Una pérdida nacional: Nicolás Achúcarro

​Una pérdida nacional: Nicolás Achúcarro​ (1918) de José Ortega y Gasset

Ha muerto Nicolás Achúcarro. Desde hace algunos años ejercía en Madrid la medicina de las enfermedades mentales, y desde hace muchos vivía ocupado intensamente en trabajos de investigación biológica.

Ayer, en El Liberal, hace el doctor Marañón una conmovida y certera semblanza del egregio espíritu, del hombre encantador que se nos ha ido por la muerte, como tantas veces le hemos visto irse por una de estas calles madrileñas, el amplio abrigo flotando al viento, unos folletos bajo el brazo, los lentes reverberantes de inteligencia y la sonrisa, siempre altiva, sobre el más noble rostro de hombre del Norte. El doctor Marañón no puede reprimir una dolorida sospecha: la de que se aleja sin que España vislumbre cuánto pierde con su irremediable ausencia. Pocas veces es tan justa, en efecto, la patriótica lamentación por la ignorancia en que nuestra raza vive de sus hombres mejores.

Yo no pretendo imponer a nadie mi modo de valorar personas y cosas, pero déjeseme, en esta hora inútil, decir que Nicolás Achúcarro me parecía uno de los diez o doce españoles de más alta calidad intelectual. Es cierto que su juventud, sus enfermedades, y más que todo esto, la discontinuidad del trabajo a que la defectuosa organización de nuestra sociedad obliga, le habían impedido tener ya realizado lo que iba ya teniendo presto. Pero la consumación de una obra, cuando sólo el tiempo la detuvo, sólo puede interesar desde un punto de vista utilitario y no para una mejor fundada estimación. Así y todo, su labor era, en parte, un hecho y había sido integrada en la ciencia universal. El «método de plata y tanino o método de Achúcarro», para la coloración microscópica, recorrió en poco tiempo, victoriosamente, los laboratorios del mundo.

Pero esto, que ya es mucho, hubiera sido no más que una tilde en la ingente mole de la obra proyectada por nuestro genial histólogo, en quien la fisonomía de Cajal parecía prolongarse hacia el futuro. Cuando la larga enfermedad que le ha vencido tuvo su comienzo, se hallaba vibrante de esfuerzo y entusiasmo porque sentía latir, ya muy cerca de su mano, un delicado secreto de la naturaleza: la base fisiológica de la vida emocional. Tras extensas y penosas investigaciones sobre la estructura y funcionalidad de la neuroglia, había visto la verosimilitud, la casi seguridad de que el poder secretivo de estos mínimos órganos fuera el asiento corporal de esa tan luminosa realidad que llamamos nuestra alegría, y de esa otra, más turbia y grave, que llamamos nuestra tristeza. Una anticipación de esta teoría aparece en las últimas páginas de su postrera publicación.

Tenía Achúcarro una mente aguda, clara, tenaz y sistemática; en suma, un talento científico de primer orden. Y además, desde su labor rigorosa; sabía asomarse a todos los haces de la vida, y entre burlón y arable, hacerles una sonrisa. Tenía Achúcarro un profundo desprecio manso por los políticos de su país, y otro desprecio igualmente profundo, pero menos manso, hacia los pseudo-sabios, los hombres de cartón piedra, a quienes veía que tomaba en serio su país. Por esto huyó cuanto pudo de toda ocupación oficial. Un día, por no sé qué azar, puso un ministro en sus manos la organización de un «Patronato de Anormales», que hubiera sido un importante instituto de ciencia, a la vez que de caridad. Pero a los pocos meses un par de maestros balbucientes y otro par de sabios oficiales le arrojaron de aquel lugar, para quien sólo Achúcarro era suficiente. Mientras no conquistemos los españoles una más fina sensibilidad para las distancias y los rangos que debe haber entre los hombres de distinta calidad, toda esperanza de perfección nacional será baldía.

En fin, que se nos fue la sonrisa de Achúcarro, y con ella un enorme capital de ciencia acumulada y una eminente potencia de pensar.

Una vez más, el hombre excepcional, con la cruz de su esfuerzo a cuestas, cruza desapercibido la plaza pública, mientras sus compatriotas prefieren y aplauden a cualquier Barrabás.


El Sol, 26 de abril de 1918.