Una excursión: Capítulo 17


Un cuerpo sano en alma sana. El mate. Un convidado de piedra. Pánico y desconfianzas de los indios. Historias. Un mensajero de Caniupán. Visitas. En marcha. Calcumuleu. Nuevo mensajero. La noche. Amonestaciones. Primer regalo. Unos bultos colorados.


Los franciscanos, como de costumbre, habían hecho sus camas muy cerca de mí.

Así dormíamos siempre.

Yo se los había recomendado.

La abnegación generosa de estos jóvenes misioneros, su paciente conformidad en los peligros, su carácter afable, su porte siempre comedido, sus mismas simpáticas fisonomías, todo, todo lo que constituye la persona física y moral, inspiraba hacia ellos una fuerte adhesión.

Se concibe, pues, que unido a estos sentimientos el deber que tenía de cuidarlos, tratara de tenerlos constantemente a mi lado. Cuerpo sano en alma sana es roncador.

Los reverendos roncaban a dúo, haciendo el padre Moisés de tenor y el padre Marcos de bajo profundo.

Estuve tentado algunas veces de hacerles alguna broma, pero debían estar tan fatigados, que habría sido imperdonable arrancarles a un sueño que, si no era interesante, debía ser agradable y reparador. No pude continuar durmiendo.

Me puse a soñar despierto, y después de hacer unos cuantos castillos en el aire, llamé a un asistente y le ordené que hiciera fuego. Cuando la vislumbre del fogón me anunció que mis órdenes estaban cumplidas, hube de levantarme.

Seguí morrongueando y contemplando las estrellas que tachonaban el firmamento, anunciando ya su trémula luz la proximidad del rey del día, hasta que sentí hervir el agua.

Levantéme, sentéme al lado del fogón y mientras mi gente dormía como unos bienaventurados, yo apuraba la caldera, junto con Carmen, echándonos al coleto sendos mates de café.

Carmen había salvado un poco de azúcar, felizmente; y a propósito de esto, tuve que resignarme a escuchar su cariñoso reproche de que no diera tanto, porque pronto nos quedaríamos sin cosa alguna. Yo estaba distraído, viendo arder la leña, carbonizarse, volverse ceniza y desaparecer la materia, por decirlo así, cuando Carmen exclamó:

-Ya viene el día.

-Pues despierta a Camilo -le dije- que venga a tomar mate.

Dicho esto cambié de postura, me recosté sobre el brazo derecho y me quedé dormitando un momento.

Los buenos días de Camilo me hicieron abrir los ojos, y enderezarme perezosamente, haciendo con los brazos una especie de aleteo que duró tanto cuanto mi boca se abrió y cerró para bostezar.

Al sentarse Camilo le oí decir: ¡Buen día, amigo! Y como la salutación despertara en mí la curiosidad de saber a quién se dirigía, tendí la vista alrededor del fogón y vi un indio rotoso, sin sombrero, tiritando de frío, acurrucado como un mono al lado de la bolsa en que Carmen tenía el azúcar, chupándose los dedos de la mano derecha y metiendo la izquierda con disimulo en aquélla.

-¿Cómo va, hermano? -le dije.

-Bueno, hermano -contestó fingiendo un estremecimiento, y añadió, llevando un puñado de azúcar a la boca-: Mucho frío ese pobre indio.

Le hice dar un Poncho calamaco que llevaba entre mis caronas. Continué conversando, y supe que había pasado la mayor parte de la noche cerca de nosotros; que su toldo estaba inmediato; que cuando había vuelto a él, el día antes, después de haber andado con la gente de Ramón, se había encontrado sin su familia, la que junto con otras andaba huyendo por los montes, porque decían que los cristianos traían un gran malón; que el indio Blanco, que había llegado de Chile al mismo tiempo que yo, era el autor de la mala nueva; que todos estaban muy alarmados, que habían mandado tres grandes descubiertas para el norte, para el naciente y para el poniente, por los caminos del Cuero, del Bagual y las Tres Lagunas, cada una de cincuenta hombres, y que la alarma duraría hasta que no viniese el parte sin novedad.

Era la confirmación de mis conjeturas.

¡Quién sabe lo que va a suceder -decía yo para mis adentros-, si las tales descubiertas avanzan demasiado sobre las fronteras de San Luis, Córdoba y sur de Santa Fe! Nada extraño tiene que las sientan, que las tomen por una invasión, que las fuerzas se muevan y salgan al sur, y que los descubridores traigan un parte falso. Los franciscanos me sacaron de estas reflexiones dándome los buenos días, y sentándose en la rueda del fogón, que convidaba con sus hermosas brasas.

Después de los padres, se levantaron y ocuparon su puesto los oficiales, y la conversación se hizo general, ponderando todos sin excepción alguna lo bien que habían dormido.

Los padres no necesitaban jurarlo.

El indio era muy ladino; nos entretuvo un rato contándonos una porción de historias; entre ellas nos habló de un pariente suyo que había vivido sin cabeza; de unos indios que diz que vivían en tierras muy lejanas, que se alimentaban con sólo el vapor del puchero; de otros que corren tan ligero como los avestruces, que tienen las pantorrillas adelante, pretendiendo hacernos creer que todo cuanto decía era verdad.

Yo no sé si él lo creía, pero parecía creerlo.

Varias veces le pregunté si él había visto esas cosas.

Me contestó que no, que su padre se las había contado.

Por supuesto, que éste tampoco las había visto; se las había contado el abuelo de nuestro interlocutor.

Pero, ¿qué tenía de extraño que un pobre indio creyese tales patrañas, cuando uno de mis ayudantes, el mayor Lemlenyi, creía, porque se lo había contado no sé qué chusco, que en Patagones hay unos indios que tienen el rabo como de una cuarta, cuyos indios antes de sentarse en el suelo, hacen un pocito con el dedo, o con el mismo rabo, para meterlo en él y estar con más comodidad? Las creederas de la humanidad suelen tener unas proporciones admirables.

Todo cabe dentro de ellas -la verdad lo mismo que la mentira.

Si me apurasen mucho, demostraría que es más común creer en la mentira que en la verdad.

Maquiavelo dice que el que quiera engañar, encontrará siempre quien se deje engañar, lo que prueba que, si no hay quien mienta más, no es por la dificultad de encontrar quien crea, sino por la dificultad de encontrar quien se resuelva a mentir.

Amaneció.

Me trajeron el parte de que en las tropillas no había novedad. En cambio, la yegua que conservaba para comer había muerto envenenada por un yuyo malo.

Ibamos a estar frescos si esa tarde no llegaban las cargas. Cuando salía el sol, se presentó un mensajero de Caniupán, y después de darme los buenos días con muchísima política, de preguntarme si había dormido bien, si no había habido novedad, si no había perdido algunos caballos, me notificó que el capitanejo vendría a visitarme al rato. Devolví los saludos y contesté que estaba pronto.

El mensajero pidió cigarros, aguardiente, yerba, achúcar, achúcar, se lo dieron y se marchó.

Poco a poco fueron llegando visitantes, o mejor dicho curiosos, porque no se bajaban del caballo, sino que, echados sobre el pescuezo, se quedaban largo rato así mirándonos, y luego se marchaban diciendo algunas veces: Adiós, amigo; pidiendo otros un cigarro.

La visita anunciada llegó a las dos horas. Le acompañaban veintitantos indios. Se apeó del caballo, después de saludar cortésmente, me dio un mensaje de Mariano Rosas y tomó asiento en el suelo a mi lado, pidiéndome con la mayor familiaridad un cigarro. Arméselo, encendílo yo mismo, y se lo puse en la boca por decirlo así.

Mariano Rosas me invitaba a cambiar de campamento, a avanzar una legua; y me pedía disculpas. El comisionado le disculpaba por su cuenta confidencialmente, diciéndome que estaba achumado (ebrio).

Mandé tomar caballos y ensillar, y como el terreno era muy quebrado, durante la operación se distrajeron los caballerizos y me robaron dos pingos.

Se lo dije a Caniupán, manifestándole con grosería que aquello era mal hecho, que Mariano Rosas estaba en el deber de tomar a los ladrones, para castigarlos y hacerles entregar mis caballos si no se los habían comido. Y quise hacer aquella comedia de enojo, porque entre bárbaros más vale pasar por brusco que por tonto.

Caniupán hizo la suya; me aseguró que los ladrones serían perseguidos, tomados y castigados, pero él sabía perfectamente bien que nadie lo había de hacer. Por supuesto que no lo hicieron. Perdí, pues, mis caballos, quedándome sólo la satisfacción de haber refunfuñado un rato con desahogo.

Avisáronme que todo estaba pronto para la marcha. Se lo previne a mi conductor y nos pusimos en viaje.

Los indios no andan jamás al tranco cuando toman el camino. Al entrar en el que debíamos seguir, me dijo Caniupán, poniéndose al galope:

-Galope, amigo.

Yo, que no quería dejarme dominar ni en las cosas pequenas, ni contesté, ni galopé.

-Galope, galope, amigo -me gritó el indio.

Si yo hubiera estado prisionero no me habría hecho tan mal efecto aquella especie de imposición.

-No quiero galopar -le contesté.

Y como algunos de los míos que venían atrás, viendo el aire de la marcha de los indios, llegasen galopando:

-¡Despacio!, ¡despacio! -les grité.

Los indios se fueron adelante formando un grupo; los cristianos nos quedamos atrás, formando otro.

Sujetaron ellos para esperarnos. Yo seguí al tranco, y al ponerme a su altura piqué el caballo, le apliqué un fuerte rebencazo y gritándoles a los míos: ¡al galope!, galopamos todos, y digo todos, hablando con propiedad, porque también los indios galoparon poniéndose Caniupán a la par mía.

El punto a donde nos dirigimos era la Laguna de Calcumuleu, que quiere decir agua en que viven brujas. Distaba una legua larga de Aillancó Y quedaba como a seiscientos metros de la orilla del monte de Leubucó.

De consiguiente, poco demoramos en llegar.

El lugar no presenta ninguna particularidad. Es una lagunita como hay muchas, reduciéndose su mérito a tener vertientes de agua potable casi siempre. Sus bordes son bajos; estaban adornados de tal cual arbusto.

Al llegar, Caniupán me dijo:

-Aquí es donde dice Mariano que puede parar.

-Está bien -le contesté, haciendo alto, echando pie a tierra, y ordenando que camparan.

El indio vio desensillar los caballos, sacar las tropillas a cierta distancia para que comieran mejor, y cuando pareció no quedarle duda de que de allí no me movería, se despidió recomendándome unas cuantas veces el mayor cuidado con los caballos, y se fue, a Dios gracias, dejándome en paz, pero no sin que quedaran por ahí, dispersos, a manera de espías, unos cuantos de los mismos que yo había visto llegar con él, hacía un rato, a Aillancó.

Era hora de comer algo sólido. Se hizo fuego, se cebó mate, se intentó hacer algunos asados, pero el charqui había desaparecido. Fue menester apretarse la barriga, y seguir dándole a la yerba y al café.

Todo el resto de ese día pasaron incesantemente indios, del norte para el sur, del sur para el norte. Todos se detenían, se acercaban, nos miraban y luego proseguían su camino. Algunos conversaban largo rato con mi gente. Los franciscanos eran siempre los más solícitos en dirigirles la palabra, y en ofrecerles un trago de un botellón de cominillo, que no sé cómo no había volado ya.

Yo me propuse no hablar con nadie ese día, a no ser que viniera ex profeso, mandado por alguien; así fue que me lo llevé paseando por la costa de la laguna, leyendo a Beccaria a ratos, otras veces, un juicio crítico sobre las obras de Platón, de ese filósofo inmortal a quien podría tributársele el fanático homenaje de mandar quemar todo cuanto se ha escrito sobre filosofía, desde sus días hasta la fecha, sin que por eso las ciencias especulativas perdieran gran cosa. Al caer la tarde, llegó un nuevo mensajero de Mariano Rosas, con una retahíla de preguntas y recomendaciones, que terminaban todas con esta recomendación sacramental: que tenga mucho cuidado con los caballos. Recibí y despedí secamente al mensajero, llamándome sobremanera la atención no tener hasta ese instante noticia alguna del capitán Rivadavia, que hacía dos meses se encontraba entre los indios, con motivo del tratado que desde el año pasado venía negociando yo con ellos.

Llegó la noche; se hizo un gran fogón, nos comimos una mula de las más gordas y algunos peludos, y repletos y contentos, se cantó, se contaron cuentos y se durmió hasta el amanecer del siguiente día. Iba amaneciendo cuando me desperté; llamé a Camilo Arias, y le pregunté si había habido alguna novedad. Contestóme que no, aunque habíamos estado rodeados de espías. Me incorporé en el blando lecho de arena, dirigí la visual a derecha e izquierda; a la espalda y al frente, y en efecto, los que habían velado nuestro sueño estaban todavía por ahí.

Calentó el sol y empezaron a llegar visitantes y a incomodarnos con pedidos de todo género, tanto que tuve que enfadarme cariñosamente con mis ayudantes Rodríguez y Ozarowski, porque al paso que iban, pronto se quedarían en calzoncillos.

-Bueno es dar -les dije-, mas es conveniente que estos bárbaros no vayan a imaginarse que les damos de miedo.

Estaba haciéndoles estas prudentes observaciones sobre la regla de conducta que debían observar, y como un indio me pidiera el pañuelo de seda que tenía al cuello, aproveché la ocasión para despedirlo con cajas destempladas.

Gruñó como un perro, refunfuñó perceptiblemente una desvergüenza, añadiendo: cristiano malo, y se fue.

Al rato vino, con cinco más, un nuevo mensajero de Mariano Rosas. Le recibí con mala cara.

-Manda decir el general que cómo está -me preguntó.

-Tirado en el campo, dígale -le contesté.

-Manda decir el general, que cómo le va, -anadió.

-Dígale -repuse- que busque una bruja de las que viven en estas aguas que le conteste cómo le irá al que no teniendo qué comer se está comiendo las mulas que necesita para volverse a su tierra.

-Manda decir el general -continuó- si se le ofrece algo.

-Dígale al general -contesté echando un voto tremendo-, que es un bárbaro, que está desconfiando de un hombre de bien que se le entrega desarmado y que otro día ha de creer en algún pícaro de mala fe que lo engañe.

El mensajero hizo un gesto de extrañeza al oír aquella contestación; advirtiéndolo yo, agregué:

-Y dígaselo, no tenga miedo.

Dicho esto, le di la espalda, y viendo él que yo no tenía ganas de seguir conversando, recogió el caballo y se dispuso a partir. Mas en ese momento llegó un grupo de indios del Norte, y mezclándose con ellos, allí se quedaron hablando, según me dijo Mora después, de que no había novedad por el Cuero y que más allá no sabían.

Al rato, cuando ya se iban, uno de ellos fue a pasar por entre los dos franciscanos que estaban descansando en el suelo como a dos varas uno de otro.

Gritéle con voz de trueno, saltando furioso sobre él para sofrenarle el caballo y empuñando mi revólver, dispuesto a todo:

-¡Eh!, ¡no sea bárbaro!, ¡no me pise a los padrecitos!

Y el hombre, que no había sido indio sino cristiano, sujetando de golpe el caballo, casi en medio de los padres, contestó:

-Yo también sé.

-¿Y si sabes, pícaro, por qué pasas por ahí?

-No les iba a hacer nada -repuso.

-¡Con que no les ibas a hacer nada, bandido!

Calló, dio vuelta, les habló a los indios en su lengua, siguiéronle éstos, y se alejaron todos, habiendo pasado los pobres padres un rato asaz amargo, pues creyeron hubiese habido una de pópulo bárbaro.

¡Extraños fenómenos del corazón humano!

Algunas horas después de esta escena, a la que nada notable se siguió, ese mismo hombre tan duramente tratado por mí, se presentó diciéndome:

-Mi coronel, aquí le traigo este cordero y estos choclos.

El hombre inculto había cedido, justo era que yo cediera a mi vez.

-Gracias, hijo -le contesté-, ¿para qué te has incomodado? Apéate, tomaremos un mate y me contarás tu vida.

Apeóse del caballo, maneólo, sentóse cerca de mí y después de algunas palabras de comedimiento dirigidas a los franciscanos, nos contó su historia.

En ese instante gritaron que se avistaban, saliendo del monte, unos bultos colorados.

Ya sabremos lo que era.