Veinte días en Génova: 10


Interés de los pormenores en que entra el autor. -Abogados, procuradores, escribanos en Génova: su número, condición y beneficios. -Honorarios. -Ciencia del abogado genovés: es fuerte como pleiteante. -Abogados jóvenes y viejos. -Los de gran fama tienen pocos clientes. -Influjo del estado social en el valor del abogado. -Por qué en Génova no son científicos. -Nombres de los más distinguidos. -El señor Castiglioni: descripción prolija de su estudio, biblioteca, de su persona y maneras. -Confección de un expediente en Génova; sistema de libelación: un modelo. -El Palacio Ducal, casa de los tribunales, su descripción arquitectónica; orden y distribución de los tribunales y juzgados. -Encuentro casual, en el gran vestíbulo con el poeta Costa, autor de Il Colombo.


Dejo trazado el cuadro de la situación legislativa de los Estados sardos; del movimiento y dirección que allí toman las ideas generales, las letras, y la sociedad. Voy a entrar ahora en detalles y particularidades que atraen la vista del extranjero desde luego que estudia el carácter externo de la jurisprudencia formada bajo el influjo de aquellas causas. Si el lector recuerda el plan que me impuse en el trozo primero de estas narraciones, advertirá que no dejo de ser consecuente con él, entrando en todos los pormenores y prolijidades a que voy a descender. Para los espíritus sinceros, que dan rienda suelta a su observación y la permiten distraerse en la corteza de las cosas que ven por primera vez, no creo que sean indiferentes muchos de los detalles a que me abandono con frecuencia. Yo escribo para el lector americano, para el que ve las cosas, siente las curiosidades, que antes de conocer el mundo trasatlántico se experimenta en estos países. Un lector europeo me hallará enfadoso y frívolo; y muchos de esos lectores americanos, que dejan su conciencia a un lado para juzgar con una conciencia inglesa o francesa; que aseguran ver los objetos, que no han visto jamás, del mismo modo que los ve el que se ha criado entre ellos, me juzgarán como el lector europeo; pero abrigo fuertes sospechas de que los que así se manifiesten sean los que en su lectura secreta se detengan más largamente en mis pormenores y los conserven más bien grabados en su memoria. De todos modos, yo cuento con sinceridad lo que por mí ha pasado. Y no sé cuál sea la razón por que debamos abstenernos de confesar la impresión que nos causan los objetos que ofrece la sociedad en Europa, cuando vemos a los escritores europeos confesar con llaneza la novedad que en ellos hacen los accidentes y circunstancias más menudos de la vida que hacemos en América.

De los cuatro grandes centros principales que ofrece el movimiento de la jurisprudencia en los Estados sardos, sólo tocaré los tres que he visitado, comenzando por Génova, más brillante y original, a este respecto, que Turín y Chambery.

Génova tiene como 150 abogados, de los cuales una tercera parte se consagran a la magistratura. Intervienen en el despacho y prosecución de los negocios judiciarios, como unos 30 procuradores; y no es menor de doscientos el número de los juristas desprovistos de títulos para ejercer la abogacía. Los procuradores son llamados abogados causídicos, son expertos, despejados y se expiden en la barra con tanto desembarazo como los abogados mismos. Se presentan en la audiencia con toga de lana, a diferencia del abogado, que la lleva de seda. Gozan de consideración en la sociedad; los habilita y autoriza para el ejercicio de su oficio el soberano. Componen un orden distinguido. Son los que hacen la suerte y crédito de los abogados principiantes.

A este orden sigue el de los notarios o escribanos, que no es pequeño en número, ni pobre en consideración, sin embargo de que los abogados no ensalzan mucho su integridad.

Aunque los genoveses son inclinados a los pleitos, no conceden muchas distinciones a los abogados. A pesar de su excesivo número, pocos son los que disfrutan del favor de la boga. En Génova se pondera mucho el caudal que ganan estos; sin embargo, es mezquinísimo si se le compara al honorario de un abogado de crédito en las Repúblicas de Sud América. El abogado más afamado de Génova podrá ganar anualmente unos veinte mil francos. Un honorario por pequeño que sea nunca baja de veinte francos. Se me ha dicho que el Sr. Castiglioni se hace pagar con 40 francos una consulta de media hora.

En Génova no hay abogado científico; quiero decir, abogado capaz de confeccionar un libro, sobre una materia general o especial de derecho. Se puede asegurar que la Italia toda tiene la misma carencia de autores contemporáneos de derecho positivo. Los pocos que se han hecho conocer en la Europa por sus trabajos jurídicos, son autores de obras filosóficas y abstractas, tales como Romagnosi, Carmignani, etc. Para casos especiales, eso sí, hay hombres capaces de rivalizar en fuerza, inteligencia y prontitud, con los abogados del primer foro europeo. Llamado de improviso un abogado de nota, puede hablar sobre una materia cualquiera, dos y tres horas, no con elocuencia, pero si con discreción y buen sentido; y no sin elegancia y buen gusto de dicción. En Italia, como en muchos Estados de Sud América, los abogados jóvenes se diferencian de los viejos, en que los primeros son más literatos y más diestros en el método de exposición y orden lógico del discurso, mientras que los otros sobresalen por la erudición y ese saber de táctica y estrategia que dan los años. Por lo demás, entre ellos no hay antipatías, y antes al contrario, me consta que los jóvenes que gozan de más reputación como abogados en el día, la deben en gran parte a la protección generosa de los abogados viejos.

En nuestras Repúblicas, para valorar la reputación de un abogado, se pregunta cuántos clientes tiene. En Italia, como en Francia, esta regla sería engañosa. Tal vez los abogados más eminentes, son los que menos clientela poseen. ¿Qué abogado pleiteante, pasablemente ocupado, no tiene en Francia más clientes de M. Berryer? Sabemos que el más grande abogado de este siglo, Daniel O'Connell, no tiene más que un cliente; pero ese es el pueblo de Irlanda. El rango y no el número, es lo que forma el distintivo de la clientela de los grandes abogados en Europa. La clientela de los fuertes abogados genoveses, es corta, pues, y compuesta en su mayor parte de grandes propietarios y negociantes. Son abogados meramente consultantes: y se puede decir que su verdadera clientela se forma de abogados jóvenes, que van a buscar el apoyo de sus luces y experiencia, para la elección del camino o acción que deben adoptar, en el establecimiento y progreso de un litigio.

Ocho años es la duración del curso de estudios de derecho, que un estudiante debe hacer para ser recibido de abogado. El 1º es consagrado al estudio de las Instituciones de derecho romano: en los cuatro siguientes, se estudia las Pandectas, el derecho comercial y el derecho canónico. Durante el 6º y 7º se practica la jurisprudencia en el estudio de un abogado, y en el 8º se desempeña la defensuría de pobres. Reducido como se ve, el estudio del derecho a los áridos textos romanos, escritos en latín, la juventud le toma con hastío y le sigue sin provecho. Se puede asegurar que la porción más importante y amena del saber de un abogado, es debida a los estudios privados que él ha tenido que hacer. Destituida la profesión del abogado de aquella consideración que la rodea en países tales como los Estados Unidos de Norte América, donde constituye una especie de aristocracia, en Génova está reducida a una simple industria de adquisición material; y en aquel país de comerciantes, el abogado no es más que uno de tantos, puede decirse así. No hay entre ellos uno que pueda llamarse orador, porque no puede haber elocuencia oratoria en Génova por ahora; musa altanera y franca como la libertad misma, la elocuencia pública no vive sino por ella y para ella. Tampoco hay entre ellos un Toulier, un Pardessus, porque el derecho no tiene ni puede tener existencia científica en un país absorbido por los materiales intereses del comercio y la navegación. ¡Qué son pues sus abogados? ¿en qué son fuertes? Lo he dicho, arriba, en el buen sentido, en la instrucción, en la sagacidad necesaria para tratar los asuntos contenciosos que se originan en los repetidos actos de la vida civil, con la cordura, discreción y habilidad con que deben ventilarse materias de tanta importancia para la vida de un pueblo absolutamente positivo y nada más que positivo. Si fuesen, pues, mejores o peores de lo que son, no valdrían nada; puede ser que la elocuencia de Berryer les fuese tan nociva para el éxito de sus asuntos, como la ignorancia del último causídico. Están a la altura de su país, y son lo que deben ser.

Los abogados eminentes de Génova, aquellos que tienen una reputación establecida en todo el reino sardo, son: Nicolo Gervassoni, colector de las sentencias del Senado, como lo vimos más arriba; Castiglioni, Perasso, Casanova, Bixio, Germi, Laverio, Morello, Novara, Figari, Caveri, Torre, Pellegrini, etc.

Casi todos los abogados de Génova tienen su oficina de despacho en la Strada Justiniani, situada a corta distancia del Palacio Ducal.

La circunstancia de hallarme en posesión de algunas cartas introductivas para algunas de aquellas personas, me facilitó la ocasión de examinar prolijamente el orden y disposición material del gabinete de estudio u oficina de despacho de más de uno de los abogados que dejo nombrados. Yo haré la descripción del estudio del Sr. Castiglioni, que es el Felipe Dupin de los genoveses. Esta pintura, bien o mal ejecutada, pero ciertamente leal, podrá dar a conocer cuánto difieren los abogados de rango, en Italia, en el modo de entender la elegancia y buen gusto convenientes al bufete de un abogado, de los letrados de Sud América, que de algunos años a esta parte, muy especialmente en el Río de la Plata, han desplegado una profusión de caoba y de tapices, que parece rivalizar con la elegancia coqueta de los salones de bella sociedad.

El estudio del famoso abogado se compone de dos habitaciones espaciosas, situadas en el primer piso de una casa de respetable presencia exterior; bien que en Génova no hay casa que no tenga aspecto de palacio. En la 1ª sala está un abogado practicante que recibe a la clientela. Nada de copistas, o a lo menos no más copistas que el abogado practicante. Pocos escritos, poco trabajo, poca concurrencia se advierte en medio de la paz de aquellos salones que sólo interrumpen los pasos de algún poderoso atraído allí por la ambición o por un revés de fortuna. La disposición de esta sala es como sigue: en cada lado un estante de tres órdenes o listones y cinco nichos, de madera tosca, apenas pintados, sin pulimento ni ornato alguno: los cuatro estantes están llenos de infolios, forrados en pergamino, viejos y polvorosos, de los glosadores y comentadores escolásticos del derecho romano, del derecho eclesiástico y una u otra materia general de derecho, de volúmenes que contienen los alegatos del mismo señor Castiglioni. En esta colección se lee los nombres de Parladorio, Casanova, Gregorio López, el Cardenal de Luca y compañía. El polvo que les cubre, pues no hay cristal que estorbe esta sepultación del tiempo, muestra el poco uso que de ellos hace el irreverente genovés; pero lo traqueado de sus tapas muestra también el poder con que, un tiempo, legislaron sobre cada una y todas las contiendas del foro. Una docena de sillas con asiento de junco, grotescas, está esparcida en los costados de esta sala sin alfombra, ni estera, ni cortinas, ni las indispensables cortinas de toda habitación en Europa. Dos mesas más usadas por la edad que por el trabajo, chicas, de madera ordinaria, pintadas, sirven a los abogados practicantes. El que tiene a su cargo la recepción de los clientes, es poco ceremonioso, en lo cual no forma excepción, pues no hay genovés que no lo sea. Génova, en cuanto a esto, es un pueblo de Norte América; apretones de mano y saludos de sombrero, es cosa que poco se gasta entre los ligurianos.

Mala impresión del señor Castiglioni me hizo formar la vista de esta sala en que el abogado practicante, ignorando el carácter con que comparecía, me consignó al lado de una clienta vieja, por más de media hora, que ciertamente no fue perdida para mí. Al cabo de ella fui presentado al célebre abogado, que leyó mi carta de introducción y me pidió cariñosamente tomase asiento... No hablaba español: en Italia es absolutamente desconocida esta lengua por los hombres de letras, que sólo conocen a Calderón y Cervantes por traducciones. Pero la analogía de las dos lenguas nos facilitaba el uso respectivo de ellas con fácil inteligencia por ambas partes. El señor Castiglioni será hombre de unos 45 años, de regular estatura, pálido, descarnado, de alta frente y distinguida expresión. Habla dificultosamente, tanto en público como en privado; pero es el hombre que representa el buen sentido, el profundo saber y la extensa erudición en el foro de Génova. Hay algo de amable y sencillo en el fondo de su seriedad sin artificio: muestra generosa solicitud para dar a conocer al extranjero las instituciones de su país, que explica con llaneza, sin crítica ni encomio. El genovés en general es el hombre más modesto que yo haya conocido en Europa; sólo de sus palacios se muestran orgullosos, aún los que por su espíritu republicano debieran mirar con mal ojo edificios que descubren la antigua y aristocrática desigualdad de fortuna y rango. Tomó en sus manos un expediente, le abrió y me hizo conocer menudamente el orden de su instrucción y secuela, que bien poco difiere de la nuestra: la misma calidad y dimensión de papel y de margen; las mismas malas e ininteligibles letras. El sello o timbre es más pequeño que el dispendiosamente grande empleado en la mayor parte de nuestras Repúblicas. Conforme al uso observado, aunque no siempre, entre nosotros, los italianos dividen sus expedientes en tantos cuerpos como instancias. El uso de un índice de las piezas y escritos de que consta, es inalterablemente observado. Entre los genoveses, como sucede en Francia, no hay fórmulas sacramentales para la redacción de los escritos; pero el uso de los abogados ha establecido la siguiente, que puede alterarse sin inconveniente, según el rango del tribunal al que se dirige el escrito, o el gusto personal del redactor; he aquí el modo de libelar un escrito dirigido al Senado:

Ilustrísimos y Excelentísimos señores,

«Expone el marqués Juan Bautista Serra, domiciliado en Génova:

«Que por contrato autorizado en Génova por el notario tal (la historia del hecho):»

«Expone igualmente que el 14 de Octubre de 1839 (continúa la narración del hecho):»

«Que el reo convenido Juan Bautista Oderico no hizo oposición...»

«Que en seguida de la orden»...

«Que proviene esta diferencia de haber»...

«Que no se hace en esto la debida separación»...

«Que esto»...

«Que el otro»...

«Que aquello»...

«Y queriendo ahora apelar ante este Exmo. Magistrado y deducir los gravámenes que le irroga la sentencia apelada, dice y deduce:»

«Primero: -que la misma es mal fundada en hecho»...

«Segundo: -que la dicha sentencia es también mal fundada en derecho, tanto según el Código Civil, como según las leyes romanas»...

«Tercero: -que si pudiese comparar el contrato»...

«Por tales motivos... el exponente suplica a VV. EE. manden citar... rever... retocar... condenar... exigir, etc.»

Pero urdamos la hebra, cortada, de la descripción del estudio del señor Castiglioni. Cuando entrado en la segunda de las dos piezas de que se comporte, destinada a la mansión favorita del abogado, eché a correr mi vista por los centenares de volúmenes pequeños, a la rústica los más de ellos, flamantes, que, acomodados negligentemente, pueblan los grandes estantes de tablas lisas, apenas pintadas, sin cristales ni puertas, confieso que cambié de opinión sobre el letrado, que tan sospechosa vanguardia ofrece al primer acceso de sus visitantes. Los cuatro muros están cubiertos, desde la base al techo, de libros distinguidos. Observé que no había ninguno en inglés; el inglés es poco conocido de los letrados en Génova; tampoco vi libros españoles, lo que me causó menos pasmo, que la ausencia de los primeros; con pocas excepciones, toda la biblioteca estaba compuesta de libros franceses, señalándose entre los autores más numerosos todo lo más moderno y sabio que ofrece la ciencia del derecho en el lado opuesto de los Alpes. La mesa de escritorio era pequeña y modesta; menos multiplicados sus asuntos que los de un jefe de oficina pública, parecía bastarse con una pequeña en vez de esas grandes mesas que la vanidad de algunos abogados se complace en poblar de mezquinos legajos. Casi en su totalidad está compuesta esta colección de libros de derecho; no faltan sin embargo en ella unos doscientos volúmenes de literatura y ciencia general.

Hemos visto al abogado de Génova en su bufete y en la sociedad; veámosle ahora en los tribunales; pero antes de asistir a la audiencia, visitemos el local destinado a las funciones de la magistratura.

El Palacio Ducal, que antiguamente sirvió de residencia a los Doges de la República, está ocupado hoy día por el Senado Real de Génova, las demás cortes judiciarias, otras oficinas de este ramo y muchas de las administraciones generales. Los gobernadores de la ciudad tienen hoy su habitación en uno de los grandes departamentos de que este edificio está compuesto. El departamento opuesto, que es el de la izquierda, está destinado a los tribunales de justicia. Dos incendios ocurridos, el uno en 1684 y el otro en 1777, arruinaron casi enteramente este palacio, desapareciendo en las llamas un sinnúmero de producciones maestras de escultura y pintura. Al célebre arquitecto genovés Simón Cantoni se debe la arquitectura actual de este palacio, que según el voto de los conocedores, reúne a la más peregrina elegancia de formas, la mayor solidez e incombustibilidad.

Casi desde la mitad del patio realmente regio de este palacio, empiezan las gradas de una escalera de mármol blanco, que da entrada al interior. En ambos lados se elevan dos gruesos pedestales, que sostenían en otro tiempo dos estatuas, una del famoso Andrés d'Oria, obra de Montorsoli; y la otra, del cincel de Carlone, erigida por orden del Senado en 1576, en honor y representación del príncipe Juan Andrés d'Oria, con una inscripción que le llamaba Salvador de la paria. Los revolucionarios de una de las reacciones democráticas acaecidas después de 1819, echaron por tierra estas estatuas.

La última grada de esta escalera, forma el dilatado umbral de un vestíbulo o salón sostenido por ochenta columnas de mármol, de una pieza, más grande en dimensión que muchas plazas de Génova, con lo cual, en verdad, nada digo, pues hay plazas públicas en Génova que no tienen más de seis varas cuadradas de extensión. Este vestíbulo, que equivale a la sala de los pasos perdidos en el Palacio de Justicia de París, es la Piazza Banchi judiciaria de los genoveses; es la Borsa litigiosa, donde se reúnen los mercaderes de pleitos, de trampas, de justicia, de calumnias y de todo lo que es objeto de procesos. Los consagrados a esta industria, (y en Génova son infinitos) acuden desde el amanecer a esta especie de lonja, donde pasan la mañana moviéndose y hablando incesantemente, sin recoger, muchas veces, el fruto de tanto afán. La travesía de este salón es de temerse, a causa del ruido abrumante que se forma por la repercusión, producida en la bóveda, de las trescientas voces que hablan a un tiempo. En la mañana del 28 de Junio de 1843 yo me paseaba por entre este mundo de pleiteantes, asido del brazo de mi amigo el abogado Pellegrini, que me dispensaba el honor de servirme de cicerone. Se acercó a nosotros y habló un largo rato con mi camarada, un joven alto, de blanca, rosada y linda cara. Yo le juzgué, por su aspecto, un propietario avecindado en la campaña; y no me equivoqué, pues era en efecto un hombre rico, que tenía en el campo su residencia. Pero nada hallé en su fisonomía que me hiciese ver en él un hombre de letras; y en esto me engañé, porque era nada menos que un poeta, y un poeta clásico, es decir, académico, artista: el señor Costa, autor del famoso himno a Paganini, y de un poema, que aún no ha aparecido y ya es aplaudido en Italia: Il Colombo.

En este vestíbulo están las salas en que algunos jueces di mandamento, tienen su despacho y audiencia; otros los tienen en sus respectivos cuarteles. A pesar de la publicidad de esta audiencia, ordinariamente no hay auditores, sin duda por razón de lo insignificante de los asuntos allí ventilados. Es el único juez que lleva vestido civil y ordinario en los actos en que se desempeña como tal. También están en este lugar algunos registros o escribanías civiles. El método con que están clasificados y conservados los expedientes, es claro y sencillo. El aire de estas oficinas, salvo algunas cosas en que se superan a las nuestras, se asemeja mucho al de las de América, en el Río de la Plata. La superioridad consiste en la excelencia de las precauciones adoptadas para garantir la duración de los protocolos contra la acción destructora del tiempo, del polvo y los insectos.

De este paraje parte una escalera de riquísimo mármol, ancha y de tan insensible pendiente, que su acceso se hace sin el menor trabajo. En la mitad de su curso se divide en dos ramas, de dirección opuesta: la de la derecha conduce al departamento del Gobernador de la Ciudad; la de la izquierda, al destinado para el Senado y Cortes de justicia, y en que está el soberbio salón donde en otro tiempo se reunía el Gran Consejo, y en que hoy día se reúne a veces el actual. Sobre la puerta de este salón, se lee esta inscripción: Firmissimum. Libertatis. Monumentum. La explosión de una bomba, caída en 1684, incendió esta sala, que se reconstruyó después con más suntuosidad, y que un nuevo incendio acaecido el 3 de Noviembre de 1777, destruyó por segunda vez. En la construcción actual esta sala tiene 40 metros de largo, sobre 17 de ancho y 20 de elevación. Está circundada de nichos que contenían estatuas en mármol, de los grandes hombres calificados como beneméritos de la patria, los revolucionarios de 1797 las destrozaron solemnemente en pocas horas. Los nichos del orden inferior, contienen hoy estatuas alegóricas de yeso, vestidas de túnica blanca, colocadas, según se me ha dicho, para un baile que allí se dio a Napoleón. Esta pieza es uno de los portentos arquitectónicos de la Ciudad de mármol; y yo abundaría en los detalles de su descripción, si no fuese, como es en la actualidad, un lugar ajeno a las funciones de la magistratura. Carlos Pozzi, de Milán; Tiépoli, de Venecia; Tagliafichi, de Génova; David y Ratti, ligurianos, también han llenado de los prodigios de su genio, los ámbitos de aquella bóveda inmensa y despierta como la del firmamento, que dilata y engrandece el corazón del que levanta sus ojos maravillados hacia ella. Hermosas y bien abrigadas galerías, sostenidas por columnas sólidas de mármol, dan entrada a los salones del Senado y a las cámaras de prefectura; en ellas bien podrán perder los pasos los justiciables, pero al menos no perderán su salud, esperando a la intemperie, en la estación rígida. Las piezas destinadas hoy para los tribunales, formaban la habitación del Doge de la República en los tiempos en que la Italia obedecía a este régimen; así es que las más triviales oficinas, los más solitarios vestíbulos, conservan relieves riquísimos, dorados y ornamentos soberbios. La primera sección del Senado, tiene hoy sus audiencias en la sala que el Doge tenía destinada para su recibimiento oficial. La bóveda está ornada de costosos relieves.