Veinte días en Génova: 14


- XIV -

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El genovés no echa de menos las diversiones. -Austeridad de sus costumbres. -Carácter sombrío de su nobleza. -El Casino. -La Piazza Banchi y la Borsa. -Anomalía del espíritu mercantil y el de la localidad en el genovés: su esquivez genial hacia el extranjero, cuyas ideas son mejor admitidas que su persona. -Temores del clero al influjo extranjero. -Ineficacia de las restricciones a este respecto. -Creencias del pueblo y la nobleza en Italia. -Situación política de la nobleza en Génova. -Ir con tiento cuando se hable de la austeridad genovesa. -La economía es el alma de ella. -Conmociones producidas por una fiesta gratis. -Incertidumbre de las calificaciones del carácter de los pueblos.


Se debe convenir no obstante, en que, a este respecto, el genovés es el italiano menos desgraciado, pues su carácter naturalmente austero y concentrado, le hace poco amigo de las diversiones públicas. En Génova no hay círculos ni reuniones privadas de pasatiempo; no hay bailes, ni públicos ni privados. Los teatros de espectáculo están medio desiertos casi siempre. Poco se visitan las gentes entre sí; cada uno en su casa y con los suyos. La nobleza, dividida por emulaciones de rango y jerarquía, no se da con el pueblo, ni consigo misma. ¿Destituida de interés común, qué puede dar motivo a sus reuniones? Gasta poco, aparece menos, economiza excesivamente; hay noble que no gasta ni la décima parte de su renta. La aristocracia de Inglaterra no tiene exterior más esquivo y desdeñoso que la nobleza destronada de Génova. Solamente en los salones del Casino, se permite algún contacto con el comercio más distinguido, en los bailes extraordinarios de carnaval, en las mesas de juego, en los gabinetes de lectura de este palacio mercantil, en que el comerciante, elevándose al tono del noble, alterna tímidamente con él. Sólo se habla de dos sujetos, pertenecientes a la nobleza, que se hayan dado a las empresas del comercio, y desgraciadamente con muy mal suceso.

Esta disposición de los genoveses no tanto es hija de su estado de cosas político, cuanto de su carácter habitualmente sombrío, reservado, egoísta, dado a los cálculos y proyectos de ganancia. El genovés tiene sus diversiones y sus placeres más queridos en la Piazza Banchi y en la Borsa. Se reúne en sociedad para hablar de negocios materiales. Cuando no es una especulación de comercio lo que debe dar pábulo a la conversación, la abandona inmediatamente para retirarse a su centro doméstico. Esto hace que las asambleas y concurrencias, en el paseo, en el salón, en el teatro sean sombrías, silenciosas, faltas de vida y movimiento. Para ver contento, animado, elocuente, si se quiere, a un genovés, es necesario seguirle a la Piazza Banchi especie de salón, más bien que plaza pública, donde se revuelve el mundo de comerciantes, agentes de cambio, capitanes de buques desde muy temprano hasta la hora en que los rayos del sol de medio día, le hace entrar en el salón de la Borsa, más grande que la Piazza Banchi.

De aquí viene que Génova es una familia aparte, exclusiva, pura, sin mezcla, la ciudad única del mundo, quizás, que ofrezca este carácter de entre las que ocupan una situación litoral. Allí no hay extranjeros. El que penetra por casualidad, se hace expectable por su aire exterior, poco más o menos como sucede en una aldea mediterránea. Si el genovés es árido para su propio compatriota, ¿cómo no lo será para el de afuera? Parece que los genoveses se desquitan a su gusto en el seno de su país, de las complacencias y acatamientos tan violentos para su carácter altanero, por los que pasan en el país extranjero, a donde la necesidad les conduce en busca de fortuna.

Quizás la influencia monacal concurre no en poca parte, a alimentar en las masas este espíritu de aversión y antipatía contra el extranjero, temiendo no sin razón, que su roce y contacto pudiera acarrear en el genovés un progreso inteligente, pernicioso, no a los verdaderos intereses, sino al egoísmo del monasterio. Sin embargo de esto, allí no se mira con el mismo disfavor las cosas que vienen de afuera, y las cosas no civilizan menos que las personas, muy especialmente, los libros, las ideas, el pensamiento escrito. Los libros franceses, como lo he notado antes, pululan por todas partes en aquel país; y con tal que no contengan aplicaciones ofensivas y directas al sistema o a las personas que gobiernan el país, poco importa que en ellos se trate las materias generales con la libertad y latitud más ilimitadas. Es aplicable sobre todo esta observación a la prensa periódica y a los libros de jurisprudencia y materias de administración. Allí, por ejemplo, está prohibida la circulación de los libros de Sismondi; pero en todos los cafés se lee periódicos franceses en que se trata de las materias más delicadas de gobierno con la audacia que no empleó jamás el famoso historiador de las repúblicas italianas, conocido amigo de la estabilidad de los gobiernos existentes. De este modo es como en Italia, lo mismo que en los nuevos Estados de la América Meridional, los trabajos de la reforma social están radicados de un modo indestructible. Allí los frutos de la Revolución francesa se hacen sentir a cada instante y por todas partes. Génova no es dependencia de Napoleón, no obedece a su espada, pero se gobierna por sus códigos, cuyas disposiciones consagran los principios más altos de la moral y la legislación de las naciones. ¿Será posible evitar, pues, que estos gérmenes se desarrollen por grados en la conciencia de aquella sociedad, y que a la larga den los frutos cuya madurez en vano se trataría de alejar? Con los códigos vienen los comentadores; con los comentarios la discusión de los principios y verdades que constituyen la naturaleza moral y social del hombre.

Entretanto, hoy día, es indudable, las masas vegetan en lamentable atraso; el hombre del pueblo no sabe leer, es fanático con sinceridad, a la par que vicioso y corrompido. La mujer en Italia, es creyente por lo general, y la que no tiene creencia religiosa, es casi siempre disoluta. La juventud de la clase media y acomodada, de los 30 años abajo, es atea o deísta. Entre la nobleza, las mujeres tienen verdadera creencia, no digo costumbres intachables; no así los hombres, que son volterianos en su mayor parte, o al menos escépticos e indiferentes a las cosas religiosas; esto último es lo más positivo, pues no tienen la suficiente instrucción para ser volterianos. Creo haber dicho antes que la nobleza actual de Génova no tiene parte en el poder ni goza de más prerrogativas que las concedidas a la orden de la Anunciada, y consisten en que sus miembros no puedan ser enjuiciados sino por tribunales excepcionales y privilegiados; concesión hecha a la orden, como se ve, por motivos religiosos, no por calidades de sangre y raza. Vive con opulencia, y su mayor ambición es la de ser convocada de vez en cuando, en Consejo por el soberano, y llamada al servicio de su corte. Destinada a vegetar en la molicie, no se cultiva; el placer es su ocupación. Se puede inferir, pues, que ella no ambiciona a vivir tanto como la aristocracia de Inglaterra.

La actual Génova no tiene simpatía por ninguna de las familias nobles existentes o pasadas; o, por mejor decir, este país no tiene hoy día afección política por nadie. El comercio, el interés individual le absorbe completamente; si nos fijamos en el carácter de sus guerras pasadas, hallamos que casi siempre tuvieron por causa ventajas de comercio, intereses que rara vez dejan recuerdos memorables.

Cuando se dice que Génova es sombría y austera por el carácter de sus habitantes, no se quiere decir que lo es al modo de los Estados Unidos de Norte América o Londres. Es preciso no olvidar que Génova es un pueblo meridional y que pertenece a Italia. El genovés no va al teatro, mas tal vez por razón de economía que por austeridad; no concurre al baile, no asiste a paseos quizá por igual motivo; pero se desquita con las fiestas religiosas, que se repiten diariamente y son verdaderas fiestas cívicas. Se puede decir verdaderamente que en ellas, Génova satisface la necesidad de las asambleas de expansión y recreo, inherentes a todos los pueblos meridionales; el objeto es vario y susceptible de cambiar según la situación respectiva de cada pueblo, pero la exigencia es universalmente observada. Nuestras repúblicas celebran sus fiestas cívicas. Génova solemniza sus fiestas religiosas. Los días de San Juan Bautista, de Corpus, son el 25 de Mayo, el 18 de Setiembre de los genoveses; en aquéllas el mismo entusiasmo que en éstas. Antes del 24 de Junio se esparcen por las calles proclamas impresas que anuncian con un cierto calor demagógico la inminencia del gran día; en ellas se excita el celo piadoso de la soberbia ciudad para su grandiosa solemnización, en un tono más alarmante que el empleado por O'Conell para enardecer el patriotismo de las masas irlandesas. Yo que llevaba presentes en mi memoria los bandos del Ministro oriental, señor Pacheco y Obes, fijados para terror de los malos patriotas en las calles de Montevideo, no pude resistir al involuntario impulso que atrajo mis ojos hacia aquellos monstruosos tipos en que se interpelaba a la gran ciudad de Génova y a los genoveses para que, so pena de ser considerados como malos italianos, fuesen fieles asistentes a la función y procesión de San Juan Bautista, patrón de la ciudad; esto es, a la más alegre, bulliciosa y popular diversión que tengan los genoveses.

Yo me atrevería a sostener que Génova, no solamente no es triste, sino que es uno de los pueblos más inclinados a tener diversiones. No me cabe la menor duda de que su estado político explica en mucha parte la reserva de su carácter. Ciertamente que no tiene el vicio del deleite, como Cádiz o Madrid; y pobre de ella si le tuviese. Pero es un hecho que se divierte más de lo que es natural a un pueblo ocupado y serio, en todo lo que no cuesta plata.

Por lo demás, se debe confesar que nada hay más vago que las calificaciones generales aplicadas al carácter de este o aquel pueblo. Independientemente de las alternativas a que puede estar sujeta la vida ordinaria de un pueblo, él puede ofrecerse bajo muy diversos aspectos según el carácter del observador; un pueblo muy alegre para el viajero inglés, puede aparecer muy triste a los ojos de un viajero de Nápoles, o Andalucía. Se puede afirmar, en efecto, que son los otros italianos los que han dado a Génova la reputación de triste; y esto dimana de que en el resto de Italia, sus habitantes pueden vivir ocupados de gozos sin perecer de hambre; una existencia semejante costaría la vida a los genoveses, que tienen que batallar sin tregua contra la miseria y la ingratitud del suelo. El ducado de Génova, privado de terreno capaz de servir al trabajo agrícola, subsiste del comercio del tráfico, especialmente cereales, vino, viandas, todo lo recibe de fuera y nada posee de seguro para su subsistencia. La vida del genovés, pues, reside esencialmente en el comercio, cuyos menores contratiempos son verdaderas calamidades públicas; la idea de su clausura o absoluta interdicción pone horror al genovés. Así nada más vital para Génova que las mejoras proyectadas y en ejecución, sobre los caminos interiores, el puerto y establecimiento de su aduana marítima.