Una mujer indefensa

​La sala número seis​ (1920) de Antón Chéjov
traducción de Nicolás Tasín
Una mujer indefensa
 
UNA MUJER INDEFENSA


A pesar del acceso de gota que le atormentó toda la noche, y a pesar del estado extremadamente nervioso en que se encontraba Kistunov, el director del banco se fué a la oficina por la mañana y empezó a recibir a los clientes. Su actitud era lánguida, y hablaba con voz apagada, como un moribundo.

—¿En qué podemos servir a usted?— preguntó a una mujer que llevaba una capa pasada de moda y ridícula.

—Mire vuestra excelencia—empezó a explicar la mujer precipitadamente—. Mi marido Chukin, empleado público ha estado enfermo durante cinco meses, y se le ha hecho saber que su plaza está ya ocupada. Cuando he ido a cobrar su sueldo, me han descontado 27 rublos y 36 copecks, pretendiendo que debe esa suma a la caja de seguros mutuos. Yo no tengo que ver con eso, y reclamo que se me paguen los 27 rublos y 36 copecks. Soy una pobre mujer indefensa, desamparada, maltratada y ultrajada por todo el mundo, y por eso me dirijo a vuestra excelencia...

Manifestó el propósito de llorar y se puso a buscar el pañuelo. Kistunov tomó la petición escrita que ella le tendía, y comenzó a leerla.

—Perdone usted, señora—dijo, encogiéndose de hombros—. No comprendo nada. Sin duda, ha equivocado usted la dirección: la solicitud de usted no tiene relación alguna con nuestro banco. Diríjase usted al ministerio donde trabajaba su marido.

—Me he dirigido ya a cinco oficinas, y no se han dignado siquiera aceptar mi solicitud. No sabía qué hacer, y mi yerno, Boris Matveich, a quien Dios bendiga, me ha sugerido la idea de dirigirme a usted. «El señor Kistunov—me ha dicho—tiene gran influencia, es omnipotente; no tiene usted más que preguntar por él.» Y me dirijo a vuestra excelencia; sólo vuestra excelencia puede ayudarme.

—Pero, señora Chukin, no podemos hacer nada, se lo aseguro a usted. Según este papel, su marido de usted estaba empleado en el ministerio de la Guerra, y nuestro establecimiento es comercial y absolutamente privado. Es un banco, ¿comprende usted?

Y Kistunov se encogió de hombros y se volvió hacia otros clientes.

—Si su excelencia—dijo la señora Chukin con voz quejumbrosa—no quiere creer que mi marido estaba enfermo de verdad, puedo enseñarle el certificado del médico. ¡Aquí está!

—La creo a usted, señora, la creo—dijo irritado Kistunov—; pero, se lo repito, eso no es cosa nuestra. ¡Tiene gracia! ¿Acaso no sabe su marido de usted adónde hay que dirigirse para ese asunto?

—No sabe nada, excelencia. No hace más que reñirme y amenazarme. ¡A mí, que soy una pobre mujer indefensa!

Kistunov se volvió de nuevo hacia la señora Chukin, y, procurando permanecer tranquilo, comenzó a explicarle la diferencia entre el ministerio de la Guerra y un banco comercial privado. Ella le escuchó atentamente, asintiendo a cuanto decía, con inclinaciones de cabeza, y luego repuso:

—Si, lo comprendo... lo comprendo muy bien. Entonces vuestra excelencia dará orden de que se me paguen, por ahora, al menos, 15 rublos. El resto ya se me pagará.

—Dios mío!—suspiró desesperado Kistunov—. ¿Cómo voy a hacerle comprender a usted que no tenemos relación alguna con el ministerio de la Guerra? Es como si presentase usted una demanda de divorcio en la farmacia o en el negociado de pesos y medidas. Le digo a usted una vez más que ha equivocado la dirección.

—Yo pediré a Dios por su excelencia hasta mi muerte, si tiene piedad de una pobre mujer indefensa. Me faltan ya las fuerzas; no paro en todo el día, unas veces por culpa de mi marido, que es una calamidad, y otras forzada a presentarme al juez municipal, a causa de mis pleitos con los inquilinos. Estoy completamente agotada.

—Sí; pero, ¿qué vamos a hacerle nosotros?

—Excelencia, soy una pobre mujer indefensa.

Kistunov empezó a sentirse mal del corazón. Con expresión de sufrimiento, y conteniéndose, a duras penas, para no prorrumpir en votos, comenzó de nuevo a explicar la diferencia entre el banco y el ministerio de la Guerra; pero su voz no tardó en debilitarse, y exclamó con un gesto desesperado:

—No, no puedo más. Tengo vértigos. Está usted perdiendo el tiempo en vano y haciéndonoslo perder a nosotros.

Después, dirigiéndose a un empleado, dijo:

—Alexey Nicolayevich: ¿quiere usted explicarle a la señora Chukin que no debe dirigirse a nosotros?

Después de recibir a todos los clientes, Kistunov entró en su gabinete y firmó gran cantidad de cartas; pero el empleado seguía hablando con la señora Chukin. Desde su gabinete, Kistunov oía su voz, fuerte y llena, y la penetrante y quejumbrosa de aquella mujer.

—Soy una pobre mujer indefensa—decía la señora Chukin—. No soy ya mujer para nada, y sólo por milagro puedo andar aún. Hasta he perdido el apetito... Esta mañana apenas he podido tomar una taza de café...

Alexey Nicolayevich le respondía, con una calma conseguida visiblemente a costa de grandes esfuerzos, explicándole la diferencia entre un banco y el ministerio de la Guerra. Renunció, al cabo, a su misión, y fué reemplazado por el jefe de contabilidad.

—¡Qué mujer! ¡Qué mujer!—lamentábase Kistunov, bebiendo a cada instante agua para calmarse un poco—. ¡Esto es anormal, inaudito! Nos va a poner a todos malos.

Media hora después sonó el timbre. Alexey Nicolayevich entró en el gabinete.

—¿Qué?... ¿Sigue aún ahí?— preguntó con voz desfallecida.

—Si, Pedro Alexandrich. No hay manera de que se haga cargo de nada. No podemos más.

—Escuche usted... No puedo oír su voz, ¿comprende usted? Me pongo malo.

—No se puede hacer más que avisar al conserje... La echará a la calle.

—¡No, no!— protestó Kistunov—. Empezaría a gritar, a armar escándalo... Prefiero que la hagan ustedes entrar en razón.

—Bueno.

Alexey Nicolayevich salió, y momentos después se oían de nuevo su voz, fuerte y llena, y la quejumbrosa de la señora Chukin.

Un cuarto de hora más tarde fué nuevamente reemplazado por el jefe de contabilidad.

—¡Qué mujer! ¡Qué mujer!—gemía Kistunov estrujándose nerviosamente los dedos—. ¡Una verdadera idiota! Tengo jaqueca.

En el salón vecino Alexey Nicolayevich, perdidas por completo fuerzas y paciencia, exclamó, colérico, dirigiéndose a la señora Chukin:

—¡Esto es insoportable! ¿Se puede concebir mayor estupidez?—y dio un puñetazo en la mesa.

La señora Chukin se ofendió.

—No sea usted grosero. Esas cosas puedes decírselas a tu mujer, pero a mí, no.

Alexey Nicolayevich, dirigiéndole una mirada llena de cólera y de odio, dijo, con voz ronca:

—¡Márchese de aquí!

—¿Cómo?—exclamó ella—. ¿Se atreve usted a echarme? ¡Ah, no, eso no! Soy una pobre mujer indefensa, y no puedo permitir que me insulten. Mi marido es empleado público, y tú... ¡Qué indecente! Iré a quejarme a mi procurador, Dmitry Karlich, y te dará una buena lección de cortesía. Me ha ganado ya tres pleitos contra los inquilinos, y hará, quizá, que te deporten a la Siberia. Me la vas a pagar... ¿Dónde está el general? ¡Excelencia! ¡Excelencia!

—¡Largo de aquí—dijo Alexey Nicolayevlch, ahogándose de ira.

En aquel instante, Kistunov entreabrió la puerta de su gabinete y dirigió una mirada al salón.

—¿Qué sucede?—preguntó con tono doliente.

La señora Chukin, roja como un cangrejo, se hallaba en medio de la estancia, hacienda gestos amenazadores, mientras los empleados, igualmente rojos de cólera y en actitud de mártires, se mantenían a cierta distancia.

—¡Excelencia!—gritó, lanzándose hacia Kistunov—, ese (y señalaba con el dedo a Alexey Nicolayevich) me ha insultado. En vez de arreglar mi asunto, como se le había ordenado, ha hecho mofa de mí. Soy una pobre mujer indefensa. ¡Mi marido es empleado público, mi padre era capitán, y no puedo consentir que me insulten!

—¡Bueno, señora!—gimió Kistunov—. Luego veré... Ahora no me es posible... ¡Déjenos usted, márchese!

—Pero necesito dinero hoy mismo. No puedo esperar.

Kistunov se pasó por la frente la mano temblorosa, lanzó un suspiro, y dijo con voz moribunda:

—Señora, se lo he explicado a usted. Esto es un banco, una empresa comercial privada, y, por lo tanto, no podemos serle a usted útiles. Sólo consigue usted impedirnos trabajar.

La señora Chukin le escuchó y dijo:

—Si, lo comprendo; pero he estado ya en todas partes. Sólo usted puede arreglar mi asunto. Si el certificado del médico no basta, puedo enseñarle a usted el certificado de la policía...

Una nube de sangre oscureció la vista de Kistunov, que se dejó caer, medio muerto, en una silla.

—¡Cuánto ha de cobrar usted?

—Veinticuatro rublos con 36 copecks.

Kistunov sacó su cartera, extrajo de ella un billete de 25 rublos y se lo dio a la señora Chukin.

—¡Tome usted, y... márchese!

Ella tomó el dinero, lo envolvió en una punta de su pañuelo, y sonriendo con dulzura, casi con coquetería, preguntó:

—Excelencia, ¿no será posible que vuelva mi marido al servicio?

—¡Por todos los santos, déjeme usted!... ¡No puedo más, estoy enfermo!

Cuando, por fin, se fué, Alexey Nicolayevich hizo llevar bromuro para todos los empleados. La señora Chukin estuvo aún una hora en el portal, dándole jaqueca al portero.