Una excursión: Capítulo 60


Solo en el fogón. ¿Qué habría pensado yo si hubiera tenido menos de treinta años? Con las mujeres es mejor no estar uno solo. El crimen es hijo de las tinieblas. El silencio es un síntoma alarmante en la mujer. Visitas inesperadas. Yo no sueño sino disparates. Los filósofos antiguos han escrito muchas necedades.


Me había quedado solo en el fogón, viendo arder las brasas.

Brillaban carbonizadas, y cuando más bellas estaban, el viento las redujo a cenizas, lo mismo que los desengaños desvanecen nuestras más gratas ilusiones.

Mis pensamientos flotaban entre dos mundos.

Ya eran prácticos, ya quiméricos, ora me parecían de fácil realización, ora imposibles de realizar; me sentía grande y fuerte; pequeño y débil; dormitaba y me despertaba; quería salir de allí y no salía.

¿Por qué?

Porque el hombre no es dueño de sí mismo, sino cuando tiene ideas fijas o determinadas.

Una voz dulce me sacó de aquella indecisión, murmurando a mi oído: -Buenas noches.

Di vuelta y al pálido resplandor de las últimas brasas que se apagaban, reconocí a una mujer.

Era mi comadre Carmen.

-Comadre, ¿usted por aquí y a esta hora? -le dije.

-Compadre, he sabido que se va mañana -me contestó.

La hice que se sentara.

Su rostro tenía una expresión tierna; su seno palpitaba con violencia, agitando levemente los pliegues de su camisa, más ajustada al cuello que de costumbre, y su mirada traicionaba una inquietud mal disimulada.

-¿Usted tiene algo, comadre? -le dije.

-No, compadre -me contestó, clavando la vista en el moribundo fogón y comprimiendo un suspiro.

Si yo no me hubiese hallado en ese período de la vida en que el poeta exclamaba:

My days are in the yellow leaf;
The flowers and fruits of love are gone.

¡Quién sabe qué hubiera pensado!

El viento había calmado, el cielo estaba cubierto de nubes, las estrellas brillaban tímidamente, como luces lejanas al través de opacas cortinas, el fogón eran tibias cenizas, mi visita y yo nos veíamos como dos sombras envueltas en sutil crespón.

El silencio de la noche, interrumpido apenas por la respiración acompasada de los que dormían cerca de allí; la soledad poética del lugar; los pensamientos, que como visiones de una edad más bella cruzaron como ráfagas de fuego por mi imaginación, le dieron momentáneamente al cuadro un tinte novelesco.

Desperté a Calixto, se levantó, le ordené que avivara el fuego y cebara mate.

Removió las cenizas, descubrió algunas brasas, sopló haciendo con las manos una especie de fuelle y un momento después el fogón flameaba.

Durante un rato, mi comadre y yo permanecimos mudos, oyendo hervir el agua y crujir la leña.

El fuego ejerce una influencia magnética, irresistible, sobre los sentidos, y he observado que al calor de las llamas resplandecientes el corazón se dilata, que las ideas germinan placenteras y el alma se eleva hacia la cumbre de lo grande y de lo bello, en alas de ráfagas generosas y sublimes.

Por eso el crimen es hijo de las tinieblas y se ceba en la obscuridad.

Calixto me pasó un mate; lo tomé, y dándoselo a mi comadre, la dije:

-¿Por qué se ha quedado tan callada?

Suspiró por toda contestación.

Está visto que las mujeres son iguales en todas las constelaciones, lo mismo en las montañas, donde las nieves reinan eternamente, que entre las selvas románticas donde el tímido urutaú entona tristes endechas; lo mismo a orillas del majestuoso Río de la Plata, que en las dilatadas llanuras de la Pampa argentina.

Suspirar, creen que es hablar.

Confieso que es un lenguaje demasiado místico para un ser tan prosaico como yo.

-¿Pero qué tiene, comadre? -le volví a preguntar.

-Compadre -me contestó-, estoy triste porque se va.

-¿Y qué, le gustaría a usted que no me dejaran volver?

-No quiero decir eso.

-¿Y entonces?

-Quiero decir, que siento no poder acompañarlo.

-¿Y por qué no se viene a pasear al Río Cuarto conmigo?

-Porque no puedo.

-¿No es usted libre?

-¡Libre!

-Libre, sí, ¿no es usted viuda?

-¡Ah!, compadre -exclamó con amargura-, usted no sabe cómo es mi vida; usted no conoce esta tierra.

Y esto diciendo, miró en derredor, como buscando si alguien había escuchado su indiscreta confesión.

Su voz tenía algo de significativo y de misterioso.

Me parecía que quería decirme algo más y que estaba temerosa de que algún espía nocturno la oyera.

Me levanté, di una vuelta, me aseguré de que estábamos solos y me senté más cerca de ella, diciéndole:

-No hay nadie.

-Compadre -me dijo-; no se vaya sin pasar por mi toldo que queda en Carrilobo, cerca del de Villarreal; allí lo espero; estará mi hermana, es mujer de confianza y lo quiere, tengo algo que decirle, que le interesa mucho saber; esta noche lo voy a acabar de averiguar, por eso he venido; nadie me ha visto todavía...

En ese momento se sintió un tropel y se oyeron como voces de indios achumados.

Se levantó de golpe, y diciéndome:

-No quiero que me vean aquí -se deslizó por entre las sombras de la noche.

La seguí un instante con la vista, hasta que se perdió en la oscuridad, y me quedé perplejo y lleno de inquietud, de una inquietud inexplicable, oyendo al mismo tiempo retemblar el suelo y acercarse el vocerío de la chusma ebria.

La luz de mi fogón los atrajo.

Llegaron, se apearon unos, y otros se quedaron a caballo.

Epumer los encabezaba: venían de un toldo vecino, donde habían estado de mamaran.

Traía en la mano una limeta de bebida y venía bastante caldeado.

Sin apearse, me dijo:

-¡Yapaí, hermano!

-Yapaí, hermano -le contesté.

Bebimos alternativamente, y tras el primer yapaí, vinieron otros y otros.

Afortunadamente, el aguardiente estaba muy aguada y no traía cuerno, ni vaso, lo que me permitía mojar sólo los labios, pues teníamos que tomar con la botella.

Viendo que se ponían muy fastidiosos, que me amenazaban con un largo solo, le dije a Calixto:

-Che, mira que hace frío, alcánzame el poncho.

No tenía más que el que esa mañana me había regalado Mariano Rosas; quise ver qué impresión hacía verme con él.

Me trajo Calixto el poncho y me lo puse.

Como lo habla calculado, surtió un efecto completo mi ardid.

-¡Ese coronel Mansilla toro! -exclamaron algunos.

-¡Ese coronel Mansilla gaucho! -otros.

Muchos me dieron la mano y otros me abrazaron y hasta me besaron con sus bocas hediondas.

Epumer me dijo repetidas veces:

-¡Mansilla peñi! (hermano).

En esos coloquios estábamos cuando un ruido semejante al de un organito descompuesto se oyó, junto con unas coplas, dedicadas a mí. Me dieron escalofríos, experimentando frío y calor a la vez y una destemplanza nerviosa como la que produce el roce de una lima en los dientes.

¿De dónde salía aquel maldito negro con su execrable acordeón?, pues él en cuerpo y alma era el de la música.

¡A qué averiguarlo!

No pude resistir, y explotando la respetabilidad de que me revestía el poncho de mi compadre y hermano, le dije a Epumer y a su séquito:

-Caballeros, buenas noches; es tarde, estoy cansado y mañana me voy; tengo ganas de dormir.

Y los dejé y me metí en mi rancho, y le mandé a Calixto que cerrara bien la puerta, atando con guascas el cuero que la cubría.

Las visitas me saludaron con varias exclamaciones, como ¡adiós, peñi!, ¡adiós, amigo!, ¡adiós, toro!, gritaron un rato, apagaron el fogón saltando por encima con los caballos, alborotaron los perros, hicieron un gran barullo, y cuando se cansaron se fueron.

Arrullado por su infernal gangolina me dormí.

Toda la noche tuve los sueños más estrafalarios. Así como casi todos los sentimientos de nuestra alma proceden de las sensaciones de la bestia; así también casi todas las visiones del espíritu dormido vienen de lo que hemos visto o contemplado despiertos, con los ojos del cuerpo o con los de la imaginación.

Yo soy como los patanes.

Nunca tengo presentimentos en sueños.

Yo no he de ver nunca, como Píndaro, que las abejas depositan su miel en mis labios.

Ni como Hesíodo, nueve mujeres hechiceras, que fueron las musas que lo inspiraron.

Ni como Escipión, Numancia destruida, o Cartago derribada.

Ni como Alejandro delante de Tiro, que Hércules me presenta la mano desde lo alto de las murallas.

Para que yo viese, a la verdad, en sueños, sería menester que fuese más sobrio y virtuoso, o es falso lo que dice Sócrates, que un cuerpo saciado de placer o repleto de alimentos y de vino, le hace experimentar al alma sueños extravagantes; de donde se deduce que los emperadores, los reyes, los presidentes, los ministros y los diputados, todos, todos aquellos, en fin, que deben saber lo que hacen, y que a más de esto deben procurar leer en lo futuro, desde que gobernar es prever, deben ser gente muy parca en el comer y muy moderada en el beber, amén de otras cosas indispensables para que la digestión se haga regularmente.

Yo no puedo tener sueños como los que tuve la última noche que pasé en Leubucó.

O he de ver disparates, que no se han de cumplir; o he de ver disparatadas las cosas que se cumplieron.

O he de soñar que me han proclamado emperador de los Ranqueles, que Lucius Victorius Imperator, ha hecho coronar emperatriz a la china Carmen; o he de soñar que el baile de los indios está en moda en Buenos Aires y que el botín con taco a lo Luis XV ha sido reemplazado por la botita de potro de cuero de gato.

Por el estilo fueron mis sueños.

Y diga después Platón que el espíritu divino nos revela en sueños el porvenir; y diga después Estrabón, que los sueños nos dan a conocer la verdad, porque durante la noche, el entendimento es más activo, más puro, más claro que durante el día.

Los tales antiguos eran unos utopistas de marca mayor.