Una cristiana: 08
Capítulo VIII
El gran portalón se abrió. Estábamos en un patio, todo poblado de arbustos y tupido de enredaderas, que trepaban por la fachada de la quinta, sin dejar adivinar mucho de su arquitectura. Enredaderas y arbustos estarían cuajados de flor, porque allí olía a gloria, a ese perfume divino, inaccesible a la ciencia del químico y que únicamente destila en sus misteriosos alambiques la natura.
Sentadas en bancos de piedra y sillas metálicas, tomando la luna, vimos a unas cuantas personas que se levantaron al entrar nosotros y vinieron al encuentro del Padre con exclamaciones de júbilo. Como sólo a él hicieron caso en los primeros instantes, pude enterarme bien de la composición del grupo. En primer término mi tío, vestido de dril claro, próximo a una señorita de mediana estatura, de silueta elegante y airosa, que al ver al Padre exhaló un chillido de gozo. A la izquierda un señor ya machucho, calvo, con bigotes... el suegro, un curita sumamente joven, casi un niño, una muchachona espigada, como de dieciséis años, y una chiquilla que no pasaría de doce. Todos se apiñaban alrededor del Padre, dándole la bienvenida con greguería confusa. Por fin se acordaron de mi existencia, y mi tío hizo la presentación:
-Señor de Aldao, el hijo de Benigna, mi sobrino... Carmiña, Salustio...
La futura tiíta me miró distraídamente. Absorbía toda su atención el Padre. Sin embargo, pasados algunos momentos, se volvió hacia mí para preguntarme «si vendría Benigna, que ella lo deseaba mucho». Disculpé lo mejor que supe la ausencia de mi madre, y la señorita de Aldao insistió en obsequiar al fraile. «¿Quería agua, naranjada, cerveza, Jerez? ¿Una copa de leche? ¿Chocolatito?».
-¡Hija! -gritó el Padre empujándola familiarmente, como el que se sacude una mosca-. ¡Si quieres darme algo que estime... caramelo! dame medio cigarrito, aunque sea de paja.
Chac... Rissch... Dos petacas, la del suegro y la del novio se abrieron a la vez, e inmediatamente se encendieron varias cerillas. Se llevó la palma un habano de mi tío.
-Puede usted fumarlo con satisfacción -advirtió este, que era muy dado a encomiar lo que regalaba-. Procede nada menos que de don Vicente Sotopeña...
-¡Ah! Pues ese los tendrá de rechupete... ¡naranjas con él!
-¡Siéntese usted, siéntese usted para fumar! -suplicaron todos.
Sentado ya, y con su puro entre los labios, empezó a satisfacer al pregunteo de cada quisque. Querían saber cuándo había salido de Compostela, y cómo quedaban los otros padres, y qué ocurría por allá. Yo me situé un poco aislado del grupo, vencido por una distracción rara, especie de embriaguez psíquica. Recostado en un banco, percibí que a mis espaldas se tendían como tapiz de seda verde las ramas de una enredadera magnífica, la datura o trompeta del juicio final; no se requería imaginación muy poética para comparar sus gigantescas flores blancas a copas llenas de esencia fragantísima. Entretejido con la datura se esparcía por la pared un jazmín doble. Aquellos olores, columpia dos por el vientecillo suave, me subían hasta el cerebro, hacían bullir la savia de mis veintidós años y me inspiraban furioso apetito de amor, pero de un amor muy superferolítico, muy delicado y profundo, exclusivo y resuelto a atropellar las leyes humanas y divinas.
Cuando mudamos de residencia -aunque nuestra suerte no cambie-; cuando penetramos en un círculo de gente nueva y desconocida, se nos exaltan la fantasía y el amor propio, y aquellas personas ayer indiferentes, nos interesan de pronto, preocupándonos mucho la opinión que de nosotros pueden formar y los sentimientos que les inspiramos. El empleado, el militar a quien destinan a lejana provincia, lleva una idea vaga del lugar donde va a residir: apenas sienta el pie en él, lo pasado se borra y lo presente le domina, con la poderosa fuerza de lo actual y el estímulo de la novedad y de lo ignorado. Así, yo, excitado por los nuevos horizontes, algo mortificado en el fondo del alma porque mi presencia pasaba totalmente inadvertida, me figuraba que de aquella gente, apenas entrevista, extraña para mí pocos momentos antes, tenía que salir algo decisivo para mi suerte o para mi corazón.
Empecé por figurarme que en el seno de aquella familia pacíficamente reunida tomando la luna, se desenvolvía un drama moral muy extraño, cuyo secreto poseía el fraile, de seguro. «En todas partes -meditaba yo borracho de esencia de jazmín- hay sus dramitas de entre bastidores y su crónica secreta. Allá en Madrid, en casa de la Josefa Urrutia, el drama tiene aspecto grotesco, pero no por eso deja de ser drama. Con la suerte y la vida de Botello se puede hacer el gran sainete dramático. Aquí, el conflicto, si existe, lo conoce el Padre Moreno. ¿Por qué se casa esta señorita, que parece tan distinguida, con el antipático de mi tíos? ¿Será verdad que la maltratan? No, mi misma madre, cuando la apremié, me ha confesado que eso es un dicho sin fundamento. Y estas mocitas que veo aquí, ¿qué papel componen? Y la concubina del señor de Aldao, ¿por dónde anda? Y en esa pareja de futuros esposos, reunidos en un sitio tan propio para excitar la fantasía y los nervios, ¿hay amor? y si no hay amor, ¿por qué hay boda?».
De estas reflexiones me sacó repentinamente el joven curita, que acercándose me dijo en tono pueril y con dejo gallego que desempedraba:
-Perdone la curiosidad... ¿Es el hijo de doña Benigna?
-El mismo.
-¿Uno que estudia para electro imántico científico?
Como yo no comprendiese al pronto este conato de chiste, el curilla rectificó:
-Para ingenioso, digo, para ingeniero.
-¡Ah! sí.
-Pues cuénteme entre sus servidores. ¿Quiere algo? Esta cansado? ¿Fuma?
-¿Y usted, es el párroco de San Andrés de Louza? -le pregunté a un vez, por decir alguna cosa menos incoherente.
Con la más injustificada familiaridad, el curilla me puso una mano sobre la cabeza, y forzándome a bajarla hasta tocar con las rodillas, chilló:
-Bájese... bájese vuecencia, que no está tan arriba... ¡Párroco! ¡Ay! Con clérigo contantaverit mihi... No he pasada por ahora de aprendiz, es decir, de recluta en la milicia sacra.
Sentose a mi lado y comenzó a referirme mil insulseces, a que presté muy poca atención, porque, a la verdad, pensaba en otras cosas bien distintas; y entre tanto fue llegándose la hora en que la caída insensible del rocío y la humedad que impregna la atmósfera hacen desagradable en Galicia permanecer al raso; y el amo de la casa, levantándose, nos hizo entrar y subir a una salita muy adornada de cortinajes de cretona, de donde pasamos al ancho comedor, en que nos esperaba la cena, servida por dos criados, el uno con trazas de gañán mal desbastado aún, el otro algo más pulido, bajo la dirección de una vieja obesa que arrastraba los pies y que se me figuró, a pesar de su ruinoso físico, la ex-odalisca del señor de Aldao. Las dos muchachas entrevistas en el patio se habían evaporado: no aparecieron en la mesa ni en la sala.
Sentado frente a la novia, cuyo rostro iluminaba de lleno la luz de la lámpara, satisfice ansiosamente la curiosidad de mirarla: le bebí el rostro. Al pronto di la razón al Padre Moreno: ni era fea ni bonita. Su cuerpo, elegante y cimbrador, valía más que su cara, de las que se llaman de perfil acarnerado, desprovista de ese esplendor de la tez y esa corrección de facciones que son elementos primarios de la belleza. Pero al cuarto de hora de examen, ya me inclinaba a votar, si no por la hermosura, al menos por el inexplicable encanto de la novia. Al abrir sus ojos negros, de mirar apasionado; al sonreír; al volverse para contestar a una pregunta, la movible faz se animaba, la vida corría por aquellas facciones que yo siempre imaginara plácidas y frías, a pesar de haber visto ya en su retrato, a la luz de un farol madrileño, el no sé qué del alma. Carmiña Aldao se reía poco, y sin embargo no parecía triste; había en ella la animación de la voluntad. Hasta extremosa me pareció, cuando, terminada la cena, y sacando yo del bolsillo el estuche con mi finecita, se deshizo en elogios de la pobre joya.
-¡Ay... qué cosa de tanto gusto! Papá, mire usted... Felipe... Es una monada. ¿Y lo escogió usted mismo? ¡Un estudiante! Vamos, que ya se le pueden hacer encargos. Nada, es precioso.
También el Padre Moreno metió su cucharada en lo del imperdible.
-¡Hombre! Bonito de veras. Así hacen los poderosos. Los frailes no nos atrevemos a corrernos tanto: nuestros obsequios son más sencillos...
Diciendo así fue a buscar un saco de camino, su único equipaje, que había traído un muchacho desde San Andrés de Louza, y extrajo de él una cruz de nácar, de esas de Jerusalem, que aunque modernas tienen tallada con cierta rigidez bizantina la figura del Crucificado. Mediría media vara de altura.
-Es lo único que puedo darte, hija. La cruz viene tocada a la piedra del Gólgota, donde plantaron la de Nuestro Señor.
Nada respondió la novia: con movimiento rápido se inclinó y besó ardientemente no sé si el regalo o la mano que se lo ofrecía. El fraile iba extrayendo del saquillo variedad de rosarios, unos de nácar, otros de huesos negruzcos, pasados por un cordel, sin engarzar todavía.
-De los olivos del monte Olivete -dijo desenredándolos y repartiendo a los que estábamos presentes. Cuando llegó mi turno, debí de hacer algún movimiento de sorpresa, porque el fraile me preguntó con hidalga cortesanía:
-¿No lo quiere usted? Las cosas se toman como de quien vienen; nosotros somos pobres de oficio, y no podemos ofrecer dádiva de mayor valor material, caballero don Salustio.
Guardé el rosario, algo sonrojado de la lección. Había venido gente de San Andrés para ayudar a pasar la velada y hacer la partida de tresillo: el párroco, el boticario, el ayudante de Marina. Me brindaron con el cuarto lugar en la mesa, pero rehusé: temía perder y encontrarme sin dinero en casa extraña. Mi tío, sentándose al lado de su prometida, pegó la hebra; el Padre Moreno se retiró a rezar horas, y yo volví a encontrarme entregado al aprendiz de clérigo.
-¿Dónde está mi cuarto? -le pregunté- ¿usted lo sabe? De buena gana me recogería.
-No lo sabo... pero el que tiene lengua va a Roma. Véngase usted. Agárrese a mi dedo meñique.
Cruzamos el comedor. La lámpara ardía aún, y la vieja presenciaba la operación de alzar los manteles, trasegar vasos y platos y recoger postres. Volví a fijarme en la sultana retirada. En otro tiempo de fijo pasaría por buena moza: hoy el pelo escaso y gris, la tez erisipelatosa y el exceso de obesidad la hacían abominable. Parecía laboriosa, regañona y al par humilde, resignada con su papel de escalera abajo. El curilla, para dirigirle una pregunta, le apretó el brazo derecho.
-¡Ay! Serafín, estese quieto... ¡Qué chanzas gasta más indecentes! ¡Vaya que ser!...
-Mulier, en usted se puede pellizcar sin reparo, que usted es ya contra toda tentación... ¿Dónde está el cubículo, alias dormitorio, de este señorito?
-Mismo al lado del de usted... Dios le dé paciencia al infeliz para aguantar vecindad semejante... ¡Candidiña, Candidiñaá! Una luz... alumbra a estos señores...
Apareció, palmatoria en mano, la mozuela espigada de antes, fresca, rubia, de facciones inocentes y aún algo bobaliconas, como de querubín de retablo, pero de ojuelos maliciosos, parleros, que ella procuraba entornar para que no la delatasen. Echó delante, y haciéndonos subir una escalera bastante pina, nos condujo a nuestros cuartos, situados en la parte alta de la torre, y separados uno del otro por un pasillo estrecho. Estas habitaciones, a las cuales no alcanzara la recomposición general dada por el señor de Aldao a la quinta, tenían aspecto de vetustez, y probablemente en circunstancias normales sólo servían para almacenar la cosecha de calabazos o castañas. Los muebles se reducían a la cama, dos sillas, una mesita y un palanganero. La mozuela, dejando la palmatoria sobre la mesa, advirtió:
-Allí Serafín y aquí usted. Bien anchos están.
-Aún cabes tú, muliércula -advirtió desvergonzadamente el aprendiz de clérigo. La muchachuela pestañeó, soltó la carcajada, amenazando con la mano a Serafín; pero instantáneamente, volviéndose a mí, adoptó continente modesto y preguntó en tono humilde si mandaba algo. Contesté que deseaba recado de escribir, y dijo que iba volando por un tintero. Como se llevó otra vez la palmatoria, me quedé casi a oscuras, alumbrado sólo por el reflejo de la luna.
Me asomé a la ventana. En primer término vi extenderse enorme masa oscura, especie de lago vegetal, que parecía un solo árbol, aunque me lo hiciese dudar su magnitud. A lo lejos la ría brillaba como traje de raso gris salpicado de lentejuelas de plata; el creciente se multiplicaba en su seno y el ruido imperceptible del manso oleaje se confundía el del viento nocturno que estremecía las ramas próximas. Un aire húmedo y refrigerante acariciaba el rostro. Candidiña interrumpió mi contemplación colándose sin pedir permiso, trayendo en una mano el tintero, que casi rebosaba de tinta; en otra, además de la luz, papel, sobres, un cabo de pluma, un cucurucho de arenillas.
-Dice tía Andrea que tiene que dispensar, que todo viene así... cachifollado. Dice que mañana sin falta le dará la salvadora. Dice que en la aldea hay que perdonar muchas cosas.
Empecé a disponer lo necesario para escribir a Luis Portal, pero la muchacha, en vez de marcharse, quedose allí plantada, contemplándome como si mi persona y mis actos fuesen asunto de gran curiosidad. Cuando se inclinó por encima de mi hombro para fisgonear cómo disponía yo el papel, diciendo con asombro casi infantil y dejo gallego riberano muy dulce: «¡Ay! ¡y va a escribir ahora, tan tarde como es!», me cruzó a mí por la imaginación un capricho y por los nervios una corriente que reprimí con el esfuerzo relativo que cuesta desechar las sugestiones puramente físicas. «Cuidadito, Salustio... Hoy estás muy alborotado... Ándate con pies de plomo...». Por decirle algo a la mozuela, pregunté:
-¿Es un solo árbol eso que se ve desde la ventana?
-¿Pues no sabe que es el Teixo?
-¡Un tejo solo esa inmensidad! ¡Santa Bárbara! Cogerá media legua de circuito.
-¡Media legua! ¡Ay qué risa! No sea ponderativo. Media legua aún no la hay de aquí a San Andrés. Pero mire, tres pisos los tiene.
-¿Tres pisos un árbol?
-¡Ay! sí, ya lo verá. En uno se baila, en otro se toma el café, desde el otro se ve muchísima tierra... y la ría, y todo.