Una traducción del Quijote: 32

Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.


X.

El Príncipe de Lucko sufrió un rudo golpe al saber la causa del triste estado en que veia á su hija. Su orgullo se resistia á transigir con aquellos oscuros amores, y vaciló mucho ántes de adoptar una resolución. Pero adoraba en María, la cual habíale impuesto su omnímoda voluntad de niña mimada; conocía el tenaz carácter de ésta, y se asustó ante las consecuencias de una pasión contrariada.

Así, pues, se explica perfectamente su presencia en casa de la modista. Quería ganar tiempo, acceder al deseo de su hija respecto á Miguel, lisonjeándose de que el tiempo y sus reflexiones, harían comprender á aquella la inconveniencia de sus amores con un jóven pobre y desconocido.

Madlle. Guené bajó á la sala de recibo, en donde esperaba el Príncipe, resignado á ver á Miguel, con objeto de que éste diese lección de ingles á María, en calidad de pretexto, y cuando la modista le participó el estado de su huésped, se alarmó por causa de hija, á la cual había logrado animar un tanto, indicándola que pronto vería al jóven extranjero.

Momentos después se presentó el médico de Madlle. Guené. Había este curado á Miguel en su pasada enfermedad, y experimentaba hacia él la más viva simpatía.

— Sueña con riquezas —dijo el médico enterado por la modista,— cree poseer tesoros; la ciencia ha clasificado esta faz de la demencia con el nombre de monomania del orgullo; pero aunque los síntomas parecen claros, ántes de ver al paciente, convendría saber, ó por lo menos deducir, las causas predisponentes: esto es, el origen probable de su enagenacion mental.

Madlle. Guené, entónces, con asentimiento del Príncipe, le hizo una relación circunstanciada del amor de Miguel hacía la Princesa.

El médico reflexionó algunos momentos, y luego repuso:

— He hecho la observación de que en la demencia, especialmente al principio de la afección, se obtienen resultados maravillosos por medio de las grandes emociones, y si por mi fuera pondría en práctica uno.

— ¿Cuál? — preguntaron á la vez el Príncipe y Madlle. Guené.

— La vista del objeto amado.

— ¿Ver á mi hija? — exclamó el Príncipe.

— Sí, señor. Yo creo que en la locura, aunque no aparentemente, muchas veces hay lesiones orgánicas, á las cuales conviene acudir con la mayor prontitud posible, sobre todo si la locura es momentánea y pasajera; pues por este medio se evita tal vez el que se haga crónica, si me es permitida esta palabra.

— Por mi parte — dijo el Príncipe —no hallo inconveniente en que ese jóven vea á mi hija: ella le espera y yo he venido con ese objeto.

— Pues siendo asi, —repuso el médico,— ahora mismo, si es posible: yo le acompañaré.

— Me temo, —observó la modista— que M. Miguel no consienta.

— Trataremos de conseguirlo: ese jóven me aprecia. Ahora veámosle.

Madlle. Guené y el médico subieron á la habitación de Miguel, á quien hallaron sentado tranquilamente junto á la chimenea, absorto, al parecer, en honda meditación.

Conoció á ambos, hizo que Damian acercase sillas y dio la mano al médico.

— He venido, —dijo éste,— á ver cómo estábais: desde que entrásteis en convalecencia, no he tenido el gusto de veros.

— Me hallo muy bien; mil gracias, —contestó Miguel.

— Yo no sé qué he oido decir respecto á vos, —repuso el médico;— creo que tratais de volver á España.

— Por ahora no; más adelante tal vez.

— Es que no sé de dónde he sacado yo que habiais heredado.

Miguel hizo un brusco movimiento, y luego con acento de infantil disimulo, dijo:

— No, nada, amigo doctor; estoy tan pobre como siempre, y no sé por qué he de haber variado. No tengo á nadie á quien heredar, y si entrasen aqui ladrones con objeto de robarme, buen chasco se llevarían.— Y al decir estas palabras, miraba con inquietud hacia la puerta de su alcoba.

— Allí pretende tener los billetes de Banco, —dijo la modista en voz baja. — Ya comprendo, —contestó el doctor; y después, dirigiéndose á Miguel, repuso:

— Mr. Miguel, venia á pediros un favor.

— Cuantos queráis, amigo mio. No olvido que tal vez os debo la vida.

— ¿Teneis la bondad de servir de intérprete entre una enferma española y yo? Ella no sabe una palabra de nuestro idioma, y como es una afección grave, necesito conocer los antecedentes.

Repito que estoy á vuestra disposición.

— ¿Teneis alguna ocupación por el momento?

— Absolutamente ninguna.

— En ese caso, la casa de mi enferma está cerca; tengo mi coche á la puerta, y si fueseis tan amable...

— Ahora mismo, doctor. ¡Damian, mi paleto y mi sombrero!

— Avisad al Príncipe, —dijo por lo bajo el médico á Madlle. Guené;— decidle que prevenga á su hija y que nos espere. Si es posible, id vos con él.