Una moza de rompe y raja

Tradiciones peruanas
Cuarta serie (1894) de Ricardo Palma
Una moza de rompe y raja


I - El primer papel moneda editar

Sin las noticias histórico-económicas que voy a consignar, y que vienen de perilla en estos tiempos de bancario desbarajuste, acaso sería fatigoso para mis lectores entender la tradición.

A principios de 1822, la causa de la independencia corría grave peligro de quedar como la gallina que formó alharaca para poner un huevo, y ese huero. Las recientes atrocidades de Carratalá en Cangallo y de Maroto en Potosí, si bien es cierto que retemplaron a los patriotas de buena ley, trajeron algún pánico a los espíritus débiles y asustadizos. San Martín mismo, desconfiando de su genio y fortuna, habíase dirigido a Guayaquil en busca de Bolívar y de auxilio colombiano, dejando en Lima, al cargo del gobierno, al gran mariscal marqués de Torretagle.

Hablábase de una formidable conspiración para entregar la capital al enemigo; y el nuevo gobierno, a quien los dedos se le antojaban huéspedes, no sólo adoptó medidas ridículas, como la prohibición de que usasen capa los que no habían jurado la independencia, sino que recorrió a expedientes extremos y terroríficos. Entre éstos enumeraremos la orden mandando salir del país a los españoles solteros y el famoso decreto que redactó don Juan Félix Berindoaga, conde de San Donás, barón de Urpín y oficial mayor de un ministerio. Disponía este decreto que los traidores fueron fusilados y sus cadáveres colgados en la horca. ¡Misterios del destino! El único en quien cuatro años más tarde debió tener tal castigo cumplida ejecución fue el desdichado Berindoaga, autor del decreto.

Estando Pasco y Potosí en poder de los realistas, la casa de Moneda no tenía barras de plata que sellar, y entre los grandes políticos y financistas de la época surgió la idea salvadora de emitir papel moneda para atender a los gastos de la guerra. Cada uno estornuda como Dios lo ayuda.

El pueblo, a quien se le hacía muy cuesta arriba concebir que un retazo de papel puede reemplazar al metal acuñado, puso el grito en el séptimo cielo; y para acallarlo preciso que don Bernardo de Torretagle fue escupiese por el colmillo, mandando promulgar el 1.º de febrero un bando de espantamoscas, en el cual se determinaban las penas en que incurrían los que en adelante no recibiesen de buen grado los billetes de a dos y cuatro reales, únicos que al principio se pusieron en circulación.

La medida predijo sus efectos. El pueblo refunfuñaba, y poniendo cara de vinagre agachó la cabeza y pasó por el aro; mientras que los hombres de palacio, satisfechos de su coraje para imponer la ley a la chusma, se pusieron, como dice la copla del coup de nez,


«en la nariz el pulgar
y los demás en hilera,
y... perdonen la manera
de señalar».


Sin embargo, temió el gobierno que la mucha tirantez hiciera reventar la soga, y dio al pueblo una dedada de miel con el nombramiento de García del Río, quien marcharía a Londres para celebrar un empréstito, destinado a la amortización del papel y a sacar almas del purgatorio. El comercio, por su parte, no se echó a dormir el sueño de los justos, y entabló gestiones; y al cabo de seis meses de estudiarse el asunto, se expidió el 13 de agosto un decreto para que el papel (que andaba tan depreciado como los billetes de hoy) fuese recibido en la Aduana del Callao y el Estanco de tabacos. ¡Bonito agosto hicieron los comerciantes de buen olfato! Eso sí que fue andar al trote para ganarse el capote.

Cierto es que San Martín no intervino directamente en la emisión del papel moneda; pero al cándido pueblo, que la da siempre de malicioso y de no tragar anchoveta por sardina, se le puso en el magín que el Protector había sacado la brasa por mano ajena, y que él era el verdadero responsable de la no muy limpia operación. Por eso cuando el 20 de agosto, de regreso de su paseo a Guayaquil, volvió San Martín a encargarse del mando, apenas si hubo señales de alborozo público. Por eso también el pueblo de Lima se había reunido poco antes en la plaza Mayor, pidiendo la cabeza de Monteagudo, quien libró de la borrasca saliendo camino del destierro. Obra de este ministro fue el decreto de 14 de diciembre de 1821 que creaba el Banco nacional de emisión.

Fue bajo el gobierno del gran mariscal Rivagüero cuando en marzo de 1823, a la vez que llegaba la noticia de quedar en Londres oleado y sacramentado el empréstito, resolvió el Congreso que se sellara (por primera vez en el Perú) medio millón de pesos en moneda de cobre para amortizar el papel, del que después de destruir las matrices, se quemaron diariamente en la puerta de la Tesorería billetes por la suma de quinientos pesos hasta quedar extinguida la emisión.

Así se puso término entonces a la crisis, y el papel con garantía o sin garantía del Estado, que para el caso da lo mismo, no volvió a aparecer hasta que... Dios fue servido enviarnos plétora de billetes de Banco y eclipse total de monedas. Entre los patriotas y los patrioteros hemos dejado a la patria en los huesos y como para el carro de la basura.

Pero ya es hora de referir la tradición, no sea que la pluma se deslice y entre en retozos y comparaciones políticas, de suyo peligrosas en los tiempos que vivimos.


II - La lunareja editar

Más desvergonzada que la Peta Winder de nuestros días fue en 1822 una hembra, de las de navaja en la liga y pata de gallo en la cintura, conocida en el pueblo de Lima con el apodo de la Lunareja, y en la cual se realizaba al pie de la letra lo que dice el refrán:


«Mujer lunareja,
mala hasta vieja».


Tenía la tal un tenducho o covachuela de zapatos en la calle de Judíos, bajo las gradas de la catedral. Eran las covachuelas unos chiribitiles subterráneos que desaparecieron hace pocos años, no sin resistencia de los canónigos, que percibían el arrendamiento de esas húmedas y feísimas madrigueras.

Siempre que algún parroquiano llegaba al cuchitril de Gertrudis la Lunareja en demanda de un par de zapatos de orejita, era cosa de taparse los oídos con algodones para no escucharla echar por la boca de espuerta que Dios la dio sapos, culebras y demás sucias alimañas. A pesar del riguroso bando conminatorio, la zapatera se negaba resueltamente a recibir papelitos, aderezando su negativa con una salsa parecida a ésta:

-Miren, miren al ladronazo de ño San Martín que, no contento con desnudar a la Virgen del Rosario, quiere llevarse la plata y dejarnos cartoncitos imprentados... ¡La perra que lo parió al muy pu... chuelero!

Y la maldita, que era goda hasta la medula de los huesos, concluía su retahíla de insultos contra el Protector cantando a grito herido una copla del miz-miz, bailecito en boga, en la cual se le zurraba la badana al supremo delegado marqués de Torretagle


«Peste de pericotes
hay en tu cuarto;
deja la puerta abierta,
yo seré el gato.


¡Muera la patria!
¡Muera el marqués!
¡Que viva España!
¡Que viva el rey!».


¡Canario! El cantarcito no podía ser más subversivo en aquellos días, en que la palabra rey quedó tan proscrita del lenguaje, que se desbautizó al peje-rey para llamarlo peje-patria, y al pavo real se le confirmó con el nombre de pavo nacional.

Los descontentos que a la sazón pululaban, aplaudían las insolencias y obscenidades de la Lunareja, que propiedad de pequeños y cobardes es festejar la inmundicia que los maldicientes escupen sobre las espaldas de los que están en el poder. Así envalentonada la zapatera, acrecía de hora en hora en atrevimiento, haciendo huesillo a los agentes de policía, que de vez en cuando la amonestaban para que no escandalizase al patriota y honesto vecindario.

Impuesta de todo la autoridad, vaciló mucho el desgraciado Torretagle para poner coto al escándalo. Repugnaba a su caballerosidad el tener que aplicar las penas del bando en una mujer.

El alcalde del barrio recibió al fin orden de acercarse a la Lunareja y reprenderla; pero ésta que, como hemos dicho, tenía lengua de barbero, afilada y cortadora, acogió al representante de la autoridad con un aluvión de dicterios tales, que al buen alcalde se lo subió la mostaza a las narices, y llamando cuatro soldados hizo conducir, amarrada y casi arrastrando a la procaz zapatera a un calabozo de la cárcel de la Pescadería. Lo menos que le dijo a su merced fue:


«Usía y mi marido
van a Linares
a comprar cuatro bueyes:
vendrán tres pares».


Vivos hay todavía y comiendo pan de la patria (que así llamaban en 1822 al que hoy llamamos pan de hogaza) muchos que presenciaron los verídicos sucesos que relatados dejo, y al testimonio de ellos apelo para que me desmientan, si en un ápice me aparto de la realidad histórica.

Al siguiente día (22 de febrero) levantose por la mañana en la plaza Mayor de Lima un tabladillo con un poste en el centro. A las dos de la tarde, y entre escolta de soldados, sacaron de la Pescadería a la Lunareja.

Un sayón o ministril la ató al poste y la cortó el pelo al rape. Durante esta operación lloraba y se retorcía la infeliz, gritando:

-¡Perdone mi amo Torretagle, que no lo haré más!

A lo que los mataperritos que rodeaban el tabladillo, azuzando al sayón que manejaba tijera y navaja, contestaban en coro:


«Dele, maestro, dele,
hasta que cante el miserere».


Y la Lunareja, pensando que los muchachos aludían al estribillo del miz-miz, se puso a cantar, y como quien satisface cantando la palinodia:


«¡Viva la patria
de los peruanos!
¡Mueran los godos
que son tiranos!


Pero la granujada era implacable, y comenzó a gritar con especial sonsonete:


«¡Boca dura y pies de lana!
Déle, maestro, hasta mañana».


Terminada la rapadura, el sayón le puso a Gertrudis una canilla de muerto por mordaza, y hasta las cuatro de la tarde permaneció la pobre mujer expuesta a la vergüenza pública.

Desde ese momento nadie se resistió a recibir el papel moneda.

Parece que mis paisanos aprovecharon de la lección en cabeza ajena, y que no murmuraron más de las cosas gubernamentales.


III - El fin de una moza tigre editar

Cuando nosotros los insurgentes perdimos las fortalezas del Callao, por la traición de Moyano y Oliva, la Lunareja emigró al Real Felipe, donde Rodil la asignó sueldo de tres pesetas diarias y ración de oficial.

El 3 de noviembre de 1824 fue día nefasto para Lima por culpa del pantorrilludo Urdaneta, que proporcionó a los españoles gloria barata. El brigadier don Mateo Ramírez, de feroz memoria, sembró cadáveres de mujeres y niños y hombres inermes en el trayecto que conduce de la portada del Callao a las plazuelas de la Merced y San Marcelo. Las viejas de Lima se estremecen aún de horror cuando hablan de tan sangrienta hecatombe.

Gertrudis la Lunareja fue una de aquellas furiosas y desalmadas bacantes que vinieron ese día con la caballería realista que mandaba el marqués de Valle-Umbroso don Pedro Zavala, y que, como refiere un escritor contemporáneo, cometieron indecibles obscenidades con los muertos, bailando en torno de ellos la mariposa y el agua de nieve.

El 22 de enero de 1826, fecha en que Rodil firmó la capitulación del Callao, murió la Lunareja, probablemente atacada de escorbuto, como la mayoría de los que se encerraron en aquella plaza. Mas por entonces se dijo que la zapatera había apurado un veneno y preferido la muerte a ver ondear en los castillos el pabellón de la República.

La Lunareja exhaló el último aliento gritando: «¡Viva el rey!».