Una mata de helecho: 13

Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.



XII.

Cuatro años después de los sucesos que acabamos de referir, fiero rumor de armas y aprestos de guerra cundía por toda España. La indómita nobleza de Galicia, castigada por los Reyes Católicos en la persona del ilustre Mariscal Pero Pardo de Cela, ajusticiado en compañía de su inocente hijo en la plaza de Mondoñedo, se apercibía á la guerra contra el Moro. Málaga era la presa que acechaban los Cristianos.

Desde la punta de Vares, hasta las riberas del Miño; desde las deleitosas rias de la costa occidental, hasta los montes del Courel, hombres de armas, vestidos de hierro de piés á cabeza, y villanos de hacha y capellina, acudian, aquellos sueltos ó formados en marciales hileras, y éstos en confuso montón ó en ordenados escuadrones, segun habian llegado ó no á formar ya parte de la mesnada del señor. Cruzaban los ribereños del Eo, este rio y el Návia, para pasar por Asturias.

Por las fronteras de León y el Bierzo bajaban ríos de hombres como en primavera manan de la nieve arroyos desde la sierra Segundera al monte de Cuadramon. Los hijos de tierra de Coruña, Santiago y Pontevedra acudian á unirse en lo interior con los de Lugo, Monforte, Rivadavia y Orense, y divididos en tres grandes porciones, entraban unos en Leon por los ramos de Sierra Segundera, Porto y Peña Trevinca, y otros seguían la cuenca del Sil por Valdeorras, miéntras un alud humano caía de los montes del Cebrero y Piedrafita al hermosísimo valle del Bierzo.

Por esta parte, sabemos ya, estaba la casa de Juan de Silvela, en la feligresía de San Juan de Noceda. En una altura yacía la torre solariega donde Juan moraba, ya solo, pues su madre había muerto. A la puerta de la cerca que rodeaba á la torre, esperaban seis villanos, con capellina de cuero y poderosa hacha de hierro, batido orillas del Valcarce. Eran los vasallos de que el señor podía disponer para la guerra. En las seis casas que Juan de Silvela poseía, y llevaban su nombre; como todavía sucede, á semejanza de otros lugares de los alrededores; no quedaban más varones sino niños y ancianos que, á la par de las mujeres, despedían con lágrimas y abrazos á sus padres, hijos y esposos. Uno de éstos tenía del diestro un caballo de guerra, armado el cuello, la cabeza y el cuarto trasero, pero no encubertado todo él, pues para la guerra de los Moros convenia tuviese más soltura en sus movimientos. Otro villano habia hecho de paje, armando á Juan de Silvela, el cual dijo, en seguida, queria permanecer á solas un momento antes de partir; y el improvisado paje habia salido afuera con los demás.

Los villanos oyeron, en esto, voces comprimidas, que parecian gemidos, y cobraron tal susto, que ya iban á entrar en la torre, temiendo no se hubiese puesto enfermo el señor, cuando vieron á éste salir armado de punta en blanco y con la celada caida, de suerte que no se le podia ver el rostro. A pesar de que Juan de Silvela iba, digámoslo, encerrado en su armadura, era fácil advertir que, en cuatro años, habia adquirido su cuerpo gran robustez. Su andar lento, como el de todo hombre armado á pié, llegó á serlo tanto, que de nuevo temieron los vasallos no estuviese enfermo. Al cabo, puso el pié en el estribo, y montó.

Tristísimo alarido hendió el aire, y mujeres, ancianos y niños rodearon largo rato á su señor, besándole la loriga y las manos, aunque iban cubiertas de acerados guanteletes. Al Señor Santiago, á la Magdalena, á la Vírgen Santísima, eran encomendados Juan de Silvela y sus vasallos por aquellos infelices, á quien la falta de fuerzas ó el sexo estorbaban el ir á matar Moros... ¡ó á morir, por ventura!

— ¡Dios os guarde, hijos mios! —exclamó Juan de Silvela, bendiciéndoles.