Una cristiana: 22
Capítulo XXII
¿Cómo sucedió que descendiese a mi alma un rayo de divina alegría, de esperanza insensata y deliciosa, de luz en fin, parecido al que supone la tradición popular que penetra el día de la Candelaria en las tinieblas del Limbo? A ver si puedo recordarlo con todos sus detalles insignificantes y hasta cómicos, con su mezcla de sueños y realidades, tan inseparables, que no sé dónde acaban los primeros y empiezan las segundas, ni puedo jurar que estas hayan existido más que dentro del sujeto que las percibía, en mi propia representación, que es para mí mismo la realidad suprema.
Es el caso que Trinito, nuestro cubano filarmónico, habiendo recibido cierta plata enviada de su ínsula, se dedicó a gastarla sin ton ni son, ni gracia ninguna, desmadejadamente, como hacía él todas las cosas; y entre sus despilfarros se contó el de convidarnos a butacas del Real, para ver el estreno de una ópera española muy discutida y comentada de antemano por los periódicos. Vanamente le objetamos la inutilidad de este derroche, pues nosotros estaríamos mucho más a gusto en el paraíso, entre niñas cursis y guapas y, aficionados competentes en el divino arte. Pero él, que a lo que aspiraba era a darse tono y a jalear el estreno de cierto frac, no quiso oírnos y nos arrastró a Portal y a mí hacia el coliseo: el zamorano ni hecho pedazos consintió en acompañarle. Ni Portal ni yo poseíamos frac; sólo que nos dejamos de chiquitas y nos encajamos la levita -el fondo del baúl-, esperando que nadie se fijaría en nosotros, y todas las miradas serían para el cubano, según iba de resplandeciente y repampirolante. Su frac y pantalón nuevos brillaban con el charolado especial del paño fino, y la estrecha solapa de raso, bajando hasta la cintura, realzaba la pechera blanquísima. El hombre, a fin de no perdonar circunstancia, se había gastado su pesetita en una olorosa gardenia, que lucía en el ojal con corrección irreprochable. Clac no se lo compró por falta de tiempo; pero entró en el teatro ocultando el hongo bajo el capote, a fin de no estropear el rizado del pelo y la primorosa raya. Nosotros ocupamos nuestros asientos un tanto cohibidos, aspirando a que nadie nos mirase ni viese; pero Trinito, plantado en pie y vuelto de espaldas a la orquesta, sacando el pecho donde bombeaba la fina camisa y pasándose la mano, desnuda de guantes, por el cabello bien atusado, parecía un gomoso de los más estirados y cargantes. Aunque el sentido de la vista, en el cubano, era tan expedito como el del oído, se había alquilado los grandes gemelos, y los clavaba alternativamente en los palcos entresuelos y plateas, y en las filas de butacas, pasando revista a las beldades, a los descotes y a las galas y joyas. Portal, muy encogido y acurrucado, se divertía en decirle sotto voce que la reina Cristina le flechaba sus lentecitos de mango largo, y que la infanta Isabel hacía señas a la infanta Eulalia para que se fijase en aquel nuevo dandy tan desconocido como fascinador.
Pero apenas se hubo levantado el telón, entrole a Trinito su acceso de epilepsia musical, y estuvo pendiente del tejido de la ópera, la cual por espacio de cinco horas nos zarandeó de Wagner a Meverbeer, y de Donizetti a Rossini, pues de todo había en ella menos de nuevo y español. Trinito, en su exaltación y con la implacabilidad de su retentiva música, no nos dejaba vivir. «¡Camaradas, esto es ajiaco puro! Ahí ha metido el hombre el largo assai de la ópera 32 de Mendelssohn! Anda, anda, pues si se ha calzado enterito el allegretto de la introducción del Don Juan! Toma... eso es de la Flauta encantada: quince compases lo menos hay igualitos, calcados al pie de la letra... ¡Este maestoso está en El Barco Fantasma o en Parsifal...!
-O en las Habas verdes -añadía Portal con flema.
-No, pues no reírse, que algo hay de Habas verdes, o cosa parecida: porque esa especie de tango yo lo he oído en zarzuela... Ahora saltamos a la sinfonía en ut menor del sordo sublime... Camaraditas, estoy indignado. Voy a protestar. De esto a salir a los caminos con trabuco...
Al segundo acto de indignación de Trinito fue en un crescendo no menos estrepitoso que el del concertante final; al tercero nos aburrió a todos con sus investigaciones de reminiscencias y plagios, empeñándose en buscar a gritos, llamando la atención de los espectadores, los fragmentos de una mano de Mozart o de una canilla de Beethoven que por allí andaban desparramados: y al cuarto su indignación adquirió proporciones tan imponentes, que no nos permitió ver la conclusión de la ópera. «Larguémonos, antes que llamen a la escena a ese monedero falso. Yo silbaría, si me quedase, y no es cosa de armar escándalo aquí. Vámonos, pues: prudencia. Estoy tan atufado, que no sé lo que hago. Sujétenme, llévenme a la calle». Admirados de aquel arrechucho, no menos sorprendente en la dulce flema del cubano de lo que lo sería en un canario o un cordero, nos resignamos a salir antes que nadie, y echamos, por el salón de descanso, hacia la puerta.
Sin transición, desde la atmósfera recaliente, vibrante, zumbadora de las butacas, cruzamos al helado pasillo, más glacial aún por estar desierto, pues únicamente dos acomodadores daban vueltas por allí. Una corriente de aire, aguda como un estilete, se coló por mi boca entreabierta para reír y por mis dilatadas fosas nasales, llegando instantáneamente a mi pecho, donde noté una constricción singular.
-Taparse la boca, señores -advirtió el práctico Luis-. Vamos a pescar la gran pulmonía de la Era cristiana. Tápate, Salustio, no seas memo.
Yo buscaba el pañuelo para ampararme con él, pero ¡ay! sentía ya ese aviso extraño, esa punzada obscura y sorda de la enfermedad que traidoramente se nos ha metido en el cuerpo aprovechando nuestros descuidos e imprudencias, a manera de ladrón que ve puesta la llave y no pierde la coyuntura de registrar el arca.
-Yo creo que ya la he pescado -murmuré con alguna inquietud.
-No seas aprensivo. Vámonos a Fornos a tomar un ponche. Anda, verás qué calentito y qué bueno -dijeron mis compañeros, a tiempo que salíamos al páramo de la Plaza de Oriente. Y fuimos a Fornos y tomamos el ponche, todo a cuenta de la plata de Trinito, quien nos hizo de nuevo una monografía sobre los plagios y rapsodias de la ópera, y nos tarareó su indignación y hasta nos la tecleó sobre la mesa. ¡Esta vez se resolvía a escribir una crítica musical! ¡Ya lo creo! Iba a triturar al compositor, o por mejor decir al rata que había cogido infraganti visitándole a Wagner la faltriquera.
Me retiré tarde y dormí mal. Al otro día desperté con inexplicable fatiga y desaliento, con esa especie de tædium vitæ marasmo que precede a los graves desórdenes patológicos. Tití observó que tenía muy mala cara y me rogó que me acostase, regañándome suavemente por las horas imposibles a que me había recogido la noche anterior. Accedí, porque me sentía tan rendido, que como decimos en la tierra, ningún hueso de mi cuerpo me quería bien. Al retirarme, dije a Carmiña en suplicante tono:
-¿Irás a verme?
-¡No faltaba más! Ya se ve que iré. A llevarte una taza de flor de malva bien hervidita para que sudes... Eso que tienes es un resfriado. Locuras que habrás hecho.
Apenas me acosté ¡zas!, se declaró victoriosamente la calentura, y la fatiga, y la congestión de los órganos respiratorios. Empecé a divagar, a perder la brújula: aquello seguramente no sería delirio, pero sí una especie de libre y caprichoso viaje de la imaginación al través de las regiones más hermosas para mí cuando me sentía completamente dueño de mis facultades. En los intervalos lúcidos de la modorra y entre la angustia de la disnea, volví a ver el Tejo, con su ramaje verde obscuro, que se recortaba sobre el azul divino del cielo y sobre el luminoso y pálido verdor de la ría; oí cánticos de labradoras, gaitas que repicaban la alborada, cohetes, arpegios de piano, y hubo instantes en que juraría que un negro murciélago entraba revoloteando por la ventana y, traspasado por un alfiler, agonizaba a mi vista... Por supuesto que el Padre Moreno estaba allí, y unas veces me servía de consuelo su presencia, y otras me irritaba hasta tal punto, que de buena gana le hubiese arrojado a la cabeza cualquier cosa. En aquel trastorno de la fiebre debí de cantar, y también debí de enunciar fórmulas y plantear problemas de ciencia matemática. Lo que sé es que por cima del delirio, de la calentura, de la horrible opresión, de la constricción de mis bronquios y pulmones, revoloteaba una sensación encantadora. Tití no salía de mi cuarto; tití me aplicaba los remedios, me arreglaba las sábanas, me servía y atendía en todo; y cuando en un movimiento involuntario hijo de la fiebre se me ocurrió echarle los brazos al cuello... pensé... ¿era desvarío? que aquella mujer fuerte, inquebrantable, lejos de hacer el menor movimiento para apartarse de mí, me devolvía la afectuosa demostración. Yo juraría que sus ojos me miraban tiernos y dulces; que sus manos me acariciaban y halagaban como se halaga y acaricia a un niño; que su boca murmuraba frases de miel, cuyo sonido era una música del corazón... Y dejándome llevar de mi fantasía, pensé al adormecerme bajo la acción de un enérgico medicamento:
-Tití me quiere, me quiere, no cabe duda. ¡Qué feliz voy a ser si no me muero!
Suspiré, di media vuelta, y si pudiese formular en palabras el sentimiento que inundaba mi espíritu, añadiría:
-Y aunque me muera.