Una excursión: Capítulo 65


El sueño no tiene amo. El toldo de Ramón nada dejaba que desear. Una fragua primitiva. Diálogo entre la civilización y la barbarie. Tengo que humillarme. Se presenta Ramón. Doña Fermina Zárate. Una lección de filosofía práctica. Petrona Jofré y los cordones de nuestro padre San Francisco. Veinte yeguas, sesenta pesos, un poncho y cinco chiripáes por una mujer. Rasgo generoso de Crisóstomo. El hombre ni es un ángel ni una bestia.


Un proverbio negro dice: El sueño no tiene amo.

Todos dormimos perfectamente bien.

El cansancio nos hizo hallar deliciosa la morada del cacique Ramón. Cuando yo me desperté eran las ocho de la mañana: mis compañeros roncaban aún con una expansión pulmonar envidiable.

Llamé un asistente, pedí mate y me quedé un rato más en cama gozando del placer de no hacer nada, placer tan combatido y censurado cuanto generalmente codiciado.

Según un amigo, pensador no vulgar y egregio poeta, no hacer nada es descansar. Así él sostiene que el día es hecho para eso y la noche para dormir.

¡Lástima que un mortal de gustos tan patriarcales, que sería dichoso con muy poca cosa, se vea condenado como tanto hijo de vecino, a la dura ley del trabajo, cuando innumerables prójimos desperdician lo superfluo y aun lo necesario!

¡Qué hacer! El mundo está organizado así y el Eclesiastés, que sabe más que mi amigo y yo juntos, dice:

El insensato tiene los brazos cruzados y se consume, diciendo:
Lleno el hueco de una mano, con reposo, vale más que las dos llenas con trabajo y mortificación de espíritu.

Con la luz del día examiné el lecho en que había dormido tan cómodamente, como en elástica cama à la Balzac provista de sus correspondientes accesorios, almohadones de finísimas plumas y sedosos cobertores. Eran unos cueros de potro mal estaqueados y unas pieles de carnero, la cabecera un mortero cubierto con mis cojinillos.

En seguida tendí la vista a mi alrededor.

En Tierra Adentro yo no había pernoctado bajo techumbre mejor.

El toldo del cacique Ramón superaba a todos los demás.

Mi alojamiento era un galpón de madera y paja, de doce varas de largo por cuatro de ancho y tres de alto.

Estaba perfectamente aseado.

En un costado, se veía la fragua y al lado una mesa de madera tosca y un yunque de fierro.

Ya he dicho que Ramón es platero y que este arte es común entre los indios.

Ellos trabajan espuelas, estribos, cabezadas, pretales, aros, pulseras, prendedores y otros adornos femeninos y masculinos, como sortijas y yesqueros.

Funden la plata, la purifican en el crisol, la ligan, la baten a martillo, dándole la forma que quieren y la cincelan.

En la chafalonía, prefieren el gusto chileno; porque con Chile tienen comercio y es de allí de donde llevan toda clase de prendas, que cambalachean por ganado vacuno, lanar y caballar.

La fragua consistía en un paralelepípedo de adobe crudo.

Tenía dos fuelles y se conocía que el día anterior habían trabajado; las cenizas estaban tibias aún.

En un saco de cuero había carbón de leña y sobre la mesa se veían varios instrumentos cortantes, martillos y limas rotas.

Los fuelles llamaron sobremanera mi atención por su extraña estructura.

Antes de examinar su construcción entablé un diálogo conmigo mismo.

-A ver -me dije-, representante orgulloso de la civilización y del progreso moderno en la pampa, ¿Cómo harías tú un fuelle?

-¿Un fuelle?

-Sí, un fuelle, ¿no se llama así por la Academia Española "un instrumento para recoger viento y volverlo a dar"?, aunque habría sido más comprensible y digno de ella decir: "Un instrumento construido según ciertos principios de física, para recoger aire por medio de una válvula, y volverle a despedir con más o menos violencia, o voluntad del que lo maneje, por un cañón colocado a su extremo".

Entiendo, entiendo.

-Y bien, si entiendes, dime, ¿cómo lo harías?

-¿Cómo lo haría?

-¡Sí, hombre, por Dios! Parece que te hubiera puesto un problema insoluble.

-No digo eso.

-¿Entonces?

-Es que,...

-¡Ah! Es que eres un pobre diablo, un fatuo del siglo XIX, un erudito a la violeta, un insensato que no quieres confesar tu falta de ingenio.

-¿Yo?...

-Sí, tú, has entrado en el miserable toldo de un indio a quien un millón de veces has calificado de bárbaro, cuyo exterminio has preconizado en todos los tonos, en nombre de tu decantada y clemente civilización, te ves derrotado y no quieres confesar tu ignorancia.

-¿Mi ignorancia?

-Tu ignorancia, sí.

-¿Quieres acaso que me humille?

-Sí, humíllate y aprende una vez más que el mundo no se estudia en los libros.

Incliné la frente, me acerqué a la fragua, cogí el manubrio de ambos fuelles, los que estaban colocados en la misma línea horizontal, tiré, aflojé y se levantó una nube de ceniza.

Eran feos; pero surtían el efecto necesario, despidiendo una corriente de aire bastante fuerte para inflamar el carbón encendido. Todo era obra del mismo Ramón; invento exclusivo suyo.

Con una panza de vaca seca y sobada había hecho una manga de una vara de largo y un pie de diámetro; con tientos la había plegado, formándole tres grandes buches con comunicación; en un extremo había colocado la mitad del cañón de una carabina y en el otro un tarugo de palo labrado con el cuchillo; el cañón estaba embutido en la fragua y sujeto con ataduras a un piquete. Naturalmente, tirando y apretando aquel aparato hasta aplastar los buches, el aire entraba y salía produciendo el mismo efecto que cualquier otro fuelle.

Pensaba el tiempo que habría empleado yo con todos los recursos de la civilización, si por necesidad o afición a las artes liberales me hubiese propuesto hacer un fuelle; se me ocurría que quizá habría tenido que darme por derrotado, cuando un cautivo blanco y rubio, de doce a catorce años, entró en el galpón y después de saludarme con el mayor respeto tratándome de usía, me dijo:

-Dice el cacique Ramón que si se le puede ver ya; ¿que cómo ha pasado la noche?

Le contesté que estaba a su disposición, que podía verme en el acto, si quería, y que había dormido muy bien.

Salió el cautivo, y un momento después se presentó Ramón, vestido como un paisano prolijo, aseado que daba gusto verle; sus manos acostumbradas al trabajo, parecían las de un caballero, tenía las uñas irreprochablemente limpias, ni cortas ni largas y redondeadas con igualdad.

No estuvo ceremonioso.

Al contrario, me trató como a un antiguo conocido, me repitió que aquélla era mi casa, que dispusiera de él, me anunció que ya me iban a traer el almuerzo, que más tarde me presentaría a su familia, y me dejó solo.

En seguida volvió, se sentó y trajeron el almuerzo.

Era lo consabido, puchero con zapallo, choclos, asado, etc.

Todo estaba hecho con el mayor esmero: hacía mucho tiempo que yo no veía un caldo más rico.

Durante el almuerzo hablamos de agricultura y de ganadería.

El indio era entendido en todo.

Sus corrales eran grandes y bien hechos, sus sementeras vastas, sus ganados mansos como ninguno.

Es fama que Ramón ama mucho a los cristianos; lo cierto es que en su tribu es donde hay más. Una de sus mujeres, en la que tiene tres hijos, es nada menos que doña Fermina Zárate, de la Villa de la Carlota.

La cautivaron siendo joven, tendría veinte años; ahora ya es vieja. ¡Allí estaba la pobre!

Delante de ella, Ramón me dijo:

-La señora es muy buena, me ha acompañado muchos años, yo le estoy muy agradecido, por eso le he dicho ya que puede salir cuando quiera volverse a su tierra, donde está su familia.

Doña Fermina le miró con una expresión indefinible, con una mezcla de cariño y de horror, de un modo que sólo una mujer observadora y penetrante habría podido comprender y contestó:

-Señor, Ramón es buen hombre. ¡Ojalá todos fueran como él! Menos sufrirían las cautivas. Yo, ¡para qué me he de quejar! Dios sabrá lo que ha hecho.

Y esto diciendo se echó a llorar sin recatarse.

Ramón dijo:

-Es muy buena la señora -se levantó, salió y me dejó solo con ella. Doña Fermina Zárate no tiene nada de notable en su fisonomía; es un tipo de mujer como hay muchos, aunque su frente y sus ojos revelan cierta conformidad paciente con los decretos providenciales.

Está menos vieja de lo que ella se cree.

-¿Y por qué no se viene usted conmigo, señora? -la dije.

-¡Ah!, señor -me contestó con amargura-, ¿y qué voy a hacer yo entre los cristianos?

-Para reunirse con su familia. Ya la conozco, está en la Carlota, todos se acuerdan de usted con gran cariño y la lloran mucho.

-¿Y mis hijos, señor?

-Sus hijos...

-Ramón me deja salir a mí porque realmente no es mal hombre; a mí al menos me ha tratado bien, después que fui madre. Pero mis hijos, mis hijos no quiere que los lleve.

No me resolví a decirle: Déjelos usted, son el fruto de la violencia.

¡Eran sus hijos!

Ella prosiguió:

-Además, señor, ¿qué vida sería la mía entre los cristianos después de tantos años que falto de mi pueblo? Yo era joven y buena moza cuando me cautivaron. Y ahora ya ve, estoy vieja. Parezco cristiana, porque Ramón me permite vestirme como ellas, pero vivo como india; y francamente, me parece que soy más india que cristiana, aunque creo en Dios, como que todos los días le encomiendo mis hijos y mi familia.

-¿A pesar de estar usted cautiva cree en Dios?

-¿Y él qué culpa tiene de que me agarraran los indios? La culpa la tendrán los cristianos que no saben cuidar sus mujeres ni sus hijos.

No contesté; tan alta filosofía en boca de aquella mujer, la concubina jubilada de aquel bárbaro, me humilló más que el soliloquio a propósito del fuelle.

Una mujer joven y hermosa, demacrada, sucia y andrajosa se presentó diciendo con tonada cordobesa:

-¿Usted será, mi señor, el coronel Mansilla?

-Yo soy, hija, ¿qué quiere usted?

-Vengo a pedirle que me haga el favor de hacer que los padrecitos me den a besar el cordón de nuestro padre San Francisco.

-Pues cómo no. Con mucho gusto -y esto diciendo llamé a los santos varones.

Vinieron.

Al verlos entrar, la desdichada Petrona Jofré se postró de hinojos ante ellos y con efusión ferviente tomó los cordones del padre Marcos, después los del padre Moisés y los besó repetidas veces.

Los buenos franciscanos, viéndola tan angustiosa, la exhortaron, la acariciaron paternalmente y consiguieron tranquilizarla, aunque no del todo.

Sollozaba como una criatura.

Partía el corazón verla y oírla.

Calmóse poco a poco y nos relató la breve y tocante historia de sus dolores.

Doña Fermina confirmaba todas sus referencias. La vida de aquella desdichada de la Cañada Honda, mujer de Cruz Bustos, era una verdadera vía crucis.

La tenía un indio malísimo llamado Carrapí. Estaba frenéticamente enamorado de ella, y ella resistía con heroísmo a su lujuria.

De ahí su martirio.

-Primero me he de dejar matar, o lo he de matar yo, que hacer lo que el indio quiere -decía con expresión enérgica y salvaje.

Doña Fermina meneaba la cabeza y exclamaba: -¡Vea qué vida, señor! Yo estaba desesperado.

¿Qué otro efecto puede producir la simpatía impotente?

Nada podía hacer por aquella desdichada, nada tenía que darle.

No me quedaba sino lo puesto.

Ni pañuelo de manos llevaba ya.

Doña Fermina me contó que Carrapí no quería venderla para que la sacaran, y que un cristiano, por caridad, la andaba por comprar.

El indio pedía por ella veinte yeguas, sesenta pesos bolivianos, un poncho de paño y cinco chiripáes colorados.

-¿Y quién es ese cristiano? -le pregunté.

-Crisóstomo -me contestó.

-¿Crisóstomo? ...

-Sí, señor, Crisóstomo.

Crisóstomo era el hombre aquel que en Calcumuleu hubo de pasar a caballo por entre los franciscanos, que tanto me exasperó, que me dio de comer después y me relató su interesante historia.

Está visto, los malvados también tienen corazón.

Bien dice Pascal:

"El hombre no es un ángel ni una bestia."

Es un ser indefinible, hace el mal por placer y goza con el bien.

En medio de todo es consolador.