Vanidad de la vida

Vanidad de la vida
Fantasía

de José Zorrilla
del tomo tercero de las Poesías.

Era un día de orgía y de locura,
De esos días de vértigo infernal
En que embriagados de falaz ventura,
Tras el placer volamos mundanal.


Uno de aquellos vergonzosos días
En que, henchidos de vida y juventud,
Buscamos entre locas teorías
La vanidad y el polvo en la virtud.


Uno, de aquellos días en que ansiosos
Despertamos de crápula y de amor,
Y manchamos los días más hermosos
De nuestra vida y nuestra edad mejor.


El sol estaba espléndido y sereno,
El aura mansa, diáfana y azul,
La luz doraba nuestro huerto ameno
Con tornasoles de flotante tul,


Posábanse las sueltas mariposas
De flor en flor con revoltoso afán,
Ya en la más ancha de las frescas rosas,
Ya en el más esponjado tulipán.


La brisa murmuraba en las acacias,
Tornábase al Oriente el girasol,
Y las violetas se doblaban lacias
Cual vergonzosas ante el rojo sol.


Alguna nube blanca y transparente
Por la serena atmósfera al cruzar,
Tiñendo los objetos suavemente,
Veníase en la hierba a dibujar.


Y en pos las aves de frescura y sombra,
Salpicaban en varia confusión
Del blando césped la mullida alfombra,
Del olmo verde el ancho pabellón.


Víanse allí las amarillas pomas
Las enramadas débiles vencer,
Y a su sombra bajaban las palomas
En el arroyo límpido a beber.


Y allí extendiendo las pomposas plumas,
Le cubrían en cándido tropel,
Como si fueran trémulas espumas
Que hubiesen lecho y nacimiento en él.


Nosotros, apurando los placeres
Guarecidos de oculto cenador,
Buscábamos la vida en las mujeres,
La gloria y la fortuna en el amor.


Oíanse en tumulto desde fuera
Los brindis de la libre bacanal,
Y el rumor de una báquica quimera,
Y el crujido del beso criminal.


Yo bebía el amor, hasta apurarlo,
De unos impuros labios de carmín
Que me enseñaron ¡ay! a desearle,
Y me la hicieron detestar al fin.


Dentro mi mente sin cesar bullían
Fantasmas que, al pasar con rapidez,
Ya lloraban, danzaban o reían,
Como ilusión febril de la embriaguez.


Mis amigos reían y cantaban
En lúbrico desorden junto a mí,
Y sin tregua los brindis resonaban...
Todo sin tiempo y sin razón allí.


Y entre el murmullo de la fiesta impura,
Los licores, los gritos y el vapor,
Alzábamos a impúdica hermosura
Himnos ardientes de encendido amor.


Entre insolentes, ebrias carcajadas,
Blasfemamos tal vez de Jehová:
«¡Virtud!, dijimos. ¡Fábulas soñadas!…
Ahora el Dios que aterra ¿adónde está?


«¿Adónde está la sombra de su dedo
Que escribe una sentencia en la pared?
¡Creaciones fantásticas del miedo!…
¡Bebed, amigos, sin pesar bebed!»


Vino la noche, y al salir cansados,
Hartos ya de beber y de gozar,
Una campana en golpes compasados
Cerca sentimos con pavor doblar.


Era un templo alumbrado en su reposo
De diez blandones a la roja luz,
Que velaban en círculo medroso
El secreto fatal de un ataúd.


Quedaba en nuestra mente todavía
El rastro de la infame bacanal,
Y mal entre sus nieblas comprendía
La silenciosa paz de un funeral.


Las lúgubres salmodias empezaron,
El pueblo reverente se postró;
Cuando con paz al muerto conjuraron,
El nombre del que fue nos aterró.


En vano los sentidos se empeñaban
En mentirnos un sueño baladí;
Los blandones el círculo cerraban,
Y una hermosura descansaba allí.


¡Y era hechicera, y lánguida, y liviana;
La envidia de un salón érase ayer,
Y a pesar de su pompa cortesana,
Hoy hediondo cadáver pudo ser!


Faltónos ¡ay! la voz con el aliento;
Temblónos el cobarde corazón;
Ciertos los ojos y el oído atento,
Nos dijimos al fin: «¡No es ilusión!»


¡Allí estaba la sombra de ese dedo
Que escribe una sentencia en la pared…
¡Y era fiesta también!… Llegad sin miedo,
Cantad, amigos, sin pesar bebed.