Veinte mil leguas de viaje submarino: Primera parte: Capítulo XIII
Un instante después, nos hallábamos sentados en un diván del salón, con un cigarro en la boca. El capitán me mostraba un dibujo con el plano, la sección y el alzado del Nautilus. Comenzó su descripción en estos términos:
-He aquí, señor Aronnax, las diferentes dimensiones del barco en que se halla. Como ve, es un cilindro muy alargado, de extremos cónicos. Tiene, pues, la forma de un cigarro, la misma que ha sido ya adoptada en Londres en varias construcciones del mismo género. La longitud de este cilindro, de extremo a extremo, es de setenta metros, y su bao, en su mayor anchura, es de ocho metros. No está construido, pues, con las mismas proporciones que los más rápidos vapores, pero sus líneas son suficientemente largas y su forma suficientemente prolongada para que el agua desplazada salga fácilmente y no oponga ningún obstáculo a su marcha. Estas dos dimensiones le permitirán obtener por un simple cálculo la superficie y el volumen del Nautilus. Su superficie comprende mil cien metros cuadrados cuarenta y cinco centésimas: su volumen, mil quinientos metros cúbicos y dos décimas, lo que equivale a decir que en total inmersión desplaza o pesa mil quinientos metros cúbicos o toneladas.
»Al realizar los planos de este barco, destinado a una navegación submarina, lo hice con la intención de que en equilibrio en el agua permaneciera sumergido en sus nueve décimas partes. Por ello, en tales condiciones no debía desplazar más que las nueve décimas partes de su volumen, o sea, mil trescientos cincuenta y seis metros y cuarenta y ocho centímetros, o, lo que es lo mismo, que no pesara más que igual número de toneladas. Esto me obligó a no superar ese peso al construirlo según las citadas dimensiones.
»El Nautilus se compone de dos cascos, uno interno y otro externo, reunidos entre sí por hierros en forma de T, que le dan una extrema rigidez. En efecto, gracias a esta disposición celular resiste como un bloque, como si fuera macizo. Sus juntas no pueden ceder, se adhieren por sí mismas y no por sus remaches, y la homogeneidad de su construcción, debida al perfecto montaje de sus materiales, le permite desafiar los mares más violentos.
»Estos dos casos están fabricados con planchas de acero, cuya densidad con relación al agua es de siete a ocho décimas. El primero no tiene menos de cinco centímetros de espesor y pesa trescientas noventa y cuatro toneladas y noventa y seis centésimas. El segundo, con la quilla que con sus cincuenta centímetros de altura y veinticinco de ancho pesa por sí sola sesenta y dos toneladas, la maquinaria, el lastre, los diversos accesorios e instalaciones, los tabiques y los virotillos interiores, tiene un peso de novecientas sesenta y una toneladas con sesenta y dos centésimas, que, añadidas a las trescientas noventa y cuatro toneladas con noventa y seis centésimas del primero, forman el total exigido de mil trescientas cincuenta y seis toneladas con cuarenta y ocho centésimas. ¿Ha comprendido?
-Comprendido.
-Así pues prosiguió el capitán-, cuando el Nautilus se halla a flote en estas condiciones, una décima parte del mismo se halla fuera del agua. Ahora bien, si se instalan unos depósitos de una capacidad igual a esa décima parte, es decir, con un contenido de ciento cincuenta toneladas con setenta y dos centésimas, y se les llena de agua, el barco pesará o desplazará entonces mil quinientas siete toneladas y se hallará en inmersión completa. Y esto es lo que ocurre, señor profesor. Estos depósitos están instalados en la parte inferior del Nautílus, y al abrir las llaves se llenan y el barco queda a flor de agua.
-Bien, capitán, pero aquí llegamos a la verdadera dificultad. Que su barco pueda quedarse a flor de agua, lo comprendo. Pero, más abajo, al sumergirse más, ¿no se encuentra su aparato submarino con una presión que le comunique un impulso de abajo arriba, evaluada en una atmósfera por treinta pies de agua, o sea, cerca de un kilogramo por centímetro cuadrado?
-Así es, en efecto.
-Luego, a menos que no llene por completo el Nautilus, no veo cómo puede conseguir llevarlo a las profundidades.
-Señor profesor, respondió el capitán Nemo, no hay que confundir la estática con la dinámica, si no quiere uno exponerse a errores graves. Cuesta muy poco alcanzar las bajas regiones del océano, pues los cuerpos tienen tendencia a la profundidad. Siga usted mi razonamiento.
-Le escucho, capitán.
-Cuando me planteé el problema de determinar el aumento de peso que había que dar al Nautilus para sumergirlo, no tuve que preocuparme más que de la reducción de volumen que sufre el agua del mar a medida que sus capas van haciéndose más profundas.
-Es evidente.
-Ahora bien, si es cierto que el agua no es absolutamente incompresible, no lo es menos que es muy poco compresible. En efecto, según los cálculos más recientes, esta compresión no es más que de cuatrocientas treinta y seis diezmillonésimas por atmósfera, o lo que es lo mismo, por cada treinta pies de profundidad. Si quiero descender a mil metros, tendré que tener en cuenta la reducción del volumen bajo una presión equivalente a la de una columna de agua de mil metros, es decir, bajo una presión de cien atmósferas. Dicha reducción será en ese caso de cuatrocientas treinta y seis cienmilésimas. Consecuentemente, deberé aumentar el peso hasta mil quinientas trece toneladas y setenta y siete centésimas, en lugar de mil quinientas siete toneladas y dos décimas. El aumento no será, pues, más que de seis toneladas y cincuenta y siete centésimas.
-¿Tan sólo?
-Tan sólo, señor Aronnax, y el cálculo es fácilmente verificable. Ahora bien, dispongo de depósitos suplementarios capaces de embarcar cien toneladas. Puedo así descender a profundidades considerables. Cuando quiero subir y aflorar a la superficie, me basta expulsar ese agua, y vaciar enteramente todos los depósitos si deseo que el Nautilus emerja en su décima parte sobre la superficie del agua.
A tales razonamientos apoyados en cifras nada podía yo objetar.
-Admito sus cálculos, capitán -respondí-, y mostraría mala fe en discutirlos, puesto que la experiencia le da razón cada día, pero me temo que ahora nos hallamos en presencia de una dificultad real.
-¿Cuál?
-Cuando se halle usted a mil metros de profundidad, las paredes del Nautilus deberán soportar una presión de cien atmósferas. Si en ese momento decide usted vaciar sus depósitos suplementarios para aligerar su barco y remontar a la superficie, las bombas tendrán que vencer esa presión de cien atmósferas o, lo que es lo mismo, de cien kilogramos por centímetro cuadrado. Pues bien, eso exige una potencia.
-Que sólo la electricidad podía darme -se apresuró a decir el capitán Nemo-. Le repito que el poder dinámico de mi maquinaria es casi infinito. Las bombas del Nautilus tienen una fuerza prodigiosa, lo que pudo usted comprobar cuando vio sus columnas de agua precipitarse como un torrente sobre el Abraham Líncoln. Por otra parte, no me sirvo de los depósitos suplementarios más que para alcanzar profundidades medias de mil quinientos a dos mil metros, con el fin de proteger mis aparatos. Pero cuando tengo el capricho de visitar las profundidades del océano, a dos o tres leguas por debajo de su superficie, empleo maniobras más largas, pero no menos infalibles.
-¿Cuáles, capitán?
-Esto me obliga naturalmente a revelarle cómo se maneja el Nautilus.
-Estoy impaciente por saberlo.
-Para gobernar este barco a estribor o a babor, para moverlo, en una palabra, en un plano horizontal, me sirvo de un timón ordinario de ancha pala, fijado a la trasera del codaste, que es accionado por una rueda y un sistema de poleas. Pero puedo también mover al Nautilus de abajo arriba y de arriba abajo, es decir, en un plano vertical, por medio de dos planos inclinados unidos a sus flancos sobre su centro de flotación. Se trata de unos planos móviles capaces de adoptar todas las posiciones y que son maniobrados desde el interior por medio de poderosas palancas. Si estos planos se mantienen paralelos al barco, éste se mueve horizontalmente. Si están inclinados, el Nautilus, impulsado por su hélice, sube o baja, según la disposición de la inclinación, siguiendo la diagonal que me interese. Si deseo, además, regresar más rápidamente a la superficie, no tengo más que embragar la hélice para que la presión del agua haga subir verticalmente al Nautilus como un globo henchido de hidrógeno se eleva rápidamente en el aire.
-¡Magnífico, capitán! Pero ¿cómo puede el timonel seguir el rumbo que le fija usted en medio del agua?
-El timonel está alojado en una cabina de vidrio con cristales lenticulares, que sobresale de la parte superior del casco del Nautilus.
-¿Cristales? ¿Y cómo pueden resistir a tales presiones?
-Perfectamente. El cristal, por frágil que sea a los choques, ofrece, sin embargo, una resistencia considerable. En experiencias de pesca con luz eléctrica hechas en 1864 en los mares del Norte, se ha visto cómo placas de vidrio de un espesor de siete milímetros únicamente, resistían a una presión de dieciséis atmósferas, mientras dejaban pasar potentes radiaciones caloríficas que le repartían desigualmente el calor. Pues bien, los cristales de que yo me sirvo tienen un espesor no inferior en su centro a veintiún centímetros, es decir, treinta veces más que el de aquellos.
-Bien, debo admitirlo, capitán Nemo; pero, en fin, para ver es necesario que la luz horade las tinieblas, y yo me pregunto cómo en medio de la oscuridad de las aguas...
-En una cabina situada en la parte trasera está alojado un poderoso reflector eléctrico, cuyos rayos iluminan el mar hasta una distancia de media milla.
-¡Magnífico, capitán! Ahora me explico esa fosforescencia del supuesto narval que tanto ha intrigado a los sabios. Y a propósito... desearía saber si el abordaje del Scotia por el Nautilus, que tanto dio que hablar, fue o no el resultado de un choque fortuito.
-Absolutamente fortuito. Yo navegaba a dos metros de profundidad cuando se produjo el choque, que, como pude ver, no tuvo graves consecuencias.
-En efecto. Pero ¿y su encuentro con el Abraham Lincoln?
-Señor profesor, lo siento por uno de los mejores navíos de la valiente marina americana, pero fui atacado y hube de defenderme. Sin embargo, me limité a poner a la fragata fuera de combate. No le será difícil reparar sus averías en el puerto más cercano.
-¡Ah!, comandante -exclamé con convicción-, su Nautilus es verdaderamente maravilloso.
-Sí, señor profesor -respondió con auténtica emoción el capitán Nemo-, y para mí es como un órgano de mi propio cuerpo. El hombre está sometido a todos los peligros que sobre él se ciernen a bordo de cualquiera de vuestros barcos confiados a los azares de los océanos, en cuya superficie se tiene como primera impresión el sentimiento del abismo, como ha dicho tan justamente el holandés Jansen, pero por debajo de su superficie y a bordo del Nautilus el hombre no tiene ningún motivo de inquietud. No es de temer en él deformación alguna, pues el doble casco de este barco tiene la rigidez del hierro; no tiene aparejos que puedan fatigar los movimientos de balanceo y cabeceo aquí inexistentes; ni velas que pueda llevarse el viento; ni calderas que puedan estallar por la presión del vapor; ni riesgos de incendio, puesto que todo está hecho con planchas de acero; ni carbón que pueda agotarse, puesto que la electricidad es su agente motor; ni posibles encuentros, puesto que es el único que navega por las aguas profundas; ni tempestades a desafiar, ya que a algunos metros por debajo de la superficie reina la más absoluta tranquilidad. Sí, éste es el navío por excelencia. Y si es cierto que el ingeniero tiene más confianza en el barco que el constructor, y éste más que el propio capitán, comprenderá usted la confianza con que yo me abandono a mi Nautilus, puesto que soy a la vez su capitán, su constructor y su ingeniero.
Transfigurado por el ardor de su mirada y la pasión de sus gestos, el capitán Nemo había dicho esto con una elocuencia irresistible. Sí, amaba a su barco como un padre ama a su hijo. Pero esto planteaba una cuestión, indiscreta tal vez, pero que no pude resistirme a formulársela.
-¿Es, pues, ingeniero, capitán Nemo?
-Sí, señor profesor. Hice mis estudios en Londres, París y Nueva York, en el tiempo en que yo era un habitante de los continentes terrestres.
-Pero ¿cómo pudo construir en secreto este admirable Nautilus?
-Cada una de sus piezas, señor Aronnax, me ha llegado de un punto diferente del Globo con diversos nombres por destinatario. Su quilla fue forjada en Le Creusot; su árbol de hélice, en Pen y Cía., de Londres; las planchas de su casco, en Leard, de Liverpool; su hélice, en Scott, de Glasgow. Sus depósitos fueron fabricados por Cail y Cía., de París; su maquinaria, por Krupp, en Prusia; su espolón, por los talleres de Motala, en Suecia; sus instrumentos de precisión, por Hart Hermanos, en Nueva York, etc., y cada uno de estos proveedores recibió mis planos bajo nombres diversos.
-Pero estas piezas separadas hubo que montarlas y ajustarlas -dije.
-Para ello, señor profesor, había establecido yo mis talleres en un islote desierto, en pleno océano. Allí, mis obreros, es decir, mis bravos compañeros, a los que he instruido y formado, y yo, acabamos nuestro Nautilus. Luego, una vez terminada la operación, el fuego destruyó toda huella de nuestro paso por el islote, al que habría hecho saltar de poder hacerlo.
-Así construido, parece lógico estimar que el precio de costo de este buque ha debido ser cuantiosísimo.
-Señor Aronnax, un buque de hierro cuesta mil ciento veinticinco francos por tonelada. Pues bien, el Nautilus desplaza mil quinientas. Su costo se ha elevado, pues, a un millón seiscientos ochenta y siete mil quinientos francos; a dos millones con su mobiliario y a cuatro o cinco millones con las obras de arte y las colecciones que contiene.
-Una última pregunta, capitán Nemo.
-Diga usted.
-Es usted riquísimo, ¿no?
-Inmensamente, señor profesor. Yo podría pagar sin dificultad los diez mil millones de francos a que asciende la deuda de Francia.
Miré con fijeza al extraño personaje que así me hablaba. ¿Abusaba acaso de mi credulidad? El futuro habría de decírmelo.