Una cristiana
de Emilia Pardo Bazán
Capítulo XV

Capítulo XV

El día de la boda, dos después de este episodio, me desperté con la impresión de sentir allá dentro, dentro, en el fondo de la caja torácica, el molimiento del batacanazo. A fuerza de aplicarme paños del árnica que compré secretamente en la botica de San Andrés, yo había conseguido que no se percibiesen mucho las contusiones y erosiones que tenía en la cara. De mi ropa se había rasgado tan sólo el forro de la americana; menos mal. Los dos únicos testigos de la escena sin duda se habían puesto de acuerdo para callar; pero me miraban de vez en cuando, y yo sentía desagradable impresión al encontrar la mirada de Carmiña, sorprendida y severa, o los ojos del franciscano, en que me parecía notar mezcla humillante de enojo y desdén.

Por eso lamentaba tener el cuerpo tan quebrantado. «¿A que me he resentido o roto alguna cosa -pensé- y ahora se descubre el pastel por fuerza?». Con el decaimiento físico se enlazaba un estado espiritual de bastante lirismo, según demostrarán algunos párrafos de mi nueva carta a Luis:

«Chacho, no sé cómo decirte lo que me sucede. He sorprendido los secretos de mi futura tía, por casualidad, y me he convencido de que es un ángel, un serafín en figura de mujer. Con razón aseguraba el fraile que Carmiña realiza el tipo de la perfecta cristiana. Es indudable que en una mujer así hay algo que impone veneración, algo de celestial. Hice mal en dudarlo y en imaginar siguiera que no fuese una santa. ¿Y si vieses qué desgraciada, qué abnegación la suya! Te referiré lo que sucede... y me dirás si cabe mayor heroísmo, ni más dignidad. Estoy absorto desde que he penetrado los móviles de su conducta...».

Se los explicaba largamente, encomiando la resolución admirable de tití: y añadía, para concluir de descargar mi conciencia:

«También el fraile me parece bueno... Aunque sea rarísimo, me voy inclinando a que cumplirá todos sus votos. Nada, chico: los cumplirá. Existe la virtud ¡cuidado si existe! Aún hay patria... No sé lo que siento: no sé si desde que veo claro quiero más a la tití, de un modo allá muy refinado, o si ya no me importa como mujer. Lo que sé es que mi tío no merece el tesoro que le cae del cielo. ¡No encontraré yo mujer semejante, si llego a casarme andando el tiempo!».

Esta epístola la escribí la víspera del día fatal. Al amanecer este, me encontré, según iba diciendo, molido y sin hueso que bien me quisiera; con unas ganas incontrastables de quedarme así, tumbado boca arriba, sin moverme, ni pensar; ni resollar siquiera. Pero el maldito monaguillo entró en mi cuarto con sus fueros y sus niñerías habituales, y vino derecho a alzar las sábanas.

-¿Qué tiene? -preguntaba-. ¿Se le ha caído la paletilla? Está como los gatos cuando se estrellan al saltar de los tejados. ¿Qué le duele al señorito? ¿le doy unas friegas?

Me levanté penosamente, y amenazándole con el puño cerrado, exclamé:

-Como hables de caídas...

-Bueno, hablaremos de lo que usía disponga... ¡Ne in furore tou arguas me!

-Voy a argüirte con un zapatazo si no callas...

-Ey... no vale arrimar piñas. Arribita, que ya están poniéndole cascabeles a la noria... ¿No oye la orquesta del teatro Real, Imperial y Botánico? Pues bien que toca.

En efecto, del patio subían norias ligeras, campesinas, rápidas, notas que parecían danzar con alegría pastorial. Eran los gaiteros afinando y preludiando la alborada. Aquella música fresca, jubilosa, me oprimió el corazón. Haciendo un esfuerzo, puse los huesos de punta. Parecíame notar en el pecho una especie de malestar depresivo, algo como si tuviese allí una piedra de mucho peso, de estorbo intolerable. Sacando fuerzas de flaqueza me lavé, me vestí lo mejor que pude, y bajé a desayunarme. Otro tanto hacían la mayor parte de los convidados a la boda. Noté que el señor de Aldao estaba inquieto, y supe que su inquietud provenía de una carta recién llegada del Naranjal. Escribíala, en nombre de don Vicente Sotopeña, su ahijado y protegido Lupercio Pimentel; el cual, después de muchas y muy corteses felicitaciones y grandes protestas de amistad hacia mi tío, se declaraba comisionado por don Vicente para asistir en su nombre, ya que no a la ceremonia, a la comida. Y aquí de los apuros de don Román, temeroso de que no hubiese todos los perfiles que requería la presencia de tan importante persona. Casi hubiera preferido Aldao tener que habérselas con el mismo Santo. Este al fin era la quinta esencia de la llaneza, y en dándole platos regionales y bromas en dialecto, de seguro que en ninguna falta repararía. En cambio el ahijado... ¡Dios sabe! Joven, elegantón, acostumbrado a los festines de la corte...

Despachado el chocolate con cierta anarquía, entramos en la sala, se oyeron en el pasillo voces femeniles, dos o tres risas, y apareció la novia rodeada de varias amiguitas pontevedresas convidadas a la ceremonia y seguida de Candidiña, de doña Andrea, de la chiquilla, que se atropellaban para contemplarla mejor.

Carmiña Aldao venía pálida, ojerosa, febril: sus ojos negros tenían el párpado obscuro, cárdeno, como después de una noche de insomnio. Lucía el traje blanco con la red de perlas, mantilla negra sujeta con joyas, un ramito de azahar natural en el pecho, tan rico pañuelo, guantes largos, devocionario y rosario de nácar. Después de saludar a su novio, que le dio los buenos días algo cohibido, y de sonreír a los demás, se quedó sin saber qué hacer, plantada en mitad del saloncito; pero cuando el señor de Aldao, a un movimiento de cabeza de mi tío Felipe, contestó diciendo: «Vamos», la señorita se adelantó y con sencillez y viveza se acercó a su padre. «Perdóname si en algo te he ofendido -le dijo en voz vibrante, aunque contenida- y clame tu permiso, para que sea feliz». Al pronunciar estas palabras, clavó en su padre una mirada elocuente, profunda, casi terrible a fuerza de concentración. El señor de Aldao volvió la cabeza, murmurando un «Dios te bendiga». Creo que noté en sus pupilas cierto brillo... Hay cosas que crispan los nervios. Las amiguitas se dedicaron a arreglar a la novia los volantes, a recoger las perlitas del bordado, algunas de las cuales andaban por el suelo ya. Y sin darnos el brazo, en formación desordenada, nos encaminamos a la capilla.

Esta estaba fragante de flores, toda tapizada de helecho y anís, iluminado el altar con infinitos cirios. La ceremonia fue larga, porque se casaron y velaron a un tiempo. Escuché el claro sí de la esposa, y el opaco del esposo. Oí leer la que todo el mundo llama epístola de San Pablo, aunque no lo sea. Allí el marido era asimilado a Cristo, la mujer a la Iglesia; y en confirmación de esta superioridad viril, la bordada estola cayó sobre la cabeza de la novia a la vez que sobre el cuello del novio. Carmiña Aldao, cruzando las manos sobre el pecho, inclinó la frente sometiéndose al yugo.

Había entre el concurso de espectadores aldeanos y aldeanas, venidos por curiosidad, y que se empujaban, con murmullo respetuoso, a fin de ver algo por encima de las cabezas del señorío. Cuando se hubo terminado la misa, estallaron los cohetes, las gaitas del país dejaron oír su ronquido característico, y la gente se agolpó, saliendo en tropel, la novia rodeada de sus amiguitas, que pellizcaban pétalos y gromos de azahar, y la besuqueaban. Aquel fue un momento embarazoso. ¿A dónde ir; qué hacer; con qué entretener a la reunión? Castro Mera, que era joven y animado, propuso que nos trasladásemos al Tejo, que sacasen el piano al jardín y que armásemos baile, mientras los novios y el Padre Moreno se desayunaban, pues por la misa y la comunión no habían podido hacerlo.

Aceptaron la idea. Aún no había empezado el baile, cuando volvió a aparecer la novia, ya sin mantilla; había tomado un sorbo de chocolate: y venía a cumplir sus deberes de sociedad. El primer rigodón lo tocó ella, desde el jardín. El segundo una señorita pontevedresa y Castro Mera lo bailó con la que ya puedo llamar «mi tía» propiamente. Después una señorita de San Andrés propuso un vals de vueltas. Yo había bailado los rigodones a rastras, sólo porque no cayesen en la cuenta del molimiento y dolor de mis costillas; pero apenas oí vals, me pasó por la mente un verteriano relámpago. «La abrazaré antes que la hayan tocado los brazos de su novio». Y levantándome con ímpetu, olvidado ya del resentimiento de la caída, la propuse el vals. Se negaba sonriendo, pero las amiguitas la empujaron, y entonces, haciendo un mohín a manera del que dice «Así como así ya es la última vez», colocó su brazo izquierdo sobre el mío y dejó que con el derecho rodease su cintura.

Al estrecharla olvidé la fatiga, el molimiento y comprendí por repentina intuición que estaba más prendado que nunca de aquella mujer, irremisiblemente ligada ya a otro hombre. El tenerla así enlazada -en aquel camarín vegetal, aromático, espolvoreado de oro por el sol que a veces colándose entre las ramas, lanzaba una juguetona estrellita de luz entre el pelo o en la frente de la novia- me volvía loco. Notaba las delicadas líneas del cuerpo airoso de Carmiña; sentime bañado en su aliento, y la disparatada idea que revoloteaba en torno mío se convirtió en sentimiento tan vehemente que necesité reprimirme para no estrechar a mi pareja, haciéndola daño. Mi arrebato era no obstante de lo más puro y elevado que se ha visto en esto de arrebatos amorosos. Yo sentía una ilusión celestial, si me es dado expresarme así; una ilusión divina, noble en su origen y en su desarrollo. Lo que me exaltaba era pensar que tenía allí en mis brazos a la mujer más santa y pura de la tierra y que esta mujer, aunque perteneciente a otro, estaba todavía virgen, intacta, como el cáliz de una azucena, como el propio azahar que llevaba prendido aún en el pecho, y que al empezar a marchitarse, despedía aroma más fuerte y embriagador.

Girábamos con gran suavidad, y entre vuelta y vuelta creo que la dije: «Ya somos parientes: ¿puedo tutearte?».

-Naturalmente: sólo faltaría que me dijeses de usted con mucha política.

-¿Te enfadarás?

-No. ¿Por qué?

Guardé silencio. Los pliegues de su traje de seda me acariciaban las rodillas, y sentía el corazón, agitado por el movimiento del vals, latir fuertemente.

Entonces, con impulso invencible, ascendió la verdad a mis labios.

-Tití -murmuré-, perdóname, yo me he portado mal contigo. ¿No sabes? Fui un indiscreto... ¡Pero me alegro tanto, tanto! Porque ahora conozco todo lo que vales tú... y mira, lo conozco tanto, que estoy como loco. ¿No ves?

-Calla, tonto -articuló ella algo acortada de respiración por el movimiento del vals-. Si fuiste indiscreto... ¿qué quieres que te diga? Hiciste muy mal.

-Ya lo sé -respondí compungido-. Por eso te digo que me perdones. Perdóname, anda. ¿Me perdonas?

-Bueno -dijo ella como el que accede al antojo de un niño.

-¡Qué santa eres! -exclamé arrebatadamente, en voz baja y honda.

Dimos algunas vueltas más. Nos mareábamos de girar en aquel sitio tan estrecho. Ella se detuvo un instante. Entonces la pregunté:

-Tití, ¿piensas bailar más en tu vida?

-No. Este es el último vals. Las casadas no bailan.

-¿El último?

-De seguro.

-Pues dame por Dios y por la Peregrina, ese ramito de azahar. Dámelo.

-¿Para qué lo quieres?

-Dámelo... Si no haré cualquier estupidez.

-¡Toma, sobrino! -exclamó deteniéndose- y no vuelvas a esconderte en los árboles.

Guardé el ramo como el ladrón la robada presea, y miré a mi tití calando la mirada hasta el fondo de los ojos. No me pareció notar en ella severidad ni cólera al hacerme aquella franca declaración de haber sorprendido mi diablura. Un poco de pudor alarmado se veía, sí, en sus pupilas; pero este continente grave lo templaba la media sonrisa y la animación de su rostro encendido por el movimiento del vals. Por mi gusto, el tal baile no se concluiría nunca. Silencioso ya, porque la fuerza de mis sentimientos me ataba la lengua; arrebatado al quinto cielo, incapaz de reprimirme, debí de apretar convulso la delgada cintura... porque de improviso se detuvo mi Tití, y con rostro demudado y voz firme pronunció:

-Basta.