Veinte días en Génova: 17
- XVII -
editar- Alrededores de Génova. -Un paseo de campo. -Caminos de Italia; son alamedas en vez de rutas. -Empresas de ferrocarriles. -Una noche en el campo. -Hallazgo de un compatriota; un mate de yerba paraguaya. -La mañana en Italia. -La naturaleza es allí más bella, pero menos grandiosa que en América. -Parte que en esto tiene la imaginación. -Costumbres religiosas de los aldeanos. -Iglesias campestres. -Trajes locales. -Conducta de las mujeres. -Salarios. -Industria aldeana. -Efectos del ferrocarril.
Después de recorrer a Génova en el recinto de sus fortificaciones, quiero visitar sus alrededores y campiñas. En Génova, como en otras ciudades fortificadas de Europa, se llama campaña a todo lo que está fuera de sus murallas. Como a nueve millas de la capital, en el encantado valle de la Polcevera, hay un pueblecito llamado Pontedecimo, por medio del cual atraviesa sus aguas bulliciosas un arroyo que tiene por nombre el Ricó. En este pueblecito tenía su casa y familia el señor Barabino. Con una benevolencia que recuerdo con placer, el señor Barabino me invitó a pasar dos días en su casa de campo; «hallará usted allí, me dijo, además de una linda aldea, dos cosas que no dejarán de interesarle: un joven de Buenos Aires, que conoce a usted, y un mate de yerba paraguaya». El convite no podía ser más lisonjero; no trepidé, pues, en dejar los mármoles de Génova para trasladarme a Pontedecimo. El 10 de Junio, a puestas de sol, nos pusimos en marcha por el camino que conduce a Novi. Era el primer camino de Europa que iba a transitar. A unas tres o cuatro millas de marcha por una alameda o paseo, cuyas bellezas me impresionaban tan vivamente como lo habían hecho antes los edificios de la ciudad, pregunté hasta dónde se extendía aquel sendero de jardines y palacios; y mi compañero me contestó sin vanidad: «hasta la frontera de Italia; así son todos los caminos de este país». Más tarde he visto que el genovés dijo la verdad. Yo no he visto en Francia sino los caminos de fierro que puedan compararse en consistencia, propiedad y belleza a los de Italia. Los que detractamos a la Italia porque no tiene libertad política, como si la poseyésemos nosotros muy arraigada, ¡qué diríamos al comparar sus caminos y puentes, que siempre están como recién acabados, en incesante y asidua reparación, con nuestras rutas que sólo se distinguen del campo inculto en que no hay árboles ni peñascos que obstruyan el paso! Pero la abyecta Italia, como la llamamos desgraciadamente, nosotros, pueblos sin camisa, piensa en más que esto todavía. Sus poéticos caminos comienzan a suplantarse por caminos de fierro. El de Novi, que en aquella tarde nos llevaba a la Polcevera, debe ser reemplazado por un ferrocarril, que va a poner a Génova en contacto con Milán, centro capital del reino lombardo-veneciano; su plan, presupuesto y fondos estaban listos a mediados del año de 1843.
Por este camino recorrimos la ribera del Poniente, distrito denominado Sampierdarena, hasta la ruta que, tomando al norte y dejando a un lado el puente Cornigliano, se prolonga por el Stradon de los Olmos. En todo ese trayecto es más que un camino, una magnífica calle con raros intervalos huecos en los costados, poblados casi incesantemente de casas de muchos pisos, cercadas de explanadas graciosas y vergeles que dan entradas a soberbios palacios, habitados con predilección, en otra época, por los grandes de Génova. Al cambiar de curso, dejando a la espalda la ribera del poniente, el camino sigue su trayecto por el fondo de un valle, formado por las pendientes de dos sistemas de colinas, donde la belleza del cultivo disfraza un terreno árido y mezquino. Y sin embargo, este valle, que es el de la Polcevera, es uno de los parajes más fértiles del ducado de Génova. Por lo general, su aridez es tan grande, que se cuenta entre las causas que despueblan este país. Se cree que este fenómeno es moderno; pues Cicerón, aludiendo a este mismo paraje, alaba lo hermoso de su vegetación. Presúmese que la acción de los vientos y la edad han concluido con el terreno vegetal y que el arte sería capaz de reparar este defecto agrícola. Un poco antes de llegar al Stradon de los Olmos, se abre a la izquierda el lecho vasto y pedregoso del Ricó, cuyas dulces y cristalinas aguas fertilizan el delicioso valle y dan realce a las isletas, que, formadas en su seno y cultivadas escrupulosamente, parecen jardines plantados para la belleza de una sola tarde.
A las diez de la noche estábamos en Pontedecino, octava o novena aldea de las que cruzamos en el espacio de nueve millas; alojados en una habitación alta, por cuyo pie pasan recostándose las aguas murmuronas del Ricó: conversando en español (esto es hallazgo en Italia), con el americano, en quien hallé nada menos que un pariente paterno, estando a sus datos genealógicos. En el Palacio Balbi me habría sentido menos agradablemente alojado, que me consideraba en el seno de aquella modesta familia, donde hallé la cariñosa sinceridad, que no se vuelve a ver en el extranjero, luego que se ha dejado el suelo de la patria. A cerca de tres mil leguas del Paraguay, tuve el placer de tomar mate preparado con su más rica yerba: moderno té de esta India Oriental de América, que los sabios jesuitas libaron por primera vez, y que el sabio Humboldt ha puesto más alto, en calidades, que el mismo té de Indostán.
A las cuatro de la mañana, ya de día, se abrieron las ventanas de mi habitación: y, no bien despiertos, sentí la impresión del aire sahumado de aquella dulce comarca, que entraba fresco y cargado de las armonías del canto religioso entonado por una procesión que a esa hora salía de la iglesia del distrito para visitar al Santuario de la Victoria, distante seis millas y situado en la cima de un monte vecino. Se mezclaba a la armonía de la hora con los perfumes y la música religiosa, el hablador susurro de las aguas del Ricó y los gorjeos recién conocidos para mí, del ruiseñor.
Seguramente que la naturaleza es bella en Italia; pero es necesario no desconocer que los prodigios de esa belleza son casi exclusivamente obra del arte y labor del hombre. Sin aquella tierra, creada y fabricada por la mano de la industria, digámoslo así; sin aquellos árboles sembrados, educados, alineados por el arte; sin aquellos edificios de perspectiva tan graciosa, aquel país sería bello todavía indudablemente, pero de una belleza no mayor que la familiar a España, África o América. ¡Oh! En cuanto a la América, es cosa enteramente distinta.
Yo haré siempre justicia a todo cuanto se diga de la hermosura de ciertos países meridionales de Europa; pero al hablar del ponderado cielo de la Italia, diré que los lagos de la Suiza son menos risueños que los blancos raudales del Paraná, sembrado de floridas islas, y desnudos sus horizontes de montañas que le quiten la luz: diré que los torrentes y accidentes sublimes de la Saboya, tan parecida a la Grecia, según M. Chateaubriand, me han parecido menos grandiosos que los que ofrece Tucumán, donde el arte italiano podría encontrar tipos de imitación que la fantasía humana es incapaz de concebir. Es que a la belleza de América falta el manto prestigioso de la celebridad, ese lustre dado por la mano del tiempo, y que presta a los objetos el auxilio de la imaginación partidaria eterna de la belleza lejana y de los encantos pasados, y muy especialmente la magia de poeta, que hace subir el azul del cielo y el bermejo de las rosas. No sabemos cuánto debe a esta hora el arte europeo a las magnificencias naturales de América: pues baste decir que en ellas bebió sus más grandes inspiraciones el autor de Atala y los Natchez, decano y maestro de los poetas de este siglo. Mientras que al cantor americano le sucede a veces que escribe versos sobre la luna de Italia, a la luz de la luna de América, que suple a su lámpara; paseando por sobre azucenas y yerbas sahumadas, lee con entusiasmo las descripciones de la Suiza; y recostado bajo las florestas del Paraná, sueña en los prodigios de Oriente, mientras los pájaros dorados cantan a su oído y se pasean por sus miembros embargados por el sueño.
Era un día domingo, y me felicitaba de esta circunstancia que me procuraba la ocasión de observar la manera con que las gentes del pueblo llenan aquel día religioso. Allí no se ve como en nuestras aldeas pastoras en días semejantes, esas asambleas de hombres a caballo, que vienen de oír misa desde lejos en la única iglesia del dilatado distrito. El aldeano de Europa nunca anda a caballo; así como el del Plata, jamás va a pie. Los caballos se destinan para tirar carruajes exclusivamente o se montan por personas acaudaladas. Tampoco se embriagan en las tabernas los campesinos para celebrar el día festivo, acabada la misa, como suele verse en las aldeas americanas. Allí el hombre del pueblo está tan familiarizado con el vino o cerveza como el de nuestros países con el agua. Las iglesias abundan, tal vez por lo mismo que las distancias se andan menos cómodamente. En el distrito comprendido entre San Blas y San Cipriano, (cuatro millas), había cuatro iglesias, de las males, la más humilde igualaba en conveniencia y elegancia a muchas de nuestras iglesias principales de América. Estamos muy orgullosos de las riquezas que poseen nuestros templos en piezas de oro y plata; las minas de Méjico, del Perú y Chile han dado esta fama a los establecimientos del culto católico en América. Lo que hay de real en esto es que nuestras iglesias son bien mezquinas y pobres de ornatos costosos, si se comparan con las más simples iglesias de Italia; el país del oro y la plata, hace más consumo del cobre y los falsos metales, que la Europa sin riquezas metálicas, según nuestra opinión americana.
A las ocho de la mañana, las aldeanas se retiraban de misa, vestidas con géneros de fuertes colores (la aldeana es la misma en todo el Universo, en su amor por los colores gritones); y todas tapadas con un largo chal blanco, de punto transparente, llamado pesoto; es el rasgo característico de su vestido de gala. Ninguna lleva sombrero, por temor de ser calificada por el mordaz vecindario como aspirante a pasar por gran señora. Las genovesas de la clase ínfima y media son recatadas y honestas, en lo tocante al comercio de los dos sexos, más bien que fáciles como falsamente las han supuesto los extranjeros que han juzgado a Génova, por el carácter de algunas capitales de la baja Italia. Más que al influjo monacal, tan grande en Roma como la depravación del pueblo ínfimo, es debida esta buena disposición de las genovesas a las habitudes de su vida laboriosa, ocupada y sobria. La policía, esta llaga de los países esclavos, suele hacer el bien de limpiar la sociedad de ciertas industrias que la afrentan.
El salario del jornalero es mezquinísimo en Génova; un trabajador sin oficio especial, gana apenas treinta sueldos por día (poco más de dos reales) en la labranza del terreno; el de un obrero con oficio, de poco más de dos liras nuevas al día (poco más de tres reales). Yo que dejaba el salario de los trabajos de este orden a peso y diez reales en Montevideo, no pude menos que compadecer al proletario de Italia. En invierno se consagra al servicio de transporte, en que a veces gana lo mismo, cuando no tiene que refugiarse en el seno de su hogar a vivir con su escasa polenta (harina de maíz) y castaña que a la vez es leña; dos alimentos de que se compone la subsistencia ordinaria del pueblo ínfimo. Dentro de la ciudad misma el hombre de ínfima clase vive de un pedazo de pan por la mañana, otro a medio día y una sopa a la tarde. El salario de la mujer, (que allí trabaja en fábricas y cementeras a la par del hombre) en la filatura de la seda, es de siete y ocho sueldos por día, las más jóvenes; el de las más capaces no excede del duplo, es decir, de diez y seis sueldos, equivalentes a un real fuerte.
Las aldeas como Pontedecimo, situadas casi siempre sobre los bordes del camino público, son otras tantas Génovas en su modo comercial de subsistir, mediante el tráfico incesante que se practica por la ruta real. Esto hace creer que la línea proyectada de comunicación por caminos de fierro, hará mover el asiento de estas poblaciones, que se verán en la necesidad de trasladarse a los bordes de las nuevas rutas, abandonando las actuales. Así el sistema de los caminos metálicos, que busca el nivel, hace salir de su quicio a los pueblos y cambia la geografía a las naciones.
Después de dar tres o cuatro repasos a Pontedecimo, de visitar sus iglesias, sus puentes, sus molinos; entre sus fábricas de seda, la famosa de Morelli y Cía; de conversar con su ilustrado boticario, el señor Lebrero, con su médico el doctor Buffido; de oír a su primer músico David Balbi, director de orquesta, de edad de doce años; de ver a la vecina Sestri y su linda gruta, saludé al Monte Sigogna que oculta al Apenino y domina a Pontedecimo, para regresar a Génova, a esta Génova de que tanto he hablado y que es necesario dejar para trasladarme a Turín.