Tradiciones peruanas - Novena serie
Una colegialada​
 de Ricardo Palma

Nuestras abuelas (benditas mujeres que en gloria estén), que alcanzaron los tiempos de Aviles, Abascal y Pezuela, cuando querían exagerar la necedad ó tontería de una persona decían que era un candido de calilla.

Los seminaristas en el Perú (y no sé si en las demás colonias), por imitar á los estudiantes de Salamanca, dieron desde el siglo XVII en mantear á los colegiales novatos y á los acusones, y en aplicar calillas á los que, por afeminamiento, pobreza de espíritu ó candidez, estimaban merecedores de aquéllas. Eso era como los rehiletes de fuego sobre el testuz de toro que no remata suerte.

A estas insolencias, nunca penadas con ejemplar castigo por los rectores, se dio el nombre de colegialadas, y no sólo las festejaba el público sino que entraron en las costumbres sociales. Contábase, como gracia, y se desternillaban de risa los oyentes, que á tal ó cual mentecato le habían echado calilla.

Previo este preámbulo, paso á hacer el extracto de un auténtico proceso que á la vista tengo.


I


Don Juan Bazo y Berry, que alcanzó á ser Oidor en la real Audiencia de Lima y que, después de jurada la Independencia se embarcó para España, desempeñaba el cargo de Teniente-asesor en la intendencia de Trujillo.

Fué don Juan Bazo y Berry quien más influyó para que en la sesión que celebró el Cabildo el 10 de Enero de 1793 se eligiese, como en efecto se eligió, para Alcalde de Trujillo al Príncipe de la Paz y Duque de Alcudia don Manuel Godoy y Alvarez, disponiéndose que, por residir el electo en España, se entregase, en calidad de depósito, la vara de justicia al Alférez Real don Juan José Martínez de Pinillos. Sabido es que Godoy aceptó la honra que los trujillanos le dispensaban, y que obtuvo del rey tres ó cuatro cédulas acordando mercedes á la ciudad y á su puerto. Sigamos con Bazo y Berry, dejando dormir en paz al favorito de Carlos IV.

En el primer año de este siglo lo ascendió el rey á Oidor de la Audiencia de Buenos-Aires, ascenso que provocó envidiosa;; murmuraciones entre los leguleyos de la ciudad. Distinguióse entre los maldicientes un abogadillo ramplón, á quien nadie encomendaba la defensa de un pleito porque, amén de ser piramidal su reputación de bruto e ignorante, era persona ridicula de quien todos se mofaban, recargándola de apodos.

Habíase educado en un colegio de Lima; pero el colegio no entró en él, como decía el obispo Villarroel hablando de su convento. Mas tuvo padrino poderoso en el claustro universitario y, por aquello de accipiamus pecuniam et mitamus assinum in patria sua le dieron el diploma de licenciado en leyes.

Un chismoso llevó á oídos de doña Josefa Villánueva, espesa del nuevo Oidor bonaerense, las ofensivas palabras que el licenciado don Mariano de Mendoza profiriera en uno de los corrillos, siendo una de las más graves injurias haber dicho que las oidorcitas, hijas de don Juan Bazo y Berry, eran unas señoritas del pan pringado.

Otro que tal llevó idéntico chisme á don Francisco Bazo y Yillanueva, mancebo de veintiún años, seminarista ordenado de cuatro grados, y que había merecido del virrey inglés el título de sacristán mayor de Cajamarca, empleo nominal muy codiciado, pues daba honra y pequeña renta sin ocasionar la menor fatiga.

Entre madre, hijo y hermanas formaron consejo de familia, y por unanimidad de pareceres se resolvió aplicarle un par de calillas al licenciado don Mariano de Mendoza, en castigo de su bellaquería.


II


Con fecha 2 de Diciembre de 1801 presentó Mendoza, ante el ilustrísimo obispo Minayo y Sobrino, un recurso querellándose contra el seminarista ordenado en grados menores don Francisco Bazo y Villanueva, porque éste, con el pretexto de que tenía una encomienda que entregarle, lo llevó a su casa en la tarde del domingo 29 de Noviembre, lo condujo a una de las habitaciones interiores, y con sus criados, que le menudeaban golpes, le hizo vendar los ojos y acostar sobre un colchón. En seguida le aplicaron dos velas de sebo, lo pusieron en la puerta de la calle y le dieron un puntapié, festejándose la colegialada por la oidora, las oidorcitas, y amigos y amigas que las acompañaban, amén del famulicio que actuara en el ultraje.

El seminarista don Francisco a quien el obispo corrió traslado del recurso, se vio, como dicen, en mlaa chúcara y con estribos largos o sea en calzas prietas, pues la colegialada podía costarle, por lo menos, la expulsión del Seminario y poner obstáculos para el logro de su aspiración al sacerdocio. Por eso, a la vez que intrigaba para entrar en componendas con ei querellante, contestó al traslado pidiendo que Mendoza afianzase la calumnia, petición que fue apoyada por el promotor fiscal.

Tanto la opinión pública como la rectitud del obispo Minayo y sobrino favorecían á la infeliz víctima del insolente colegialito; pero, repentinamente, fue general el cambio de simpatías, y todo Trujillo convino en que Mendoza era digno de que en él se consumiera todo el sebo de las velerías del Perú.


III


Yo también, después de casi un siglo del suceso, opino lo mismo ¿Por qué? Porque Mendoza, con fecha 7 de Diciembre, firmó un recurso, a presencia de dos testigos, en el que se desistía de la querella contra el seminarista, su señora madre y hermanas, a quienes confesaba haber agraviado con su falta de consecuencia al buen trato que de esa familia había siempre merecido. Agregaba que, estando ya su espíritu más sereno, reconocía que Francisco, el futuro presbítero, no había desempeñado otro papel que el de mirón en una broma de la señora y de las niñas.

En el mismo día recayó sobre este recurso de desistimiento el siguiente notabilísimo auto:

— «Por desistido; pague el suplicante las costas, y archívese. — El Obispo. — Ante mí. Merino^.

Aquí, con el auto en que no sólo se quedaba el licenciado muy fresco con las calillas dentro del cuerpo, sino que hasta las pagaba con el dinero que, por costas judiciales, se le condenaba a satisfacer, creerá cualquiera fenecido el juicio. Pues no, señor: todavía hay rabo por desollar.


IV


Si estúpido y sinvergüenza estuvo Mendoza con su recurso de desistimiento, tres días después acabó de consolidar su reputación de tonto de capirote, presentando nuevo escrito que, por ser típico, quiero copiar ad pedem literae:

"Iltmo. Señor: El licenciado Mendoza en los autos criminales contra doña Josefa Villanueva, sus hijos y criados, digo: »Que el día lunes de esta semana, 7 de Diciembre, como a las diez de la mañana, el regidor don José de la Puente me trajo cien pesos, en seis onzas de oro, para que me desistiese del pleito, con más un escrito de puño y letra de la parte contraria para que lo firmara. En efecto, así porque me hallaba en cama con las costillas maltratadas, como porque con ese dinero podía auxiliarme para la curación, alimentos, médico y medicinas, accedí a firmar dicho escrito. Pero como documentos que se hacen bajo la opresión, siempre que se reclame con tiempo, no valen ni hacen fuerza. A Useñoría Ilustrísima rendidamente suplico se sirva mandar la prosecución del juicio, y que se proceda a la sumaria»."

— ¡Vaya un hombre para indigno! ¡Valiente gaznápiro¡-exclamó el obispo después de oír leer por el notario Merino este recurso.

Consideró su señoría que sería el cuento de la buena pipa o de nunca acabar el seguir admitiendo recursos de un calillado de condición tan bellaca. Es dar puñaladas al cielo ó intentar lo imposible el imaginarse que de un imbécil pueda sacarse un hombre discreto.

He aquí el auto final que dictó el ilustrísimo obispo:

"No ha lugar, no ha lugar y no ha lugar. Quédese el suplicante con sus calillas, y ocurra donde le conviniere, no siendo ante esta Curia eclesiástica.— El Obispo.—Ante mí, Merino"