Una mañana de viento...
Una mañana de viento mis padres me llevaron a una farmacia. Yo tenía once años. El farmacéutico era amigo de la casa y mis padres le dijeron que yo estaba débil. Él me hizo sacar la lengua y después conversó mucho con ellos. Cuando nadie me vio fui a sacar la lengua entre dos espejos colocados uno frente al otro. Yo me repetía muchas veces con muchas lenguas; y los últimos yos del fondo subían hacia el techo –los espejos estaban inclinados hacia adelante como si se hicieran una cortesía– y al final se me veían nada más que los pies.
A la mañana siguiente había sol, mi padre ensilló la volanta muy temprano y salimos para el campo. Al rato me aburrí y después me quedé dormido. Al mediodía llegamos a un pueblito donde había un galpón de zinc que tenía pintado, con letras grandes, mi nombre y mi apellido; y debajo decía: “Minutas a toda hora”. Mi padre se reía y me dijo que yo y el dueño de aquel galpón éramos los únicos, en la república, que teníamos el mismo nombre y apellido. Dentro del galpón había mesas redondas, como en las playas y un señor en mangas de camisa le hizo señas al mozo para que nos sirviera. Mi padre encargó bifes con papas y huevos fritos. El mozo se lo dijo a una señora que estaba detrás del mostrador y en seguida ella metió la cabeza en un agujero y le dijo lo mismo a otra persona que estaba del otro lado del tabique. Éramos los únicos, en el galpón. Al rato se acercó el señor en mangas de camisa y mi padre le preguntó si era el dueño; entonces le dijo que yo me llamaba como él y los dos se rieron. Pero yo tenía angustia. El dueño conversaba moviendo unos bigotes negros muy retorcidos. El jopo también estaba retorcido y parecía otro bigote. Se escarbaba los dientes con una pajita de escoba y la uña del dedo meñique era muy larga. Yo había perdido la seguridad de mí mismo; yo podría ser aquel hombre o quién sabe quién. Cuando le escribiera a mi abuela, en vez de ponerle mi nombre, le mandaría un retrato; y cuando pensara en mí me miraría en un espejo. Entonces recordé todos los “yo” que había visto en los espejos del día anterior y los volví a ver con la lengua afuera.
Apenas comimos yo me subí a la volanta y no me di cuenta cuándo fue que vino mi padre y empezamos a andar de nuevo. Yo tenía mal humor. Pensaba que un día podía presentarse en casa –mientras yo estaba de vacaciones– otro que fuera igual a mí. Aunque él tuviera distinto nombre, podía callarse la boca y estar allí como si fuera yo. Ahora podría prevenir a mi padre; pero si le hablaba de eso con seguridad que se reiría. Bastante se habían divertido –hacía ya mucho tiempo– una vez que les había preguntado a él y a mamá, si cuando yo fuera grande ellos me conocerían. Ahora sentía modorra y miraba las ondulaciones verdes del campo. Aunque eran olas fijas muy grandes, algunos instantes yo había creído ver –mientras cerraba y abría los ojos con el movimiento de la volanta– que las olas se movían. Después vi nadar, a lo lejos, una iglesia y un montón de casas sucias y mi padre me dijo que aquél era el pueblo donde yo me quedaría hasta que él volviera a buscarme. Entonces yo le pregunté: “¿De qué color es la casa?”. Y él me contestó: “Creo que rosada”. Cuando llegamos me encontré con que la casa era distinta a como yo me la imaginaba. Estaba en una esquina y nosotros bajamos en la calle del costado. Entramos a un escritorio. Nos abrió una mamá joven con toda la cabeza blanca; y en seguida empezaron a llegar un montón de chiquilines. Después vinieron dos muchachos grandes y se los llevaron. La mujer de cabeza blanca me miró de costado y me dijo: “Me parece que tienes hambre”, pero no se rió ninguna vez. Pasamos a un comedor con una mesa larguísima y allí me sirvieron café con leche, pan casero y un pedazo de dulce de membrillo como una lengua cuadrada. Mi padre y la señora hablaban de todo. La señora me había dado el café con leche porque yo era hijo de mi padre: pero no pensaría en mi nombre. Bastante antipático le parecería si conocía al otro, el de los bigotes. De pronto vi aparecer en la puerta que quedaba frente a la otra punta de la mesa a una chiquilla gorda que venía caminando para atrás con una espiga en la mano; y en seguida llegó una gran vaca negra sin cuernos; apenas puso las dos patas de adelante entre el comedor, la señora se levantó y a mí se me cayó el café con leche; la señora y mi padre sacaron la vaca y mi café con leche empezó a correr por el piso como una víbora y se fue a meter debajo del zócalo. A la chiquilina gorda la hincaron al costado de una cama que se veía en otro cuarto y a mí me dieron otro café con leche y más dulce; me lo trajo una muchacha grande que se reía y era linda. Al rato vino el dueño de casa y mi padre le dijo: “¿Cómo le va alcalde?”. Entonces la chiquilina gorda empezó a llorar a gritos. Yo le pregunté a la muchacha linda:
–¿Por qué llora?
Y ella haciéndome señas de palmadas con la mano, me contestó:
–Porque si el padre la encuentra hincada...
Después entró un chiquilín que había estado desensillando el charret del padre; parecía menor que yo y me dio vergüenza cuando se acercó a mí y me dijo despacito:
–¿Sabés pelear?
Yo no dije nada. Nos mandaron a jugar a un jardín que había dentro de la casa y apenas llegamos él se puso en posición de box con los puños cerrados. Entonces yo le dije:
–Si me pegás te doy una patada.
Él se acercó; yo le tiré un puntapié; él se retiró para atrás, cayó sentado cerca de una ensaladera llena de agua; cuando se fue a levantar se apoyó en el borde y se echó el agua encima. Empezó a llorar y a llamar al padre. Vinieron todos y el chiquilín les dijo que yo lo había empujado. Entonces yo empecé a explicar:
–Señor alcalde...
Y como tardé en hablar los mayores se empezaron a reír –menos la señora– y todos se volvieron para adentro. Entonces el chiquilín me dijo:
–¿Sabés tirar el trompo?
Estaba oscuro, fuimos al comedor y empezamos a llenar de puazos las tablas del piso. Entonces vino el alcalde y con su mano grande, que tenía un anillo, le dio palmadas fuertes al hijo. Eran muchas, y al compás de las palmadas le decía:
–Ya - te - he - di - cho, que no quie - ro que jue - gues al trom - po en el co - me - dor.
Yo sentí la voz de mi padre en el escritorio y me fui corriendo para allí.