Una excursión: Capítulo 39
- Camargo y José de visita en los momentos de recogerme. Me llevaban una música. Horresco referens . Fisonomía de Camargo. Zalamerías de José. Por qué lo respetan los indios a Camargo. Vida de Camargo contada por él mismo. Por qué produce esta tierra tipos como el de Camargo.
Arreglaba mi cama para recogerme, después de haber cenado y convenido con los franciscanos que la misa se diría al día siguiente, de ocho a nueve, cuando una visita inesperada se presentó en mi rancho.
Mi futuro compadre Camargo, con uno de los lenguaraces de Mariano Rosas, llamado José, nativo de Mendoza, casado entre los indios, cuyos hábitos y costumbres ha adoptado hasta el extremo de hacer dudar sea cristiano. Es hombre que tiene algo, porque como se dice allí, ha trabajado bien , y en quien depositan la mayor confianza, tanta cuanta depositarían en un capitanejo.
José está vinculado por el amor, la familia y la riqueza al desierto.
Los indios, que conocen el corazón humano, lo mismo que cualquier hijo de vecino, lo saben perfectamente bien.
Le miran, pues, como a uno de ellos.
Ambos venían con los instrumentos del placer en la mano, con una botella de aguardiente.
Les ofrecí asiento, y haciendo grandísimos esfuerzos para disimular su estado, lo aceptaron, invitándome a saborear con ellos el alcohólico brebaje, usando, por supuesto, de la fórmula consagrada. Tuve que aceptar el yapaí .
Pero como estábamos solos, entre puros nosotros, como dicen los paisanos, me creí eximido de ser tan deferente como en otras ocasiones.
No lo llevaron a mal.
Mis fueros de coronel, por una parte, por otra la comunidad de religión y de origen, circunstancia que en todas las situaciones de la vida establece fácilmente cierta cordialidad entre los hombres, ponían a mis huéspedes en el caso de no abusar de mi hospitalidad. Además, ellos se consideraban honrados de ser admitidos a horas incompetentes en mi rancho; les bastaba fraternizar conmigo y beber solos con mi permiso.
Me lo pidieron con toda la picardía gauchesca, diciéndome:
-Dispénsenos, mi Coronel, si no estamos muy buenos; queremos acabar esta botellita aquí, en su rancho; si le parece mal, si le incomodamos, nos retiraremos.
-Estén a gusto -les contesté-, yo no soy hombre etiquetero.
-Ya lo sabemos -centestaron a dúo-, por eso hemos venido.
Y esto diciendo, José, que era muy zalamero, que había sido muy obsequiado por mí en el Río Cuarto, me abrazaba, diciéndole a Camargo:
-Este es mi padre -y mirándome significativamente-: Ya sabe, mi Coronel, quién es José.
Quedo enterado, decía yo para mis adentros, sabiendo mejor que él a lo que me debía atener.
Declaraciones de beodos son lo mismo que promesas de mujer. ¡Necio de aquél que se chupa el dedo!
Necio de aquél que al entregarle su corazón, sus esperanzas y sus ilusiones, olvida el dicho de Ninón de Lenclos:
- Tout passe, tout casse, tout lasse.
Ser amable no es pecado.
Al contrario, es un deber cuya práctica nos hace simpáticos a los ojos del mundo.
Yo era, pues, tan amable con mis visitas, como el tiempo y el lugar lo permitían.
Todos los días le doy gracias a Dios por haberme concedido bastante flexibilidad de carácter para encontrarme a gusto, alegre y contento, lo mismo en los suntuosos salones del rico, que en el desmantelado rancho del pobre paisano; lo mismo cuando me siento en elásticas poltronas, que cuando me acomodo alrededor del flamante fogón del humilde y paciente soldado.
Las botellas, que no tenían la magia de ser inagotables, espichaban ya: José estaba completamente en las viñas del Señor.
Camargo, más fuerte, se mantenía en completa posesión de sus sentidos.
-¿Sabe, mi Coronel, que le traemos una, música? Con su permiso..
-Muchas gracias, hombre, ¿para qué se han incomodado?
Camargo se levantó, apoyándose en los horcones del rancho, se asomó a la puerta, dijo algo, volvió a sentarse, y acto continuo se presentó -horresco referens-, el negro del acordeón.
-¡Uff! -hice- eso no, Camargo -le dije-. Denme todas las músicas que quieran. Pero con el acordeón, no, no. Estoy harto de la facha de ese demonio.
Y dirigiéndome al negro, proseguí en estos términos.
-¡Vete!, ¡vete!
El negro no obedeció.
Como pegado al suelo describía con su cuerpo curvas a derecha e izquierda, adelante y atrás.
Estaba ebrio como una cabra.
-¡Vete!, ¡vete lejos de aquí! -volví a decir.
Y Camargo, viendo que el negro me revolvía la bilis, se levantó, y tomándole de un brazo le enseñó el portante.
Libre de aquella bestia, verdaderamente negra, resollé dando un resoplido como cuando en día canicular, jadeantes de fatiga, nos tendemos a nuestras anchas sobre cómodo sofá, habiendo escapado a las garras de alguno de esos soleros cuya vida es contar sus pleitos o sus cuitas con la autoridad.
José se había quedado dormido.
Camargo se sentó, y bajo la influencia del aguardiente cayó en una especie de letargo.
Examiné su fisonomía.
Es lo que se llama un gaucho lindo.
Tiene una larga melena negra, gruesa como cerda, unos grandes ojos, rasgados, brillantes y vivos, como los de un caballo brioso: unas cejas y unas pestañas largas, sedosas y pobladas, una gran nariz algo aguileña; una boca un tanto deprimida, y el labio inferior bastante grueso.
Es blanco como un hombre de raza fina, tiene algunos hoyos en la cara y poca barba.
Es alto, delgado y musculoso.
Su frente achatada y espaciosa, sus pómulos saltados, su barba aguda, sus anchas espaldas, su pecho en forma de bóveda y sus manos siempre húmedas y descarnadas, revelan la audacia, el vigor, la rigidez susceptible de rayar en la crueldad.
Camargo es uno de esos hombres por cuyo lado no se pasa, yendo uno solo, sin sentir algo parecido al temor de una agresión. Los indios le respetan, porque ellos respetan todo lo que es fuerte y varonil, al que desprecia la vida.
Y Camargo se cura poco de ella.
Pruébanlo bien las cicatrices de cuchilladas que tiene en las manos, su existencia agitada, turbulenta, azarosa, que se consume contra el aguardiente y las reyertas de incesantes saturnales, entre el estrépito de los malones y de las montoneras, como que hoy está entre los indios, mañana en los llanos de la Rioja con Elizondo y Guayama, volviendo después de la derrota a su guarida de Tierra Adentro, sobre el lomo del veloz e indómito potro.
Este gaucho, séame permitido decirlo, reivindica en los casos heroicos el honor de los cristianos. Cuando le place, lo mismo cara a cara que por detrás, cuerpo a cuerpo, que entre varios, apostrofa a los indios de "bárbaros". Yo le oí decir muchas veces a voz en cuello:
"A mí, que no me anden con vueltas éstos, porque yo los conozco bien, y al que le acomode una puñalada se la ha de ir a curar al otro mundo."
Después que examiné detenidamente aquel tipo de férrea estructura, en el que los caracteres semíticos de la persistencia estaban estampados, le dirigí la palabra, sacándole de silencio indeliberado en que había caído.
-¿Cómo te hallas aquí? -le pregunté.
Habla con mucha vivacidad, pero esta vez, contra su costumbre habitual, en lugar de contestarme, dio un suspiro, y se envolvió en las nieblas de sus recuerdos dolorosos.
-Vamos, hombre -le dije-, cuéntame tu vida.
-Señor -me contestó-. Mi vida es corta y no tiene nada de particular. No soy mal hombre pero he sido muy desgraciado.
"Yo soy de San Luis, de allá por Renca; mis padres han sido gente honrada y de posibles. Me querían mucho y me dieron buena educación.
"Sé leer y escribir, y también sé cuentas. Desde chiquito era medio soberbio. Cuando me hice hombrecito, se me figuraba que nadie podía ser más que yo. Cuando oía decir que había un gaucho guapo, lo buscaba a ver si me decía algo.
"Me gustaba ser militar, y soñaba con ser general. No había hecho mal a nadie, aunque tenía bastante mala cabeza.
"Siempre andaba en parrandas, jugadas y peleas; pero nadie dirá que le pegué de atrás.
"Me enamoré de la hija del comandante N... La muchacha me quería. Yo era joven, pues aquí donde me ve no tengo más que veinticuatro años (parecía tener treinta y dos).
"Además de eso, como mis padres tenían alguna platita, yo andaba siempre aviao. El comandante N... sabía mis amores con su hija; no le gustaban. Un día me atropelló en las carreras, y vino a darme una pechada; yo le enderecé mi caballo y lo puse patas arriba con flete y todo. Era muy fantástico y no me lo perdonó.
"Desde esa vez, decía siempre que me había de matar.
"Yo estaba en guardia. Me achacaron varias cosas, nada me probaron.
Hubo una bulla de revolución.
"Me fueron a prender . Eran cuatro de la partida. ¡Qué me habían de tomar! Sabía bien que me iba en la parada el número uno. Hice un desparramo y me fui a los montoneros."
Le interrumpí preguntándole:
-¿Y qué opinión tenías?
-¿Opinión? Yo no tenía más opinión que ser hombre alegre y divertirme. Las carreras y las mujeres eran toda mi opinión.
-¿Y qué hiciste con la montonera?
-Hicimos el diablo. Anduve una porción de tiempo con el Chacho, que era un bárbaro. Después que lo mataron anduve a monte. Cuando vino don Juan Saa, con otros nos juntamos a su gente. Nos derrotó en San Ignacio el general Arredondo, me vine con los indios de Baigorrita para acá.
-¿Y después de eso, qué has hecho, qué vida has llevado?
-Me fui para San Luis, de oculto, traje mi mujer, mis hijos y algunos parientes, y aquí están todos.
-¿Y has andado en las invasiones con los indios?
-En algunas, señor.
-¿Y es cierto que tú has tenido la culpa de que los indios matasen una porción de cristianos?
-Es falso.
"He estado en las casas de algunos pícaros, pero me he opuesto a que los degüellen. ¡Ah, si no hubiera sido por mí! Habría unos cuantos diantres menos en este mundo."
Por aquí íbamos de nuestro coloquio cuando el negro del acordeón preludió una tocata, del lado de afuera.
Camargo se levantó, salió y por ciertos vocablos con que rellenaba su intimación de que se alejara, calculé que el desgraciado Orfeo de Leubucó no era tratado como los artistas pretenden generalmente que se les trate, aunque sean malos.
Música y negro se fueron a otra parte. Camargo volvió, y, sin entrar, me dijo de la puerta del rancho: "Buenas noches, mi Coronel, y dispense".
Era hora de pensar en dormir. Mis ayudantes Lemlenyi, Rodríguez, Ozarowsky y los dos benditos franciscanos, que habían asistido a la visita y confidencias de Camargo, bostezaban a todo trapo. Desperté a José, llamé dos asistentes, y le hice llevar a un toldo vecino.
Y en tanto me aprestaba para pasar una noche toledana, porque soplaba viento muy fresco, y la tierra entraba al toldo como en su casa, por cuanto resquicio tenía, meditaba sobre esas existencias argentinas, sobre esos tipos crudos, medio primitivos, que tanto abundan en nuestro país, que se sacrifican o mueren por una opinión prestada. Porque nos sobran instituciones y leyes y nos falta la eterna justicia, la justicia que, cual genio tutelar, lo mismo debe velar el hogar del desvalido que la mansión suntuosa del rico potentado.
Bajo estas impresiones tuve un sueño -yo soy tan soñador-, I had a dream, which was not all a dream .
-¡Soñaba...!
¡Si en este país hay quien ahorque a un hombre que tiene diez millones de pesos!