Va de cuento
Érase éste un pueblo llanote de carácter y a la buena de Dios, capaz de pelear con su sombra si se trataba de la negra honrilla; pero tan poco ambicioso, que, vencedor en el combate, se conformaba con ocupar el campo del enemigo para tenderse en él a la bartola.
Así vivió siglos, acometiendo las más inauditas empresas por su Dios, su patria y su dama.
Refractario a todo lo que fuera innovar, vivía en su cascarón, embozado en la manta de abolengo, sin necesitar otra cosa, atento sólo, para romperle el bautismo, a los intrusos que trataran de asomar la jeta dentro, con el fin de imponerles sus leyes, sus hábitos o sus costumbres.
Así era feliz.
Pero como al más cauto se la pegan, no pudo evitar que algunas indígenas excepciones, ambiciosas y turbulentas, le fueran seduciendo poco a poco, pintándole la belleza de sus vecinos: de los unos, porque eran rubios; de los otros, porque eran altos; de los de allá, porque eran gordos, y, lo que es más asombroso, haciéndole creer que él, que había nacido para ser moreno y refecho y muelle, podía llegar, con la costumbre, a ser rubio y estirado y activo.
Para llegar a este fin era preciso, ¡pásmense ustedes!, según aquellos doctos novadores, romper la crisma al señor del pueblo y al cura de la parroquia; a éste, porque predicaba que no había más amo que Dios, y al otro, porque obligaba a cumplir las máximas que predicaba el señor cura, amén de la ley por que se regía el pueblo escrita y promulgada por él, con la aquiescencia de todos los regidores del concejo.
Para dar más encanto a la seducción, los hombres que en ella se afanaban aseguraban al pueblo que él era el rey por derecho natural y el único legislador, y que no tenía obligación de ir a misa ni de creer en Dios.
El hombre es tonto de suyo, y aun cuando se esté muriendo de hambre, es capaz de creerse un emperador como haya un perdis que sepa pintárselo a lo vivo.
Así lo hicieron los ambiciosos del cuento, que, por más señas, de comer a la mesa del señor y de vestir de sus roperos, estaban tan gordos y tan relumbrantes que no había más que ver.
Un día se armó la gorda, y el señor, más de miedo que a la fuerza, abandonó su palacio y huyó a remotas tierras, dejando la suya en poder de los traidores, que, para mostrar a los incautos que sólo el deseo de su bienestar los animaba a la empresa, quedáronse por de pronto por señores ellos, y como tales se trataron, y como tales exigieron al pueblo impuestos que jamás había satisfecho, amén de obligarle a derribar la iglesia parroquial y a fusilar al cura.
Como quiera que el ensayo de estos varios reyes demostró que daban peor resultado siete que uno, se dedujo prudentemente que setenta o setecientos gobernarían peor que siete; y esto evitó la ejecución del proyecto discutido en el concejo de proclamar por soberanos del pueblo a todos y a cada uno de los vecinos.
Pero como no podía volverse a lo pasado y se había llegado ya a una situación eminentemente liberal, en la que se permitían las tabernas abiertas de día y de noche, y eran lícitas las blasfemias en todas partes, y al más rudo no podía prohibírsele decidir de plano las cuestiones más peliagudas en todos los ramos del saber, escribióse una especie de Constitución, según la cual habría un rey, traído de fuera, que sería el primer vecino del pueblo, con el deber de firmar todo lo que el concejo acordara, por lo cual, y nada más, se le daría un sueldo arregladito, con que pudiera comer y vestir decentemente.
Y allí fueron de ver los mangoneos del fiel de pechos, del boticario, del herrador y otros notables del lugar. Todos y cada uno de ellos se daban a buscar reyes por los pueblos vecinos, como quien busca malvas en los camberones para un dolor de barriga. Pero el que estaba bien por su casa, no quería sufrir las desazones que da el arreglar la ajena, y el que nada tenía que perder no era aceptado por las intrigas de cada uno de los otros agentes, que trabajaban por los que habían buscado.
En esto, los hombres poderosos que habían revuelto el cisco vieron que el pueblo se les venía encima, falto de los cimientos que ellos le habían socavado, y se decidieron a proclamar por soberano a cierto amolador, vecino del mismo pueblo, aunque ausente de él tiempo hacía, por revoltoso, el cual vecino les había anticipado algunos maravedises para preparar la conjuración contra el desterrado señor, en cuyo palacio tenía entrada y mesa, por ser el amolador de todas las herramientas de su majestad.
Preparáronse hasta tres docenas de cohetes, dos arcos triunfales y una fuente de rioja, y seguido de todos los alguaciles y empleados del concejo, a cuyo frente iban los hombres del pronunciamiento, entró una tarde el amolador en el pueblo sobre una mula torda, con corona de similor sobre la frente y una caña en la mano, a manera de rey de bastos, y en esta guisa y después de apearse a las puertas del palacio tomó asiento en el trono que habían venido ocupando todos los señores de aquel pueblo.
Como su majestad era democrática, tuvo que estrechar con las suyas cada una de las manos que le fueron pre-sentando sus convecinos, a quienes preguntaba, de paso, por las respectivas parientas y familias, ceremonial ajustado a los consejos de sus prohombres.
Instalado ya como señor, pusiéronle cuatro menestrales para asistirle en su gabinete particular y una guardia de honor, de zapateros, a las puertas exteriores del palacio, pues el de advertir que, como el país era tan soberano como él, si bien se prestaba a jugar a los soldados, en manera alguna quería serlo de verdad, por lo que se suprimió el pequeño ejército que antes había, a excepción de los generales, que se aumentaron en número y ascendieron todos en graduación.
Pasábasele el tiempo a su majestad en conversar con los curiosos que se le presentaban: unos, a pedirle un pitillo, y otros, un empleo; en firmar como en barbecho cuanto le presentaban los señores concejales, y en estudiar el santo y seña que cada día le daban sus protectores, con el fin de que desagradase al pueblo con alguna torpeza.
Por lo demás, comía lo que le daban, vestía conforme al gusto y presupuesto que al efecto le señalaban los concejales, se acostaba a la hora que se le permitía, y tenía cuanta libertad se le antojaba, con tal que no molestase con su presencia las reuniones y motines pacíficos que celebraba a cada paso el vecindario, en uso de su nuevo derecho.
Como no se divertía gran cosa su majestad con este sistema de vida, un tanto parecida a la de un colegial, un día pidió un periódico para distraerse un rato; porque es de advertir que en aquel pueblo también había Prensa periódica.
Echóse a los ojos el papel su majestad, y tuvo la satisfacción de ver en él que se le llamaba amolachifre, gabacho, intruso, inexperto, gandul y otras lindezas por el estilo; y a la institución que él representaba en su trono, guillotina de los pueblos y oprobio de la Humanidad.
Quemále un poco la sangre a su majestad esta franqueza democrática con que se le trataba, y llamó a sus consejeros con el fin de que se pusiera un correctivo a tales desacatos.
-Es imposible, señor -le contestaron.
-Pero se me insulta.
-No hay tal. Es que se ejerce la absoluta libertad de escribir, consignada en la Constitución que su majestad ha jurado.
-Pues entonces, a ella me agarro, y voy a responder en otro periódico a esas atrocidades.
-Jamás, señor. Eso equivaldría a influir con vuestra autoridad sobre los ánimos libres del pueblo, y sería anticonstitucional-democrático.
Todo lo cual convenció a su majestad de que con una Constitución tan libre como la que había aceptado, siendo él el rey, era el único esclavo del pueblo.
Un día, cansado ya de vivir ajustado a las exigencias de todo bicho viviente, se escapó del Palacio con el fin de explayarse un poco por el pueblo, y, a merced del incógnito, se introdujo por de pronto en un club formado por los hombres más exaltados de la vecindad. Allí oyó expresarse a los oradores en términos semejantes a los que había leído en el periódico, con la diferencia de que en el club se excitaba a romper la crisma a su majestad por todos los medios legales y a pegar fuego al trono en que se sentaba.
No creyéndose muy seguro allí, echóse de nuevo a la calle, y apenas encontró una esquina en que no leyese alguna tempestad contra los señores de su categoría y la institución que representaban, ni una tienda en que no se exhibiesen sus propias caricaturas y profusión de folletos, demostrando que una nación que acepta por soberano a un amolador ni tiene vergüenza ni merece perdón de Dios.
Tomó acta de todos estos primores, y a su vuelta a Palacio trató con sus consejeros de ponerles un correctivo; pero tuvo que desistir de su propósito, porque se le dijo que estaban dentro del derecho concedido por la Constitución.
-Pues enmendaré la Constitución -dijo, muy fresco, su majestad-, porque ella y yo no cabemos juntos en el pueblo.
-Aprensiones de vuestra majestad.
-Aprensiones. ¿Me quieren decir ustedes si el pito que yo toco en esta orquesta no puede tocarlo el guardacantón de la esquina? Firmar lo que otros hacen, cargar con la ociosidad de lo malo y no disfrutar de la gloria de lo poco bueno que se me obliga a hacer; oír perradas de todo el mundo y no tener derecho para replicar a nadie, cuando todos tienen el de ponerme de vuelta y media y el de conspirar contra mí.
-Es que vuestra majestad es un monarca democrático.
-Por lo mismo; o me sobra lo de monarca o lo de democrático. Los dos títulos no caben juntos en el trono.
-Pues vuestra majestad lo quiso así.
-Me retracto, y, al efecto, quiero reformar la Constitución.
-Es imposible.
-Yo buscaré quien me ayude... Mi ejército...
-Lo poco que queda de él somos nosotros y nuestros amigos, y nos opondremos resueltamente, so pena de cine el pueblo nos devore.
-Luego es decir...
-Que no hay más remedio que llevar adelante esta cruz con que cargamos voluntariamente.
Y en esto trascendieron los propósitos de su majestad hasta los clubs más rabiosos: llamósele traidor por haber intentado cercenar los derechos declarados en la Constitución; levantáronse barricadas en las calles; ardió Palacio por las cuatro esquinas, y la intrusa majestad huyó por el tejado, en chancletas y muy contenta porque salvaba la pelleja, bien al revés de sus consejeros y protectores, que morían arrastrados por las masas, que, aunque antes los habían aclamado, desconfiaban ya de ellos por lo mismo que una deslealtad los había encumbrado.
Alguno que pasó muy cerca del fugitivo amolador, le oyó decir, rascándose una oreja:
-Para adquirir y conservar un trono no basta la garantía de una ley ni la voluntad de un partido; se necesita el corazón de un pueblo.
(De El Tío Cayetano, núm. 29.)
6 de junio de 1869.