Una verdad como un puño

Poesías sueltas
de José Zorrilla
Una verdad como un puño

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Se me ha puesto en la cabeza,
y voto va San Ginés
que aunque pese al universo
atrás no me he de volver.

Y antes de seguir ¡oh Ayguals!
quiero advertirte cortés
que me remitas hoy mismo
el álbum de tu mujer;
porque es justo ¡vive Dios!
que haga una excepción con él,
ya que con todos los otros
preparo un auto de fe.

Pues, señor, estáme atento
porque quiero c por b
espetar cuatro verdades
que han de hacer bulto de diez.

Al ir a doblar la esquina
de mi casa antes de ayer,
me di de manos a boca
con el elegante Andrés.

Ya le conoces… Buen mozo,
equipado a la dernière,
gran figurín de las modas,
verdadero parisién
en el vestir y el andar,
en el dormir y el comer,
dado que ni estuvo en Francia
ni deletrea el francés.

Mas éste, Ayguals, es su fuerte,
y como hay de este jaez
tantos otros, pasa entre ellos
por la torre de Babel.

Además, ya habrá llegado
a tu noticia también,
que aunque con duques se trata
y vive como un marqués,
ni tuvo nunca, ne tiene
esperanzas de tener,
más renta y bienes raíces
que sus barbas y tupé
(lo cual respondió Ventura
a quien yo conozco bien
en una ocasión que él sabe
y por lo que yo me sé).

Pues, señor, Andrés es éste,
y para la completez
del individuo, oh Ayguals,
que sepas es menester
que no hay baile, ni paseo,
ni tertulia, ni café,
ni una fonda, ni un teatro,
ni una reunión, donde él,
parecido o convidado,
socio o amigo, no esté.

Con éste, pues, cual lo pinto
fué con quién di antes de ayer.
–¡Oh dicha! ¡Zorrilla mío!
—¡Oh suerte! ¡Mi don Andrés!
¿Cómo está usted?
               —¿Yo? tan guapo,
Pepe del alma, ¿y usted?
—Como siempre, también guapo
(salvo mejor parecer).
¿Dónde va usted por aquí?
—A su casa.
          —Suba usted,
que a la puerta está.
             —Con mucho
gusto.
—Mírelo usted bien,
que hay que apechar por seis tramos.
—Aunque fueran diez y seis.
—Subamos, pues.
             —Pues subamos.
Y henos en un dos por tres
en mi estudio cara a cara,
él conmigo y yo con él.
—Ya estamos solos, ¿qué es ello?
le dije yo; y sin perder
un momento, ante los ojos,
con la dignidad de un rey
me abrió un álbum, por un hoja
de blanquísimo papel,
quedándonos uno y otro
ante la mesa de pie.

Me alegrara, Wenceslao,
que hubieras podido ver
los dos tan distintos gestos
que pusimos a la vez.

Él con una sonrisita
de importancia, y como quien
dice «Yo soy todo un hombre»,
me miraba de través;
lo cual me hizo, a pesar mío,
recordar el cuento aquel,
en que dijo a un castellano
desde un pozo un portugués:
«Casteçao, salva mi vida
que te la perdonaré.»

Yo en tanto, frunciendo el ceño,
le contemplaba también,
entrambos como dos gatos
que un plato por medio ven
y recelosos se miran
sin atreverse a comer.

Yo, al fin, con este descaro
que Dios me dió, y este aquel
que por ese mundo viejo
yo mismo me procuré,
con un tono entreverado
de franqueza y de doblez,
con el joven petit-maître
así el diálogo anudé:
—¿Conque mi firma en esta hoja
es lo que usted quiere?
                     —Pues,
no fuera el álbum completo
si faltara la de usted.
—Pues ahí está —dije yo—,
cogí la pluma y firmé.
—No es eso, señor Zorrilla,
lo que se quiere.
               —Pues ¿qué es?
—Una composicioncita
a propósito; ocho o diez
estrofitas, de esas cosas
tan bonitas que hace usted.
—Es lisonja que usted me hace,
mas vamos claros, pardiez,
que eso va largo y me esperan,
amiguito don Andrés.

Yo soy un hombre algo zaino,
que, como usted sabe y ve,
estoy hasta aquí de versos
(y le señalé a la nuez).
Si de llenar ese álbum
se ha tomado el cargo usted,
ha hecho usted mal, porque un hombre
no se puede prometer
que otro hombre de mal humor
se dé un mal rato por él.
—Por mí, no; por la señora
dueña del álbum.
               —¿Quién es?
—Es una niña hermosísima,
mas no la conoce usted.
¡Si usted la viera!
                —En tal caso,
no dude usted, don Andrés,
que emborronara de ese álbum
con mucho gusto el papel.
Pero, pues no me conoce,
ni a ella yo, perdone usted
si le digo que no quiero
hacer una letra en él.
Nada esa señora y yo
nos debemos.
           —Ya se ve.
—Si mi firma por capricho
tiene gusto de tener,
ahí la lleva, y esto basta;
pero que se aplauda usted
de haber molestado a tantos
con el álbum, y a los pies
de esa señora hermosísima
vaya usted solo a ofrecer
los frutos apetecidos
de la pluma y del pincel,
sin que nunca en tiempo alguno
esa señora ni usted
al pintor, poeta o músico
se lo hayan de agradecer,
eso no será en mis días
ni conmigo, don Andrés.
—Pero un álbum… uno solo…
cuatro estrofas…
               —Más de cien
me han traído esta semana
y no conozco ni tres
de los nombres de quien son,
y ni uno supo volver
a decirme: Muchas gracias;
con mi amistad cuente usted.
—Eso raya en grosería,
Pepe. ¡Un desaire! ¿Y a quién?
¡A una señora, en un álbum!
—Acabemos, don Andrés,
y excuse reconvenciones
de cortesía, porque
viven los cielos que ahora
fuera mucho más cortés
que esa señora hermosísima,
en vez de enviármele a usted
me mandara a su lacayo
o algún mozo de cordel
con el álbum, y un billete
que me obligara a volver
atención por atención,
ya que esta ruin estrechez
de los tiempos que alcanzamos,
no la permiten hacer
mejor expresión de aprecio
sin precio vil, que vil es.
¿Me explico? Eso es cortesía
y educación, don Andrés:
dar mi firma por la suya,
o si oportuno lo cree,
con un mal ramo de flores
o cosa así… ¿entiende usted?
no pagar tan ruin servicio,
la intención agradecer.
Esto, don Andrés de mi alma,
a esa hermosa dirá usted
de mi parte, mientras yo,
en un mal romance en e,
se lo digo a todo el mundo,
que le sienta mal o bien.