Una traducción del Quijote: 14
PARTE SEGUNDA.
editarI.
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Una noche, terminada la representación de la ópera, el vestíbulo del Teatro Imperial de San Petersburgo estaba lleno de gente que esperaba sus carruajes.
Algunos rezagados iban saliendo del interior, y se confundian con los que ya estaban aguardando.
Estos últimos momentos de despedida no son los menos agradables. El vestíbulo de un teatro es una especie de sucursal, donde, en los primeros instántes, se cotizan valores y se realizan operaciones hasta entónces indecisas.
Las últimas miradas dicen quizá la última palabra y expresan el último pensamiento.
Los aficionados observan á las mujeres nuevas ó desconocidas, porque notoria es la diferencia que media entre la mujer sentada en su palco, en la lejanía, y la mujer cuyos ojos se ven de cerca, cuya mano ó pié pueden estudiarse: haciendo, por estos y otros signos, la deducción de su carácter.
El vestíbulo se iba desocupando poco á poco; no obstante, aún quedaban algunos corros, especialmente de hombres, porque aún no habian acabado de salir los más cómodos ó menos presurosos.
Casi al mismo tiempo cesaron, durante un instante, todas las conversaciones, y todas las miradas se fijaron en la puerta interior del teatro. Acababa de presentarse una linda jóven envuelta en un abrigo de cachimir y en medio de dos caballeros, en el brazo de uno de los cuales se apoyaba. Era éste casi anciano, mientras que al otro difícilmente podría clasificársele de jóven; pues se hallaba en esa edad crepuscular conocida con el nombre de pollería.
— ¿Quién es ese trio? —preguntó un caballero, bajo, moreno, rechoncho, y que, no obstante estas cualidades físicas-, era ingles, calándose los lentes para mirar al grupo que acababa de presentarse.
— Vuestra calidad de extranjero, Milor, disculpa la pregunta: porque ¿quién en San Petersburgo no conoce al Príncipe de Lucko, fac-totum consejero íntimo del Emperador, á su preciosa hija María, que tiene tantas gracias como miles de rublos de dote, y al Baroncito de Pratosoff, sobrino del primero, y por consiguiente primo de la segunda, por la cual parece renunciar á sus pollescos triunfos amorosos, obtenidos aqui y en las diferentes capitales de Europa que ha visitado; por supuesto en compañía de su ayo?
El que de este modo contestó á la pregunta del hijo de Albion, era un jóven diplomático, de treinta años de edad, convaleciente, según se decia, de los desdenes de la Princesa de Lucko.
Esta, durante el diálogo anterior, se fué aproximando lentamente, acompañada de sus dos caballeros, hasta llegar en medio del vestíbulo. La Princesa estaba tan linda como la hemos conocido en Madrid; pero un airecillo de gravedad habia sustituido á la infantil expresión de su semblante: seis meses son un siglo en la vida de la mujer, sobre todo, en los primeros albores de la adolescencia.
En torno de la linda jóven se formó un grupo de hombres de distintas edades, que se acercaron á saludar á ella y á su padre. María hablaba con todos con la mayor indiferencia, mirando con cierta impaciencia hacia la puerta exterior, como deseando que el ugier anunciase la aproximación de su carruaje.
De repente, y durante un momento en que sus miradas vagaban distraídas, fijáronse con insistencia en un rincón del vestíbulo. Habia allí un grupo de cinco ó seis caballeros, y detrás de éstos, á alguna distancia, un jóven envuelto en un paleto, y casi incrustado en una columna. El grupo se deshizo, precisamente en el instante en que María miraba hacia aquel lado, y ésta pudo ver al jóven, y quizá sorprender la dirección de sus miradas.
Se puso muy pálida; se apoyó más en el brazo de su padre, y luego se quedó pensativa, contestando maquinalmente á las preguntas que la dirigian.
Hé aquí la síntesis de sus pensamientos.
«Es él; ha venido á San Petersburgo, sin duda por causa mia, para verme. ¡Pobre jóven! ¡Hacer un viaje tan largo, quizá con escasos recursos! Tal vez me sigue á todas partes, en los pocos dias que hace que he venido; ¡y qué respetuoso es! Apenas se atreve á mirarme. No sé qué hacer, ni cómo agradecerle su sacrificio. ¡Dejar su patria por mi! ¡Porque indudablemente ha sido por mi! ¿Dónde vivirá, cómo vivirá? ¡Parecia tan pobre! ¿Quién será? Tiene un aspecto muy distinguido. Me ama locamente, no cabe duda; pero él mismo conoce los obstáculos que nos separan. Debe ser discreto. ¿Cuál será su pensamiento? ¿Qué puedo y debo hacer yo?»
Durante este rápido monólogo mental, la Princesa no pudo ménos de mirar alguna vez al jóven, á quien el lector habrá ya conocido; pero al mismo tiempo que ella le miraba, habia una persona que observaba á los dos.
— Prima, —dijo el Baroncito de Pratassoff: ¿conoces á aquel jóven que está allí enfrente, inmóvil como la sombra de Bancuo en el festin de Macbeth?
—No, —contestó la Princesa afectando indiferencia.