Una frase salvadora

Tradiciones peruanas: Cuarta serie (1894)
de Ricardo Palma
Una frase salvadora


Víctor Hugo ha escrito: «El hombre que ha ganado la batalla de Waterloo no es Napoleón en derrota; ni Wellington replegándose a las cuatro y desesperado a las cinco, ni Blucher que no se batió: el hombre que ha ganado la batalla de Waterloo es Cambronne».

Comentando estas frases del autor de Los Miserables, dice un ilustrado argentino: «De la batalla de Ayacucho puede decirse lo mismo. No fueron Canterac ni los españoles que quedaron tendidos en el campo de batalla quienes la perdieron. Fue un dicho quien la ganó. ¿Quién lo dijo? Un hombre cuya edad era apenas la de la revolución: un general de veinticinco años: Córdova, que en lo más crítico de la acción bajose del caballo y levantó su sombrero elástico en la punta de su espada, exclamando: ¡Adelante, con paso de vencedores!».

Estos bellísimos conceptos del escritor bonaerense han traído a mi memoria un ya casi olvidado recuerdo de algo que cuando yo contaba quince años oí referir a un viejo veterano de la independencia. Ese algo es también un dicho, una exclamación de un humilde soldado, tres palabras, que proferidas en un momento supremo salvaron después de los descalabros de Torata y Moquegua los restos del ejército peruano.

Demos forma al recuerdo, y salvemos del olvido histórico el nombre de ese valiente. Para el capitán repica la gloria con campanas de metal, y si alguna vez repica para el pobre soldado es... con campanas de palo.

El 19 de enero de 1823 el general Valdez, excelente táctico y arrojado militar, había conseguido atraer por medio de hábiles maniobras al ejército patriota hacia las alturas de Torata. Después de nueve horas de obstinado combate, en que los independientes perdieron más de setecientos hombres, hubo que emprender retirada sobre Moquegua. Allí acampó el general Alvarado para reorganizar sus tropas; mas habiendo recibido Valdez el refuerzo de la división de Canterac, cayó en la mañana del 21 sobre Moquegua. La escasez de municiones, las rencillas entre los jefes, la influencia que en la moral del soldado debió tener el contraste del 19, y más que todo las desacertadas disposiciones del general, dieron por resultado una nueva derrota para los republicanos.

Reducidos los patriotas a mil quinientos hombres, poco más o menos, emprendieron una desastrosa retirada sobre la costa, perseguidos tenazmente por el engreído vencedor. Allí fue cuando La Rosa y Taramona, esos amigos inseparables en el salón y en el campo de batalla, como dice Lorente, imitando el heroísmo del alférez Pringless y sus cuatro granaderos en la acción de Pescadores, prefirieron lanzarse al mar antes que rendirse prisioneros a las tropas de Olañeta.

Los mil quinientos dispersos de Alvarado, siempre perseguidos de cerca por el formidable ejército realista, desesperaban ya de llegar al puerto de Ilo, donde reembarcándose en los transportes, salvarían de ser victimados. Doscientos veinte granaderos de a caballo, mandados por el comandante don Juan Lavalle, ese león desencadenado, como lo llama uno de sus biógrafos, cuyas hazañas son dignas de la epopeya, se encargaron de proteger una retirada que casi tenía el aspecto de un sálvese el que pueda.

El enérgico Lavalle, siempre que veía a los infantes próximos a ser envueltos por el enemigo, se lanzaba con sus granaderos, sable en mano, sobre las columnas realistas, dando así lugar a los patriotas para adelantar camino. Y de estas cargas dio cuatro, saliendo de cada una de ellas con veinte o treinta hombres menos; pero aunque siempre rechazado, el objeto del bravo comandante estaba conseguido. Los mil quinientos infantes se alejaban siquiera una milla de sus perseguidores.

Después de la cuarta arremetida, Lavalle contó su gente. ¡Ciento quince hombres! Los demás habían sucumbido heroicamente.

Y entretanto los realistas, redoblando sus esfuerzos, lograron colocarse a pocas cuadras de la infantería patriota, que falta de pólvora y de organización, habría tenido que rendirse. No era posible intentar siquiera un simulacro de resistencia para alcanzar una capitulación.

Todo estaba perdido.

Lavalle mismo vacilaba para una nueva acometida. Era llevar a seguro sacrificio a los pocos valientes que lo acompañaban, sin probabilidad de que ese sacrificio salvase a los vencidos en Torata y Moquegua.

Fue entonces, en ese momento de suprema angustia, cuando un granadero, llamado Serafín Melvares, exclamó:

-¡Un Necochea aquí!

Lavalle alcanzó a oír la exclamación de aquel bravo, cuyo nombre felizmente ha salvado la tradición haciéndolo llegar hasta nosotros; acaso la consideró como un reproche que ponía en duda su jamás desmentido arrojo, y contestó exaltado:

-Lo mismo sabe morir un Lavalle que un Necochea. ¡A la carga, granaderos!

Y fue tan audaz e impetuosa la embestida, que a no ser tan numeroso el ejército realista, los triunfos de Torata y Moquegua se habrían convertido en derrota.

Entre Lavalle y Necochea existió siempre la emulación del valor, caballeresca rivalidad en la que, disputándose la primacía aquellos dos bizarros adalides, era la causa de la independencia quien obtenía la victoria.

Después de esta quinta carga, el ejército español cesó en la persecución de los patriotas.

Cuando Lavalle pudo contar su tropa, sólo ochenta y tres de sus granaderos lo acompañaban. En aquella carga desesperada y memorable habían perecido treinta y dos.

El soldado Serafín Melvares era uno de los muertos. ¡Gloria a su nombre! Una exclamación suya, una frase incorrecta, tres palabras que no expresaban con claridad un pensamiento, bastaron para salvar los restos de un ejército que en 1824 debía afianzar en el campo de Ayacucho la libertad de un continente.