Una excursión: Capítulo 36
- [ 4 ] Por qué se me presentaba Camilo Arias. Caracteres de este hombre y de nuestros paisanos. El indio Blanco. Sus amenazas. Le pido una entrevista a Mariano Rosas. Me tranquiliza. Costumbre de los indios. No existe la prostitución de la mujer soltera. Qué es cancanear . El pudor entre las indias. La mujer casada. De cuántos modos se casan las indias. Las viudas. Escena con Rufino Pereira. Igualdad. Miguelito intercede por Rufino.
La cara era la de Camilo Arias.
Salí del toldo, entré en la enramada, eché una visual hacia el lado por donde me habían llamado la atención, y viendo que aquél se dirigía a mi rancho, haciendo un rodeo, me apresuré a entrar en él. Entré luego.
Hice salir a los que estaban dentro; al capitán Rivadavia le ordené que estuviera en acecho de los espías que, según su costumbre, debían observar mis movimientos y escuchar mis conversaciones; y a otro oficial, que con todo disimulo se acercara a Camilo y le dijera que podía entrar.
Mi fiel y adicto compañero de tantas correrías por la frontera no se hizo esperar.
Según mis instrucciones, no se me había acercado desde el día que llegamos a Leubucó.
Algo grave, alarmante o que convenía que yo no ignorase acontecía, cuando se me presentaba.
El no era hombre de alarmarse, ni de faltar a su consigna sin razón. Tenía toda la sangre fría, toda la astucia, toda la experiencia del mundo, que tan prematuramente adquieren nuestros paisanos; son condiciones características en ellos, que la vida errante y azarosa que llevan desarrolla en sumo grado.
Es cosa que pasma verlos desde chiquitos cruzar los campos solos, a toda hora del día y de la noche, en un mancarrón o picando una carreta, alejarse de las casas o de las poblaciones a bolear avestruces, guanacos o gamas, a peludear o quirquinchar , dormir entre las pajas, desafiar las intemperies, casi desnudos, con el caballo de la rienda, y precaverse contra todas eventualidades, de los indios, de los cuatreros, de los ladrones.
Apenas entró Camilo en el rancho, le pregunté:
-¿Qué hay?
Miró a su alrededor, se cercioró de que no había nadie, y dudando aún del testimonio de sus sentidos, se me acercó al oído y me dijo:
-El indio Blanco ha venido.
-¿Y qué... ? -le contesté encogiéndome de hombros.
-Está en una pulpería y dice que si Mariano Rosas ha hecho la paz, él no la ha hecho.
-¿Y quién está con él?
-Varios indios y cristianos.
-¿Y qué dicen?
-Lo mismo que él: que si Mariano Rosas ha hecho la paz, ellos no la han hecho.
-¿Nada más dicen?
-Sí, dicen más; dicen que ya lo veremos.
-¿Y cómo lo has sabido?
-Haciéndome el zonzo, el que no entendía, me allegué a ellos, y como algo entiendo su lengua he comprendido todo.
-Bien, retírate, cuidado esta noche con los caballos.
-No hay cuidado, señor.
Se marchó y me quedé pensando qué haría. Después de un momento de reflexión, resolví decirle a Mariano Rosas lo que ocurría.
Llamé al capitán Rivadavia y le ordené que le anunciara mi visita. Me contestó que podía ir cuando gustase.
Volví a su toldo, despidió a las visitas, y cuando nos quedamos solos le referí el caso.
Por más que quiso disimular, le conocí que la conducta del indio Blanco le irritaba, porque desconocía su autoridad.
-No tenga cuidado, hermano - me dijo, y mandó a uno de sus hijos que llamara a Camargo.
Mientras éste vino, me enteró de algunas costumbres de su tierra. -Hermano -me dijo, más o menos-, aquí en mi toldo puede entrar a la hora que guste, con confianza, de día o de noche es lo mismo. Está en su casa. Los indios somos gente franca y sencilla, no hacemos ceremonia con los amigos, damos lo que tenemos, y cuando no tenemos pedimos. No sabemos trabajar, porque no nos han enseñado. Si fuéramos como los cristianos, seríamos ricos, pero no somos como ellos y somos pobres. Ya ve cómo vivimos. Yo no he querido aceptar su ofrecimiento de hacerme una casa de ladrillo, no porque desconozca que es mejor vivir bajo un buen techo que como vivo, sino porque, ¿qué dirían los que no tuviesen las mismas comodidades que yo? Que ya no vivía como vivió mi padre, que me había hecho hombre delicado, que soy un flojo.
Era excusado refutar estas razones; me limitaba a escuchar con atención y manifiesto interés.
Siguió hablando y me explicó, que entre los indios no existe la prostitución de la mujer soltera. Esta se entrega al hombre de su predilección. El que quiere penetrar en un toldo de noche, se acerca a la cama de la china que le gusta y le habla.
Ni el padre, ni la madre, ni los hermanos le dicen una palabra. No es asunto de ellos, sino de la china. Ella es dueña de su voluntad y de su cuerpo, puede hacer de él lo que quiera. Si cede, no se deshonra, no es criticada, ni mal mirada. Al contrario, es una prueba de que algo vale; de otra manera no la habrían solicitado, o cancaneado .
En lengua araucana, el acto de penetrar en un toldo a deshoras de la noche se llama cancanear , y cancán equivale a seducción.
Los filólogos franceses pueden averiguar si estos vocablos se los han tomado los indios a los galos o éstos a los indios. Yo sólo sé decir que es muy curioso que entre indios y franceses cancanear y cancán , respondan a ideas que se relacionan con Cupido y sus tentaciones.
Como se ve, la mujer soltera es libre como los pájaros para los placeres del amor entre los indios.
¿Se creerá por esto que la licencia es general entre ellos, que los Lovelace abundan y que no hay más que fijarse en una china para exclamar después: fui, vi y vencí ?
No tal.
La libertad es un correctivo en todo. Como la lanza del guerrero antiguo, ella cura las mismas heridas que hace. Esta verdad es vieja en el mundo.
La libertad trae la licencia, pero la licencia tiene su antídoto en la licencia misma.
En cuanto a la libertad de la mujer, esta observación social ha sido hecha ya no recuerdo por quién.
Las francesas se casan para ser libres; las inglesas para dejar de serlo. ¿Cuáles son los efectos? Que en Francia es mayor el número de mujeres solteras seducidas y en Inglaterra el de casadas. Y, por regla general, los predestinados del matrimonio son los celosos. ¿Por qué? Porque el pudor es el mayor cancerbero de la mujer.
¿Existe el pudor entre las indias?, se me preguntará quizá mañana por algunos curiosos.
Para ahorrarme contestaciones, anticiparé que en todas partes del mundo, así entre los pueblos civilizados, como entre las tribus salvajes más atrasadas, la mujer tiene el instinto de saber que el pudor aumenta el misterio del amor.
De lo contrario, sería cosa de hacerse uno indio mañana mismo, de renunciar a la seguridad de las fronteras y dejarnos conquistar por los ranqueles.
Al lado de la mujer soltera, la mujer casada es una esclava, entre los indios.
La mujer soltera tiene una gran libertad de acción; sale cuando quiere, va donde quiere, habla con quien quiere, hace lo que quiere. La mujer casada depende de su marido para todo.
Nada puede hacer sin permiso de éste.
Por una simple sospecha, por haberla visto hablando con otro hombre, puede matarla.
¡Así son de desgraciadas!
Y tanto más cuanto que quieran o no, tienen que casarse con quien las pueda comprar.
Hay tres modos de casarse.
El primero, es como en todas partes. Con consentimiento de los padres y por amor, con el apéndice de que hay que pagarles a aquéllos. En este caso, si después de casada una china, se le escapa al marido y se refugia en casa de sus padres, el tonto que se casó por amor, pierde mujer y cuanto por ella dio.
El segundo, consiste en rodear el toldo de la china que se quiere, acompañado de varios y en arrancarla a viva fuerza, con el beneplácito y ayuda de sus padres. En este otro caso, también hay que pagar; pero más que en el anterior. Si la mujer huye después y se refugia en el toldo paterno, hay que entregarla.
El tercero es parecido al anterior; se rodea el toldo de la china, con el mayor número de amigos posible, y quiera ella o no, quieran los padres o no, se la arranca a viva fuerza. Pero en este caso hay que pagar mucho más que en el otro. Si la mujer huye después y se refugia en el toldo paterno, la entregan o no. Si no la entregan los padres, en uso de su derecho, el marido pierde lo que pagó. Y el loco que se casó a la fuerza, por la pena es cuerdo.
No están tan mal dispuestas las cosas entre los indios; el amor y la violencia exponen a iguales riesgos.
Un indio puede casarse con dos o más mujeres; generalmente no tienen más que una, porque casarse es negocio serio, cuesta mucha plata. Hay que tener muchos amigos que presten las prendas que deben darse en el primer caso, y en el segundo y tercero las prendas y el auxilio de la fuerza.
Sólo los caciques y los capitanejos tienen más de una mujer. La más antigua es la que regentea el toldo; las demás tienen que obedecerle, aunque hay siempre una favorita que se substrae a su dominio.
Las viudas representan un gran papel entre los indios cuando son hermosas.
Son tan libres como las solteras en un sentido, en otro más, porque nadie puede obligarlas a casarse, ni robarlas.
De manera que las tales viudas, lo mismo entre los indios que entre los cristianos, son las criaturas más felices del mundo.
Cor razón hay mujeres que corren el riesgo de casarse a ver si enviudan.
El cacique Epumer está casado con una viuda y no tiene más que una mujer.
Yo la encontré muy hermosa[ 5 ] e interesante, y en una visita que la hice me recibió con suma amabilidad y gracia.
Es una india cuyo porte y aseo sorprenden.
¡Viuda había de ser la que lograse dominar a un hombre como Epumer, bravío, impetuoso, tremendo!
Terminaba Mariano Rosas sus lecciones ranquelinas, cuando llegó su hijo con Camargo.
-Teniente -le dijo-, vaya dígale a Epumer que he sabido que Blanco ha llegado y que anda hablando lo que no debe; que lo cite para la junta que debe haber, y que si no calla ya sabe.
Este ya sabe quería decir que lo matasen si era necesario, si no obedecía.
Camargo obedeció y salió, volviendo al rato con la contestación de Epumer.
Decía éste que ya había sabido lo que andaba hablando Blanco y que le había hecho decir que se moderase.
Oyendo esto, Mariano me dijo:
-Ya ve, hermano, cómo no hay cuidado. No haga caso de ese indio. Yo he de hacer que se someta, y de no, que se vaya. Cuando oyó decir que nos iban a invadir, dejó el Cuero y sin mi permiso se fue para Chile con cuanto tenía. Y ahora que sabe que estamos en paz, que no hay temor de que nos invadan, vuelve. Ese es amigo para los buenos tiempos. No ha de hacer nada, es pura boca.
Camargo confirmó todo cuanto dijo Mariano y agregó algunas observaciones muy de gaucho, como por ejemplo: yo sé dónde ese indio pícaro tiene la vida.
En estas pláticas estábamos y la hora de comer se acercaba, cuando entrando el capitán Rivadavia, me dijo que me esperaban con la comida pronta.
Saqué el reloj, y haciéndoselo ver a Mariano, dije: las cuatro. El indio lo miró, como dándome a entender que estaba familiarizado con el objeto y me dijo:
-Muy bueno, yo tengo uno de plata. Pero no lo uso. Aquí no hay necesidad.
-Es verdad -le contesté.
Y él repuso:
-Vaya no más, hermano, a comer, ya es un poco tarde.
Salí, pues, nuevamente del toldo, comí, y al entrarse el sol, volví a la enramada.
Mariano estaba sentado con unos cuantos indios, medio achumado como ellos.
Me ofrecieron asiento, lo acepté.
Bebían aguardiente.
Me hicieron un yapaí , acepté.
Me hicieron otro, acepté.
Me hicieron otro, acepté.
Felizmente para mis entrañas, la copa en que echaban el aguardiente era un cuerno muy pequeñito, y la botella de aguardiente estaba ya por acabarse en los momentos que llegué.
Mariano se había quedado meditabundo con la vista fija en el suelo. Los otros indios se iban durmiendo.
Yo me engolfaba no sé en qué pensamientos, cuando un hombre de mi séquito se presentó manteniendo el equilibrio con dificultad y teniendo un cuchillo en una mano y una botella de aguardiente en la otra.
Al verle, la cólera paralizó la circulación de mi sangre.
-¡Retírate, Rufino! -le grité.
No me obedeció y siguió avanzando.
-¡Retírate! -volví a gritarle con más fuerza.
No me obedeció tampoco y siguió avanzando, y ofreciéndole la botella a Mariano Rosas, le dijo:
-Tome, mi General.
Mariano la tomó.
Se la quité. Aquel momento era decisivo para mí. Si me dejaba faltar al respeto por uno de mis mismos soldados era hombre perdido. Y quitándosela, eché mano al puñal y gritándole al gaucho, ¡retírate! , con más fuerza que antes, me abalancé sobre él, saltando por sobre varios indios.
Rufino obedeció recién y huyó. Volví sobre mis pasos y me senté agitadísimo: la bilis me ahogaba.
Mariano, que no se había movido de su sitio, me dijo con estudiada calma y siniestra expresión:
-Aquí somos todos iguales, hermano.
-No, hermano -le contesté-. Usted será igual a sus indios. Yo no soy igual a mis soldados. Ese pícaro me ha faltado al respeto, viniendo ebrio a donde yo estoy y negándose a obedecerme a la primera intimación de que se retirara. Aquí más que en ninguna parte me deben respetar los míos.
El indio frunció el ceño, tomando su fisonomía una expresión en la que me pareció leer: este hombre es audaz.
Yo no calculé el efecto, aunque comprendí que si me dejaba dominar por el borracho me desprestigiaba a los ojos de aquel bárbaro.
Nos quedamos en silencio un largo rato.
Ni él ni yo queríamos hablar.
El murmuró de nuevo: "Aquí todos somos iguales".
Mi contestación fue, viendo que Rufino armaba un alboroto en el fogón de mis asistentes, gritar, fingiéndome furioso, porque había recobrado la serenidad:
-Pónganle una mordaza.
El indio arrugó más la frente. Yo hice lo mismo y permanecimos mudos.
Miguelito nos sacó del abismo de nuestras reflexiones.
Venía a interceder por Rufino, ofreciéndome cuidarle él mismo.
Me pareció oportuno ceder.
-Llévalo -le dije-. Pero ¡cuidado!
Rufino oyó y contestó: no hay cuidado, mi Coronel, y comenzó a dar vivas al coronel Mansilla.
Le hice señas con el dedo de que callara; obedeció.
Un momento después oíase en un toldo vecino, en el que había una pulpería, su voz tonante.
Mariano me dijo:
-Están alegres los mozos.
-Sí -le contesté secamente, y dándole las buenas tardes, le dejé solo.
La noche se acercaba, lo mandé traer a Rufino y le hice acostar a dormir.
Rufino tiene una historia.
Es un tipo de gaucho malo.