Una elección de Abadesa

Tradiciones peruanas - Octava serie
Una elección de Abadesa

de Ricardo Palma


Por enero de 1709 la sociedad limeña estaba más arremolinada que un avispero. Tratábase nada menos que del capítulo pare elección de abadesa en el monasterio de Santa Clara. ¡Vaya si la cosa valía la pena!

Disputábanse el centro abacial Sor Antonia María de los Llanos y Sor Leonor de Omontes, actual abadesa, y que aspiraba a la reelección. Ambas contaban con fuerzas y probabilidades iguales, siendo diarias las escandalosas reyertas entre monjas y seglares domiciliadas en el convento, reyertas cuyos pormenores, siempre abultados, eran en la ciudad la comidilla de las tertulias caseras.

Todas las familias de Lima, por falta de distracciones o de asunto en que ocupar la actividad del espíritu, estaban afiliadas en alguno de los partidos monacales, tomando la cosa con tanto o más calor que los politiqueros de nuestros republicanos tiempos cuando se trata de que el bastón presidencial cambie de manos para repartir garrotazos.

El Cabildo eclesiástico, en sede vacante a la sazón, se reunió el 11 de enero, y por cinco votos contra tres declaró, no sin protesta de la minoría, que la madre Leonor no podía ser reelecta. Ésta, que contaba con la protección del virrey marqués de Castell-dos-rius y de los oidores, apeló ante la Real Audiencia, y después de larga controversia entre el Cabildo y el Gobierno, dispuso éste que la elección se realizase el 12 de febrero, tercer día de carnaval, y que la madre Omontes podía ser candidata.

Aunque refunfuñando mucho, tuvieron que morder el ajo los cinco canónigos partidarios de la madre Llanos; y el día designado, a las ocho de la mañana, el Cabildo, presidido por el Provisor, que lo era el maestroescuela don Francisco Alfonso Garcés, se constituyó en Santa Clara y nombró presidenta, para el acto de la votación, a doña Teodora de Urrutia, que era la decana del monasterio, pues contaba veintiocho años de conventual.

Entretanto la plazuela y calles vecinas eran un hormiguero de gente principal y de muchitanga provista de matracas y cohetes voladores.

El provisor, que no daba por medio menos la victoria de la madre Antonia, su protegida, se puso como energúmeno cuando, terminado el escrutinio, resultó la madre Leonor con ochenta y un votos y su competidora con setenta y uno.

-Señoras -dijo su señoría,- sin oponerme a los despachos del real acuerdo, por justas causas que reservo en mí y en el venerable Cabildo, anulo la elección y nombro presidenta a la madre Urrutia, a la que todas las religiosas, bajo pena de excomunión, prestarán desde este momento obediencia.

Allí se armó la gorda.

Los tres canónigos omontistas les dijeron cuatro frescas al Provisor y a sus secuaces, y las monjas formaron una alharaca que es para imaginada y no para descrita, llegando una de las omontistas, tijera en mano, a obligar a las contrarias, que se allanaban a reconocer la autoridad de la presidenta, a refugiarse en el coro alto. Todo acabó, como se dice, a farolazos, y el juramento de obediencia quedó sin prestarse.

La Real Audiencia, a la que acudió en el acto la Omontes, querellándose de despojo, dio por buena y válida la elección de ésta, y a la vez ordenó al Cabildo que levantase la censura.

El Provisor contestó que, como juez ordinario, había desde enero seguido, en secreto, causa a la madre Leonor, y que, por justos motivos que reservaba in pectore y por razones canónicas que expuso, insistía en no darla posesión del cargo.

Esta oposición la hallará por extenso el curioso lector en un libro manuscrito que existe, en la Biblioteca Nacional, titulado Antigüedades de esta Santa Iglesia Metropolitana de los Reyes y del que es autor el canónigo Bermúdez.

-Ya esto es mucha mecha, y no la aguanto- exclamó el de Casielldos-rius, y le plantó al provisor una mosquita de Milán, que no otra cosa era un oficio en que prevenía al señor Garcés que si en término de ocho horas no ponía a la Omontes en posesión de la abadía, se alistase para ser enviado a España bajo partida de registro; y que a los otros cuatro canónigos, sus camaradas en la resistencia, les limpiaría el comedero, privándoles de temporalidades hasta que Su Majestad otra cosa dispusiese.

Nada de paños tibios ni emolientes. Al grano, que en este caso es el bolsillo..., allí, donde duela, pensó su excelencia el virrey, y pensó bien; porque, a las cuatro de la tarde del 15 de febrero, los canónigos todos, más suavecitos que guante de ámbar, hicieron reconocer por abadesa de Santa Clara a la madre Leonor Omontes.

Así se restableció la calina en al claustro de las clarisas, donde las muchachas festejaron el desenlace del tenido capítulo cantando:


¡Vítor la madre Leonor!
¡Vítor el señor virrey!
¡Vítor la Audiencia que tiene
horma justa para el pie!