Una pequeñez
Nicolás Ilich Beliayev, rico propietario de Petersburgo, aficionado a las carreras de caballos, joven aún—treinta y dos años—, grurso, de mejillas sonrosadas, contento de sí mismo, se encaminó, ya anochecido, a casa de Olga Ivanovna Irnina, con la que vivía, o, como decía él, arrastraba una larga y tediosa novela. En efecto: las primeras páginas, llenas de vida e interés, habían sido saboreadas hacía mucho tiempo, y las que las seguían sucedíanse sin interrupción, monótonas y grises.
Olga Ivanovna no estaba en casa, y Beliayev pasó al salón y se tendió en el canapé.
—¡Buenas noches, Nicolás Ilich!—le dijo una voz infantil—. Mamá vendrá en seguida. Ha ido con Sonia a casa de la modista.
Al oír aquella voz, advirtió Beliayev que en un ángulo de la estancia estaba tendido en un sofá el hijo de su querida, Alecha, un chiquillo de ocho años, esbelto, muy elegantito con su traje de terciopelo y sus medias negras. Boca arriba, sobre un almohadón de tafetán, levantaba alternativamente las piernas, sin duda imitando al acróbata que acababa de ver en el circo. Cuando se le cansaban las piernas realizaba ejercicios análogos con los brazos. De cuando en cuando se incorporaba de un modo brusco y se ponía en cuatro patas. Todo esto lo hacía con una cara muy seria, casi dramática, jadeando, como si considerase una desgracia el que le hubiera dado Dios un cuerpo tan inquieto.
—¡Buenas noches, amigo!—contestó Beliayev—. No te había visto. ¿Mamá está bien?
Alecha, que ejecutaba en aquel momento un ejercicio sumamente difícil, se volvió hacia él.
—Le diré a usted... Mamá no está bien nunca. Es mujer, y las mujeres siempre se quejan de algo...
Beliayev, para matar el tiempo, se puso a observar la faz del niño. Hasta entonces, en todo el tiempo que llevaba en relaciones íntimas con Olga Ivanovna, casi no se había fijado en él, no dándole más importancia que a cualquier mueble insignificante.
Ahora, en las tinieblas del anochecer, la frente pálida de Alecha y sus ojos negros recordábanle a la Olga Ivanovna del principio de la novela. Y quiso mostrarle un poco de afecto al chiquillo.
—¡Ven aquí, bicho!—le dijo—. Déjame verte más de cerca.
El chiquillo saltó del sofá y corrió al canapé.
—Bueno—comenzó Beliayev, poniéndole una mano en el hombro—. ¿Cómo te va?— Le diré a usted... Antes me iba mejor.
—¿Y eso?
—Es muy sencillo. Antes, mi hermana y yo leíamos y tocábamos el piano, y ahora nos obligan a aprendernos de memoria poesías francesas... ¿Se ha cortado usted el pelo hace poco?
—Sí, hace unos días.
—¡Ya lo veo! Tiene usted, la perilla más corta. ¿Me deja usted tocársela?... ¿No le hago daño?...
—No
—¿Por qué cuando se tira de un solo pelo duele y cuando se tira de todos a la vez casi no se siente?
El chiquillo empezó a jugar con la cadena del reloj de su intelocutor y prosiguió:
—Cuando yo sea colegial, mamá me comprará un reloj. Y le diré que también me compre una cadena como ésta. ¡Que dije más bonito! Como el de papá... Papá lleva en el dije un retratito de mamá... La cadena es mucho más larga que la de usted...
—¿Y tú como lo sabes? ¿Ves a tu papá?
—¿Yo?... No... Yo...
Alecha se puso colorado y se turbó mucho, como un hombre cogido en una mentira.
Beliayev lo miró fijamente, y le preguntó:
—Ves a papá..., ¿verdad?
—No, no... Yo...
—Dímelo francamente, con la mano sobre el corazón. Se te conoce en la cara que ocultas la verdad. No seas taimado. Le ves, no lo niegues... Hablame como a un amigo.Alecha reflexiona un poco.
—¿Y usted no se lo dirá a mamá?
—¡Claro que no! No tengas cuidado.
—¿Palabra de honor?
—¡Palabra de honor!
—¡Júramelo!
—¡Dios mío, qué pesado eres! ¿Por quién me tomas?
Alecha miró a su alrededor, abrió mucho los ojos y susurró:
—Pero, ¡por Dios, no le diga usted nada a mamá! Ni a nadie, porque es un secreto. Si mamá se entera, yo, Sonia y Pelagueya, la criada, nos la ganaremos. Pues bien, oiga usted: yo y Sonia nos vemos con papá los martes y los viernes. Cuando Pelagueya nos lleva de paseo vamos a la confitería Aspel, donde nos espera papá en un cuartito aparte. En el cuartito que hay una mesa de mármol y encima un cenicero que representa una oca.
—¿Y qué hacéis allí?
—Nada. Primero nos saludamos, luego nos sentamos todos a la mesa y papá nos convida a café y a pasteles. A Sonia le gustan los pastelillos de carne, pero yo los detesto. Prefiero los de col y los de huevo. Como comemos mucho, cuando volvemos a casa no tenemos gana. Sin embargo, cenamos, para que mamá no sospeche nada.
—¿De qué habláis con papá?
—De todo. Nos acaricia, nos besa, nos cuenta cuentos. ¿Sabe usted? Y dice que cuando seamos mayores nos llevará a vivir con él. Sonia no quiere; pero yo sí. Claro que me aburriré sin mamá; pero podré escribirle cartas. Y hasta podré venir a verla los días de fiesta, ¿verdad? Papá me ha prometido comprarme un caballo. ¡Es más bueno! No comprendo cómo mamá no le dice que se venga a casa y no quiere ni que le veamos. Siempre nos pregunta cómo está y qué hace. Cuando estuvo enferma y se lo dijimos, se cogió la cabeza con las dos manos..., así..., y empezó a ir y venir por la habitación como un loco... Siempre nos aconseja que obedezcamos y respetemos a mamá... Diga usted: ¿es verdad que somos desgraciados?
—¿Porqué?
—No sé; papá lo dice: "Sois unos desgraciados—nos dice—, y mamá, la pobre, también, y yo; todos nosotros." Y nos suplica que recemos para que Dios nos ampare.
Alecha calló y se quedó meditabundo. Reinó un corto silencio.
—¿Conque sí?—dijo, al cabo, Beliayev—. ¿Conque celebráis mítines en las confiterías? ¡Tiene gracia! ¿Y mamá no sabe nada?
—¿Cómo lo va a saber? Pelagueya no dirá nada... ¡Ayer nos dio papá unas peras!... Estaban dulces como la miel. Yo me comí dos...
—Y díme... ¿Papá no habla de mí?
— ¿De usted? Le aseguro...
El chiquillo miró fijamente a Beliayev, y concluyó:
— Le aseguro que no habla nada de particular.—Pero, ¿<por qué no me lo cuentas?
—¿No se ofenderá usted?
—¡No, tonto! ¿Habla mal?
—No; pero... está enfadado con usted. Dice que mamá es desgraciada por culpa de usted; que usted ha sido su perdición. ¡Qué cosas tiene papá! Yo le aseguro que usted es bueno y muy amable con mamá; pero no me cree, y, al oírme, balancea la cabeza.
—¿Conque afirma que yo he sido la perdición...?
—Sí. ¡Pero no se enfade usted, Nicolás Ilich!
Beliayev se levantó y empezó a pasearse por el salón.
—¡Es absurdo y ridículo!—balbuceaba, encogiéndose de hombres y con una sonrisa amarga—. El es el principal culpable y afirma que yo he sido la perdición de Olga. ¡Es irritante!
Y, dirigiéndose al chiquillo, volvió a preguntar:
—¿Conque te ha dicho que yo he sido ha perdición de tu madre?
—Sí; pero... usted me ha prometido no enfadarse.
—¡Déjame en paz!... ¡Vaya una situación lucida!
Se oyó la campanilla. El chiquillo corrió a la puerta. Momentos después entró en el salón con su madre y su hermanita.
Beliayev saludó con la cabez y siguió paseándose.—¡Claro!—murmuraba—. ¡El culpable soy yo! ¡El es el marido y le asisten todos los derechos!
—¿Qué hablas?—preguntó Olga Ivanovna.
—¿No sabes lo que predica tu marido a tus hijos? Según él, soy un infame, un criminal; he sido la perdiición tuya y de los niños. ¡Todos soi unos desgraciados y el único feliz soy yo! ¡Ah, qué feliz soy!
—No te entiendo, Nicolás. ¿Qué sucede?
—Pregúntale a este caballerito—dijo Beliayev, señalando a Alecha.
El chiquillo se puso colorado como un tomate; luego palideció. Se pintó en su faz un gran espanto.
—¡Nicolás Ilich!—balbuceo—, le suplico... Olga Ivanovna miraba alternativamente, con ojos de asombro, a su hijo y a Beliayev.
—¡Pregúntale!—prosiguió éste—. La imbécil de Pelagueya lleva a tus hijos a las confiterías, donde les arregla entrevistas con su padre. ¡Pero eso es lo de menos! Lo gracioso es que su padre, según les dice él, es un mártir y yo soy un canalla, un criminal, que ha deshecho vuestra felicidad...
—¡Nicolás Ilich!— gimió Alecha—, usted me había dado su palabra de honor...
—¡Déjame en paz! ¡Se trata de cosas más importantes que todas las palabras de honor! ¡Me indignan, me sacan de quicio tanta doblez, tanta mentira!
—Pero díme—preguntó Olga, con las lágrimas en los ojos, dirigiéndose a su hijo—: ¿te vas con papá? No comprendo...Alecha parecía no haber oído la pregunta, y miraba con horror a Beliayev.
—¡No es posible!—exclama su madre—. Voy a preguntarle a Pelagueya.
Y salió.
—¡Usted me había dado su palabra de honor...!— dijo el chiquillo, todo trémulo, clavando en Beliayev los ojos, llenos de horror y de reproches.
Pero Beliayev no le hizo caso y siguió paseándose por el salón, excitadísimo, sin más preocupación que la de su amor propio herido.
Alecha se llevó a su hermana a un rincón y le contó, con voz que hacía temblar la cólera, cómo le habían engañado. LLoraba a lágrima viva y fuertes estremecimientos sacudían todo su cuerpo. Era la primera vez en su vida, que chocaba con la mentira de un modo tan brutal.