Una traducción del Quijote: 12

Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.


XI.

Miguel estaba perdidamente enamorado de la Princesa María; pero se limitaba á verla de lejos en su carruaje, porque ésta, convaleciente aún de su caida en el Retiro, no salia nunca á pié.

A consecuencia de sus cavilaciones amorosas y de sus prolongadas tareas, nuestro jóven sufrió un ataque cerebral que le postró en cama durante algunos dias. La juventud triunfó de la enfermedad, y la convalecencia fué rápida. Apenas vuelto á su estado normal, y no bien se halló con fuerzas suficientes, Miguel, ansioso de ver á la que no se apartaba de su pensamiento, se dirigió hacia la morada de la Princesa.

¡Con cuánta agitación y temor mezclado de esperanza se aproximó al palacio de la calle de Hortaleza, y cuál fué su angustia al notar en él todo el aspecto de una casa deshabitada! Las persianas de todos los balcones estaban cerradas; por las rejas de las cuadras, situadas al nivel del suelo y abiertas de par en par, no salia ya el ruido del relincho y pisadas de los caballos, ni las voces de los mozos que los cuidaban: ningún criado atravesaba el patio, y finalmente, todo indicaba allí la ausencia de sus dueños. Imposible sería expresar la inquietud de Miguel, que no obstante conservó alguna esperanza, no resignándose á perder de un golpe todas sus ilusiones. Permaneció algún tiempo mirando á la puerta, que también estaba cerrada, á los balcones, á todas partes, aunque sin resultado, pues todo continuó lo mismo. Llevado entónces de un movimiento involuntario, y resuelto á salir de dudas á toda costa, se aproximó á la puerta de la verja del patio, que estaba solamente entornada; pero al ir á entrar, se detuvo dominado por su timidez.

Trascurrieron algunos minutos en esta incertídumbre, hasta que por fin se decidió á atravesar el patio, verificándolo precipitadamente para no tener tiempo de reflexionar. Llegado que hubo á la inmediación del edificio, miró á todos lados; y no viendo persona alguna, se decidió á llamar á la puerta, no sin haber titubeado. Alzó, pues, un pesado llamador de bronce, y dió dos ó tres golpes con mano trémula: hecho esto, escuchó atentamente, pero nadie respondió; parecía que la casualidad se gozaba en atormentarle. Una vez decidido, Miguel, alzando de nuevo el llamador, dejóle caer repetidas veces.

— ¿Quién es, —gritó una voz desde dentro; y luego, abriéndose una ventana situada al lado de la puerta, se asomó á ella una mujer, ya de edad, que dijo:

— ¿Qué se le ofrece á V., caballero?

— Saber si el señor Príncipe de Lucko vive todavía aquí, — contestó Miguel.

— El señor Príncipe marchó á San Petersburgo hace tres dias.

— ¡Gracias! —repuso Miguel haciendo un esfuerzo para aparentar serenidad, y alejándose apresurado sin oir á la portera que gritaba:

— ¡Eh! Caballero, ¿traía V. algún recado para el señor Príncipe?

Luego que salió del patio, Miguel tomó calle arriba, traspuso la puerta de Santa Bárbara, y se sentó en un banco de piedra, como la tarde en que María le devolvió el libro olvidado en el Retiro; pero allí permaneció poco tiempo, y metiéndose maquinalmente en una senda abierta en un campo sembrado, comenzó casi á correr, bien así como el corzo herido que con sus veloces carreras pretende aliviar su violento dolor; mas ¡ay! el infeliz jóven sentía el suyo cada vez más intenso, y rendido de cansancio tuvo que detenerse y sentarse en el suelo... Allí permaneció mucho tiempo, con los ojos fijos, y al parecer sereno... Pero ¡ah! ¡qué serenidad!

¿Qué pasaría en aquel corazón despedazado?

Hubo un momento en que llevó las manos á la cabeza, como si quisiera detener su pensamiento, pronto á exhalarse en el espacio... Luego prorumpió en sollozos sofocados, que después dieron curso á torrentes de lágrimas, y desahogaron su pecho oprimido...

¡Oh! ¡Benditas sean las lágrimas; ellas son la alegría del dolor!