectos de evasión. Se había tornado menos comunicativo, casi silencioso. Veía yo cómo pesaba en él tan prolongada reclusión y sentía cómo iba concentrándose la ira en su ánimo. Cuando se cruzaba con el capitán en sus ojos se encendía una torva mirada. Yo vivía en el continuo temor de que su natural violencia le llevara a cometer un desatino.

Aquel día, el 14 de marzo, Conseil y él vinieron a buscarme a mi camarote. A mi pregunta sobre la razón de su visita, me dijo el canadiense:

-Quisiera hacerle una simple pregunta, señor.

-Dígame, Ned.

-¿Cuántos hombres cree usted que hay a bordo del Nautilus?

-No lo sé, amigo mío.

-Me parece -dijo Ned Land que su manejo no requiere una tripulación muy numerosa.

-En efecto -respondí-, una decena de hombres debe bastar.

-¿Por qué entonces habrían de ser más?

-¿Por qué?

Miré fijamente a Ned Land, cuyas intenciones eran fáciles de adivinar.

-Porque -le dije -si mis presentimientos son ciertos y si he comprendido bien la existencia del capitán, el Nautilus no es sólo un navío, sino también un lugar de refugio para los que como su comandante han roto toda relación con la tierra.

-Puede que así sea -dijo Conseil-, pero, de todos modos, el Nautilus no puede contener más que un número limitado de hombres. ¿No podría evaluar el señor ese máximo?

-¿De qué manera, Conseil?

-Por el cálculo. Dada la capacidad del navío, que le es conocida al señor, y, consecuentemente, la cantidad de aire que encierra, y sabiendo, por otra parte, lo que cada hombre gasta en el acto de la respiración, así como la necesidad del Nautilus de remontar a la superficie cada veinticuatro horas, la comparación de estos datos...

No acabó Conseil la frase, pero comprendí adónde quería venir a parar.

-Te comprendo -dije-, pero esos cálculos, de fácil realización, no pueden darnos más que un resultado muy incierto.

-No importa -dijo Ned Land.

-Bien, vayamos, pues, con el cálculo. Cada hombre gasta en una hora el oxígeno contenido en cien litros de aire, o sea, en veinticuatro horas, el oxígeno contenido en dos mil cuatrocientos litros. -Exactamente -asintió Conseil.

-Ahora bien -proseguí-, dado que la capacidad del Nautilus es de mil quinientas toneladas, y la de la tonelada es de mil litros, el Nautilus contiene un millón quinientos mil litros de aire, que divididos por dos mil cuatrocientos...

Rápidamente calculé con el lapicero:

-...Arrojan un cociente de seiscientos veinticinco, lo que equivale a decir que el aire contenido en el Nautilus podría en rigor, bastar a seiscientos veinticinco hombres durante veinticuatro horas. -¡Seiscientos veinticinco! -exclamó Ned.

-Pero podemos estar seguros -añadí -de que entre pasajeros, marineros y oficiales no llegamos ni a la décima parte de esa cifra.

-Lo que resulta todavía demasiado para tres hombres -murmuró Conseil.

-Así que, mi pobre Ned, no puedo hacer más que aconsejarle paciencia.

-Y más aún que paciencia, resignación -añadió Conseil, usando la palabra justa -Después de todo, el capitán Nemo no podrá ir eternamente hacia el Sur. Forzoso le será detenerse, aunque no fuera más que por los bancos de hielo, y regresar hacia aguas más civilizadas. Entonces será llegado el momento de volver a pensar en los proyectos de Ned Land.

El canadiense movió la cabeza, se pasó la mano por la frente, y se retiró.

-Permítame el señor hacerle una observación. El pobre Ned está pensando continuamente en todas las cosas de que está privado. Toda su vida le viene a la memoria y echa de menos todo lo que aquí nos está prohibido. Le oprimen los recuerdos y sufre. Hay que comprenderle. ¿Qué es lo que pinta él aquí? Nada. No es un sabio como el señor y no puede interesarse como nosotros por las cosas admirables del mar. Sería capaz de arrostrar todos los peligros por poder entrar en una taberna de su país.

Cierto es que la monotonía de la vida a bordo debía ser insoportable al canadiense, acostumbrado a una existencia libre y activa. Raros eran allí los acontecimientos que podían apasionarle. Sin embargo, aquel día surgió un incidente que vino a recordarle sus buenos días de arponero.

Hacia las once de la mañana, el Nautilus, navegando en superficie, se encontró de repente en medio de un grupo de ballenas. No me sorprendió el encuentro, pues bien sabía yo que la persecución a ultranza de que son víctimas estos animales les ha llevado a refugiarse en los mares de las altas latitudes.

Considerables han sido el papel y la influencia ejercidos por las ballenas en el mundo marino y en los descubrimientos geográficos. Fueron ellas las que atrayendo a los vascos primero y luego a los asturianos, ingleses y holandeses les estimularon a arrostrar los peligros del océano y les condujeron de una extremidad a otra de la Tierra. Las ballenas suelen frecuentar los mares australes y boreales. Antiguas leyendas pretenden incluso que estos cetáceos atrajeron a los pescadores hasta siete leguas tan sólo del Polo Norte. Si el hecho es falso, será verdadero algún día, porque probablemente será la caza de la ballena en las regiones ártica o antártica la que lleve a los hombres a alcanzar esos puntos desconocidos del Globo que son los Polos.

Estábamos sentados sobre la plataforma. El mar estaba en bonanza. El mes de marzo, equivalente en esas latitudes al de septiembre, nos procuraba hermosos días de otoño. Fue el canadiense quien avistó una ballena en el horizonte, al Este. No podía él equivocarse. Mirando atentamente, se veía el lomo negruzco de la ballena elevarse y descender alternativamente sobre la superficie del mar, a unas cinco millas del Nautilus.

-¡Ah! -exclamó Ned Land-. ¡Si estuviera yo a bordo de un ballenero, he ahí una vista que me haría feliz! Es un animal de gran tamaño. Fíjense con qué potencia despiden sus espiráculos columnas de aire y vapor. ¡Mil diantres! ¿Por qué he de verme encadenado a este armatoste metálico?

-Así, Ned le dije-, todavía vive en usted el viejo pescador..

-¿Cree usted, señor, que un pescador de ballenas puede olvidar su antiguo oficio? ¿Es que puede uno hastiarse alguna vez de las emociones de una caza como ésa?

-¿No ha pescado nunca en estos mares, Ned?

-Nunca, señor. únicamente en los mares boreales, tanto en el estrecho de Bering como en el de Davis. -Entonces, la ballena austral le es desconocida. La que ha pescado usted hasta ahora es la ballena franca que nunca se arriesgaría a atravesar las aguas cálidas del ecuador.

-¿Qué es lo que me está usted diciendo, señor profesor? -me replicó el canadiense, en un tono que denotaba su incredulidad.

-Digo lo que es.

-¿Ah, sí? Pues, mire usted, el que le está hablando, en el año 65, o sea, hace dos años y medio, capturó, cerca de Groenlandia, una ballena que llevaba aún en su flanco el arpón marcado de un ballenero de Bering. Pues bien, yo le pregunto cómo un animal arponeado al oeste de América pudo venir a hacerse matar al Este sin haber franqueado el ecuador, tras haber pasado ya sea por el cabo de Hornos, ya por el de Buena Esperanza.

-Pienso lo mismo que el amigo Ned -dijo Conseil -y aguardo la respuesta del señor.

-Pues el señor os responde, amigos míos, que las ballenas están localizadas, según sus especies, en algunos mares que no abandonan. Si uno de estos animales ha pasado del estrecho de Bering al de Davis es, simplemente, porque debe existir un paso de un mar a otro, ya sea por las costas de América o por las de Asia.

-¿Hay que creerle? -dijo el canadiense, a la vez que cerraba un ojo.

-Hay que creer al señor -sentenció Conseil.

-Así, pues -dijo el canadiense-, como nunca he pescado en estos parajes no conozco las ballenas que los habitan, ¿no es así?

-Así es, Ned.

-Pues razón de más para conocerlas -dijo Conseil.

-¡Miren! ¡Miren! -gritó el canadiense, con una voz conmovida-. ¡Se acerca! ¡Viene hacia nosotros! ¡Me está desafiando! ¡Sabe que no puedo nada contra ella!

Ned golpeaba la plataforma con el pie y su brazo se agitaba blandiendo un arpón imaginario.

-¿Son tan grandes estos cetáceos como los de los mares boreales?

-Casi, casi, Ned.

-Es que yo he visto ballenas muy grandes, señor, ballenas que medían hasta cien pies de longitud. Y he oído decir que la hullamock y la umgallick de las islas Aleutianas sobrepasan a veces los ciento cincuenta pies.

-Eso me parece exagerado -respondí-. Esos animales no son más que balenópteros, provistos de aletas dorsales, y, al igual que los cachalotes, son generalmente más pequeños que la ballena franca. La mirada del canadiense no se apartaba del océano.

-¡Ah! ¡Se acerca, viene hacia el Nautilus!

Luego, reanudó la conversación.

-Habla usted del cachalote como si fuera un pequeño animal. Sin embargo, se ha hablado de cachalotes gigantescos. Son unos cetáceos inteligentes. Algunos, se dice, se cubren de algas y fucos, y se les toma entonces por islotes sobre los que se acampa y se hace fuego...

-Y se edifican casas -dijo Conseil.

-En efecto, señor bromista -respondió Ned Land-. Y luego, un buen día, el animal se sumerge y se lleva a todos sus habitantes al fondo del abismo.

-Como en los viajes de Simbad el Marino -repliqué, riendo-. Parece, señor Land, que le gustan las historias extraordinarias. ¡Qué cachalotes, los suyos! Espero que no se lo crea.

Muy seriamente, respondió así el canadiense:

-Señor naturalista, de las ballenas hay que creérselo todo. ¡Ah, cómo marcha ésa! ¡Cómo se desvía-... ! Se dice que estos animales podrían dar la vuelta al mundo en quince días.

-No diré que no.

-Pero lo que seguramente no sabe usted, señor Aronnax, es que en los comienzos del mundo las ballenas marchaban más rápidamente aún.

-¿Ah, sí? ¿De veras, Ned? ¿Y por qué?

-Porque entonces tenían la cola a lo ancho, como los peces, es decir, que la cola, comprimida verticalmente, batía el agua de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Pero el Creador, al darse cuenta de que marchaban demasiado rápidamente, les torció la cola, y desde entonces azotan el agua de arriba a abajo, en detrimento de su velocidad.

-Bien, Ned -dije, tomando una expresión del canadiense-, ¿hay que creerle?

-No demasiado -respondió Ned Land-, no más que si le dijera que hay ballenas de trescientos pies de longitud y de cien mil libras de peso.

-Mucho es eso, en efecto. Sin embargo, hay que admitir que algunos cetáceos adquieren un desarrollo considerable, puesto que, al parecer, dan hasta ciento veinte toneladas de aceite.

-Eso es verdad, eso lo he visto yo -dijo el canadiense.

-Lo creo, Ned, como creo que hay ballenas que igualan en tamaño a cien elefantes. Calcule usted el efecto que puede producir una masa así lanzada a toda velocidad.

-¿Es verdad que pueden echar un barco a pique? -preguntó Conseil.

-No lo creo -le respondí-. Se cuenta, sin embargo, que en 1820, precisamente en estos mares del Sur, una ballena se precipitó contra el Essex y le hizo retroceder a una velocidad de cuatro metros por segundo. Las olas penetraron por la popa y el Essex se fue a pique en seguida.

Ned me miró con un aire burlón, y dijo:

-En cuanto a mí, he recibido un coletazo de ballena; en mi bote, claro. Mis compañeros y yo nos vimos despedidos a una altura de seis metros. Pero al lado de la ballena del señor profesor, la mía no era más que un ballenato.

-¿Viven muchos años estos animales? -preguntó Conseil.

-Mil años -respondió el canadiense, sin vacilar.

-¿Cómo lo sabe usted, Ned?

-Porque así se dice.

-¿Y por qué se dice?

-Porque se sabe.

-No, Ned, eso no se sabe, se supone, y esa suposición se basa en este razonamiento. Hace cuatrocientos años, cuando los pescadores se lanzaron por vez primera en persecución de las ballenas, éstas tenían un tamaño muy superior al actual. Se supone, pues, bastante lógicamente, que la inferioridad de las actuales ballenas se debe a que no han tenido tiempo de alcanzar su completo desarrollo. Esto es lo que hizo decir a Buffon que estos cetáceos podían y debían vivir mil años. ¿Me oye usted?

Pero Ned Land no oía ni escuchaba. La ballena continuaba acercándose y él la seguía, devorándola con los ojos.

-¡No es una ballena, son diez, veinte, es una manada entera! ¡Y no poder hacer nada! ¡Estar aquí, atado de pies y manos!

-¿Por qué no pide permiso de caza al capitán Nemo, amigo Ned?

No había acabado todavía Conseil de hablar, cuando ya Ned Land se precipitaba al interior en busca del capitán.

Algunos instantes después, ambos reaparecían en la plataforma. El capitán Nemo observó la manada de cetáceos que evolucionaba a una milla del Nautilus.

-Son ballenas australes -dijo-. Hay ahí la fortuna de una flota de balleneros.

-Y bien, señor -dijo el canadiense-, ¿no podría yo darles caza, aunque sólo fuese para no olvidar mi antiguo oficio de arponero?

-¿Para qué? -respondió el capitán Nemo-. ¿Cazar únicamente por destruir? No necesitamos aceite de ballena a bordo.

-Sin embargo -dijo el canadiense-, en el mar Rojo usted nos autorizó a perseguir a un dugongo.

-Se trataba entonces de procurar carne fresca a mi tripulación. Aquí sería matar por matar. Ya sé que es éste un privilegio reservado al hombre, pero yo no admito estos pasatiempos mortíferos. Es una acción condenable la que cometen los de su oficio, señor Land, al destruir a estos seres buenos e inofensivos que son las ballenas, tanto la austral como la franca. Ya han despoblado toda la bahía de Baffin y acabarán aniquilando una clase de animales útiles. Deje, pues, tranquilos a estos desgraciados cetáceos, que bastante tienen ya con sus enemigos naturales, los cachalotes, los espadones y los sierra.

Fácil es imaginar la cara del canadiense ante ese curso de moral. Emplear semejantes razonamientos con un cazador, palabras perdidas. Ned Land miraba al capitán Nemo, y era evidente que no comprendía lo que éste quería decirle. Tenía razón el capitán. El bárbaro, desconsiderado encarnizamiento de los pescadores hará desaparecer un día la última ballena del océano.

Ned Land silbó entre dientes su Yankee doodle, se metió las manos en los bolsillos y nos volvió la espalda.

El capitán Nemo observaba la manada de cetáceos. Súbitamente, se dirigió a mí.

-Tenía yo razón en decir que, sin contar al hombre, no le faltan a las ballenas enemigos naturales. Dentro de poco ésas van a pasar un mal rato. ¿Distingue usted, señor Aronnax, esos puntos negruzcos en movimiento, a unas ocho millas, a sotavento?

-Sí, capitán -respondí.

-Son cachalotes, animales terribles que he encontrado a veces en manadas de doscientos o trescientos. A esos animales crueles y dañinos, sí que está justificado exterminarlos.

Al oír estas palabras, el canadiense se volvió con viveza.

-Pues bien, capitán -dije-, estamos a tiempo, en interés de las ballenas.

-Inútil exponerse, señor profesor. El Nautilus se basta a sí mismo para dispersar a esos cachalotes, armado como está de un espolón de acero que, creo yo, vale tanto al menos como el arpón del señor Land.

El canadiense no se molestó en disimular lo que pensaba, encogiéndose de hombros. ¡Atacar a golpes de espolón a los cetáceos! ¿Dónde, cuándo se había visto tal cosa?

-Espere, señor Aronnax -dijo el capitán Nemo-. Vamos a mostrarle una caza que no conoce usted aún. Nada de piedad con estos feroces cetáceos. No son más que boca y dientes.

Boca y dientes. No se podía definir mejor al cachalote macrocéfalo, cuyo tamaño sobrepasa a veces los veinticinco metros. La cabeza enorme de este cetáceo ocupa casi el tercio de su cuerpo. Mejor armado que la bafiena, cuya mandíbula superior está dotada únicamente de barbas, está provisto de veinticinco grandes dientes de veinte centímetros de altura, cilíndricos y cónicos en su vértice, que pesan dos libras cada uno. En la parte superior de su enorme cabeza, en grandes cavidades separadas por cartilagos, contiene de trescientos a cuatrocientos kilogramos de ese aceite precioso llamado «esperma de ballena». El cachalote es un animal feo, «más renacuajo que pez», según la observación de Fredol, mal construido, «malogrado», por así decirlo, en toda la parte izquierda de su estructura y con la visión limitada apenas a su ojo derecho.

La monstruosa manada continuaba acercándose. Había visto ya a las ballenas y se disponía a atacarlas. Podía predecirse de antemano la victoria de los cachalotes, no sólo por estar mejor conformados para el ataque que sus inofensivos adversarios, sino también porque pueden permanecer más tiempo bajo el agua sin subir a respirar a la superficie.

Era tiempo ya de acudir en socorro de las ballenas. El Nautilus comenzó a navegar entre dos aguas. Conseil, Ned y yo nos apostamos en el observatorio del salón. El capitán Nemo se dirigió a la cabina del timonel para maniobrar su aparato como un artefacto de destrucción. Poco después sentí cómo se multiplicaban las revoluciones de la hélice y aumentaba nuestra velocidad.

Ya había comenzado el combate entre los cachalotes y las ballenas cuando llegó el Nautilus. La maniobra de éste se orientó a cortar la manada de macrocéfalos. Al principio, éstos no parecieron mostrarse temerosos a la vista del nuevo monstruo que se mezclaba en la batalla, pero pronto hubieron de emplearse en esquivar sus golpes.

¡Qué lucha! El mismo Ned Land acabó batiendo palmas, entusiasmado. El Nautilus se había tornado en un arpón formidable, blandido por la mano de su capitán. Se lanzaba contra las masas carnosas y las atravesaba de parte a parte, dejando tras su paso dos movedizas mitades de cachalote. No sentía los tremendos coletazos que azotaban a sus flancos ni los formidables choques. Exterminado un cachalote, corría hacia otro, viraba rápidamente para no fallar la presa, se dirigía hacia adelante o hacia atrás, dócil al timón, sumergiéndose cuando el cetáceo se hundía en las capas profimdas o ascendiendo con él cuando volvía a la superficie, golpeándole de lleno u oblicuamente, cortándole o desgarrándole con su terrible espolón, y en todas las direcciones y a todas las velocidades. ¡Qué carnicería! ¡Qué ruido en la superficie de las aguas producían los agudos silbidos y los ronquidos de los espantosos animales! En medio de aquellas aguas ordinariamente tan bonancibles sus coletazos producían una verdadera marejada.

Una hora duró aquella homérica matanza a la que no podían sustraerse los macrocéfalos. En varias ocasiones, diez o doce reunidos trataron de aplastar al Nautilus bajo sus masas. A través del cristal veíamos sus grandes bocazas pavimentadas de dientes, sus ojos formidables. Ned Land, que ya no era dueño de sí, les amenazaba e injuriaba. Sentíamos que intentaban fijarse a nuestro aparato como perros que hacen presa en un jabato entre la espesura del bosque. Pero el Nautilus, forzando su hélice, les arrastraba consigo o les llevaba a la superficie, sin sentir en lo más mínimo su enorme peso ni sus poderosas convulsiones.

Al fin fue clareándose la masa de cachalotes y las aguas recobraron su tranquilidad. Sentí que ascendíamos a la superficie. Una vez en ella, se abrió la escotilla, y nos precipitamos a la plataforma.

El mar estaba cubierto de cadáveres mutilados. Una formidable explosión no habría dividido, desgarrado, descuartizado con mayor violencia aquellas masas carnosas. Flotábamos en medio de cuerpos gigantescos, azulados por el lomo y blancuzcos por el vientre, y sembrados todos de enormes protuberancias como jorobas. Algunos cachalotes, espantados, huían por el horizonte. El agua estaba teñida de rojo en un espacio de varias millas, y el Nautilus flotaba en medio de un mar de sangre. El capitán Nemo se unió a nosotros, y dirigiéndose a Ned Land, dijo:

-¿Qué le ha parecido?

El canadiense, en quien se había calmado el entusiasmo, respondió:

-Pues bien, señor, ha sido un espectáculo terrible, en efecto. Pero yo no soy un carnicero, soy un pescador, y esto no es más que una carnicería.

-Es una matanza de animales dañinos -respondió el capitán -y el Nautilus no es un cuchillo de carnicero.

-Yo prefiero mi arpón -replicó el canadiense.

-A cada cual sus armas -dijo el capitán, mirando fijamente a Ned Land.

Temí por un momento que éste se dejara llevar a un acto violento de deplorables consecuencias. Pero su atención y su ira se desviaron a la vista de una ballena a la que se acercaba el Nautilus en ese momento. El animal no había podido escapar a los dientes de los cachalotes. Reconocí la ballena austral, de cabeza deprimida, que es enteramente negra. Se distingue anatómicamente de la ballena blanca y del Nord Caper por la soldadura de las siete vértebras cervicales y porque tiene dos costillas más que aquéllas.

El desgraciado cetáceo, tumbado sobre su flanco, con el vientre agujereado por las mordeduras, estaba muerto. Del extremo de su aleta mutilada pendía aún un pequeño ballenato al que tampoco había podido salvar. Su boca abierta dejaba correr el agua, que murmuraba como la resaca a través de sus barbas.

El capitán Nemo condujo al Nautilus junto al cadáver del animal. Dos de sus hombres saltaron al flanco de la ballena. No sin asombro vi como los dos hombres retiraban de las mamilas toda la leche que contenían, unas dos o tres toneladas nada menos.

El capitán me ofreció una taza de esa leche aún caliente. No pude evitar hacer un gesto de repugnancia ante ese brebaje. Él me aseguró que esa leche era excelente y que no se distinguía en nada de la leche de vaca. La probé y hube de compartir su opinión.

Era para nosotros una útil reserva, pues esa leche, en forma de mantequilla salada o de queso, introduciría una agradable variación en nuestra dieta alimenticia.

Desde aquel día, observé con inquietud que la actitud de Ned Land hacia el capitán Nemo iba tornándose cada vez más peligrosa, y decidí vigilar de cerca los actos y los gestos del canadiense.