Una noche extraordinaria
UNA NOCHE EXTRAORDINARIA
I
van Petrovitch Panijidin palideció, apagó el quinqué y dijo con voz temblorosa: —Esposa niebla envolvía la ciudad aquella noche. Era Nochebuena, y acababa de asistir á una sesión de espiritismo en casa de un amigo, hoy difunto. Las calles transversales por donde tenía que pasar carecían de alumbrado, y más de un vez tuve que andar á tientas.Vivia yo en casa de un empleado que se llamaba Trupof, en una de las barriadas más solitarias de Moscú. Mis pensamientos eran lúgubres.
«Tu vida se acerca á su término», me habían dicho aquella noche el espíritu de Spinoza. Rogué que le hiciesen repetir esas palabras, y el filósofo, no solamento las repitió, sino que añadió: «mañana por la noche».
Yo no creo en el espiritismo pero la idea de la muerte me sume en el desconsuelo.
La muerte es inevitable, si señor; todos hemos de pasar por ella; pero eso no quita para que sea contraria su idea á la naturaleza humana. El frío, las tinieblas, la humedad, los gemidos del viento y la soledad de las calles hicieron que un terror inexplicable é inmenso se apoderase de mi espíritu.
Y yo, que no tengo prejuicios, apresuraba el paso y cerraba los ojos, porque temía que se me aparcciese la muerte bajo la forma de un espectro.
Panijidin suspiró, bebió un sorbo de agua y prosiguió:
'Ese inexplicable terror, que comprenderéis perfectamente, no me abandonó al llegar al cuarto piso en que habitaba Trupof, ni siquiera al entrar en mi habitación. La oscuridad más profunda reinaba en ella. El viento descendía, plañidero, por el cañón de la estufa, y hacia chirriar la puertecilla de hierro como pidiendo calor.
—Si no ha mentido Spinoza —pensé—estos serán los lamentos que acogerán mañana mi fallecimiento. Sin embargo, es difícil que me muera tan pronto.
Encendi un fósforo. Una ráfaga de aire se abatió sobre el tejado, y el lastimero llanto del viento se convirtió en alaridos. Una ventana á medio cerrar golpeaba á impulsos del aire, y la puertecilla de mi estufa gemía dolorosamente.
—Mala noche hace—pensé—para los que no tienen casa donde guarecerse.
Pero aquella no era ocasión propicia para las meditaciones. Cuando encendí el fósforo y paseé la mirada por mi alcoba, se ofreció á mis ojos un espectáculo tan inesperado como horrible.
Mejor hubiera sido que se apagase la cerilla, porque ni hubiera visto nada, ni se hubieran erizado mis cabellos. Lancé un grito, cerré los ojos y poseido de desesperación y de terror, di un paso hacia la puerta.
En medio de mi alcoba había... un féretro. Lacerilla se consumió; pero me dejó ver sus contorno.3.
Era color de rosa y tenía galones dorados y una cruz también dorada sobre la tapa. Cosas hay que se quedan grabadas en la memoria, aunque solo se las haya visto un instante.
Esto mo sucedió á mí. No vi el féretro más que un instante, pero recuerdo todavía hasta sus más insignificantes detalles. Parecía estar destinado á.
una persona de mediana estatura; á una joven, puesto que era color de rosa. La rica tela, los esbeltos pies, los agarradores de bronce....., todo indicaba la riqueza de la difunta.
Salí corriendo de mi cuarto y, sin reflexionar, dominado por un terror indescriptible, bajé á escape la escalera. Reinaba allí oscuridad profunda, y estuve á punto de matarme. Al llegar á la calle, me apoyé en un farol y respiré; me latía el corazón de una manera horrible, y me faltaba la respiración...
Uno de los oyentes encendió el quinqué y se aproximó al orador.
—No me hubiera extraña—doprosiguió éste—encontrarme con que mi casa estaba ardiendo, ó con que en mi cuarto había un ladrón ó un perro rabioso. Tampoco me hubiera sorprendido que se desplomase el techo, se hundiese el pavimento ó se cayeran las paredes Todo esto es natural y comprensible. ¡Pero... un féretro! ¿De donde había venido? ¿Cómo podía hallarse en la habitación de un humilde funcionario público un féretro femenino, destinado, sin duda, á una joven de la alta sociedad? ¿Estaba vacio o lleno? Y si estaba ocupado, ¿quién era aquella joven, prematuramente arrebatada á los encantos de una vida espléndida, que se tenía á bien honrarme con tan espeluznante visita?
Si no es un misterio, se me ocurrió de pronto, será un crimen.
Fúsemo á cabilar. La puerta de mi alcoba decía yo—está cerrada durante mi ausencia, y el sitio en donde pongo la llave no lo conocen más que mis amigos íntimos. Estos no iban á enviarme un féretro. Lo habria traído allí por equivocación algún dependiente de funeraria? Esto era lo más verosímil. Es fácil equivocarse de piso y de puerta; pero ¿quién ígnora que los empresarios de pompas fúnebres no se van hasta que se los paga?
Los espíritus me han anunciado la muerte. ¿Során ellos, tal vez, los que han cuidado de que no me falte ol ataúd?
—Yo, señores, ni creo, ni creía en el espiritismo; pero aquel conjunto de circunstancias cra capaz de inspirar al más materialista ideas sobrenaturales.
—¡Qué tonto soy! exclamé—. Parezco un chico de la escuela. Será una ilusión óptica y nada más.
Llegué á casa de tan pésimo humor, que nada tiene de extraño que mis nervios me hiciesen ver un féretro allí donde nada había.
La lluvia me azotaba el rostro y el viento agitaba con violencia suma los faldones de mi pelliza.
Estaba helado y empapado. Era preciso tomar una decisión, irme á alguna parte; pero ¿adónde?
Volver á mi casa equivalía á pasar la noche ent.compañía del féretro, lo cual era superior á mis fuerzas.
Podía volverme loco estando solo, sin oir siquiera la voz de un semejante y teniendo al lado un ataúd que tal vez contenía un cadáver. Sin embargo, no podía quedarme en la calle aguantando la Iluvia y el frío.
Decidi ir á pasar la noche á casa de mi amigo Upokoief, quien, como ustedes saben, se pegó un tiro no hace mucho. Vivía entonces en casa del comerciante Cherepof, en la calle Mértva.
Panijidin onjugó el sudor frío que brotaba de su pálido rostro y, respirando fatigosamente, prosiguió:
— Mi amigo no estaba en casa. Después de haber llamado á la puerta de su cuarto y de haberme convencido de su ausencia, cogí á tientas la Ilave, abrí y entré. Me despojé de la pelliza, busqué el diván y me senté á descansar. Todo estaba obscuro. En la estufa gemía el viento y en el Kromlín tocaban las campanas á la misa del gallo. Encendí un fósforo, pero la luz, lejos de calmar mi zozobra, la aumentó. Lancé un grito, me levanté tambaleándome y cché á correr.
. 175 En la habitación de mi amigo acababa de ver, lo mismo que en la mía, un féretro. Era más grande y con adornos de cine, que lo hacían más lúgubre..
¿Qué ilusión óptica era aquella? En cada alcoba iba á haber un féretro? Aquello era un padecimiento nervioso, una alucinación. Los féretros se multiplicaban.
Los veia en todas partes. ¿Estaría yo loco? ¿Padecería yo de monomanía ferétrica cuyas causas eran la sesión espiritista y las imprudentes palabras de Spinoza?
¡Me he vuelto loco!—pensé, llevándome las manos á la cabeza. Se apoderó de mí un temblor espantoso; privado de la pelliza y de la gorra, el viento me helaba. Volver por ellas no lo pensé siquiera. ¿Qué hacer? Estaba entre la locura y la muerte por el frío. Felizmente recordé que mi buen amigo Pogostof vivía cerca de la calle Mertva.
Pogostof había estado conmigo en la sesión espiritistr. Allá me encaminé, porque es de saber que entonces no se había casado todavía con una heredera y que vivía en el quinto piso de la casa del Consejero de Estado Kladvichesky.
Pero, sin duda, estaba escrito que allí debían sufrir mis nervios nuevas torturas.
Al llegar al quinto piso of un ruido extraño, como si corriese alguien dando portazos y lanzando gritos.
—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Porterol—decían.
Y al mismo tiempo bajó á mi encuentro un hombre con gabán de pieles y con el sombrero abollado.
¡Pogostof!—exclamé pues era mi amigo.—¿Qué le sucede?
Pogostof se acercó á mí y me estrechó convulsivamente la mano. Estaba lívido, respiraba trabajosamente y temblava. Sus ojos miraban á un lado y á otro con extravio.
—¿Es usted Panijidin?—preguntó con apagada Yoz.—¡Qué pálido está usted! Perece usted un desenterrado.
—Usted si que tiene la cara descompuesta—le repliqué.
—Permítame que respire. Me alegro verle. ¡Maldito espiritismo! ¿Pues no me ha puesto tan nervioso que al volver á casa he visto... un ataúd?
—No dí crédito á mis oídos y le rogué que repitiese lo que acababa de decir.
—Sí; un ataúd: un ataúd de verdad—dijo Pogostof sentándose en un escalón.—No soy cobarde pero, crea usted que eso de encontrarse con un ataúd después de una sesión de espiritismo es capaz de asustar al mismísimo diablo.
Asombrado y balbuciente conté á mi amigo lo que había visto. Nos miramos con la boca abierta y para convencernos de que no estábamos soñando, nos pellizcamos uno á otro.
—Los dos estamos enfermos—dijo Pogostof, que era médico—; sin duda estamos despiertos, y es posible que los ataudes no sean ilusiones, sino cosas reales y verdaderas. ¿Qué hacemos, querido?
Si nos quedamos en la escalera haciendo suposiciones, nos exponemos á coger una pulmonía, más vale desechar el miedo y entrar en mi cuarto después de haber despertado á mi vecino.
Así lo hicimos. Al entrar en la habitación provistos de una luz, vimos un ataúd forrado de raso blanco con franjas de oro. El vecino se santiguo piadosamente.
—Ahora es preciso saber—dijo Pogostof temblando de pies á cabeza—si este féretro está vacío... ó habitado.
Después de un momento de vacilación, mi amigo se inclinó sobre el féretro, apretando los dientes, y levantó la tapa. Todos nos apresuramos á mirar.
El ataúd estaba vacío. Dentro no había más que una carta concebida en estos términos:
«Querido Pogostof: Ya tú sabeš que los asuntos de mi suegro van muy mal. Está de deudas hasta el cuello. Mañana ó pasado vienen á embargar sus bienes, lo cual arruinará á su familia, á la mía y pondrá su honor en entredicho; el honor que es antes que todo.
»En el consejo de familia celebrado anoche decidimos ocultar todo lo que tenga valor, y, consistiendo su fortuna en féretros (pues, como sabes, tiene el almacén de articulos fúnebres más acreditado), hemos resuelto esconder los mejores.
»Me dirijo á tí, como á un buen amigo, rogándote que me ayudes á salvar nuestra fortuna y nuestro honor. En la esperanza de que no has de negarte á ello, te envío, querido, un ataúd para que lo tengas en tu casa hasta que te avise.
»Espero que no te negarás, pues mandaré por él la semana que viene. A todos mis amigos íntimos les he mandado un féretro confiando en su grandeza de alma. Te quiere, Ivan Cheliustin.»
El yerno del fabricante de ataúdes salvó su honor y dinero; pero yo estuve tres meses malo á consecuencia de un desarreglo nervioso.
Cheliustin tiene una oficina de pompas fúnebres y un almacén de lápidas, coronas y otros artículos por el estilo y como sus asuntos no prosperan, todos los días, al volver á mi casa, temo encontrarme conque al lado de mi cama se alza un mausoleo ó un catafalco.