Una excomunión famosa

Tradiciones peruanas: Tercera serie (1894)
de Ricardo Palma
Una excomunión famosa


Tiempos de fanatismo religioso fueron sin duda aquellos en que, por su majestad don Felipe II, gobernaba estos reinos del Perú don Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete y montero mayor del rey. Y no lo digo por la abundancia de fundaciones, ni por la suntuosidad de las fiestas, ni porque los ricos dejasen sus fortunas a los conventos, empobreciendo con ello a sus legítimos herederos, ni porque, como lo pensaban los conquistadores, todo crimen e inmundicia que hubiera sobre la conciencia se lavaba dejando en el trance de morir un buen legado para misas, sino porque la Iglesia había dado en la flor de tomar cartas en todo y para todo, y por un quítame allá esas pajas le endilgaba al prójimo una excomunión mayor que lo volvía tarumba.

Sin embargo de que era frecuente el espectáculo de enlutar templos y apagar candelas, nuestros antepasados se impresionaban cada vez más con el tremendo aparato de las excomuniones. En algunas de mis leyendas tradicionales he tenido oportunidad de hablar más despacio sobre muchas de las que se fulminaron contra ladrones sacrílegos y contra alcaldes y gente de justicia que, para apoderarse de un delincuente, osaron violar la santidad del asilo en las iglesias. Pero todas ellas son chirinola y cháchara celeste, parangonadas con una de las que el primer arzobispo de Lima don fray Jerónimo de Loayza lanzó en 1561. Verdad es que su señoría ilustrísima no anduvo nunca parco en esto de entredichos, censuras y demás actos terroríficos, como lo prueba el hecho de que antes de que la Inquisición viniera a establecerse por estos trigales, el señor Loayza celebró tres autos de fe. Otra prueba de mi aseveración es que amenazó con ladrillazo de Roma (nombre que daba el pueblo español a las excomuniones) al mismo sursum corda, es decir, a todo un virrey del Perú. He aquí el lance:

Cuéntase que cuando el virrey don Francisco de Toledo vino de España, trajo como capellán de su casa y su persona a un clérigo un tanto ensimismado, disputador y atrabiliario, al cual el arzobispo creyó oportuno encarcelar, seguir juicio y sentenciar a que regresase a la metrópoli. El virrey puso el grito en el cielo y dijo, en un arrebato de cólera: «que si su capellán iba desterrado, no haría el viaje solo, sino acompañado del fraile arzobispo». Súpolo éste, que faltar no podía oficioso que con el chisme fuese, y diz que su excelencia amainó, tan luego como tuvo aviso de que el arzobispo había tenido reunión de teólogos y que, como resultado de ella, traía el ceño fruncido y se estaban cosiendo en secreto bayetas negras. El cleriguillo, abandonado por su padrino el virrey, marchó a España bajo partida de registro.

Pero la excomunión que ha puesto por hoy la péñola en mis manos es excomunión mayúscula y, por ende, merece capítulo aparte.

El decenio de 1550 a 1560 pudo dar en el Perú nombre a un siglo que llamaríamos sin empacho el siglo de las gallinas, del pan, del vino, del aceite y de los pericotes. Nos explicaremos.

Sábese, por tradición, que los indios bautizaron a las gallinas con el nombre de hualpa, sincopando el de su último inca Atahualpa. El padre Blas Valera (cuzqueño) dice que cuando cantaban los gallos, los indios creían que lloraban por la muerte del inca, por lo cual llamaron al gallo hualpa. El mismo cronista refiere que durante muchos años no se pudo lograr que las gallinas españolas empollasen en el Cuzco, lo que se conseguía en los valles templados. En cuanto a los pavos, fueron traídos de Méjico.

Garcilaso, Zárate, Gomara y muchos historiadores y cronistas dicen que fue por entonces cuando doña María de Escobar, esposa del conquistador Diego de Chávez, trajo de España medio almud de trigo que repartió a razón de veinte o treinta granos entre varios vecinos. De las primeras cosechas se enviaron algunas fanegas a Chile y otros pueblos de la América.

Casi con la del trigo coincidió la introducción de los pericotes o ratones en un navío que por el estrecho de Magallanes vino al Callao. Los indios dieron a esta plaga de dañinos inmigrantes el nombre de hucuchas, que significa salidos del mar. Afortunadamente el español Montenegro había traído gatos en 1537, y es fama que don Diego de Almagro le compró uno en seiscientos pesos. Los naturales, no alcanzando a pronunciar bien el mizmiz de los castellanos, los llamaron michitus.

Y aquí, por vía de ilustración, apuntaremos que en los primeros veinte años de la conquista el precio mínimo de un caballo era de cuatro mil pesos, trescientos el de una vaca, quinientos pesos el de un burro, doscientos el de un cerdo, ciento el de una cabra o de una oveja y por un perro se daban sumas caprichosas. En la víspera de la batalla de Chuquinga ofreció un rico capitán a un soldado diez mil pesos por su caballo, propuesta que el dueño rechazó con indignación, diciendo: «Aunque no poseo un maravedí, estimo a mi compañero más que los tesoros de Potosí».

Habiendo gran escasez de vino, a punto tal que en 1555 se vendía la arroba en quinientos pesos, Francisco Carabantes trajo de las Canarias los primeros sarmientos de uva negra que se plantaron en el Perú. En el pago de Tacaraca, en Ica (escribía Córdova y Urrutia en 1840) existe hay mismo una viña de uva negra, que se asegura ser una de las plantadas por Carabantes, la cual da hasta ahora muy buena cosecha. ¡Injusticias humanas! Los borrachos bendicen siempre al padre Noé, que plantó las viñas, y no tienen una palabra de gratitud para Carabantes, que fue el Noé de nuestra patria.

Obtenido pan y vino, hacía falta el aceite. Probablemente lo pensó así don Antonio de Ribera, y al embarcarse en Sevilla en 1559 cuidó de meter a bordo cien estacas de olivos.

Don Antonio de Ribera fue en Lima persona de mucho viso, como que tenía escudo de armas en el que había pintados dos lobos con dos lobeznos en campo de oro. Casado con la viuda de Francisco Martín de Alcántara, hermano materno del marqués Pizarro y que murió a su lado defendiéndolo, trájole ésta una pingüe dote. Tomó gran participación en las guerras civiles de los conquistadores, y después de la rebeldía de Girón, marchó a España en 1557 con el nombramiento de procurador del Perú.

Ribera fue dueño de la espaciosa huerta que conocemos en Lima con el nombre de Huerta perdida. Poseía una fortuna de trescientos mil duros, adquirida haciendo vender por sus mitayos higos, melones, naranjas, pepinos, duraznos y demás frutas desconocidas hasta entonces en el Perú. La primera granada que se produjo en Lima fue paseada en procesión en el anda en que iba el Santísimo Sacramento, y dicen que era de fenomenal tamaño.

Desgraciadamente para Ribera, la navegación, llena de peligros y contratiempos, duró nueve meses, y a pesar de sus precauciones, se encontró al pisar tierra con que sólo tres de las estacas podían aprovecharse, pues las demás no servían sino para avivar una hoguera.

Diose a cultivarlas con grande ahínco, cuidándolas más que a sus talegas de duros; y eso que su reputación de avaro era piramidal. Y para que ni un instante escapasen a su vigilancia, plantó las tres estacas en un jardinillo bien morado y resguardado por dos negros colosales y una jauría de perros bravos.

Pero fíese usted en murallas como las de Pekín, en gigantes como Polifemo y en canes como el Cervero, y estará más fresco que una horchata de chufas. Las dichosas estacas tenían más enamorados que muchacha bonita, y ya se sabe que para hombres que se apasionan del bien ajeno, sea hija de Eva o cosa que valga la pena, no hay obstáculo exento de atropello.

Una mañana levantose don Antonio con el alba. No había podido cerrar los párpados en toda la santa noche. Tenía la corazonada, el presentimiento de una gran desgracia.

Después de santiguarse, y en chanclas y envuelto en el capote, se dirigió al jardinillo; y el corazón le dio tan gran vuelco que casi se le escapa por la boca junto con el taco redondo que lanzó.

-¡Canario! ¡Me han robado!

Y cayó al suelo presa de un accidente.

En efecto, había desaparecido una de las tres estacas.

Aquel día Ribera derrengó a palos a media jauría de perros y el látigo anduvo bobo entre los pobres esclavos, que a su merced se le había subido la cólera al campanario.

Cansado de castigos y de pesquisas y viendo que sus afanes no daban fruto, se acercó al arzobispo, que era muy su amigo, y lo informó de su gran desventura, al lado de la cual los trabajos de Job eran cancán y zanguaraña.

Pues no es cuento, lectores míos, sino muy auténtico lo que sucedió, y así se lo dirá a ustedes el primer cronista que hojeen.

Aquel día las campanas clamorearon como nunca; y por fin, después de otras imponentes ceremonias de rito, el ilustrísimo señor arzobispo fulminó excomunión mayor contra el ladrón de la estaca.

Pero ni por esas.

El ladrón sería algún descreído o esprit fort, de esos que pululan en este siglo del gas y del vapor, pensará el lector.

Pues se lleva un chasco de marca.

En aquellos tiempos una excomunión pesaba muchas toneladas en la conciencia.


Tres años transcurrieron y la estaca no parecía.

Verdad es que ni pizca de falta le hacía a Ribera, quien tuvo la fortuna de ver multiplicados los dos olivos que le dejara el ladrón y disponía ya de estacas para vender y regalar. Presumo que los famosos olivares de Camaná, tierra clásica por sus aceitunas y por otras cosas que prudentemente me callo, pues no quiero andar al rodapelo con los camanejos, tuvieron por fundador un retoño de la Huerta pedida.

Un día presentose al arzobispo, con cartas de recomendación, un caballero recién llegado en un navío que con procedencia de Valparaíso había dado fondo en el Callao; y bajo secreto de confesión le reveló que él era el ladrón de la celebérrima estaca, la cual había llevado con gran cautela a su hacienda de Chile, y que, no embargante la excomunión, la estaca se había aclimatado y convertídose en un famoso olivar.

Como la cosa pasó bajo secreto de confesión, no me creo autorizado para poner en letras de imprenta el nombre del pecador, tronco de una muy respetable y acaudalada familia de la república vecina.

Todo lo que puedo decirte, lector, es que el comején de la excomunión traía en constante angustia a nuestro hombre. El arzobispo convino en levantársela, pero imponiéndole la penitencia de restituir la estaca con el mismo misterio con que se la había llevado.

¿Cómo se las compuso el excomulgado? No sabré decir más sino que una mañana al visitar don Antonio su jardinillo se encontró con la viajera, y al pie de ella un talego de a mil duros con un billete sin firma, en que se le pedía cristianamente un perdón que él acordó, con tanta mejor voluntad cuanto que le caían de las nubes muy relucientes monedas.

El hospital de Santa Ana, cuya fábrica emprendía entonces el arzobispo de Loayza, recibió también una limosna de dos mil pesos, sin que nadie, a excepción del ilustrísimo, supiera el nombre del caritativo.

Lo positivo es que quien ganó con creces en el negocio fue don Antonio de Ribera.

En Sevilla la estaca le había costado media peseta.

A la muerte del comendador don Antonio de Ribera, del hábito de Santiago, su viuda, doña Inés Muñoz, fundó en 1573 el monasterio de la Concepción, tomando en él el velo de monja y donándole su inmensa fortuna.

El retrato de doña Inés Muñoz de Ribera se encuentra aún en el presbiterio de la iglesia, y sobre su sepulcro se lee:


 «Este cielo animado en breve esfera
 depósito es de un sol que en él reposa,
 el sol de la gran madre y generosa
 doña Inés de Muñoz y de Ribera.
 Fue de Ana-Guanca encomendera,
 de don Antonio de Ribera esposa,
 de aquel que tremoló con mano airosa
 del Alférez Real la real bandera».